El lunes siete de febrero a las nueve de la noche, se prepararon para disfrutar una exquisita cena. El Zaragozano había cocinado un cabrito en el horno de barro. Sabían que la situación de peligro no había pasado pero el ánimo de los amigos era bueno. Walter había sido reemplazado por un colega de su grupo de élite, otro francotirador experimentado; sus heridas no le permitían continuar su función de custodia. Seguirían tomando similares recaudos mientras estuvieran en Panaholma; no se podían confiar; no ignoraban que los delincuentes sabrían cuál había sido su defensa para el primer ataque y probablemente tratarían de elaborar una estrategia distinta para el segundo. La policía de Mina Clavero estaba sobre aviso. Había comprobado de manera incontrastable que se trataba de una cuestión seria: luego de los hechos se había puesto en contacto con el comisario Barrientos, comprometiéndose a extremar su diligencia para prever cualquier otra situación similar. De todas maneras, todos estaban de acuerdo en que no convenía que se quedaran en ese lugar; era preferible correr con la ventaja de que ignoraran su paradero. Pedro invitó a Clara a viajar a Nantes, Francia, ya que allí estaba su hijo viviendo en la casa de sus abuelos maternos. No soportaba más estar sin Andrés. Dedicaría algunos días para verlo. Suponía que en el exterior los riesgos serían menores; imaginaba que los narcotraficantes tendrían más dificultad para movilizarse en un país extranjero. De todas maneras, pasarían la frontera hacia Uruguay en auto y luego tomarían un avión en Montevideo para pasar desapercibidos. Humberto Marcel seguiría escondiéndose en hoteles poco frecuentados, en lugares agradables y tranquilos. En pocos días se tendrían que firmar las escrituras y recibir el precio pactado. Si bien estaban a punto de cerrar un negocio brillante, les podía costar la vida. Clara y Pedro no soportaban estar cerca sin tomarse de las manos, sin rozar sus mejillas; se abrazaban, se daban caricias suaves, se besaban con dulzura como dos colegiales que estuvieran aprendiendo los rudimentos del amor. El Zaragozano los observaba con un dejo de melancolía, lo que no pasó inadvertido para los integrantes de la feliz pareja que se sintieron culpables por extrovertir su bonanza afectiva frente a quien estaba evidentemente muy solo. Clara lo hizo notar:
—Zaragozano, siento que soy muy egoísta. Estás tan solito y nosotros nos pegoteamos... Te quiero agradecer todo lo que hiciste por nosotros. Si no hubiera sido por vos, estaríamos mirando crecer las margaritas desde abajo. Fuiste valiente, arriesgaste tu vida, salvaste a Pedro de una muerte casi segura. Estaremos en deuda con vos para siempre.
Humberto Marcel sonrió halagado; le agradaba contar con el reconocimiento de la joven. Le contestó:
—¡Oye chavala, que eres lisonjera! Este zaragozano sólo ha cumplimentado su deber, ya que es función de los viejos cuidar a los niños y a los más frescos, como vosotros lo sois, ¿no os habéis dado cuenta? No os preocupéis porque esté solo, mis avecillas, es la ley de la vida que así sea, ¿o creéis que no he tenido mis horas luminosas? No me hagáis rememorar, que entonces sí me veréis llorar como un infante. La felicidad viene de a trozos muy pequeños y hay que aprehenderlos fuerte, no soltarlos, deleitarse con ellos como si fueran ínfimas golosinas del alma. Habéis traído a mi achacada memoria el recuerdo de Alicia. No os imagináis cuánto daría por tenerla a mi lado en este instante. No lo dudéis, nuestra felicidad sería completa, estaríamos brindando hasta que el amanecer nos sorprendiera. Tengo tantas vivencias con ella... ¿me creeríais si os dijera que me cuesta recordarlas a todas? Son como brillantes perlas de un interminable collar de experiencias: la gran mayoría profundas y gratas, algunas especialmente significativas, marcas indelebles en la vida de este zaragozano. Sin Alicia, es como si me faltara el aire.
Clara no pudo contener su curiosidad femenina. Con cierta vergüenza preguntó:
—Sé que la amabas mucho, Zaragozano, ¿estás arrepentido de no haberte casado con ella? Ojo, si te jode no contestes. No quiero que sufras teniendo que contar pálidas. Ya bastante hemos pasado en los últimos meses.
Pedro se sintió incómodo. La pregunta era demasiado íntima, casi impertinente. Alicia era su hermana, no quería que el Zaragozano se sintiera comprometido a expresar algo tan privado delante suyo. Dijo firme, como sin aceptar un rechazo:
—No te sientas obligado a contestar nada que te lastime, te lo pido por favor padrino. Si querés, sacame una duda: recuerdo que Alicia vino encantada del viaje que hicieron por Europa, especialmente por Italia, ¿te acordás? Nunca la había visto tan feliz. Le pregunté qué pócima rara le habías dado para encantarla de ese modo. Se reía mucho cuando le decía eso. Con un gesto de misterio, una vez me confesó que compartía con vos un secreto que no podía revelar ¿era una broma? Siempre tuve la curiosidad de saberlo.
Humberto Marcel miró a través del amplio ventanal. El paisaje era magnífico, la luna había vuelto a salir esplendorosa, ninguna nube la ocultaba, su luz permitía distinguir la cañada del río, los árboles, el perfil de los cerros; algunos grillos estaban dando una serenata a pocos metros de la residencia. Luego de reflexionar unos segundos, dijo:
—No os preocupéis, ahijado. Mi amor por vuestra hermana me permite hablar sin reservas; de paso os responderé, Clara. En cierta forma contraje matrimonio con Alicia. Fue en una mañana de junio, hace seis o siete años. Salimos a caminar por Florencia que como bien lo sabéis, es un lugar lleno de magia. No solamente tiene el nombre de mujer esa increíble ciudad; también posee un atractivo fascinante, una hermosura sensual, es como un gigantesco monumento conformado a su vez por innumerables obras de arte. En cada piedra están grabadas las huellas que el paso de los siglos ha dejado. Íbamos por la orilla del Arno tomados de la mano como dos adolescentes. Perdonadme si cierro los ojos _no penséis que he dejado de ver_, os aseguro que estoy viviendo nuevamente esos momentos. Seis cautivantes puentes sobre el río, cálidos edificios renacentistas de pocos pisos con tejados otoñales, un hechizante paisaje ocre, los Apeninos a pocos kilómetros, las cúpulas de las antiguas iglesias, una multitud de turistas de todo el mundo, vendedores ambulantes de piel negra, parejas de enamorados, exquisiteces artísticas de todo tipo, hasta me parece escuchar el delicioso bullicio. Caminar por esa ribera era emocionante. A lo lejos se veía el Ponte Vecchio, el más conocido. Hacia allí fuimos marchando, tan amartelados como vosotros lo estáis ahora. A pesar de que no podáis creerlo, no sois los únicos que han visto el paraíso. Alicia no salía de su asombro, no podía creer que estábamos caminando por las mismas calles que vieron pasar a Dante, Boccaccio, Maquiavelo, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Perugino, Botticelli, Verrocchio, Piero della Francesa y tantos otros genios artísticos del renacimiento. Cuando pasamos frente al Ponte alle Grazie vimos bajo sus cinco arcos el malecón que elevaba el nivel del agua. El caudal sobrante seguía su curso formando una caída de pocos centímetros. En el medio del río, sobre la barrera y con los pies en el vertedero, se encontraba pescando un hombre de no más de treinta años. El lugar parecía un estanque; se lo veía luchar con esfuerzo, hasta que pudo sacar a su presa: un pez plateado que no pesaba menos de seis kilos. A pocas cuadras del centro histórico, en un lugar plagado de turistas de todos los rincones del planeta, contemplamos la captura de un admirable animal. Fue una experiencia increíble que nos conmovió.
Pedro demostró su curiosidad:
—Bueno Zaragozano, ¿eso es todo?, ¿y el secreto que ocultaba Alicia?
—¡Hombre, no seáis impaciente, joder, que lo del secreto viene ahora! Luego del episodio pesquero seguimos caminando por la costanera. Alicia estaba fascinada. No conocía Florencia, todo era nuevo para ella. No obstante haber leído mucho antes de viajar, estar allí era muy distinto. Llegamos enseguida al Ponte Vecchio, en el recodo más estrecho del Arno, uno de los sitios más pintorescos de Florencia. Dicen que Hitler ordenó que se destruyeran todos los demás puentes, pero a éste dispuso que no lo dañaran. No sé si será cierto, sabéis que ese fulano no era nada humanista, recordaréis que su lugarteniente Hermann Göring, decía que cuando escuchaba la palabra «cultura», sacaba su pistola. El lugar estaba lleno de turistas y de comerciantes. Tres grandes ventanas panorámicas en la zona central del puente permitían disfrutar de una magnífica vista de la ciudad y de las colinas. Sorprendí a Alicia dándole un beso en los labios. Le propuse que nos hiciéramos un mutuo juramento: la tradición florentina imponía que los enamorados ataran un candado en algún rincón del puente, tirando luego la llave al río como símbolo de amor eterno. Ya no estaba permitido fijar los candados en el Ponte Vecchio pero eso era nada más que un detalle. Recuerdo que le dije: «No os juraré amor para siempre, que nadie es dueño del futuro. Sí os garantizo que os amo profundamente, que sois lo mejor que ha sucedido en la vida de este zaragozano. Os respetaré, os daré protección y cariño, procuraré haceros feliz y tendréis mi amistad mientras viva, aún si dejarais de amarme.» Le mostré un candado que había sacado de una de nuestras valijas. Lo usaríamos para sellar nuestro compromiso. Le pregunté si se animaba a suscribirlo. Alicia asintió moviendo la cabeza, mientras dos lagrimones surcaban sus mejillas. Levanté el candado y dije: «Mujer mía, esto es un símbolo de la concreción de nuestro matrimonio espiritual y físico. Estaremos casados mientras el amor nos siga bendiciendo. Lo arrojaremos juntos al río, ¿estáis lista?» Tomamos ambos el signo de nuestra unión y lo arrojamos a las aguas del Arno. Nos quedamos unos segundos viendo cómo se iban alejando las ondas. Luego, rubricamos el pacto «matrimonial» con un suave y prolongado beso en los labios.
Copyright © | Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012 |
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Fecha de publicación | Julio 2013 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n375-41 |
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