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Ficción incluida en Siete, una selección de los mejores relatos y microcuentos de Badosa.com.

Pensión Cariño

Germán Uribe
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaBogotá, cerca de El Cisne

No que yo diga que fuera éste o aquél, Ca­chi­fo o la Ma­rio­na Mel­gui­zo o el Ta­ta­bro Perea; la flaca Ce­li­na o Mo­rro­coy Arrie­ta. Ni si­quie­ra que el Trom­pe­ta Fer­nán­dez o la Pu­ri­ta Es­ca­lan­te. No. Y, ade­más, ¿por qué ha­bría de ser el Trom­pe­ta? El Trom­pe­ta Fer­nán­dez era vio­li­nis­ta, no poeta. Pero de lo que sí ya no hay duda es que fue al­guno de ellos. Su­pon­go que el que fuera debió de haber es­ta­do tra­ba­do, con la ma­te­ria gris en­tre­ve­ra­da, o por lo menos en­ca­rre­ta­do por la fe­li­ci­dad en el mo­men­to mismo de sol­tar­nos ta­ma­ña ocu­rren­cia. Por­que darle por nom­bre, lla­mar re­pen­ti­na­men­te a nues­tro mo­des­to hos­pe­da­je de es­tu­dian­tes nada menos que Pen­sión Ca­ri­ño, no era sólo un apun­te ge­nial, o un re­co­cha­zo bri­llan­te, sino la ex­pre­sión audaz y te­me­ra­ria de al­guien que de pron­to se ha sen­ti­do arre­ba­ta­do por una ale­gre nos­tal­gia pre­mo­ni­to­ria, por el ade­lan­ti­co de­li­cio­so de un grato re­cuer­do que aún no co­mien­za, y que, sin em­bar­go, ahí está con nom­bre pro­pio, pre­ci­pi­ta­do y di­cho­so sobre uno; una ofren­da en ver­dad muy acer­ta­da para los es­qui­vos per­fi­les de la pa­la­bra amor, que em­pe­zá­ba­mos por en­ton­ces a des­cu­brir. To­da­vía hoy, me quito re­ve­ren­te el som­bre­ro ante el anó­ni­mo re­pen­tis­ta de ma­dri­ga­les, ante el ba­quiano fa­bu­la­dor in­cóg­ni­to, ante el es­ta­fe­ta de re­quie­bros y com­po­ne­dor de imá­ge­nes per­fec­tas, es­tam­pi­lla­dor de ins­tan­tes me­mo­ra­bles. ¡Cómo no! Y te lo re­pi­to, aun­que no hu­bie­se sido uno de ellos, como me lo han que­ri­do hacer creer, sino el tal Goyo San Román, poco me im­por­ta, si se tiene en cuen­ta que re­co­ger en esas dos pa­la­bre­jas —tan ram­plo­na­men­te con­tra­pues­tas entre sí por los ele­men­tos poco co­mu­nes que se ofre­cen para un le­gí­ti­mo apa­reo—, una ex­pre­sión así de pa­re­ja y con­mo­ve­do­ra en su or­di­na­riez y ter­nu­ra, de tan pre­ci­sa eter­ni­dad y tan largo ins­tan­te, no deja de ser el gesto más so­li­da­rio que pueda idear la lo­cu­ra de un mo­ce­tón enamo­ra­do de su pro­pia hu­mil­de pen­sión de es­tu­dian­te.

Pero es que, si al­can­zas a re­cor­dar en de­ta­lle, Ca­chi­fo, ¿cómo era la casa? A cua­dra y media de El Cisne, en donde me es­pe­ra­ba siem­pre Ma­rio­ni­ta Mel­gui­zo para ayu­dar­me en las ta­reas, sobre todo el fran­cés, ¡ben­di­ta sea! Allí se le­van­ta­ba su ver­di­blan­ca fa­cha­da que si no hu­bie­se sido por lo ca­cha­qui­ta que la man­te­nía don Je­na­ro Es­ca­lan­te, el padre de la Pu­ri­ta, y tam­bién por lo sa­li­do­ta que es­ta­ba sobre la calle, nadie hu­bie­se po­di­do re­cor­dar aquel cu­rio­so y ve­tus­to ca­se­rón que se metía con sus tres pisos y sus in­nu­me­ra­bles se­cre­tos hasta bien aden­tro de la man­za­na, casi hasta tocar la sexta. Tres plan­tas, sí, acor­da­te Mo­rro­co­yo: la de arri­ba, mis­te­rio­so e in­ha­bi­ta­ble zarzo ati­bo­rra­do de ché­che­res y tras­tos y ar­ca­nos apa­ci­bles entre el polvo del tiem­po; la de abajo, toda zó­ca­lo y tú­ne­les por los que se lle­ga­ba a un enor­me patio in­te­rior en­ma­le­za­do tal vez por azu­ce­nas, san­joa­qui­nes y be­go­nias re­vuel­tas y ol­vi­da­das, y que, digo yo con duda, po­dían ser tales, no por­que esté fallo de la me­mo­ria y el magín, sino por­que en­ton­ces poco nos preo­cu­pá­ba­mos por ave­ri­guar el nom­bre de las flo­res y de los per­fu­mes, ab­sor­tos como es­tá­ba­mos a la ace­chan­za de las fra­gan­cias, y a la con­quis­ta de los bra­zos apre­ta­dos y los sus­pi­ros suel­tos. Y la del medio, la se­gun­da plan­ta, ¡ah! Flaca, no la podés ol­vi­dar, ¡qué nota de vi­vi­de­ro! Un es­pa­cio que en­sor­de­ci­mos con los con­ta­gio­sos zum­bi­dos del amor y de la mú­si­ca, tú y yo, y el inol­vi­da­ble Trom­pe­ta, a par­tir del mo­men­to aquel en que nos de­ja­mos lle­var emo­cio­na­dos por un le­tre­ro enig­má­ti­co para nues­tra bi­so­ñe­ría, pero afa­no­so y pre­ci­so en in­si­nua­cio­nes ex­ci­tan­tes:

PEN­SIÓN
Es­tu­dian­tes. Ha­bi­ta­cio­nes pri­va­das.
Es­me­ra­do aseo. Có­mo­dos pre­cios.

Nues­tra ga­lla­da se ini­cia­ba con suer­te. ¿Pri­va­dos? ¿Asea­dos? ¿Ba­ra­tos? Quién dijo miedo. Ade­lan­te Ta­ta­bro, y te em­pu­jé aden­tro. Mo­rro­coy y Ca­chi­fo se que­da­ron con la pri­me­ra al­co­ba, la del bal­con­ci­to he­rrum­bro­so que daba sobre los neo­nes y el ba­ru­llo de la ca­rre­ra sép­ti­ma. Luego venía ese largo pa­si­llo bor­dea­do por cham­bra­nas de ma­ca­nas que se es­ti­ra­ba hasta la úl­ti­ma de las ha­bi­ta­cio­nes. En­ton­ces, por ahí, más ade­lan­ti­co, sí nos fui­mos aco­mo­dan­do no­so­tros. Bien aden­tri­co, no vaya a ser que las luces y el ruido, di­jis­te es­co­gien­do, Fla­qui­ta. Trom­pe­ti­ca se quedó con la que daba justo a la es­ca­le­ra, la pri­me­ra del co­rre­dor, mien­tras tú, Flaca, con gui­ñi­tos y es­bo­zos de pro­me­si­tas sa­bro­sas, me in­di­ca­bas la si­guien­te, la pe­ga­di­ta a la tuya. El resto se ins­ta­ló en las otras, in­clui­dos tú, Perea, el Goyo San Román y ya no me acuer­do quién más. Muy pron­to nos de­sen­ten­di­mos de las in­co­mo­di­da­des: de los ta­bi­ques que nos se­pa­ra­ban a los tres, a la ga­lla­da in­ven­ci­ble, a la ga­lla­da poé­ti­ca, que sólo ser­vían para des­po­jar­nos de la cu­rio­si­dad de nues­tras mi­ra­das, pero que nunca im­pi­die­ron la ti­ra­de­ri­ta de los asal­tos noc­tur­nos, de las ex­ci­ta­cio­nes ato­ra­das, de los des­ve­los sal­to­nes, que de tanto lle­gar de uno y otro lado, ter­mi­na­ban con­fun­dién­do­nos sin saber cada cual quién de todos, o si era que uno mismo había sido el de la pe­sa­di­lla de la noche an­te­rior; nos de­sen­ten­di­mos del agua fría; de la ducha de tubo; del inodo­ro de ca­de­na, pero con ca­bu­ya; de la falta de bidé que, para qué, tie­nes que re­co­no­cer­lo Flaca, debió de ha­ber­te hecho mucha falta; e in­clu­so del co­me­dor­ci­to al otro lado de las cham­bra­nas, si­tua­do allí como sobre hor­que­ta, como sus­pen­di­do en el aire, tem­blo­ro­so, y que, con sus es­ca­sas mesas de man­te­li­tos a cua­dros, es­ta­ba siem­pre lleno para cuan­do nos acor­dá­ba­mos de comer; y así todo...

De Mo­rro­coy y Ca­chi­fo y las mi­ra­das mo­chas que se lo pa­sa­ban echán­do­se, poco vol­vi­mos a ocu­par­nos. Según de­du­ji­mos, se apli­ca­ron a con­vi­vir­se entre cua­tro pa­re­des, ex­clu­yen­do con su ma­ci­za her­man­dad, la po­si­bi­li­dad de un ter­ce­ro que les tor­cie­ra el norte de sus dis­pa­ra­tes se­cre­tos, o le re­ve­la­ra al mundo lo que el mundo cier­ta­men­te no tenía nin­gún in­te­rés en saber. A veces sí, en el co­me­dor, los con­sa­bi­dos sa­lu­dos, las mi­ra­das pu­yo­nas. Y fue a par­tir de ese mo­men­to, lo re­cuer­do muy bien, cuan­do ter­mi­né por creer que todos somos como mi­ra­mos y que nadie podía di­si­mu­lar el des­tino que tenía mar­ca­do en sus ojos.

En esos días fue cuan­do Trom­pe­ta em­pe­zó con el cuen­to de que no que él fuera chis­mo­so pero que tu madre, Ta­ta­bro, le pre­gun­tó a la mía que si era cier­to que no te al­can­za­ba el di­ne­ro, y te lo juro viejo que te la con­ven­cí a mi madre con lo del frío en Bo­go­tá que le al­bo­ro­ta el ham­bre a quien sea, pero qué va, que no era tanto lo gordo que te es­ta­bas po­nien­do sino lo con­sa­gra­do al es­tu­dio que te es­ta­bas vol­vien­do, que por eso ya ni tiem­po nos que­da­ba para en­con­trar­nos y que en­ton­ces, así sí, se me di­fi­cul­ta­ba darle más de­ta­lles.

Entre tanto, y mien­tras pa­sa­ban los días, no­so­tros, la ga­lla­da, nos fui­mos apun­ta­lan­do; fui­mos ajus­tan­do el des­con­cer­ta­do mundo nos­tál­gi­co de nues­tras mi­ra­das con el in­con­te­ni­ble y ape­ti­to­so deseo de con­quis­tar uni­dos toda la vida po­si­ble. No, es­pe­ra, dé­ja­me que te lo siga con­tan­do, per­mí­tan­me el re­pa­so, que al fin y al cabo, la fe­li­ci­dad de un hom­bre tiene que ver con la fe­li­ci­dad de todos los hom­bres, y nadie, y menos los que al­can­za­ron al­gu­na ale­gría su­pre­ma, tiene el de­re­cho de ca­llar­la por­que su ale­gría es tam­bién la ale­gría de los otros. ¿O es que acaso la vida no se com­po­ne tam­bién de aque­llos pe­da­ci­tos de pla­cer que nunca po­de­mos ol­vi­dar? ¡Por eso!, si me pongo de un po­rra­zo a re­vi­vir­lo aque­llo, no es para sa­cár­me­lo del cuer­po y echar­lo al ol­vi­do así no más, no, por el con­tra­rio, es para con­ta­giar a los otros, para con­tra­riar de una vez por todas a la le­chu­za asus­ta­da que ha­bi­ta siem­pre el alma de los es­cép­ti­cos y que, ale­vo­sa­men­te, se lo pasa bus­can­do que todo aque­llo bueno que le ha su­ce­di­do a uno se le ol­vi­de y se em­po­ce y se pudra. Pero no, no per­mi­ti­ré jamás que nues­tros me­jo­res mo­men­tos de la Pen­sión Ca­ri­ño se trans­for­men de ins­tan­tes de glo­ria y de dicha en lo­da­za­les de re­mor­di­mien­tos y ol­vi­do, así el des­tino, al final, nos hu­bie­se trai­cio­na­do. O qui­zás pre­ci­sa­men­te por ello.

Tú, Fer­nán­dez, y tú Flaca Ce­li­na Arre­don­do, du­chos ex­po­nen­tes de la he­roi­ci­dad co­ti­dia­na, su­pie­ron arras­trar­me hacia ese tor­be­llino tor­na­so­la­do de la mú­si­ca, el amor y la poe­sía con el que lo­gra­mos des­ar­mar por aque­lla época las sin­ra­zo­nes de una vida que de re­pen­te, sin ha­bér­nos­lo pro­pues­to, nos to­pa­mos los tres a un mismo tiem­po.

Con­di­cio­na­dos por nues­tras res­tric­cio­nes de es­tu­dian­tes po­bres, en­con­tra­mos, no obs­tan­te, en el ver­sá­til filón de los sue­ños —que era nues­tra vo­ca­ción común—, la ti­bie­za de la ca­ma­ra­de­ría, la pron­ti­tud del op­ti­mis­mo y el in­vul­ne­ra­ble blin­da­je im­plí­ci­to en toda so­li­da­ri­dad hu­ma­na. ¿No creen us­te­des acaso, to­da­vía, que fue­ron esos sue­ños los que hi­cie­ron po­si­ble todo esto? ¿Todo aque­llo? Aun­que para no­so­tros los sue­ños no eran una pa­lan­ca o un tram­po­lín sino un sen­ti­do, una ex­pli­ca­ción de la vida. Los con­ver­ti­mos en ins­tru­men­to que nos per­mi­tie­ra en­con­trar­le sig­ni­fi­ca­do a este mundo y nos se­ña­la­ra de paso el modo más ra­cio­nal de cir­cu­lar por él.

A mí, gra­cias a ti, Trom­pe­ta Fer­nán­dez, y a todo el tras­fon­do mu­si­cal que ro­dea­ba tu exis­ten­cia, la idea que tenía del mundo me cam­bió. Desde allí, desde la Pen­sión Ca­ri­ño, desde sus pa­re­des rotas por tu mú­si­ca, te­nían que par­tir las ideas ma­ci­zas que ha­rían más am­plio el es­pa­cio vital que hasta en­ton­ces me creía se­ña­la­do. Y desde cuan­do oí por pri­me­ra vez el con­cier­to nú­me­ro dos en do menor, opus die­ci­ocho para piano y or­ques­ta de Ra­ch­ma­ni­nov, el inex­plo­ra­do uni­ver­so de lo po­si­ble, y el desa­fian­te pro­yec­to de las op­cio­nes li­bres, em­pe­za­ron a serme per­mi­ti­dos. En­ton­ces fue cuan­do, con sen­sua­li­dad fan­ta­sio­sa, me metí de es­pe­cia­lis­ta en Gi­lels; cuan­do aso­cié a Fritz Reiner con Van Cli­burn; cuan­do con­fron­té a Geza Anda con Mal­cu­zins­ki; cuan­do le robé —años más tarde, no im­por­ta, pero como si hu­bie­se sido en­ton­ces— a una amiga bohe­mia sal­va­do­re­ña de su bar­co-tu­gu­rio en­ca­lla­do en el tiem­po in­me­mo­rial de las aguas su­cias del Sena, en París, la in­ter­pre­ta­ción del pro­pio Ra­ch­ma­ni­nov acom­pa­ña­do por la or­ques­ta Fi­lar­mó­ni­ca de Fi­la­del­fia en un disco de la His Mas­ter´s Voice; y cuan­do, quién iba a creer­lo, ter­mi­né in­tere­sán­do­me en Va­len­ti­na Ka­me­ni­ko­va. Gra­cias viejo, gra­cias de nuevo.

Y qué decir de ti, Fla­qui­ta Arre­don­do: me abris­te el mundo del amor sin con­tra­pres­ta­cio­nes, como debe serlo, en una em­bria­guez tal de com­pin­che­ría y fres­cu­ra que, como era pre­vi­si­ble, no podía que­dar im­pu­ne fren­te a los có­di­gos so­cia­les de aque­llos tiem­pos. Con­ta­mos na­tu­ral­men­te para ello, con la ca­pa­ci­dad inocen­te de Pu­ri­ta Es­ca­lan­te, aque­lla niña pe­que­ña, pá­li­da, de abun­dan­te ca­be­lle­ra y manos me­nu­das, car­nes duras y ojos cla­ros, que se pa­re­cía tanto al re­tra­to ha­bla­do de la fu­gi­ti­va efi­gie de una le­yen­da cél­ti­ca. ¿La Isol­da de Tris­tán, acaso? Es­tá­ba­mos pues ya, in­mer­sos los tres, en la fan­tás­ti­ca reali­dad de un mundo lleno de amor, de mú­si­ca y de le­yen­das. ¿Cómo no iba a lla­mar­se aque­llo, en­ton­ces, Pen­sión Ca­ri­ño?

Pero esa her­mo­sa com­po­si­ción, ese su­bli­me cua­dro del que tuve que des­col­gar­me un día y al que jamás podré vol­ver, se des­va­ne­ció en el trans­cur­so de una llu­vio­sa noche abri­le­ña, cuan­do qui­zás de tanto goce y de tanta vida, sin poder so­por­tar más el éx­ta­sis ener­van­te de los des­cu­bri­mien­tos y las emo­cio­nes, us­te­des dos me sor­pren­die­ron con su huida.

—Esta noche —di­jis­te tú, Flaca Arre­don­do, aque­lla tarde de abril— el Pre­si­den­te de la Re­pú­bli­ca va a dic­tar una con­fe­ren­cia en el Aula Má­xi­ma de la Uni­ver­si­dad. Ire­mos los tres car­ga­dos de hue­vos y to­ma­tes y le bar­ni­za­re­mos el ros­tro a su ex­ce­len­cia.

Hi­cis­te una pausa para tomar aire, y con­ti­nuas­te agi­ta­da:

—No so­por­to más esta ur­gen­cia po­lí­ti­ca y no en­cuen­tro otra ma­ne­ra de ex­pre­sar­la. Aun­que pa­rez­ca ex­tra­ño, la ver­dad es que los tres somos poe­tas y ama­mos de­ma­sia­do la vida para ir de pron­to a ofre­cér­se­la ob­se­quio­sos a la boca del pri­mer fusil.

Y re­ma­tas­te:

—Pero tam­po­co po­de­mos que­dar­nos así nada más, con las manos quie­tas.

Nues­tros cuer­pos, re­cos­ta­dos al pre­til del puen­te de la vein­ti­séis, a pocos me­tros de El Cisne, en donde se­gu­ra­men­te a esa hora me es­pe­ra­ba Ma­rio­na Mel­gui­zo con sus con­se­jos de gra­má­ti­ca y sus pro­me­sas de amor, con­fi­gu­ra­ban, bajo la per­sis­ten­te llu­via y la plo­mi­za gri­sa­lla de la tarde, la ur­dim­bre de imá­ge­nes que desde la bo­rro­si­dad de un da­gue­rro­ti­po su­gie­re el cua­dro de un pu­ña­do de poe­tas me­le­nu­dos e in­tré­pi­dos fra­guan­do una de las tan­tas con­ju­ras de­fi­ni­ti­vas en su vida. Fue cuan­do lle­ga­ron los P.M. con el quihú­bo­le, Fla­qui­ta, acor­da­te, que qué hacen aquí, que si son vagos o qué, y que lár­go­le o los en­ca­na­mos. No era que fue­ran a de­te­ner­nos, pero a ame­na­zar­nos y asus­tar­nos, sí. En­ton­ces nos fui­mos para el Café Au­to­má­ti­co, bien lejos —¡Ah, bue­nos que somos los poe­tas para ca­mi­nar!—, a con­ti­nuar en­he­bran­do cons­pi­ra­cio­nes y sal­tan­do con aque­lla fa­ci­li­dad con que so­lía­mos ha­cer­lo, de la cu­rio­si­dad al des­or­den y del des­or­den a la ins­pi­ra­ción. Que, ¿cómo? Pues ahí te­nía­mos a toda hora los in­gre­dien­tes in­dis­pen­sa­bles para ello: el amor, la mú­si­ca y la poe­sía que a cada uno de no­so­tros le aflo­ra­ba na­tu­ral, como una ur­gen­cia de vida, pero que en cada uno de no­so­tros venía trans­for­mán­do­se úl­ti­ma­men­te hacia re­que­ri­mien­tos más tras­cen­den­tes, em­pu­jan­do esas vidas ple­tó­ri­cas de ima­gi­na­ción hacia fun­cio­nes más con­cre­tas, más so­cia­les, más com­pro­me­ti­das y menos egoís­tas. Co­men­zá­ba­mos a po­li­ti­zar­nos. La fe­li­ci­dad de uno solo de no­so­tros ya no podía se­guir sien­do la fe­li­ci­dad de los tres úni­ca­men­te, sino que a tra­vés de algún me­ca­nis­mo, que bien po­dría ser el que in­si­nua­ba la Flaca Ce­li­na, debía ex­ten­der­se tam­bién a la fe­li­ci­dad de todos los hom­bres.

Pero lo cier­to es que a par­tir de aque­lla noche, todo para mí fue con­fu­sión. No pude vol­ver a dis­tin­guir con cla­ri­dad entre el poder ro­mán­ti­co de la Oda a una amiga se­cre­ta del Goyo San Román y la emo­ti­vi­dad del com­ba­te san­grien­to y mudo de los hue­vos con­tra las gra­na­das. Pero, en fin, mujer com­ple­ta, la Flaca, ¡qué ca­ra­jos! No podía ella sola con todo ese amor suyo me­ti­do en su pecho, ni con la en­sor­ti­ja­da ma­ra­ña de sus an­sias des­ve­la­das.

Re­cor­da­rá Trom­pe­ta, las ca­ran­to­ñas com­pa­si­vas que hizo, cuan­do al rato de estar ul­ti­man­do los de­ta­lles para la gue­rra de hue­vos de esa noche en la Uni­ver­si­dad, se apa­re­ció por allá el Goyo San Román con su pinta de in­te­lec­tual apa­lea­do y nos contó lo que le aca­ba­ba de su­ce­der.

—Mamá —le venía de decir en tono que­jum­bro­so pero muy hu­mil­de a su madre— estoy en la olla. No tengo ni cinco, ne­ce­si­to di­ne­ro.

Y ella, nos lo dijo con los ojos to­da­vía agua­dos por el es­tu­por y el de­sen­ga­ño, im­por­tán­do­le un pito la in­fe­li­ci­dad que podía pro­vo­car­le a su hijo, con ur­ti­can­te frial­dad, le res­pon­dió por todo:

—¿Ah, sí? Y a usted, mijo, ¿quién lo mandó a me­ter­se de poeta?, ¿ah? Y luego de con­tar­nos el cuen­to, se nos quedó mi­ran­do en si­len­cio con unos ojos al­te­ra­dos y des­com­pues­tos que no eran los ojos suyos.

Pero, cómo es de cier­to aque­llo de que el mundo está en­re­ve­sa­do y la vida es sólo sor­pre­sas. La es­tu­pi­dez, ¡uy!, ¡puf!, que le aca­ba­ba de es­pe­tar la madre al Goyo, fue lo que lo re­afir­mó a él en su vida de poeta y lo que me exi­gió a mí, ahora, el res­ca­te de estas cosas para que no que­da­ran en la im­pu­ni­dad o en el ol­vi­do.

Goyo, al rato, ya re­ani­ma­do por el calor de los tin­tos y el ardor de nues­tra so­li­da­ri­dad, co­men­zó a ex­pla­yar­se en sus en­tre­te­ni­dos apun­tes y en su chá­cha­ra ge­nial, lo­gran­do con­ven­cer­me unas horas más tarde, y con­tra la opi­nión de los otros, para que lo acom­pa­ña­ra a la pen­sión en donde tenía cita con un ven­de­dor de se­gu­ros que lo había en­tu­sias­ma­do para que se me­tie­ra él tam­bién al ne­go­cio. «Y en cuan­to a tus ver­sos», co­men­tó que le había dicho el ase­gu­ra­dor, «qui­zás te sal­gan mejor con unos pe­si­tos de más»; ar­gu­men­to, según él, si no vá­li­do, al menos muy con­so­la­dor para sus bol­si­llos va­cíos. Goyo acep­tó, y a cam­bio de que yo lo acom­pa­ña­ra, pro­me­tió re­gre­sar con­mi­go y vin­cu­lar­se él tam­bién a la em­pre­sa re­vo­lu­cio­na­ria que sus tres ami­gos de la Pen­sión Ca­ri­ño lle­va­rían a cabo aque­lla noche.

Ahora, pen­sán­do­lo bien, la vida no es que sea sólo sor­pre­sas y re­ve­ses; a me­nu­do son tam­bién pau­sas y va­cíos aga­za­pa­dos que nos asal­tan sin re­me­dio. Mien­tras Goyo hacía cuen­tas y se aco­mo­da­ba al en­can­to de unos hi­po­té­ti­cos por­cen­ta­jes que le per­mi­ti­rían tal vez re­gre­sar ante su madre un poco menos pobre pero mucho más poeta, el des­tino atra­ve­sa­ba en mi ca­mino la fi­gu­ra pá­li­da y sen­sual, pero esta vez viva y en ac­ti­tud de en­tre­ga, de la fu­gi­ti­va efi­gie de la le­yen­da cél­ti­ca. Pu­ri­ta Es­ca­lan­te, con su larga ca­be­lle­ra, sus ojos cla­ros, sus ma­ni­tas me­nu­das y sus car­nes duras de ado­les­cen­te atre­vi­da, es­pe­ra­ba en mi cuar­to. Loca y de­ci­di­da, con­fia­ba en lo pro­fun­do de mi amor y había re­suel­to atra­par­lo. Era el cua­dro de la ace­chan­za noc­tur­na al santo ad­ve­ni­mien­to. Desde mi hu­mil­de lecho de es­tu­dian­te pobre, allá en la Pen­sión Ca­ri­ño, me re­cla­ma­ban pues, aque­lla noche, los bra­zos y la risa de un amor en flor que no que­ría re­sig­nar­se a una larga vida de mez­qui­nos pa­la­deos y equí­vo­cos tan­teos, un cuer­pe­ci­to vir­gi­nal, ur­gi­do y an­he­lan­te, que exi­gía allí, y en ese mismo ins­tan­te, todo, todo. Que­ría com­ple­men­tar su amor con mi amor en una en­tre­ga total, no tanto por ave­ri­guar qué pa­sa­ba, como por re­don­dear­le un sen­ti­do a ese her­mo­so cuer­po que se pa­sea­ba con su alma. No sabía, la pe­que­ña ter­nu­ra, que con la fuer­za de su des­bor­de vital iría a hacer más vul­ne­ra­bles mis prin­ci­pios po­lí­ti­cos y a pul­ve­ri­zar del todo mi fibra poé­ti­ca. Pero, yo cómo hacía, ¿ah, Flaca? O, tú crees Trom­pe­ta que me iba a echar en re­ti­ra­da, ¿eh? Al fin y al cabo, pen­sa­ba: como si todo, en este mundo, no fuera trai­ción desde el co­mien­zo. De lo que sí pue­den estar se­gu­ros es de que, aun­que fue un true­que fatal e inex­cu­sa­ble, mi in­cum­pli­mien­to de aque­lla noche no fue una trai­ción. Us­te­des y yo sa­be­mos que cual­quie­ra de no­so­tros hu­bie­ra hecho lo mismo. Ahora, lo que de­fi­ni­ti­va­men­te sí no sabía, era que mien­tras el se­gun­do con­cier­to de Ra­ch­ma­ni­nov se nos con­ver­tía en el único tes­ti­go po­si­ble para uno de aque­llos vo­lup­tuo­sos arre­ba­tos de amor a ul­tran­za, la muer­te, in­só­li­ta, na­ve­gan­do con su dura obs­ti­na­ción trá­gi­ca en forma de es­quir­las de una bomba de gases la­cri­mó­ge­nos, aca­ba­ría aque­lla misma noche, y para siem­pre, con mi Fla­qui­ta Arre­don­do y el Trom­pe­ti­ca Fer­nán­dez.

Sólo así, en­fren­ta­da con la muer­te, des­a­pa­re­ce­ría la Pen­sión Ca­ri­ño. Y ni así, por­que no que yo diga que fuera éste o aquél quien le puso así por nom­bre, lo que ya poco im­por­ta; el que fuera, con su tes­ta­ru­do in­ge­nio, nos la salvó del ol­vi­do.

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Copyright ©Germán Uribe, 1983
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Fecha de publicaciónEnero 1998
Colección RSSEl tiempo recuperado
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