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La terrible y verdadera mañana de Gregorio Samsa

Bruno Soreno
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Clap! Snap! the black crack!
Grip, grab! Pinch, nab!
And down, down to goblin town
You go, my lad!
J.R.R. Tolkien, The Hobbit

La pe­sa­di­lla que atra­ve­só la noche an­te­rior de Gre­go­rio Samsa fue de­fi­ni­ti­va­men­te atroz. Se soñó de ma­ña­na, en el mismo ins­tan­te de abrir los ojos luego de un sueño so­bre­sal­ta­do. Lo pri­me­ro que asal­tó la mi­ra­da de su sueño fue el techo, el blan­co y agrie­ta­do lí­mi­te que le hacía las veces de cielo a su cajón. El techo se veía tan blan­co, tan techo como siem­pre, pero Gre­go­rio sabía (con la sa­bi­du­ría in­fa­li­ble de los sue­ños) que, a pesar de su apa­rien­cia inofen­si­va, ese techo pen­día de un hilo, que es­ta­ba a punto de ve­nír­se­le en­ci­ma y aplas­tar­lo. Vio su mesa, y en ella su mues­tra­rio de paños, pero este mues­tra­rio tan co­ti­diano, tan com­pa­ñe­ro, tan de él que ya era carne de su carne, pa­re­cía ahora tan le­jano, aún cuan­do es­ta­ba sólo a un par de me­tros de dis­tan­cia, que pensó: «ya no es mío, nunca podré al­can­zar­lo, hay una dis­tan­cia in­men­sa entre yo y ese viejo mues­tra­rio». Luego, sus ojos se po­sa­ron en el cua­dro que había col­ga­do hacía dos se­ma­nas, el cua­dro con la gla­mo­ro­sa mu­cha­cha del abri­go aden­tro. La mu­cha­cha, mo­de­lo anó­ni­ma que ven­día con su cuer­po el cuer­po de un des­di­cha­do ani­mal, ya no lo mi­ra­ba se­duc­to­ra­men­te como solía ha­cer­lo en la vi­gi­lia. Ahora pa­re­cía mi­rar­lo con una son­ri­sa bur­les­ca, pero a la vez con unos ojos que de­cían asco y, sí, miedo, una mi­ra­da que lo asus­ta­ba, por­que aque­llos ojos mos­tra­ban el te­rror que sien­te el tes­ti­go de una ima­gen mons­truo­sa. Bus­can­do aire en este as­fi­xian­te océano de lo co­ti­diano-te­rri­ble, lanzó su mi­ra­da hacia la ven­ta­na, antes tan vul­gar­men­te pre­sen­te como para ser in­vi­si­ble y ahora tan esen­cial, tan atrac­ti­va como agu­je­ro de es­ca­pe hacia afue­ra, afue­ra de allí, de aquel sueño, pero a la vez tan si­nies­tra, pues ame­na­za­ba con es­con­der lo que había del otro lado. Todos los ob­je­tos ciu­da­da­nos de su cuar­to, tan do­mes­ti­ca­dos por el tiem­po, el uso y la fa­mi­lia­ri­dad que ya eran asu­mi­dos como vie­jos ami­gos, o por lo menos como men­di­gos mudos que se en­cuen­tran siem­pre en la es­qui­na y que son in­vi­si­bles, pre­sen­tes sólo en el sonar me­tá­li­co de sus mo­ne­das tan con­ti­nuo que es igual al si­len­cio, ha­bían en­som­bre­ci­do. Los fríos y neu­tros cuer­pos que ha­bi­ta­ban su cajón apa­re­cían en este sueño si­gi­lo­sos, con filo, en una in­com­pren­si­ble ac­ti­tud de ame­na­za ve­la­da.

—¿Qué me es­ta­rá pa­san­do?

Fue en­ton­ces cuan­do se en­con­tró sobre su cama con­ver­ti­do en un re­pug­nan­te bicho. Trató de gri­tar, de mo­ver­se, pero de su boca sólo sur­gió un so­ni­do in­des­crip­ti­ble, im­pen­sa­ble, y su in­ten­to­na de mo­ver­se re­sul­tó en la re­be­lión de un mon­tón de patas que sa­lían de su oblon­go y ex­tra­ño cuer­po. De­ses­pe­ra­do, miró al techo, pero éste ya no era blan­co como antes sino rojo he­mo­rrá­gi­co, y venía a una ve­lo­ci­dad ver­ti­gi­no­sa a caer­le en­ci­ma, a des­truir­lo. Luego miró hacia la ven­ta­na y des­cu­brió que en su lugar en la pared col­ga­ba un uni­for­me nuevo, lus­tro­so, y este uni­for­me no per­mi­tía el ac­ce­so, ni si­quie­ra con la mi­ra­da, al mundo sal­va­dor de afue­ra, donde no había mons­truos. Luego, ya con el rojo en­ci­ma, Gre­go­rio es­cu­chó ate­rro­ri­za­do la risa cruel y a la vez de es­pan­to de la mu­cha­cha, a quien ya no ten­dría que mirar para saber que era su her­ma­na den­tro del abri­go de piel den­tro del cua­dro. En ese ins­tan­te des­per­tó, su­do­ro­so y agi­ta­do, de la pe­sa­di­lla.

Lo pri­me­ro que hizo al abrir los ojos fue mi­rar­se las manos y pal­par­se el cuer­po amor­da­zan­do un grito, es­pe­ran­do en­con­trar patas, ca­pa­ra­zón, anato­mías ar­tró­po­das y des­di­cha­das. El grito se con­vir­tió en un largo sus­pi­ro de ali­vio que se es­ca­pó de sus pul­mo­nes, de su boca, de­ján­do­lo vacío del miedo atroz que le había cau­sa­do aquel sueño ma­ligno. Su cuer­po es­ta­ba in­tac­to, sus manos eran dos con cinco dedos al final del brazo, su cuer­po in­dis­cu­ti­ble­men­te hu­mano, con todas sus par­tes ro­sa­das donde Dios man­da­ba. Ya más tran­qui­lo, Gre­go­rio se le­van­tó de la cama dis­pues­to a pre­pa­rar­se para ir a tra­ba­jar. Miró el reloj y se dió cuen­ta de que se le había hecho un poco tarde.

«Mamá, tenme el desa­yuno listo, que voy tarde», gritó desde su lado de la puer­ta, pero del otro lado no se es­cu­chó res­pues­ta. Gre­go­rio pensó que po­si­ble­men­te sus pa­dres tam­bién se ha­bían que­da­do en la cama, ex­haus­tos de pe­sa­di­llas como él. Co­men­zó a ves­tir­se cuan­do vio su mues­tra­rio en la mesa. Re­cor­dó el sueño de la noche an­te­rior y sin­tió una ne­ce­si­dad in­des­crip­ti­ble de pasar su mano por el cuero viejo de sus tapas y pal­par los paños pol­vo­rien­tos y des­hi­la­cha­dos que al­ber­ga­ba. En cier­to modo el tocar aquel mues­tra­rio le lle­va­ría un men­sa­je cer­te­ro a la pe­sa­di­lla de que había sido so­la­men­te eso, y nada más. Fue y lo tocó, sin­tien­do algo pa­re­ci­do al ca­ri­ño, y pensó que a pesar de todo, a pesar de la ru­ti­na im­pla­ca­ble que do­mi­na­ba su exis­ten­cia, en ma­ña­nas como ésta, luego de lle­gar a la su­per­fi­cie de un océano tan negro y pro­fun­do como el de su pe­sa­di­lla, amaba la vida.

Ter­mi­nó de ves­tir­se un poco ex­tra­ña­do de no es­cu­char los rui­dos co­ti­dia­nos de la casa, a su madre lla­mán­do­lo a la mesa por­que era tarde y no debía dis­gus­tar al ge­ren­te y ame­na­zar su tra­ba­jo, a su her­ma­na ayu­dan­do a su madre o qui­zás arran­cán­do­le al­gu­nas notas ma­ti­na­les al vio­lín. Salió del cuar­to y se di­ri­gió a la co­ci­na, donde es­cu­pió un grito de ar­dien­te te­rror cuan­do vio en el suelo aquel ani­mal gran­de y os­cu­ro arras­trar­se sobre un mi­llón de patas por el suelo. El ani­mal pa­re­cía mo­ver­se con miedo hacia atrás, ale­ján­do­se de él y ocu­pan­do el es­pa­cio que había entre la es­tu­fa y una silla pe­ga­da a la pared. Ex­tra­ña­men­te, aquel en­gen­dro bes­tial pa­re­cía tener más miedo que él en este en­cuen­tro (no en­ten­día cómo esto era po­si­ble). Gre­go­rio salió de la co­ci­na gri­tan­do los nom­bres de su padre, su madre y su her­ma­na, para ad­ver­tir­los de que un mons­truo había in­va­di­do la casa. Fue al cuar­to de su her­ma­na y tocó fuer­te­men­te la puer­ta, que es­ta­ba ce­rra­da, lla­man­do a su her­ma­na para que sa­lie­ra, por­que el mismo dia­blo se en­con­tra­ba en la co­ci­na. No re­ci­bió res­pues­ta al­gu­na del otro lado. Esto le asus­tó bas­tan­te, pues no era la pri­me­ra vez que ocu­rría en lo que iba de ma­ña­na (el si­len­cio tras las puer­tas), que no era mucho. Abrió la puer­ta y en el cuar­to de su her­ma­na había otro ani­mal igual que el pri­me­ro, sólo un poco más pe­que­ño, que es­ta­ba boca arri­ba en la cama y pa­re­cía tener pro­ble­mas para vol­tear­se. «Debe de ser di­fí­cil en­de­re­zar­se con ese cuer­po», pensó Gre­go­rio alo­ca­da­men­te mien­tras salía del cuar­to de su her­ma­na hacia el cuar­to de sus pa­dres, donde se­gu­ra­men­te es­ta­ría su fa­mi­lia pro­te­gién­do­se de los de­mo­nios que se ha­lla­ban en el lugar. Cuan­do vio que la puer­ta del cuar­to de sus pa­dres es­ta­ba abier­ta sin­tió como si hielo y fuego co­rrie­ran por sus venas, y no tuvo ni que en­trar, pues del cuar­to es­ta­ba sa­lien­do otra gi­gan­tes­ca cu­ca­ra­cha, ésta más gran­de que las otras dos, y se di­ri­gía di­rec­ta­men­te hacia él con una au­to­ri­dad y un paso que le re­sul­ta­ban va­ga­men­te fa­mi­lia­res. En­ton­ces en­ten­dió Gre­go­rio que la bús­que­da de su fa­mi­lia en los ám­bi­tos de la pe­que­ña casa que ahora pa­re­cía in­men­sa sería in­fruc­tuo­sa. En­ton­ces supo que su padre, su madre y su her­ma­na se ha­bían con­ver­ti­do en sen­dos in­sec­tos. Miró su reloj. Real­men­te se le hacía tarde.

Co­rrien­do, tomó su abri­go y se di­ri­gió a la puer­ta de la casa, pero tuvo miedo de salir. No que­ría atra­sar­se en su ca­mino hacia el tra­ba­jo, no que­ría en­con­trar in­sec­tos que lo re­tra­sa­ran en el ca­mino. Pero ten­dría que salir, no había re­me­dio, pensó cuan­do vio que la cu­ca­ra­cha más gran­de lo había se­gui­do a paso lento, se­guía acer­cán­do­se­le, como exi­gién­do­le algo que él jamás po­dría ofre­cer. Las otras dos ve­nían de­trás de la pri­me­ra, su líder, con un paso más va­ci­lan­te (al pa­re­cer su her­ma­na había lo­gra­do por fin le­van­tar­se de la cama). Su madre y su her­ma­na siem­pre ha­bían res­pe­ta­do mucho a su padre. Las tres se pa­ra­ron fren­te a él como sol­da­dos fren­te a un con­de­na­do a muer­te, con la puer­ta de la casa ha­cien­do de pa­re­dón. Al uní­sono las tres hi­cie­ron un ruido ho­rri­ble, es­ca­lo­frian­te, un ruido que que­ma­ba los hue­sos. Gre­go­rio salió a la calle apre­su­ra­da­men­te, mi­ran­do su reloj, y pensó que aun­que era tarde, qui­zás de­ma­sia­do tarde, ten­dría aún tiem­po para ir un mo­men­to al mer­ca­do.

En algún lugar había so­ña­do que era el tiem­po de las man­za­nas.

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Copyright ©Bruno Soreno, 1995
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Fecha de publicaciónSeptiembre 1997
Colección RSSFabulaciones
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