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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXIV

Clara en el Hospital

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El miércoles ocho de diciembre cerca de las cuatro de la tarde, Clara llegó al hospital. Como era lógico, la enfermera de terapia intensiva no la dejó pasar. No obstante, se quedó varias horas a la entrada del servicio, como si su presencia fuera una condición necesaria para que la salud de Pedro mejorara. Llamó al Zaragozano por teléfono, para decirle:

—Hola Humberto, estoy en el Hospital Europeo, en el ingreso a terapia intensiva. No permitían que me quedara ni en la puerta, no sabés cómo tuve que machacar con la enfermera para que me dejara estar aquí. Le tuve que jurar que desde hace años soy concubina de Pedro, que teníamos dos chicos en común; sólo así la pude convencer. Hasta solté algunos lagrimones, no sé cómo me salieron tan fácilmente. Entre nosotros, creo que está bien que no me hayan dejado pasar. Pedrito está peleándola contra una infección de puta madre, las visitas pueden contagiarle cualquier otro bicho; es lo único que le faltaría, pobre. Hay dos canas en la puerta con cara de bulldog, ¿serán los que te dijeron que iban a cuidarlo a Pedro? Perdoname que te joda, quería simplemente saber cómo iban las cosas y estar segura...

El Zaragozano tardó unos segundos en contestar. La verdad era que no sabía qué decirle a la muchacha. Las noticias no eran buenas, temía alarmarla, aunque era indispensable que se retirara inmediatamente del hospital. Si llegaban los esbirros de Gandulco con la idea de matar a Pedro, Clara podía quedar en el medio de un tiroteo. Con la mejor diplomacia que pudo, le dijo:

—Mirad, niña. Las cosas no están nada bien, podéis apostar a ello. La situación de fondo no ha variado. Debo advertiros que aún estamos bajo amenaza de muerte. Que haya dos policías cuidando a nuestro amigo no significa que no exista peligro. Podéis estar segura de que estamos caminando por un precipicio. El narcotraficante que ordenó el secuestro está tratando de liquidar a toda persona que se encuentre liada con el decomiso de su mercadería. Por nuestra culpa, le han birlado cincuenta millones de dólares. Podréis imaginar cuál es el humor de Gandulco y de sus amigos. Id a tu casa, chavala, os informaré en detalle lo que vaya sucediendo. Sería una osadía que permanecierais allí. Si se presentan los mafiosos para eliminar a Pedro, estaríais en el medio y dificultaríais la tarea de los agentes. En definitiva, desprotegeréis a nuestro querido compañero. No permanezcáis ni un segundo más. Consideradlo un especial ruego de este zaragozano. Os juro que le diré a Pedro que habéis estado horas velando su convalecencia pero si lo queréis realmente, apresuraos para salir del hospital. Quiero imaginar que no os están buscando, que ignoran que estáis directamente involucrada en este embrollo. Si os ven en la sala de espera, os arriesgaríais a que comenzaran a pensar distinto. Podríais convertiros en otro blanco de estos asesinos. No os expongáis inútilmente, os lo suplico mi amiga. Ya con bastantes contrariedades tenemos que lidiar como para que agreguéis otras nuevas.

—Está bien, Zaragozano. Me hacés sentir una boluda y me aterrás. Comprendí, ya me estoy yendo. ¿Vos que harás?, ¿quién te está cuidando?

—Esta noche nadie velará mis sueños, camarada. No os preocupéis por mí. Dormiré en un hotel para que no me puedan encontrar. Pasaré a buscar algo de ropa por casa y desapareceré. En unos minutos estaré en la clandestinidad. Mañana será otro día, buscaré gente capacitada para que me custodie. Hoy no he tenido tiempo de hacerlo.

—Cuidate, Zaragozano, por favor te lo pido. Tengo un ataque de pánico. Jamás hubiera pensado que íbamos a estar tan en el horno; si lo hubiera sabido antes, ni ebria me hubiera metido en este quilombo. Ya sé que ahora estamos en el baile; bailemos con mucha prudencia. Quiero que sigamos todos vivos y sanos.

—Despreocupaos, mi niña, os agradezco el afecto que me dispensáis. Yo tampoco pensé que la situación se iba a tornar tan complicada, creédmelo. Siempre supe que en la vida es difícil obtener resultados importantes sin hacer alguna concesión, pero esto supera todo lo previsible. No creáis que me hubiera metido en este negocio si hubiera apenas soñado que esto iba a suceder, podéis estar segura de que no soy tan necio. Os podéis consolar pensando que si no hubiera sido porque nos arriesgamos en esta operatoria, vuestro abuelo habría muerto de su dolencia terminal en un hospital del Estado, como un menesteroso, sin una mísera moneda, sufriendo todo tipo de penurias y de carencias. Vuestra abuela no lo habría soportado, ahora también estaría muerta, ¿tenéis alguna duda de que hubiera sido así?

—No, tenés razón, Zaragozano. No puedo tirármelas de ser una mina misericordiosa porque también quise afanarme unos buenos mangos, pero te confieso que me hubiera metido igual en este quilombo aunque no ganara ni un mísero peso, sólo para que el abuelo no muriera como un perro abandonado.

—Os conozco, jovencita, no creáis que necesitáis decírmelo. Sé que sois de buena hebra, muchacha, no me sorprende que Pedro se haya prendado de vos.

—Vamos, Humberto, no me dores la píldora. Reconozco que tu ahijado se hace querer, pero es más peligroso que un estanque lleno de pirañas. Hasta que se pueda enamorar nuevamente de alguien, tendrá que pasar mucha agua bajo el puente.

—No estéis tan segura, mi cachorra, os aseguro que habéis calado hondo en mi muchacho. Ya veréis a quién le da la razón el tiempo: lo sabremos si Pedrito se pone bueno. No será pronto, lo han vapuleado como para hacerlo trizas.

—Sí, lo hicieron puré, pobre, pero es fuerte. Hace un rato el médico de guardia me dijo que pese a las guachadas que le hicieron, estaba evolucionando bastante bien, considerando la gravedad de su estado. Tiene una polenta bárbara, la infección aparentemente está controlada. En pocos días más podrán darnos un pronóstico más firme. Tengo la esperanza de que zafará del brete.

—Bien Clara, no perdáis más tiempo, vive Dios, salid de esa zona de peligro. No me hagáis desesperar.

—Ya me estoy yendo, Zara, un beso. Cuidate. Te quiero mucho.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012
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Fecha de publicaciónMayo 2013
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