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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXX

Un operativo policial

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

Humberto Marcel movió rápido los hilos. Apenas salió del hospital se encontró con un alto jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, íntimo amigo de la infancia. De inmediato se dispuso una incursión policial en las cercanías de la casa de Juancho, para ubicar el lugar en el cual había estado prisionero Pedro. El Zaragozano pidió participar personalmente en el operativo que estaría al mando del teniente Gonzalo Torres. A las 18 del martes 30 de noviembre, comenzaron a adentrarse en el barrio que fuera escenario de los hechos. Su curiosidad se fue incrementando, hasta que preguntó:

— Decidme oficial: ¿cómo calificáis a este yermo caserío? Parece tierra de nadie... ¿es realmente tan peligroso?

El teniente Torres no tuvo que pensar mucho la respuesta. Dijo:

— Afirmativo. Pocos se atreven a venir aquí, señor Marcel. En la comisaría la tenemos clara. Le escapamos a los operativos en esta zona. Tuvimos muchas bajas, los residentes nos odian, son agresivos, no le temen a nada ni a nadie, andan borrachos o drogados, no se dan cuenta de la criminalidad de sus actos. Justo ayer, un comisario me comentaba que es impresionante cómo han proliferado las villas miseria en los alrededores de la ciudad de Buenos Aires. Hay zonas que han sido invadidas por marginales; algunos dan miedo de sólo mirarlos. Durante los gobiernos militares vinieron muchos traficantes de droga y la desocupación tuvo los efectos de una plaga. Aquí no llega la mano de Dios, señor Marcel. Hay un mínimo comedor comunitario que funciona en la escuela y una precaria salita de atención médica. Pare de contar; lo demás es un sálvese quien pueda. Casi todos son alcohólicos, gente muy inculta y necesitada; aquí nadie puede salir de la indigencia. La mayoría de las familias está desintegrada. Muchas mujeres jóvenes se han visto obligadas a prostituirse para mantener a sus hijos o a sus familiares indefensos. Los narcotraficantes supieron sacar ventaja: ahora son una casta privilegiada, se llenaron de dinero destruyendo vidas inocentes. Se ha hecho común el consumo de sustancias letales como el paco. Un médico policial me lo explicó: quema el cerebro de los niños y de los adolescentes, los destruye rápido y sin remedio. Si usted me dijera que el Estado ha sido cómplice, tendría razón; es lo que tenemos. Los chicos viven hacinados en las villas, sin esperanza, violados por sus padres o por sus familiares. Sus madres son maltratadas, muchas veces las obligan a prostituirse. Me da una gran tristeza. Se lo digo de corazón, no me acostumbro a esto. Así es la cosa, a la vista tiene el resultado. Estamos llegando, señor Marcel. Le ruego que tome precauciones. Ajústese el chaleco antibalas. En estos lugares cualquiera puede dispararle un tiro desde cualquier lado. Cúbrase bien porque aquí nunca se sabe...

—Os agradezco vuestra preocupación, teniente. Lamento mucho que debáis poner vuestra vida en riesgo. Todavía me cuesta creer que hayáis reclutado ocho policías tan rápido, agentes dispuestos a incursionar en un territorio tan peligroso.

—No se preocupe, Sr. Marcel. Es nuestro trabajo, estamos obligados a realizarlo. Además, cumplo órdenes. Si no actuamos velozmente, los ilegales se esfumarán sin dejar ni la más mínima huella de su presencia.

—El teniente Torres era un hombre de cuarenta recién cumplidos. Había sido asignado por su amigo, tenía instrucciones precisas: ingresar a una de las más peligrosas villas del Partido de San Francisco y aprehender a cualquier persona sospechosa de haber participado en el secuestro de Pedro Mazzini. Una tarea difícil. Era tierra de nadie, ni siquiera la policía se atrevía a entrar. Sólo lo hacía realizando operativos de gran magnitud, con efectivos policiales equipados con armas de gran potencia, chalecos, máscaras antibalas, equipos modernos de comunicación, bombas lacrimógenas y vehículos ágiles.

A las seis y media de la tarde aproximadamente, estuvieron a la vista de la casa de Juancho. Era el único lugar de referencia. Sólo habían pasado ocho horas desde que el Zaragozano retirara a Pedro en preocupante estado de salud. Sabían que había estado secuestrado en una casa cercana. Teniendo en cuenta el relato de Pedro y el lamentable estado físico que tenía, consideraban que en una hora no se había podido alejar demasiado del lugar de su encierro; había dado vueltas sin rumbo seguro. Tenían una mínima descripción del sitio en el cual había estado prisionero. En base a estos detalles, se pusieron a buscar indicios que les permitieran ubicar el lugar. Lo primero que el Zaragozano buscó fueron los objetos con los cuales Pedro dijo que había tropezado. No le sirvió de mucho ese dato: todas las calles estaban igualmente colmadas de desperdicios y de objetos en desuso. El barrio tenía muchos terrenos baldíos, las edificaciones estaban desperdigadas y configuraban un paisaje que conservaba algunas características propias de un ambiente rural: había casas y galpones, todas ellas de humilde condición. Si bien las calles no carecían de alumbrado público, apenas había un farol por cuadra. Esto hacía ostensible que estas tierras estaban prácticamente abandonadas por el municipio. Los techos de chapa brillaban por doquier, por tanto el Zaragozano comprendió que tampoco este dato sería útil para encontrar la rudimentaria prisión de Pedro. Anduvieron recorriendo el barrio durante casi una hora. Mientras lo hacían se iban cerrando las ventanas de las casas vecinas. Miradas amenazantes los despedían. La mayoría de los pobladores tenía antecedentes penales, estaba perseguida por la justicia. Se trataba de prófugos o de encubridores profesionales dispuestos a todo en el caso de ser agredidos en su propio territorio. El animal acorralado inexorablemente muerde; en este caso, no se daría una excepción. Parecía imposible diferenciar una casa de otra. Todas eran similares, no tenían ningún elemento distintivo. En un momento, el vuelo de dos chimangos llamó la atención del Zaragozano. Le sugirió al teniente Torres investigar los restos orgánicos que atraían a las aves de rapiña. Cuando llegaron al lugar, al Zaragozano le brillaron los ojos de entusiasmo. Se trataba del cadáver de un perro que exhibía sus intestinos. A juzgar por la merma que había sufrido su cuerpo, había sido mordisqueado por roedores y canes, picoteado por toda clase de aves rapaces. Cuando vio el hueco en la ventana próxima, no tuvo duda: se trataba del mismo animal que había pisado Pedro en su desesperada huida. Todos los agentes prepararon sus armas y rodearon la casa. Varios hicieron arcadas porque no soportaban el hedor. Algunas mirillas se abrieron en las casas linderas. El silencio era sepulcral. Descendieron de los rodados con cuidado, apuntando las escopetas hacia las aberturas de la vivienda. Cuando llegaron a la puerta principal, el más corpulento de los suboficiales, un hombre de ciento diez kilos, la derribó con un fuerte golpe de su hombro derecho. Ingresaron en grupo. Lo primero que vieron fue una cama de bronce cuya estructura se encontraba rota y rastros de sangre en un piso de tierra. Tomaron las muestras pertinentes, sacaron fotografías del sitio, registraron hasta los más mínimos detalles. Era indudable que estaban en la habitación que describiera Pedro. Tiraron abajo una puerta interior y siguieron inspeccionando la casa. Todo estaba vacío. Bajo un semidestruido armario de madera de eucalipto, encontraron la llave del auto de Pedro, una clara evidencia de que estaban avanzando con buen rumbo. En el otro extremo de la vivienda, había una dependencia que tenía signos de haber sido recientemente habitada: una cocina a leña aún tibia, restos recientes de comida en el piso, grandes manchas de sangre sobre la mesa, un rastro carmesí que se iba perdiendo con dirección a la puerta de acceso de una habitación. Sacaron muestras pensando que se trataba de huellas dejadas por otra persona herida, probablemente del agresor de Pedro que había sido duramente golpeado con una barra de metal. Aunque lo sucedido se podía imaginar con bastante precisión, no existía ningún indicio que permitiera deducir a dónde se habían ido los ocupantes de la precaria edificación. El teniente Torres se quedó un rato pensativo recordando quién vivía en los alrededores y dijo:

—Perdóneme, Sr. Marcel. Usted me comentó que su ahijado apaleó violentamente a su agresor, esto es cierto, ¿no? El Zaragozano contestó moviendo la cabeza afirmativamente. Bien —prosiguió Torres—, entonces es posible que no estemos tan lejos de este asesino. Es dificultoso llevar a una persona herida a un hospital respetable, más si tiene antecedentes penales. Supongo que el agresor de su ahijado los debe tener. Anoche no se presentó ninguna urgencia ni en el hospital de San Francisco ni en ningún sanatorio o dependencia médica pública del Partido.

—¿Qué estáis sugiriendo, Teniente?

—Muy simple, señor Marcel. Es probable que el atacante del Dr. Mazzini se haya guarecido en algún aguantadero cercano, imagino adónde; ya hemos tenido algún caso similar. A pocas cuadras de aquí vive una tal Eleonora Robles. Acostumbra cuidar a delincuentes heridos, les da los primeros auxilios, trata de salvarles la vida a cambio de algunos pesos. Cuando advierte que un paciente se le está por escapar de las manos, avisa a sus cómplices. Ellos se encargan de dejarlo en la puerta de algún hospital, pero mientras tanto trata de solucionar los problemas sin que se entere la policía. Debemos apurarnos. Es casi seguro que le habrán advertido de nuestra presencia.

Subieron a los autos partiendo raudos. En menos de tres minutos estaban en una casa blanca, con techo de chapa negra. Tocaron al timbre, una señora asomó a la ventanilla de la puerta. Torres le dijo:

— Señora Robles, sabemos quién es usted. Está protegiendo a un asesino en grave estado. No queremos incriminarla. Suponemos que no está enterada de que hubo un secuestro. Si no nos deja pasar allanaremos su domicilio, la consideraremos cómplice y la llevaremos presa. Tiene cinco segundos para decidir qué es lo que hará, ¡no pierda tiempo!

La puerta de entrada se abrió de par en par: una obesa mujer, de pequeña estatura, de aproximadamente cincuenta y cinco años, los dejó pasar. Ingresaron tomando todo tipo de precauciones hasta llegar a una pieza del fondo en la cual se encontraba recostado y sin conocimiento un robusto cincuentón de cabeza vendada. Tenía una visible y enorme cicatriz en el rostro. Era indudable que se trataba del agresor de Pedro. El Zaragozano no pudo evitar una sonrisa aunque le impresionó el aspecto del malviviente. Satisfecho, apretó el brazo del oficial Torres que sin perder tiempo, dijo:

— Créame, señora. Le conviene no guardarse nada. Usted tiene experiencia, no cometa el error de encubrir a algún delincuente. Sabe bien que está penado por la ley. Nadie le recriminará que haya brindado asistencia a una persona herida pero de ahí en más, será otra cosa. Piénselo bien.

La mujer pareció turbada, bajó la cabeza y musitó:

— No tengo nada que ver, no jodí a nadie. Sólo traté de ayudar a este pobre cristiano..., me lo trajeron casi fiambre... ¿qué podía hacer?

Torres se dio cuenta de que era conveniente preservar la confidencialidad. Hizo callar a la mujer poniéndose el dedo índice sobre la boca e indicándoles la salida a sus hombres a la vez que les expresaba:

— Señores, ¡déjenme solo con esta mujer! Esperen afuera. Usted, quédese conmigo Sr. Marcel.

—Cuando todos los policías estaban en el exterior de la casa, el teniente Torres continuó su interrogatorio diciendo:

—Dígame señora: ¿quiénes le trajeron al herido? Necesito sus datos, sus nombres, que me diga dónde puedo encontrarlos. No pretenda engañarme diciéndome que lo ignora. Sé que dejaron algún número de teléfono por si se presentaba alguna urgencia. Apúrese, no podemos perder ni un segundo, ¿me entendió?

—No se lo puedo buchonear, teniente. Si ellos piensan que soy soplona me liquidarán. Estos tipos no perdonan, no me mande al muere, tenga piedad de mí. Aquí tienen a este hombre, se llama Alberto García. Llévenselo. Cuando esté mejor, tómenle declaración. Yo no puedo ayudarlos más.

—Mire, doña. Comprendo que usted tenga miedo, pero tenemos el deber de recabar información. Mis efectivos están preparados para revisar esta vivienda hasta debajo de los mosaicos. Le doy un consejo: proporcióneme los teléfonos de estos sujetos. Si lo hace, fingiré ante mis hombres que he encontrado en algún rincón de la casa un papel con esos datos; de esa manera nadie podrá reprocharle nada, pensarán que no fue culpable de que nosotros encontráramos los números, ¿le parece bien?

—Y si me niego, ¿qué harán?, ¿me llevarán presa?

—Afirmativo doña, la detendremos para averiguar antecedentes, por presunta complicidad con quien quiso asesinar anoche a Pedro Mazzini. Podría pasar varios meses encerrada, en condiciones que le harían extrañar su casa.

—Si les doy los teléfonos, ¿me dejarán en paz?

Torres fue categórico al decir:

—Tiene mi palabra doña Eleonora; siempre y cuando los datos sean correctos. Los corroboraré personalmente, ¿quedó claro? ¿Quiénes son los que trajeron al herido?, ¿los conocía de antes?

La mujer dudó presa de una gran angustia. Al final dijo:

—Teniente, no me haga esto. Usted bien lo sabe: si le chimento algo, se vengarán de mí. Son muy crueles. Prefiero ir en cafuga; las rejas no me van a matar. Ellos sí. Me torturarán.

—Señora, no la quiero presionar. Si usted se niega a colaborar, me veré obligado a dejar rastros falsos, me ocuparé de que todos los vecinos los conozcan.

La mujer lo observó con ojos llenos de pavor e imaginando el significado de sus palabras, preguntó con ansiedad:

— No me joda, Teniente, ¿con qué me está amenazando?

El oficial no parecía disfrutar de su trabajo pero lo sabía hacer a la perfección. No en vano hacía diez años que rondaba esa villa miseria; conocía cuáles eran las particularidades de sus moradores. Apoyando su mano derecha sobre el hombro de la señora Robles, dijo:

— Mire, Eleonora, no me gusta meterla en problemas. Está obligada a colaborar; si no lo hace, les diremos a sus vecinos que incriminó a muchas personas del barrio y allanaremos varias casas. Todos le echarán la culpa, ni quiero imaginar lo que le harían, seguramente nada agradable, ¿no es verdad? ¿Para qué se va a arriesgar si puede zafar fácilmente de este brete? Hagamos un pacto: no le pediré más información que la que se refiere a este caso, por más que sé que usted ha ayudado a otros delincuentes del barrio. Dígame todo lo que sepa sobre las personas que trajeron al herido a su casa, hasta el mínimo detalle. Si no lo hace, estará perdida. Su vida no valdrá ni diez centavos.

—Me pone contra la pared, teniente, no tengo escape. No importa lo que haga, me van a matar como a una rata. En ese cajón hay dos papelitos con los números de los teléfonos celulares de los que me trajeron al hombre lastimado: la negra Mabel Suárez y un tal Artemio Jiménez. Ella vivía con el herido en una casa vecina, a pocas cuadras de aquí y por lo que sé, este Artemio es un tipo bravísimo, hombre de confianza de un narco que pisa fuerte en varios partidos de la provincia: Marcos Gandulco, que tiene fama de sanguinario y de vengativo. Si se enteran de que le pasé datos a la policía, estaré en el horno. Por lo que pude escuchar, fue Gandulco quien ordenó que fuera secuestrado Pedro Mazzini. Jiménez estaba como loco con García porque había dejado que su prisionero se escapara; también porque había tratado de matarlo en lugar de mantenerlo vivo para pedir un rescate. No me extraña lo que pasó: este García es incontrolable, cuando se pone en pedo o se droga es capaz de hacer cualquier desastre, no puede pensar. Es todo lo que puedo decir, Teniente. Ahora le pido que me lleve con usted. Haga de cuenta que me está deteniendo. Cuando Gandulco se entere de que están buscando a García y a Jiménez, no querrá dejar testigos, ordenará que me boleteen, nadie podrá salvarme. Llévenme con ustedes, por favor. Viajaré al interior del país, buscaré un lugar más seguro. Si me quedo aquí, soy boleta.

—Está bien, Eleonora. Si me informa dónde estará, la dejaré ir. Comprendo que si se queda aquí la matarán. Quiero que se salve y que pueda testificar. ¿Qué pronóstico puede darnos del herido? ¿Piensa que se puede salvar?

La mujer no supo qué decir, hasta que manifestó:

— No estoy segura, teniente, soy improvisada, lo poco que sé me lo enseñó una vieja vecina que laburó mucho tiempo como enfermera en un hospital. Tengo la impresión de que si es bien atendido, si no se infecta, tal vez zafe. Igual, me parece que va a quedar arruinado. Los golpes que sufrió en el mate fueron terribles, tiene el cráneo partido en varios lados, ¡vaya a saber!

—La enfermera que usted menciona tiene un hijo petizo y tuerto que vive cerca de aquí, ¿no es cierto?

—Sí, teniente, ¿cómo lo sabe?

—No tiene importancia, Eleonora. Entregue todos los datos que nos puedan servir. Si lo hace, le daré una mano, la protegeré de sus «amigos». Piénselo, ya que se tiene que ir, aproveche para darnos información. A cambio recibirá nuestra ayuda. Mal no le vendría, ¿no es cierto?

—No se cabree, teniente. Hace diez años que vivo aquí. Sé muy bien qué puedo esperar de las promesas policiales. Si alguno de mis vecinos fuera encanado después de hoy, me echaría la culpa. Hicimos un trato: sólo le voy a soplar detalles de García y de sus allegados. Con respecto a los demás, olvídese. Me prometió que no estaría obligada, no me joda. Además, usted sabe que soy amiga de muchas de estas personas que mal o bien, son todo lo que tengo; los únicos que me han dado una mano cuando tuve alguna necesidad.

—Está bien, doña, quédese tranquila, no la presionaré más. Quiero saber otra cosa: a estos señores Gandulco y Jiménez, ¿los conocen sus vecinos?

—Es casi imposible, oficial. A lo mejor a Jiménez que es un subordinado de Gandulco alguna vez lo vieron de lejos; pero al «patrón», seguro que no. En este barrio todos saben que Gandulco es el capo del narcotráfico en tres o cuatro Partidos del conurbano bonaerense. Maneja mucha mosca. Se sabe que Jiménez es uno de sus matones, sólo porque circulan rumores. El que manda está demasiado arriba como para que alguno de nosotros lo conozca. A García, sí. Es un infeliz que sigue órdenes y hace cualquier aberración por unas pocas monedas. Es un pobre tipo, aunque muy peligroso, medio chiflado, creo. Que Dios me perdone por decirlo.

Torres dio por terminada su diligencia. Abrió la puerta de la casa y dijo:

— Bueno, vamos yendo muchachos. Súbanse a los autos. Coloquen al herido en el asiento de atrás del patrullero más grande. Lo llevaremos al hospital más cercano. ¿Está conforme, señor Marcel?

El Zaragozano contestó rápida y firmemente:

—No os quepa duda alguna, mi amigo, os estoy sumamente agradecido. Comentaré a vuestro jefe de vuestra idoneidad, os recomendaré para un merecido ascenso. Si hubiera muchos como vos, el crimen no estaría tan extendido. Ahora debemos seguir actuando. ¿Sabéis dónde ubicar a este Gandulco?

El teniente Torres vaciló un instante, pero finalmente dijo:

—Tengo que decirle la verdad, Sr. Marcel. Ir contra este traficante de drogas no será una tarea sencilla. Tengo que decirle confidencialmente que tiene contactos políticos al más alto nivel. Si lo tocamos, nos patearán el tablero de todos lados, correremos serio peligro. Tenemos que hablar con el Jefe para que sepa cómo viene la situación, pensar muy bien lo que haremos. Una vez que movilicemos a nuestros efectivos, no habrá retorno.

—Os puedo asegurar que comprendo vuestra preocupación, teniente. Sois un oficial serio y diligente, os recomendaré para un puesto muy alto en la fuerza policial. Este país necesita gente honesta, no toda está corrupta como se suele decir. Es claro que enfrentamos a una organización poderosa. Colijo que si demoramos en actuar, este Gandulco pondrá pies en polvorosa, preparará su defensa moviendo influencias. Necesitamos capturarlo pronto, antes de que se entere de que lo estamos buscando. ¿Vos confiáis en el personal que nos acompañó cuando fuimos a allanar el domicilio de Eleonora? Temo que alguno de vuestros compañeros pueda dar aviso a Gandulco, ¿me equivoco?

No se equivoca, Sr. Marcel, lamentablemente no se equivoca... Por eso no quise que presenciaran nuestra conversación con la señora Robles. Antes de salir para realizar este procedimiento, el jefe me dijo que no reparara en medios, que me proporcionaría los efectivos confiables que necesitara. Si todavía piensa igual pese a que esté metido Gandulco, habrá que aprovechar su oferta. Tengo una idea bastante aproximada de dónde puede estar este narcotraficante. Casi seguro que en un boliche de San Francisco. Suele pasar por allí casi todas las noches. Hoy es sábado, habrá más posibilidades de que esté. Esperaremos a la medianoche y allanaremos el local. Creo que casi seguro lo encontraremos y lo podremos arrestar. Deberemos pedir una orden de allanamiento.

—De eso me encargo yo, teniente. Tengo a dos abogados penalistas trabajando en este tema; me dijeron que conseguirían cualquier orden en pocas horas. Estamos a tiempo, apenas son las siete y media de la tarde.

—Señor Marcel, si el jefe autoriza el procedimiento, a las once de la noche saldremos del cruce con la Autopista que va a Ezeiza para que nadie en la comisaría de San Francisco se entere del operativo. No le aconsejo que venga con nosotros. No se sabe qué puede pasar en estos operativos. Nos podrían tirotear.

—Agradezco que os preocupéis por mí, teniente Torres, no obstante, me gustaría acompañaros y no porque desconfíe. Vuestro Jefe me ha dado las mejores referencias de vos, puedo dar fe de vuestras condiciones por experiencia propia, pero si algo sucediera y saliera mal, me reprocharía por siempre no haber estado en persona en el allanamiento.

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