Cuando nos mudamos a la nueva casa, mi tía María nos regaló su piano porque ella ya no lo tocaba y ahora nosotros teníamos espacio de sobra. Durante los primeros meses, mis padres estuvieron ocupados en la mudanza y la adaptación al nuevo domicilio, de modo que el piano permaneció solo, a cuatro patas en un extremo del inmenso salón, como una mascota olvidada, mientras Marta y yo explorábamos los rincones ocultos de la casa y perseguíamos con la mirada los bichos que poblaban el jardín. Luego mi madre pensó que había que sacar algún provecho de aquel regalo y aquel verano una institutriz comenzó a darnos lecciones a mi hermana y a mí dos días a la semana.
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