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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXV

Quieren asesinar al Zaragozano

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

Después de hablar por teléfono con Clara, el Zaragozano trató de contactar a gente amiga para que le recomendara algún servicio de seguridad confiable pero no pudo conseguirlo. No le quedó otra alternativa que afrontar sin ayuda alguna la situación: decidió dormir en un hotel para que no lo encontraran quienes querían asesinarlo.

Gandulco estaba en conocimiento de que gran parte de la cúpula policial de la provincia de Buenos Aires estaba complotando en su contra. Pensaba que si lograban desestabilizarlo, estaría irremediablemente perdido. Los políticos que lo apoyaban nunca correrían riesgos; le quitarían su apoyo. El jefe narcotraficante creía que si demostraba debilidad, comenzaría a perder bases de sustentación. En poco tiempo podría ser sustituido por algún otro mafioso. Si eso sucedía, sus horas estarían contadas. Estaba jugándose a todo o nada. Su única esperanza era mostrar dominio de la situación haciendo desaparecer a todos los miembros de su tropa que obraran con negligencia, así como a todas las personas que pudieran incriminarlo. Gandulco conocía la mentalidad temerosa de los que medraban con su actividad; creía que si se mostraba fuerte, no tendría tanta oposición. Con el tiempo, se aquietarían las aguas, pasaría al olvido la masacre de policías. Sólo una restricción se había impuesto: ningún otro funcionario policial debía ser dañado. Advirtió a los integrantes de su hueste que el que violara esta regla sería ajusticiado. Debía demostrar a La Bonaerense que lo sucedido había sido un desvío excepcional que merecía ser perdonado. Gandulco estaba convencido de que no le quedaba alternativa, por tanto, estaba actuando enérgica y decididamente. Sus secuaces habían asesinado a García; también a su concubina. Artemio Jiménez, se había equivocado al contratar a García para el secuestro. Entonces, desapareció de todos los lugares que solía frecuentar; sus familiares más íntimos llevaron a cabo febriles gestiones ante las autoridades procurando saber su paradero. El Teniente Torres se enteró a través de informantes de que por orden de Gandulco, Jiménez había sido asesinado. Luego de ser decapitado y de amputarle manos y pies, su cadáver había sido arrojado al Río de La Plata. Sólo quedaba con vida Eleonora Robles, el Zaragozano y Pedro Mazzini. Gandulco había sido claro con sus más eficientes subordinados: debían matar a estos tres sobrevivientes de cualquier forma, en cualquier tiempo y lugar. Lo planteó como un problema de vida y muerte, prometiendo un jugoso premio en dinero a quien eliminara a los sobrevivientes. Humberto Marcel estaba a dos cuadras de su casa cuando comenzó a anochecer, vivía a treinta metros de la intersección de las calles Ayacucho y Peña, apenas a tres cuadras de Santa Fé y Callao, casi enfrente de un antiguo hotel situado en la esquina lindando con un establecimiento de alquiler de cocheras. Allí dejó el automóvil e ingresó rápidamente en su edificio, sólo para buscar la ropa que usaría en su exilio temporario. Procuró no ser visto por nadie. No advirtió nada extraño; ninguna persona sospechosa estaba a la vista. No podía estar seguro: los que tal vez intentaran asesinarlo, sabían pasar desapercibidos; eran profesionales sin escrúpulos que no vacilarían ni un instante. Cuando abrió la puerta de su departamento, tuvo la sensación de ser observado. Era el lugar menos indicado para guarecerse. Observó su vivienda con cierta nostalgia, como si se tuviera que ausentar de ella para siempre. Recorrió con su vista el amplio living comedor de cuarenta metros cuadrados con piso inglés de almendrillo. Tenía una funcional cocina decorada con exquisito buen gusto, dos habitaciones en suite, un amplio despacho que usaba como lugar de trabajo y una terraza desbordante de enredaderas y de flores en la cual solía disfrutar las tardes de verano, pese a encontrarse en pleno Centro de la Capital Porteña. En ese momento, las comodidades de su departamento no le importaban demasiado. Serios motivos hacían que temiera por su vida. Para retirarse en forma inmediata, introdujo con rápidos movimientos vestimenta de recambio en su bolso de cuero. Antes de irse, echó una ojeada por la ventana. Examinó los alrededores para estar seguro de que no lo estuvieran acechando. Un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando advirtió que en la esquina de Ayacucho y Peña estaban bajando cuatro hombres de una camioneta Toyota blanca. Todos llevaban una especie de estuche musical, como si portaran un violín o una trompeta o algo parecido. Un quinto hombre se quedó al volante del vehículo estacionado. Si alguna duda tenía, la disipó totalmente cuando vio que uno de los hombres que había descendido de la camioneta, era «El Búho». Los cuatro malvivientes comenzaron a caminar rápido hacia su edificio. La desesperación paralizó al Zaragozano. No sabía qué hacer, la muerte se le aproximaba. No tenía ni siquiera una pequeña arma para defenderse. El inmueble sólo tenía salida por la calle Ayacucho; por allí sería imposible huir. Se encontraría cara a cara con sus agresores. No tenía escape, nunca se había preocupado por analizar si desde alguna ventana podía saltar a alguna edificación lindera. Transpirando de terror, se reprochaba haber sido tan estúpido para pasar por su casa, sabiendo que podría ser buscado por asesinos a sueldo. El Zaragozano hizo un gran esfuerzo para pensar ordenadamente; las ideas se agolpaban en su cabeza; sólo lograba confundirse más y más, no se le ocurría nada para escapar. Abrió la puerta de la terraza. Observó que podía ascender por un enrejado hasta el piso superior. Cuando quiso hacerlo, pudo ver a través de un orificio que había en la enredadera del balcón que el hombre que estaba sentado al volante de la camioneta de los facinerosos había descendido. Desde la vereda observaba fijo el piso en el cual se encontraba su departamento. Tuvo un repentino instante de lucidez. Presuroso, discó el número novecientos once y de inmediato lo atendió una voz masculina, identificándose como policía para casos de emergencias. Con voz entrecortada, Humberto Marcel espetó:

—Os lo ruego oficial, estoy en la calle Ayacucho 1431, en el cuarto piso. Cuatro delincuentes están entrando en mi edificio, me quieren asesinar. ¡Mandad policías rápido, están muy armados, me quedan pocos segundos! ¡Apúrense os lo suplico, trataré de esconderme!

En ese preciso momento sintió el ruido del ascensor que ascendía hasta su nivel. Sólo cuatro plantas lo separaban de sus agresores que en unos pocos segundos estarían ante el ingreso de su morada. Era el tiempo que tenía para tomar una decisión, para prolongar su vida lo más que pudiera. Su respiración estaba desbocada, jadeante, tiritaba de pies a cabeza como si estuviera congelándose. Su descontrol era total. Respiró hondo e hizo un último esfuerzo para actuar racionalmente. Apagó primero su teléfono celular. Luego, se introdujo en el baño principal chocando con las paredes, golpeándose con el marco de la puerta. Abrió una pequeña ventana que daba a un estrecho alero interno que infructuosamente intentó atravesar. Era demasiado corpulento pero haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró pasar primero el brazo derecho y encogiendo el hombro izquierdo, se aferró a la saliente externa con lágrimas en los ojos, casi paralizado por el terror, desgarrándose la piel de la espalda, sintiendo que los delincuentes le estaban pisando los talones. Imaginaba que en cualquier momento lo aferrarían de las piernas introduciéndolo otra vez al apartamento. Trató en vano de cerrar la ventana usando sus pies. Sólo logró que estuviera menos abierta. Casi cayó al vacío al intentarlo. Estaba en una cornisa muy reducida en la que solamente podía apoyar un poco más de la mitad de su cuerpo. Cualquier movimiento equivocado lo precipitaría a un patio interno, más de doce metros debajo. Moriría si no se podía mantener aferrado a ese ínfimo voladizo. Se alejó casi tres metros de la abertura, desplazándose con mucho cuidado, ocultándose tras la chimenea de la caldera central, en un rincón muy oscuro, bajo una rejilla de ventilación, con su espalda apoyada cerca del marco de una claraboya entreabierta que daba a un departamento lindero cuyas luces estaban apagadas. Desde ese incómodo emplazamiento, sintió que la puerta principal de su casa era violentamente derribada. Las voces de los malhechores eran firmes, no trasuntaban temor alguno. Iban decididos a todo; no parecía importarles demasiado que alguien los enfrentara. Era casi imposible detener a semejante fuerza de choque.

Los asesinos comenzaron a rastrillar el departamento. Revisaron debajo de las camas, abrieron los placares, se fijaron en las bañaderas, en el refrigerador, en las bauleras. Cuando terminaron su inspección, los malhechores se miraron en silencio por unos segundos, hasta que la firme voz del Búho sonó enérgicamente:

—¡Vamos, carajo! Este hijo de puta tiene que estar por aquí, no puede ser que se haya escapado. Su coche está estacionado en el garaje de abajo, tiene que estar escondido, busquemos en la terraza. Fíjense si no escaló alguna pared.

Entraron dos de los criminales al amplio balcón, rompieron varias plantas, tiraron tres macetas; el enrejado permitía el ascenso de un fugitivo. Uno de los invasores dijo:

—¡Che, Búho! Fijate. Por aquí se pudo rajar este gallego de mierda, ¿qué hacemos?, ¿entramos en el departamento de arriba?

El Búho no vaciló y emitiendo una orden inapelable, dijo:

—Vos andá con «El Yeta». Verifiquen si este gallego patas sucias subió por la reja. Si lo ven, háganlo boleta. Si alguien se mete, también lo hacen cagar. Tenemos que terminar el laburo, ya saben que tienen al Jefe entre las cuerdas, ¡Métanle, carajo!

—¡Vos, Chueco, revisá con Pepe todas las ventanas! Si pensás que se pudo pirar por alguna, fijate si se metió en lo de algún vecino. Si lo ves, tirale sin asco apenas te muestre el hocico. Necesitamos boletearlo rápido. Estamos haciendo mucho quilombo. La cana no tardará en llegar.

El llamado «Chueco», sacó la cabeza por la ventana del baño. El Zaragozano podía sentir su respiración. Era ya noche cerrada, no había luna y las sombras lo protegían. Sólo un lejano cartel luminoso rompía intermitentemente la negrura. El delincuente no tardaría en descubrirlo. Una pequeña parte de su cuerpo asomaba tras la tubería de la caldera. Al ver que había una claraboya abierta en el departamento de al lado, el criminal supuso que el Zaragozano podía haber huido hacia allí. Comenzó a pasar su cuerpo a través de la ventana para verificar personalmente desde el alero que no hubiera nadie escondido en los alrededores. El Zaragozano se sintió irremediablemente perdido; sería descuartizado por un escopetazo del asesino. Se hizo un ovillo sobre el rincón, casi a punto de caer, mientras el malhechor se iba encaramando a la saliente, dando la espalda al precipicio. En pocos segundos, apenas lograra subir, se acercaría mejorando su visión y advertiría su presencia. Vio que debía atacarlo antes de que esto sucediera. Humberto Marcel se puso de pie con una agilidad y un equilibrio que nunca hubiera imaginado tener. Antes de que «El Chueco» se diera cuenta de nada, le propinó un violento puntapié en el rostro haciendo que el delincuente perdiera la estabilidad y se precipitara al vacío. En su caída, apretó el gatillo de su escopeta y el edificio pareció sacudirse con la estruendosa explosión potenciada por las paredes del pulmón de manzana. Varias voces se alzaron al unísono por doquier. Casi todos los vecinos se alborotaron, preguntándose qué estaba sucediendo. Justo en ese momento, sonó el celular del Búho. El cómplice que había quedado de «campana» en la calle dio aviso de la presencia de un contingente policial. Uno de los asesinos sacó la cabeza por la ventana del baño y mirando hacia el patio, alcanzó a ver entre las sombras el cadáver de su amigo. Tan estresado por la situación, ni siquiera se le ocurrió mirar hacia el voladizo. El Zaragozano se había vuelto a ocultar en el rincón. Aterrorizado, inundado su rostro de lágrimas, se había orinado encima. Todos los forajidos se retiraron presurosos, mientras Humberto Marcel casi desmayado al borde del precipicio, abrazaba el conducto que ocultara su presencia y hacía esfuerzos sobrehumanos para no caerse, soportando milagrosamente los dolores que sentía en sus piernas, paralizadas por fuertes calambres. No se animaba a regresar a la casa. Temía que alguno de los criminales hubiera permanecido allí. Se escucharon varios estampidos, un intercambio que parecía incesante; algunas detonaciones fueron notablemente ensordecedoras, como disparos realizados con un arma de gran poder. Podía imaginar lo cruento que estaba siendo el enfrentamiento entre las fuerzas policiales y el grupo invasor. No duró mucho tiempo. Se escuchó el ruido de un auto arrancando en forma brusca, vidrios rotos, algunos roces entre rodados y finalmente una aceleración que hizo chirriar las gomas de un automóvil que se alejaba.

Nunca supo el Zaragozano cuánto tiempo estuvo esperando que alguien lo encontrara. A él le pareció que había transcurrido un siglo, a pesar de que no fueron más que diez minutos. La policía federal actuó eficaz dando muerte a uno de los facinerosos. Los otros tres pudieron escapar usando sanguinarios y eficientes sus letales herramientas. Uno de los agentes del orden se encontraba herido; sobreviviría. Sólo había sido impactado por esquirlas que levantara un tiro de escopeta; sin embargo, sus ojos habían sido deshechos; quedaría irremediablemente ciego.

Un agente de la policía federal encontró al Zaragozano al observar la cornisa a través de la ventana. Estaba padeciendo una crisis de nervios. Le pasó una soga de nylon, le dijo que se la atara en la cintura, luego le pidió que se acercara con lentitud hasta tenerlo al alcance de sus manos. Cuando eso sucedió, el Zaragozano pudo ingresar nuevamente a su hogar. Quedó tendido sobre el piso del baño, con su camisa desgarrada y sus pantalones mojados, casi desvanecido. No se podía mover. En medio de su trance, alcanzó a decir:

—Por favor, oficial. Le suplico que llame al Hospital Europeo. Es imprescindible pedir que refuercen la custodia policial enviada para proteger al doctor Pedro Mazzini. Está en terapia intensiva, en el primer piso. Estos criminales tratarán de matarlo, si es que ya no lo hicieron. ¡No tenemos tiempo que perder, se lo ruego!

A los treinta minutos, el Zaragozano se había recuperado bastante. Su pulso estaba normalizado, los calambres habían casi desaparecido; tenía algunas convulsiones de vez en cuando como les sucede habitualmente a los bebés que han sollozado sin límite. El Jefe de la comisión policial que respondiera a su llamado, le dijo:

—Buenas noches, señor Marcel. Soy el oficial Sánchez. Quédese tranquilo. Su ahijado está bien. Nadie trató de asesinarlo hasta ahora. Se han tomado todos los recaudos, se ha reforzado la vigilancia. Deberá acompañarnos a la comisaría. Tenemos que tomarle declaración y ver si podemos aclarar algo de este embrollo. Sabemos que este atentado se vincula con casi mil kilos de cocaína secuestrada hace poco en San Francisco en un luctuoso enfrentamiento. Estos malditos se metieron en nuestra jurisdicción y dejaron ciego a uno de nuestros hombres. Pagarán por ello: con la policía federal no se juega.

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Fecha de publicaciónMayo 2013
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