Pedro llegaba a su departamento casi a la una de la madrugada del martes 30 de noviembre. Después de las doce de la noche, las calles de Buenos Aires no eran nada seguras y su barrio no era una excepción. Estaba inquieto, expectante de cada sombra, de cada individuo que se le acercaba. Su instinto de supervivencia afloraba como un aullido de alerta. La calle era una boca de lobo, se veían algunas caras que daban miedo. Cuando estaba llegando a la puerta del edificio, advirtió que en la esquina estaba parado un hombre de aspecto temible. Vaciló un instante, estuvo a punto de retroceder hacia algún lugar seguro, no lo hizo porque creyó estar obsesionado por las amenazas de Magaliños. Advirtió demasiado tarde su error, no tuvo tiempo de hacer nada, el sospechoso lo arrinconó contra una pared. Era un sujeto corpulento y mal entrazado que parecía fuera de sí, desbordante de agresividad.
—Escuchame bien, bacancito de mierda. No te atrevas a mirarme a los ojos. Si no cerrás la boca, sos boleta. Al más mínimo parpadeo, te ensarto mi puñal en la nuez hasta la empuñadura, ¿me oíste, basura? ¿Sentís la puntita?
—¡Sí! Haré lo que me pida, no me lastime más la garganta, ¡llévese todo lo que tengo!, no haré nada, ¡se lo juro! Aquí tengo el dinero, ¡no se lleve mis documentos, por favor!
—¿Vos te pensás que todos son tan hijos de puta y tan chorros como vos? Como buen avenegra estás acostumbrado a cagar gente. Esta vez te va a costar muy caro, porquería, te voy a mutilar, te voy a cortar los huevos y te los voy a hacer tragar hijo de una gran puta, ¿me escuchaste?, ¡contestá, maricón de mierda!
—Me está doliendo mucho, por favor, me está cortando el cuello... No le hice nada, tenga piedad por favor... Ya le dije que le daré todo lo que tengo...
—Me encanta ver cómo chorrea tu sangre, tus pilchas se están poniendo coloraditas, tomá otro poquito de fierro, maricón de mierda... llorá como una mina, cagón miserable, parece que no te gusta sufrir... ¿Creíste que sería fácil estafar a los acreedores? Tomá un cachito más de acero para tu cogote de bacán cagador. ¿Te gusta? Te voy a ensartar como a un pollo.
—¡Ay! No siga, se lo suplico, no puedo respirar, pare, ¿qué tengo que hacer para que no me mate?
—Demasiado tarde piaste, boludo, no supiste comprender que con nosotros no se jode. Hay seiscientas mil razones que tu amigo el Zaragozano no atendió, ¿escuchaste, hijo de puta? ¿Necesitás un poco más de fierro? ¡Aquí lo tenés! ¿Escuchaste? ¿Si o no?
—¡Ay! ¡Sí! ¡Escuché! Haré todo lo que pueda, se lo juro... no me mate.
—Una mugre como vos merece ser faenada como un cerdo, me das asco abogadito de mierda, te vomitaría encima, vivís cagando a los pobres y todavía te las tirás de bueno, ¡gran hijo de puta! ¡Cómo me gustaría clavarte contra la pared, dejarte morir, que siguieras sufriendo, hasta que no te quedara una gota de sangre! Vas a conseguir toda la guita como sea, hasta la última moneda, gran hijo de una mala puta, porque si no lo hacés, te hago mierda y no solamente a vos, sino a ese pendejo mal educado de tu hijo, ¿comprendiste bien lo que dije? Contestame, basura, ¿me comprendiste?
—¡Ay! ¡Sí! ¡No siga clavándome el cuchillo, por favor! Me va a cortar la yugular, haré lo que me pida, ¡déjeme vivir, se lo imploro!
—No te lo merecés, pero te voy a dar otra oportunidad, cuervito. Date vuelta, ponete de cara a la pared, quedate callado y mirá para otro lado...
—¿Qué va a hacer?, ¿por qué me tengo que dar vuelta?
—Soy un hombre precavido, señorito. No me conviene que me puedas seguir... Veamos: tus patas deben ser rápidas... ¡Tragate ésta!
Eso fue lo último que Pedro oyó. Propinado con una pesada cachiporra de hierro recubierta de una gruesa tela, recibió un fuertísimo golpe en la base del cráneo, un impacto bestial que pudo haberlo matado. Se desmayó de inmediato, desplomándose sobre la vereda como un animal que es muerto de un escopetazo en la cabeza. Cuando se despertó estaba esposado a una cama de bronce, sobre un mugroso piso de tierra, en una habitación hedionda de paredes descascaradas y de ruinoso techo de chapa. Todo parecía siniestro. La iluminación era escasa. En un rincón pudo advertir que una rata de considerable tamaño lo observaba con displicencia, como si estuviera acostumbrada a deslizarse sin persecución alguna por ese sórdido ambiente. Apenas pudo verla, ya que sólo había una débil lámpara en el medio del cuarto. El olor a humedad era intenso e insoportable. Desde un amplio hueco de la ventana se podía entrever que en un patio cenagoso lindero, había un cadáver de perro con las tripas afuera, invadido por innumerables gusanos blancos, comensales gozosos, inmersos en una putrefacción que contaminaba el aire, haciéndolo casi irrespirable. Pedro tuvo ganas de vomitar. No estaba acostumbrado a escenas que golpearan sus sentidos tan directo. Se contuvo. Dentro de su desesperación trató de pensar cómo debía proceder, cómo tratar de evadirse de una situación tan extrema. Se trató de incorporar pero fue imposible: estaba esposado a una pesadísima cama. Intentó liberarse rompiéndola; era demasiado sólida. No se podía desplazar. Al mover la cabeza sintió un lacerante dolor en la nuca. Su espalda estaba cubierta de sangre reseca. Sintió que su cuello estaba inmovilizado y sensible, salpicado su contorno con varias cicatrices sanguinolentas y dolientes, fruto de los puntazos. Nadie había lavado sus heridas. Había sido arrojado sin contemplación alguna en ese oscuro piso de tierra donde se veían por doquier restos de comida. Era palpable la visita de los roedores. Temió terminar devorado por ellos. No se advertía la presencia de nadie en esa precaria vivienda. No existía otra luz que indicara que había otras personas. Tuvo miedo de pedir auxilio. Era obvio que su captor podría entrar en ese recinto en cualquier momento. A juzgar por su comportamiento, no tendría ningún respeto por su integridad física, ni le interesaría en lo más mínimo su angustia o sus deseos de libertad. Le costaba aceptarlo: había sido brutalmente secuestrado. Por lo que su raptor había murmurado, Magaliños no era ajeno a lo sucedido. Era una realidad trágica, difícil de asimilar. Pedro Mazzini no era estúpido. Comprendió rápidamente que si no se adaptaba a las circunstancias sería un hombre perdido. Agradeció no haber visto bien el rostro del delincuente que lo capturó. Si llegaba a pensar que había sido reconocido, muy probablemente lo asesinaría. No imaginaba cuáles iban a ser las exigencias de sus secuestradores, quizás pedirían un rescate al Zaragozano, o tal vez negociarían de otra forma. No tenía conciencia real de cuánto tiempo había pasado en ese lugar. Tal vez más de veinticuatro horas. Era de noche, se había orinado encima varias veces. En poco tiempo se vería obligado a desocupar su vientre sin siquiera tener la posibilidad de bajarse los pantalones. En otras circunstancias le habría resultado insoportable carecer del más elemental aseo pero la situación era Terminal. Lo único que le importaba era cómo salir con vida de tan miserable encierro. Se sentía degradado, arrojado a un basurero lleno de excrementos.
El tiempo fue pasando. Pedro no fue consciente de cuántas horas estuvo inmóvil en aquel húmedo y tenebroso sitio. La sucesión de los días y de las noches, le indicaron que había pasado casi setenta y dos horas sin ver a nadie. Se le tornaba insoportable su propia hediondez. En una oportunidad fue despertado por una rata que caminaba sobre su rostro. Se le hincharon los labios por una reacción alérgica; no se podía defender. La débil luz que estuviera prendida el primer día se había apagado. Alguien que sólo ingresaba cuando Pedro estaba dormido, dejaba periódicamente a su alcance un tazón de agua y un trozo de pan casero que casi siempre era sustraído por las ratas. Cuando tenía la suerte de encontrar algún resto, lo devoraba con avidez de lobo famélico, hincándole los dientes sin poder usar sus manos, inmovilizadas con las esposas. Sentía una insoportable picazón en el cuerpo, no podía restregarse, el ambiente estaba lleno de pulgas que parecían aprovecharse de su indefensión. Sus ojos estaban irritados, el estómago le dolía como si hubiera comido algo contaminado. Apenas podía mover el cuello. Se dio cuenta de que su estado físico se deterioraba a pasos vertiginosos. Debía hacer algo de inmediato o estaría irremediablemente perdido. Por milésima vez, trató de desarmar la cama de bronce. Las esposas estaban muy ajustadas a sus muñecas, le resultaba imposible liberarse de ellas. La única posibilidad a su alcance era lograr romper la cabecera de la cama para separar el caño en el cual estaba enganchada su atadura metálica. Comenzó otra vez a tirar de sus cadenas hasta que sorpresivamente, advirtió esperanzado que la barra de bronce que lo hacía prisionero parecía estar cediendo. No era tarea fácil; sus maniatadas manos estaban cubiertas de sangre por efecto del infructuoso tironeo que durante más de una hora había realizado sin pausa. Lo logró al fin. Liberó sus entumecidos brazos de la cama aunque seguía teniéndolos atados por los grilletes oxidados que aferraban sus muñecas y que le permitían muy poca movilidad. El terror lo hizo estremecer. Si su secuestrador advertía que se había liberado, sería violento con él para evitar que se defendiera o que escapara; no podía esperar ninguna misericordia. No tenía otra chance: aún cuando los riesgos fueran enormes, se debía fugar. Se levantó lento, soportando a duras penas el intenso dolor que su maltratado cuerpo padecía. Perdió el equilibrio. Casi desvaneciéndose, hizo un gran esfuerzo para quedar de pie. Sus ojos se nublaban, ardían procurando penetrar la cerrada obscuridad. A tientas, se aproximó a la ventana para observar el entorno desde el hueco de la misma. Con trabajo, comenzó a desenclavar una tabla que impedía abrirla. Durante diez minutos estuvo esforzándose, hasta que logró desplazar una de las hojas lo suficiente como para evadirse de su encierro. La noche carecía de luna. El miserable caserío estaba en tinieblas. La iluminación exterior era casi inexistente. Dio un paso a ciegas. Comprobó con repulsión que había enterrado su pie derecho en el vientre abierto y nauseabundo del can cuyos despojos había advertido en el primer día de su cautiverio. Asqueado, se apartó del fétido cuerpo. Comenzó a caminar tratando de liberarse de las zigzagueantes larvas que se habían adherido a su pierna. Avanzó lo más rápido que pudo, rengueando hacia una polvorienta calle, tropezando con innumerables objetos desperdigados: neumáticos viejos, bolsas de nylon con basura, trapos mugrientos, botellas vacías y chapas oxidadas. Se había alejado más de cincuenta metros cuando sintió un grito de alarma y una enérgica exclamación:
—¡Negra! ¡El hijo de puta se escapó! ¡Me voy a buscarlo, carajo! ¡Si no lo agarramos, el doctor nos mata! Quedate aquí vigilando, ¡no te muevas por nada! Ya vengo...
Pedro aceleró su paso difuminándose en la penumbra. Tocó febrilmente a la puerta de una precaria casa, rogó por su vida:
—¡Se los suplico! ¡Ábranme la puerta por favor! ¡Me quieren matar! ¡Les daré dinero si me dejan pasar!
Pudo entrever movimiento en el interior. Un par de ojos brilló en la oscuridad, nadie le dio una respuesta. Siguió corriendo. No pudo hacerlo rápido. De la nada, surgieron como espectros dos perros feroces que lo atacaron sin vacilación alguna. Uno de ellos, el más grande, clavó los dientes en su talón derecho. Por fortuna, el taco de su zapato amortiguó bastante le presión de las vigorosas fauces. Estirándose esforzado, aferró una escoba vieja que estaba apoyada contra una agrietada pared de adobe y ensartó el extremo libre de su palo en el ojo izquierdo del cánido que se retiró gimiendo junto con su acompañante. Cayó despatarrado sobre unas viejas macetas, perdiendo su improvisada arma y desgarrándose la piel del estómago. Intentó seguir. Le costaba desplazarse. Estaba como atontado por la falta de alimentación y por el tremendo impacto que había sufrido en la base de su cráneo. Dos puertas más se cerraron a su paso. Todos los habitantes de ese mísero suburbio parecían ser sólo espectadores de su dramática huida. Sintió pasos a su espalda. Alguien se le acercaba velozmente. No cabía duda, había sido descubierto...
—¡Hijo de puta!, ¿creíste que te ibas a escapar? ¡Vení para acá, bazofia, te voy a cortar en cachos, te voy a meter los huevos por las orejas, ¡te voy a abrir como un pollo, señorito de mierda!
Pedro clamó con angustia:
—¡Se lo ruego, no me mate! No le diré nada a nadie, le daré plata, todo lo que tengo, ¿para qué me va a matar? No le conviene, quédese tranquilo, por favor, si muero no tendrá nada.
El malvado delincuente no era susceptible de ser convencido. Estaba muy afectado por las drogas y por el alcohol. A esa altura de los acontecimientos, había perdido todo freno inhibitorio. Su intención era homicida, absoluto su descontrol, sólo le importaba vengarse de quien se había atrevido a huir de su prisión. No perdonaría jamás su afrenta, quería despedazar a ese atrevido leguleyo, a ese despreciable burgués que no conocía la miseria.
—Vení, señorito, vas a ver lo que es sufrir! ¡Acercate que te enseñaré lo que es el dolor! ¡Te voy a ir tajeando de a poco para que vayas muriendo lentamente! ¡Ya verás cómo te vas a ir desangrando, hijo de puta, quiero gozar cortándote en pedazos!
Se acercó lentamente, blandiendo un largo cuchillo puntiagudo en la mano derecha, moviéndolo en círculos como para evitar que Pedro pudiera detener su estocada mortal. Parecía un hombre que había pasado los cincuenta años, voluminoso y de evidente fortaleza física. Una larga y sinuosa cicatriz en su mejilla derecha revelaba su experiencia en refriegas callejeras. Su ardiente mirada demencial era un signo inequívoco de un irreversible desequilibrio psicológico. Su actitud indicaba claramente que era sanguinario, que carecía de prejuicios morales.
Pedro volvió a apartarse con rapidez, fugándose y gimiendo, solicitando ayuda desesperado. Nunca tuvo la más mínima respuesta; estaba irremediablemente solo y a merced de un implacable asesino.
—¡Vení, hijo de una mala perra, no trates de escaparte, basura!
El esfuerzo de Pedro para alejarse de su perseguidor fue enorme. Al principio le pareció que podría lograrlo pero sus desplazamientos eran cada vez más lentos, sus fuerzas lo fueron abandonando, hasta que quedó al alcance de la mano de su agresor. En ese momento sintió como si algo le quemara horriblemente el muslo izquierdo, algo filoso y largo como un estoque que le arrancó un gutural alarido de pánico y de insoportable padecimiento.
—¡Ay, por Dios! ¡Qué dolor! ¡Mi pierna!
Trastabilló hasta casi caer de rodillas en un terreno baldío. Pudo evitarlo a duras penas, continuando su penoso y bamboleante desplazamiento para tropezar bruscamente con un bebedero de madera lleno de agua estancada y maloliente en el cual se hundió su torso. Golpeó su frente con gran violencia contra el borde del abrevadero, se hizo un profundísimo corte, no tuvo tiempo de nada. Sintió muy cerca los pasos y la agitada respiración de su secuestrador. En su desesperación, casi ciego por la sangre que le anegaba los ojos, se apartó como pudo del lugar de su caída. Se comenzó a arrastrar bajo un alambrado de púas que le desgarró hondamente la espalda, arrancándole apagados quejidos. Desorientado, sollozando de espanto, esperaba en cualquier momento sentir una mortal puñalada sobre su columna vertebral. Se quiso guarecer en un viejo galpón de chapa y de fibrocemento, rasgándose la ropa y arrancándose pedazos de piel en el trayecto. Tanteó entre unos escombros hasta que providencialmente sus manos esposadas aferraron con dificultad una oxidada barra de hierro. Apenas tuvo tiempo para darse vuelta. Su captor estaba por descargar sobre él, una definitoria puñalada. La esquivó de milagro. Gracias a eso, el asesino tropezó y cayó al suelo dándole la espalda. No necesitó otra oportunidad: aplicando la escasa energía que le quedaba, descargó sobre la nuca de su agresor su improvisada arma. Una vez. Dos veces. Varias más. Sólo dejó de golpearlo cuando tuvo la seguridad de que estaba definitivamente inmóvil, cuando la cabeza de su atacante se había transformado en una masa sanguinolenta. No se detuvo a ver si todavía estaba vivo; sólo pensó en sobrevivir. Sabía que para lograrlo debía permanecer consciente y alejarse de ese sitio riesgoso, lo más rápido que pudiera ya que era evidente que nadie lo ayudaría en esas circunstancias. Al menos una cómplice de su agresor había quedado en la casa que fuera su cárcel y probablemente ya habría dado aviso de su fuga a los instigadores de su secuestro. Recién en ese momento se dio cuenta de que estaba mal herido. Su muslo izquierdo sangraba profusamente, apenas podía mover la pierna. Desgarró su mugrienta camisa tratando de controlar los escalofríos que le provocaba su debilidad y la fresca brisa nocturna. Con gran dificultad fabricó un torniquete con sus manos atadas, aplicándolo sobre su herida. Caminó bamboleante y temblequeando durante casi media hora. Varias veces estuvo al borde del desvanecimiento hasta que vio una luz que se destacaba de las otras. Se encaminó hacia allí con esfuerzo. Le fue imposible llegar. Se desplomó diez metros antes, impactando fuertemente su rostro contra el empedrado de una deteriorada vereda.
Copyright © | Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012 |
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Fecha de publicación | Febrero 2013 |
Colección | Narrativas globales |
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