El jueves diez de febrero a las 22, el Zaragozano se encontró con el Comisario Mayor José Barrientos y con el Teniente Gonzalo Torres. Se enteraron de que los narcotraficantes planeaban recuperar la cocaína depositada en el juzgado federal de la ciudad de San Francisco. Era territorio peligroso. Allí la tropa de Gandulco tenía mucho poder. Hasta ese momento no se había podido apoderar de los estupefacientes porque la presión de los medios era constante. Todos los que tenían cierta injerencia sobre el tema temían ser señalados por la prensa. Si la droga desaparecía, el escándalo sería mayúsculo. Estaba en juego mucho dinero. El narcotraficante no se podía resignar a perder cincuenta millones de dólares. Si no les pagaba a los mejicanos, sus días estarían contados. Según la información recabada por Barrientos, Gandulco tenía pensado cambiar la droga por harina, en connivencia con funcionarios del Juzgado. Eliminaría a todos los testigos, salvo a quienes fueran policías. La cúpula de la bonaerense había sentenciado que no admitiría nuevas bajas. Los criminales sabían que la droga debía volver rápido a sus manos. Con el dinero que la misma representaba, podrían acallar muchas voces. Si se destruía o si se depositaba «la blanca» en un lugar resguardado por gente no comprometida con los narcotraficantes, era probable que jamás la recuperaran o que se la llevara otro grupo mafioso.
Estaban en la oficina de Barrientos, en la Jefatura de la ciudad de La Plata. A esa hora no había actividad. Se sentaron en unos cómodos sillones tapizados en cuero, cada uno con un vaso de whisky con hielo. El rostro del comisario mayor, denotaba preocupación; observando fijamente a sus interlocutores, dijo:
—Mirá, zarito, con Gonzalo estuvimos pensando mucho en este quilombo. Llegamos a la conclusión de que tenemos que hacer algo rápido, no podemos quedarnos quietos. Debemos impedir que estos hijos de puta se lleven la droga decomisada. Si lo hacen, nos boletearán a todos. Vos y tus amigos están especialmente enganchados, zarito. Con nosotros quizás no se metan porque somos canas, pero ustedes son civiles. Yo sé cómo piensa este hijo de puta de Gandulco. No se va a arriesgar a que anden sueltas personas que lo puedan incriminar. Nos llegó un mensaje de un lugarteniente suyo haciéndonos saber que no atacarán a ningún oficial de policía. Nos pidieron disculpas por las cagadas que se mandaron; aseguraron que de ahora en más, no debemos preocuparnos; se comprometieron a no agredir a ningún oficial de la bonaerense. No confío en estos turros, zarito. Si recuperan la cocaína, usarán el dinero para comprar las voluntades que necesiten y eliminarán a todos los que les han hecho sombra durante estos meses, incluyendo a Gonzalo y a mí. No me cabe duda, tenemos que golpear primero. Habrá que salir al cruce. Nuestra mejor defensa será un contundente ataque. Si nos quedamos dormidos, nos acostarán para siempre.
Barrientos continuó su explicación:
—El ambiente está alborotado con el tema de la droga secuestrada. Es demasiada guita. Por cincuenta millones de dólares, estos hijos de puta son capaces de cortar en tiras a su vieja. No es la primera vez que se esfuman estupefacientes de los tribunales o de los depósitos aduaneros. Todos los que están relacionados con estos negocios sucios pueden estar involucrados, incluyendo a la agencia del Departamento de Justicia de los Estados Unidos dedicada a la lucha contra las drogas. Habrás escuchado comentarios sobre la D.E.A.... Hace poco desapareció un avión que estaba en el aeropuerto de Salta. La carga estaba bajo la vigilancia de agentes yanquis, de una fiscalía peruana y de la Gendarmería Nacional. Había en la nave ciento sesenta kilos de cocaína que jamás llegaron al destino planificado.
—No te quepa duda, Zarito, estamos decididos a ejecutar un plan definitorio. Nos vamos a jugar el pellejo, no nos queda otra. Si perdemos el control, nuestras familias correrán riesgo; no podemos permitirlo. Tenemos muchos aliados en la bonaerense, pero son cagones, se cuidan la piel. Ninguno dará un paso al frente hasta que sienta que le están poniendo la punta del cuchillo en el cogote. Si los narcos recuperan la droga, su poder se multiplicará por mil. Ahora no quieren invertir guita porque no tienen seguridad de salvar la inversión; han perdido demasiado. Si recomponen sus fondos, invertirán para asegurar su impunidad, tendrán socios dispuestos a mover influencias políticas. Si logramos impedir que se lleven la blanca, quedarán expuestos y débiles. Nadie querrá aliarse con ellos. No tenemos opción, ¿entendiste, Zarito?
El Zaragozano miró a su viejo amigo con inquietud. No llegaba a comprender cuál sería su función. En lugar de contestar, preguntó:
—Perdonadme, Pepe, ¿qué coño queréis que entienda? Explicádmelo hombre, soy un hombre común, amigo mío... Decidme claramente lo que queréis hacer: ¿necesitáis que ponga dinero?
—De ninguna manera, Zarito, eso no será necesario. Lo que estoy sugiriendo es que tenemos que destruir la droga antes de que los mafiosos le metan mano. ¿Te animás a jugártela con nosotros?
—¡Joder, que me habéis dejado mudo! Si pensáis que este zaragozano os puede ser de utilidad, contad conmigo. Os debo advertir que no me tengo en tan alta estima para estos menesteres policíacos. No creáis que no valoro lo que habéis hecho por mí y por mis amigos; sé que os debo la vida; sin vuestro apoyo estaría más seco que una momia. No debo por tanto afligirme porque tenga un pie aquí y otro en la sepultura; ya sé que como está la torta, en cualquier momento puedo estirar la pata. Creédmelo, no es que no le tenga miedo a la muerte. Siempre he pensado que lo único agradable que puede tener esta fulana es que deja viudas disponibles. El que teme padecer, padece ya lo que teme. Os lo reitero y reafirmo, Pepe: contad con este zaragozano. Vos también, teniente Torres.
—A ver, Gonzalo, explicale al Zaragozano cuál es el plan. Tiene que estar preparado para cumplirlo.
El teniente Torres se levantó del sillón llevándose a la boca el vaso de whisky. Se embuchó un abundante trago y luego dijo:
—Estamos preparados para dar el golpe, señor Humberto. Hemos planificado todo. No hay otra salida. Si seguimos quietos, los narcos robarán la mercancía y se fortalecerán. Barrientos tiene razón: no podemos permitirlo. No estamos en condiciones de organizar un grupo numeroso; habría filtraciones. Si los mafiosos sospechan que les queremos sacar la merca, nos harán puré. En esta patriada sólo podemos confiar en pocas personas: nosotros tres, dos de los muchachos que nos acompañaron en el procedimiento del boliche de San Francisco y Walter, nuestro eficiente francotirador. Estamos en el horno, señor Humberto. Nos están apuntando los cañones y cuando estén fuertes nos cancelarán. Ni los que somos policías nos salvaremos; tarde o temprano la ligaremos. Esto es a muerte. Tenemos que liquidar a estos marginales. No nos hagamos ilusiones, el narcotráfico continuará... Sólo pretendemos que los actuales capos desaparezcan, que vengan otros que no tengan nada contra nosotros. Sé lo que está pensando, señor Marcel: que es fácil decirlo pero difícil lograrlo. Mis compañeros están dispuestos a jugarse el cuello. No quieren que a sus familias les pase nada. Es ahora o nunca.
—Os comprendo, Teniente. Os acompañaré, no lo dudéis. Os confieso que quisiera saber qué diantre queréis que haga.
—Recuperaremos la droga, señor Humberto. Usted estará a cargo de un camión Scania para transportarla. Sabemos que tiene experiencia en el manejo de camiones de todo tipo. No tenemos mucha gente de confianza, seremos un equipo de sólo seis personas. Lo arriesgaremos todo y es muy probable que no salgamos de este brete. Debo advertirle otra cosa: tendremos un enfrentamiento armado. Debemos llevar a cabo el procedimiento en pocos minutos; si se prolongara más, tendríamos decenas de delincuentes atacándonos; nuestra suerte estaría echada. Que usted nos acompañe nos vendrá bien. Evitaremos que un efectivo de combate esté afectado al volante. Tenemos preparada una vía de escape confiable. La idea es destruir casi todo el cargamento. Nos quedaremos con cincuenta kilos de droga para financiar la campaña y prevenir gastos extraordinarios. Es un mal menor. El fin justifica los medios, señor Marcel. Hay otra cosa que debo comentarle, sé que no le gustará: secuestraremos a Carlos Álvarez, Secretario del Juzgado Federal. Sólo con su ayuda podremos obtener el consentimiento del sereno del acceso. Si quisiéramos entrar a la fuerza, tendríamos que matarlo y no queremos víctimas inocentes. Iremos con uniformes policiales, usaremos gorras de la repartición y nos pondremos barba y bigotes postizos. No podemos permitir que alguien nos reconozca o que nos filme alguna cámara de seguridad. La droga está en un habitáculo que tiene una puerta blindada con dos cerraduras. Si no contáramos con las llaves, solamente podríamos abrirla con explosivos. Nos aseguraremos de que el Secretario las tenga en el momento de entrar. El operativo es peligroso. Lo tenemos muy bien estudiado pero nadie puede asegurar que el resultado sea bueno. Es mejor arriesgarnos ahora que quedar a la espera de que nos asesinen. No somos santos, señor Marcel, pero como policías de carrera también nos preocupa que ingrese al mercado semejante cantidad de droga. Estos desgraciados van a joder a muchos chicos y chicas, quizás a nuestros hijos o a algunos de sus amigos. Queremos sacarlos de circulación. Estamos hastiados de soportar que nos ataquen, de los políticos de mierda que siempre complotan en nuestra contra por unos pesos llenos de sangre. Hemos dicho basta, señor Humberto. Somos profesionales bien entrenados, es hora de tomar las armas.
—Me habéis dejado estupefacto, querido Teniente. Nunca pensé que me vería en semejante atolladero. Si no os acompañara, sería un cobarde digno de desprecio. Os seguiré hasta la muerte si es necesario. Hemos llegado demasiado lejos. No podemos retornar a nuestras vidas normales como si nada hubiera pasado. Explicadme los pormenores de vuestro plan, amigos míos. Este zaragozano está dispuesto a morir.
El Comisario Barrientos se introdujo en el diálogo diciendo:
—No esperaba menos de vos, Zarito. Recuerdo cuando un grandote rubio me quiso cagar a palos en un recreo. Vos lo agarraste del cogote y lo zamarreaste hasta que se puso morado; nunca más me jodió. Ahora la vida nos obliga a combatir juntos, como en los viejos tiempos. El juzgado federal está ubicado en un sitio bastante céntrico. Hace tres semanas que estamos vigilando el sitio. Todas las noches estaciona enfrente un Peugeot blanco. Dos narcos están vigilando, asegurándose de que nadie le meta mano a la blanca decomisada. Tendremos que silenciarlos. Si se produjera un mínimo quilombo, estaríamos perdidos, tendríamos que abortar el procedimiento. Necesitamos ingresar sin llamar la atención de nadie, asegurarnos de que cuando entremos, el sereno haya desconectado la alarma.
—Atacaremos el domingo trece de febrero a la una de la mañana. Es un buen momento porque casi todos los mafiosos estarán ocupados en los boliches o totalmente en pedo. Los que estén vigilando afuera, tal vez estarán distraídos pensando que nadie los va a joder esa noche. Sabemos que estamos poniendo en riesgo la vida del secretario. No tenemos salida; sin su colaboración el programa nunca se podría cumplir. Vamos a utilizar un camión con volquete, Zarito, un Scania 2005 que está en perfectas condiciones. Te lo entregaremos mañana para que aprendas a dominarlo. Necesitaremos la máxima eficacia. No nos podemos dar el lujo de cometer errores.
El Zaragozano se puso a disposición:
—Conozco esa marca de camiones. Son máquinas de muy buena calidad, sumamente veloces. Habéis elegido bien, mis camaradas. ¿Cómo pensáis evitar que nos ataquen los narcos que estarán afuera del juzgado?
Barrientos y Torres se miraron intercambiando sonrisas nerviosas. El comisario dijo:
—Mirá, Zaragozano, no te preocupes por este detalle, te vas a enquilombar la vida al pedo. Sólo te diré que para desactivarlos, utilizaremos a nuestro más joven y atractivo colaborador: recordarás a Juanito, el agente que formó parte de la diligencia de allanamiento en el boliche de San Francisco. Bien, ese efectivo será la clave que utilizaremos para dejar fuera de combate a los delincuentes que estarán vigilando; ya lo verás. Vos preocupate solamente porque el camión esté bien ubicado cuando sea necesario. Encargate de conducirlo con prudencia. Todos vamos a estar dependiendo de vos. ¿Entendiste, che?
—Sí, hombre, no soy tan mentecato como vos creéis. No os haré más preguntas. Mejor que dedique el seso a pensar en la jodida aventura que vamos a vivir.
—Bien, Zarito. Vamos a dormir que es muy tarde. Tenemos que estar en perfectas condiciones. En pocos días nos jugamos las bolas y todo lo que está pegado a ellas.
Copyright © | Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012 |
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Fecha de publicación | Julio 2013 |
Colección | Narrativas globales |
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