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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXVI

El Zaragozano y Pedro se instalan en Panaholma

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

Después de que atentaran contra su vida, el Zaragozano se vio obligado a pasar a la clandestinidad. Cambió de alojamiento de continuo, viajó a otras ciudades cercanas, alquiló una casa en la playa durante unos días. Tomó todas las precauciones posibles, arriesgándose a permanecer sin custodia, privilegiando pasar desapercibido. Clara también se mudó de barrio, pidió licencia por enfermedad en el trabajo y prácticamente permaneció encerrada en un departamento que le prestara una amiga. En apariencia, no era blanco de los asesinos. No obstante, no se podía confiar. El hijo de Pedro fue trasladado a Francia, a la casa de los abuelos. Se quiso evitar que fuera utilizado como señuelo para atrapar a su padre o al Zaragozano. Pedro fue el único que no pudo desaparecer. Tuvo que seguir hospitalizado hasta los primeros días de febrero de 2011. Casi dos meses de internación. En los primeros días, estuvo al borde de la muerte. Tardó mucho en salir de la situación de peligro. El Zaragozano tomó todos los recaudos para que Pedro tuviera una adecuada seguridad: por treinta mil dólares mensuales, contrató a tres equipos de ex policías, cada uno integrado por dos guardias. Un patrullero con dos agentes estaba siempre estacionado en la puerta del hospital. A fines de enero, Pedro todavía rengueaba de manera visible, sentía punzantes dolores en la base del cráneo que no lo dejaban dormir. La herida de su pierna no estaba cicatrizada del todo; un movimiento brusco podría abrirla nuevamente. Los asesinos estaban acechando, esperando la oportunidad para atentar contra su vida; cualquier descuido significaría su muerte. Había llegado la hora de que nuestros amigos se refugiaran en un lugar seguro. Angelina les recomendó guarecerse en una casa llena de encanto, equipada con todo lo necesario y colmada de detalles de buen gusto. Se encontraba a pocas cuadras del paraje Las Maravillas, a cuatro kilómetros de Villa Cura Brochero en la provincia de Córdoba. Al Zaragozano le fascinó el espacioso living, decorado con cinco sonrientes gnomos de cerámica de coloridas vestiduras. Sus amplísimos ventanales de doble vidrio, lo convertían en un refugio de cristal con vista a un parque de cinco mil metros cuadrados. La foresta era abundante, había nogales, manzanos, membrillos, damascos, gran cantidad de fresnos y de árboles nativos. A veinte metros de la residencia, el río Panaholma, serpenteaba transportando su cautivante melodía cristalina a lo largo de la agreste cañada. Se escabullía entre las rocas, levantando pequeños remolinos de espuma, en el marco de una espléndida y verdosa vegetación. En la planta superior, además del living-room que era el ambiente más cálido del inmueble, había una funcional cocina y tres dormitorios de piso de madera con magnífica vista al exterior. Cada uno con un cómodo baño, vestidor y una cama rústica de dos plazas, ornamentada con un edredón de cálido diseño. En la parte inferior, había una cochera para dos vehículos, quincho para diez personas con una gran mesa redonda, luz de emergencia y matafuegos.

Detrás de la edificación, el terreno comenzaba a elevarse visiblemente hacia una serranía cuya cumbre estaba a una distancia de seiscientos metros de la residencia y a ciento cincuenta metros sobre el nivel del arroyo; era la parte más alta de la zona, libre de contaminación, con escasa flora.

El Zaragozano y Pedro, arribaron el viernes 4 de febrero, en horas del atardecer. Con absoluta reserva, Angelina se había ocupado de que todo estuviera en orden, como para que se instalaran de inmediato.

Tomaron una serie de recaudos: usarían teléfonos celulares que estaban a nombre de otras personas; nadie conocía los números de esos aparatos; cualquier llamada podía ser rastreada por los narcotraficantes que los querían asesinar o bien por policías cómplices. Cualquier error podría revelar su paradero. Angelina tenía prohibido visitarlos. La única excepción sería Clara. La habían invitado a compartir su forzado retiro, exigiéndole que para salir de Buenos Aires tomara medidas de extrema seguridad. Ni siquiera su abuela sabría de su presencia en el lugar.

El peligro seguía existiendo. Llevaron armamento de grueso calibre como para defenderse hasta el último aliento. Las noticias de Buenos Aires eran alentadoras. En apariencia, la situación de Gandulco se estaba complicando, especialmente después de que uno de sus sicarios dejara ciego a uno de los policías que concurriera en auxilio del Zaragozano, la policía federal también se sentía afectada. Los políticos implicados estaban nerviosos con fundamento.

El Zaragozano se recostó en los mullidos almohadones ocres de un amplio sillón del living:

—No tengáis dudas de que estamos corriendo riesgos muy altos, mi chaval. Esta gentuza es de lo peor, lo habéis sufrido en carne propia. Cuando hay tantos doblones en juego, todo se complica. No os mentiré, mi querido ahijado. Con esta gente nunca podréis saber si estáis o no a buen resguardo. Gandulco es muy poderoso; si nos encontrara, estaríamos en un serio aprieto. He tomado las prevenciones que me aconsejara adoptar el oficial Torres, asesorado por algunos especialistas en temas de seguridad de la policía de la provincia de Buenos Aires.

Pedro lo escuchó con atención. Advertía que el Zaragozano estaba realizando un gran esfuerzo por darle tranquilidad. Quiso saber más:

—¿Qué es lo que hiciste, padrino? Necesito estar bien informado para saber cómo actuar.

—No os preocupéis. Un agente de altísima eficiencia ha sido asignado para nuestra protección. Es un experto en tareas de camuflaje, veterano de innumerables enfrentamientos con la delincuencia, cinturón negro de karate y tirador de élite. Tendrá preparados dos fusiles M40 de última generación, ideales para disparar a objetivos situados a grandes distancias. Nuestro protector se llama Walter, el preferido de mi compañero de colegio, el comisario José Barrientos. Está ocupando la casita de madera situada en lo alto de la colina, a seiscientos metros de aquí, a ciento cincuenta más alto. Usará dos rifles de alta precisión. Tienen una mira telescópica a la cual se le han incorporado adaptadores de intensificación de la imagen y lente infrarroja para operaciones nocturnas, binocular y munición de grueso calibre tipo match. Uno de los fusiles lo tiene como reemplazo, por si fallara el primero. Como verás, no estamos protegidos por gente inexperta.

Pedro lo miró con cierta incredulidad:

—Perdoname, Zaragozano, no es que desconfíe de tu capacidad de estratega, pero no comprendo cómo una sola persona se va a enfrentar a un grupo de mafiosos armados hasta los dientes y dispuestos a todo. Estoy ahora más asustado que nunca; estamos a merced de estos hijos de puta.

—Confiad en tu padrino. He seguido consejos de maestros en situaciones azarosas como las que nos toca vivir. Un grupo comando que estuviera dispuesto las veinticuatro horas del día, requeriría un movimiento de personas que llamaría la atención de los lugareños. Sería como anunciar con vítores y trompetas nuestra presencia, incrementaríamos notablemente el riesgo. Si algún agresor pretendiera llegar hasta esta casa, debería transitar por el camino de ripio que se encuentra en la ribera del río. En dicha senda, en los sectores pedregosos y en el campo aledaño, hemos ocultado dispositivos inalámbricos, que nos pondrían sobre aviso si cualquier ser viviente del tamaño de un hombre ingresara en algún sector lindante con nuestra casa. El estrépito de la alarma nos daría tiempo para salir presurosos hacia el refugio que está en lo alto y para guarecernos allí. Los mafiosos no deberían encontrar a nadie cuando ingresaran a la residencia. Dejaríamos rastros que revelarían nuestra huida hacia la cima. Para atacarnos, tendrían que ascender la colina y no tendrían muchos lugares para esconderse. Quedarían expuestos al fuego de nuestro amigo Walter. No lo dudéis, nuestro francotirador estará a disposición las veinticuatro horas. No necesitará estar permanentemente despierto. Si alguien pretendiera desactivar las alarmas electrónicas, sonaría la señal de alerta. Os puedo asegurar que he adquirido el mejor equipamiento que hay en plaza, material de primerísima calidad. Nuestro hombre tiene los mejores prismáticos para identificar los blancos y un adecuado camuflaje para pasar desapercibido, aún cuando los criminales tuvieran binoculares o un telescopio.

—Ojalá no nos falle, padrino. Le estamos poniendo todas las fichas a este hombre...

—Os lo reitero, ahijado, prefiero que nos ayude una sola persona de mente fría y de probada fidelidad, que una multitud de policías mal organizada. Debemos actuar de manera armónica, como si fuéramos un engranaje bien lubricado. Nuestro camarada apostado en la altura, conoce los hechos hasta el último detalle. Sabe que quieren asesinarnos. Gracias a su experiencia, adivinaría las intenciones de cualquier merodeador, evaluaría su apariencia, su conducta y los elementos que tuviera en su poder. Si sospechara algo, de inmediato pediría refuerzos a Mina Clavero, a pocos kilómetros de aquí. Tenedlo en cuenta, en algunos minutos tendremos aquí una comisión policial para darnos apoyo. Nuestro protector sabe que estos delincuentes ya han asesinado a muchas personas. Elegirá cuidadosamente sus blancos, le dispararía primero al líder del grupo o a quien considerara más peligroso. Si alguno se escapara, podría volver con refuerzos para eliminarnos; por tanto, trataría de causar tantas bajas como fuera posible. Todo tendría que ser vertiginoso. No se podría quedar mucho tiempo en esa posición para que no lo atacaran por los flancos; desde lo alto, estaría en una ventaja enorme que difícilmente podrían superar los agresores por más que fueran numerosos.

—No sé, padrino, me parece que sos demasiado optimista. Una falla de comunicación entre nosotros sería fatal. Por otra parte, estos tipos están capacitados para estos operativos. Estudiarían la zona antes de ingresar en nuestro predio. Si advirtieran algo raro, esperarían a que estuviéramos más expuestos o aumentarían sus efectivos.

—Hemos tomado los recaudos pertinentes, mi querido ahijado. Además de dos teléfonos celulares, nuestro oculto colaborador tiene un walkie talkie con el cual se puede contactar conmigo en cualquier momento. Os lo repito, no olvidéis que hemos contratado a un profesional de gran experiencia. Si sobrevolarais en helicóptero la cumbre de la serranía, no advertiríais que hay allí una casilla. Está perfectamente camuflada. Además se encuentra a seiscientos metros de la casa. Los narcotraficantes no imaginarán que existe un aliado nuestro a tanta distancia; no verán cerca a ningún potencial agresor. Eso nos permitirá contar con la inapreciable ventaja del factor sorpresa. Si observarais con detalle, no advertiríais nada que pueda brillar o que sea visible.

—Mirá, Zaragozano, será porque tengo un cagazo bárbaro, te juro que me cuesta creer que un solo tipo, aunque sea James Bond, pueda hacerle frente a una horda de asesinos como los que casi te limpian a vos.

—Os lo reitero. Este hombre está preparado para enfrentarse a fuerzas bien equipadas. Se ha camuflado a sí mismo, tanto contra infrarrojos, como contra la luz visible. Utiliza una fina capa de aluminio evaporado que refleja la radiación infrarroja.

—Está bien padrino, pero su poder de fuego será limitado. Una sola arma contra un arsenal de alta potencia. ¿Cómo puede ganar una batalla tan despareja?

—Mis asesores me dieron tranquilidad: ¿sabíais que los fusiles de francotirador se encuentran entre las armas de fuego personales con mayor poder? En un ángulo correcto, la mejor combinación entre el tirador y el fusil puede conseguir hacer blancos a más de 1000 metros. En distancias largas, aumentan los efectos de factores como la densidad de aire, el viento, la caída de la bala y la variedad entre cada proyectil. Los sistemas de puntería suelen estar situados entre 600 y 800 metros. Estamos ubicados a una distancia ideal de la cumbre y no olvidéis que la eficiencia del tirador aumentará a medida que nuestros agresores se acerquen a la parte más alta de la sierra.

—Te digo la verdad, Zaragozano: no me parece justo criticar tu plan. Vos te ocupaste, pusiste mucha plata para protegerme, agradezco las molestias que te has tomado para cubrir los riesgos pero tengo una gran duda: si trajeran lanzagranadas o morteros o algo parecido... ¿qué haríamos?

—No sois ningún gilipollas, mi apreciado socio. Es un detalle que Torres mencionó expresamente. Dijo que era muy improbable que trajeran ese tipo de armamento. No temáis: si eso sucediera, nuestro francotirador bajaría primero al que lo portara. De eso no os quepa duda.

—Está bien, padrino. No sé cómo voy a poder conciliar el sueño esta noche. Me siento muy nervioso.

—No creáis que yo estoy tranquilo. Me esfuerzo para no entrar en pánico. Si algo sucede, podéis estar seguro mi querido ahijado, Walter no se dejará llevar por las emociones. Cada cosa que haga, responderá a un programa preconcebido. Estamos presuponiendo que no vendrán más de tres o de cuatro bandidos. Un mayor número aparentaría ser una comitiva militar. Reposad, Pedro: os daré una pastilla para que podáis descansar. Si no la tomáis, mañana estaréis destruido. Necesito que tengáis la máxima lucidez. Además, a Clara no le gustará verte alicaído

—Algo más, Zaragozano, ¿no te parece una locura que la hayas dejado viajar hasta aquí? Por favor, llamala y decile que no podemos recibirla, dale cualquier excusa, pedile que se quede en Buenos Aires, escondida en la casa de algún amigo, que se vaya al campo, ¡qué se yo! En cualquier lugar estará más segura que con nosotros. No te olvides de que somos el principal blanco de los mafiosos de Gandulco.

—Habláis con fundamento aparente, ¿pero pensáis que es posible convencer a Clara de que no venga? No sabéis cuán desesperada estaba, no hacía otra cosa que preguntarme cómo os sentíais, si teníais fiebre, si podíais dormir, si estabais o no aterrorizado... Le ha prendido fuerte a esta niña, creédmelo. En este momento, si se quedara sola en algún lado, se volvería loca, lo que me preocupa, aunque muy equilibrada nunca la he visto. No os imagináis cómo se encolerizó cuando le pedí que no viniera. Me pareció que me iba a golpear; perdió totalmente los estribos, dijo que ella corría los riesgos que se le antojaba correr, que estábamos juntos en esta aventura, que le importaba tres carajos lo que yo opinara. Al final accedí a sus ruegos por dos razones fundamentales, no por contentarla, sabéis que ese no es mi estilo y que no soy frágil de voluntad. La primera razón radica en que Gandulco conoce la relación que existe entre nosotros y temo que la secuestre para usarla como rehén para atraernos a una trampa o para averiguar nuestro paradero. Si eso sucediera, la torturarían hasta arrancarle la información que buscaran y después la ultimarían. Nadie puede soportar ser martirizado sin límite; estos tíos se las traen, serían crueles en extremo. Por eso, me pareció que tenerla cerca tenía su aspecto positivo, pero hay otro motivo que considero más importante...

—¿Cuál fue, padrino? No se me ocurre qué puede ser más relevante que la salud de Clara... ¿tenías ganas de que estuviéramos los tres juntos?

—Sabéis perfectamente que me agrada esa maja. Os conozco lo suficiente como para saber que la amáis. No puedo negaros que deseo compartir estas horas aciagas con ambos, os aprecio mucho. Pero si he permitido que Clara venga a visitarnos, ha sido fundamentalmente porque creo que aquí se encontrará más protegida que en ningún otro sitio. Confío en la planificación que he realizado y prefiero que esté bajo nuestra protección.

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Fecha de publicaciónJunio 2013
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