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Ficción incluida en Nocturnos, primera antología de la mejor narrativa publicada en Badosa.com.

Paz interior

Juan Carlos Montilla
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Des­pués de dejar todo en orden se puso el anorak, metió la pis­to­la en el bol­si­llo de­re­cho y salió a la calle. Eran cerca de las dos de la ma­dru­ga­da y to­da­vía caían las úl­ti­mas gotas de una llu­via fina y pun­zan­te que había de­ja­do el suelo de as­fal­to es­pe­ja­do y res­ba­la­di­zo. Echó a andar pi­san­do los re­fle­jos de las bolas ama­ri­llen­tas de las fa­ro­las y oyen­do el chuf-chuf re­sig­na­do de las hojas medio po­dri­das bajo las sue­las de sus za­pa­tos. No se veía a nadie en la calle.

Dejó la copa vacía sobre el már­mol y ob­ser­vó a la mujer que tenía en­fren­te a tra­vés de una fina pe­lí­cu­la de al­cohol y ador­me­ci­mien­to. Des­vió la mi­ra­da y pasó re­vis­ta al local se­mi­va­cío, a la clien­te­la es­ca­sa. Un aire es­pe­so, es­tan­ca­do, re­po­sa­ba por entre las per­so­nas y las mesas. Le­van­tó la mano con in­do­len­cia, chas­queó los dedos y desde el fondo del local un ca­ma­re­ro res­pon­dió a la lla­ma­da. Pagó la con­su­mi­ción, ayudó a la mujer a po­ner­se el abri­go y él mismo se puso su ga­bar­di­na. Tocó la pis­to­la que lle­va­ba en el bol­si­llo de­re­cho con un gesto me­cá­ni­co, leve. Sa­lie­ron a la calle, se des­pi­die­ron y la mujer se alejó en su au­to­mó­vil. Él per­ma­ne­ció quie­to por un ins­tan­te, con­tem­plan­do las úl­ti­mas gotas de llu­via y los re­fle­jos de las luces en el as­fal­to mo­ja­do. Echó a andar.

Iba ca­mi­nan­do mien­tras es­cu­cha­ba los re­ver­be­ros de sus pasos per­dién­do­se entre los re­co­ve­cos os­cu­ros de la noche. Había de­ja­do de llo­ver, pero la hu­me­dad se­guía allí, em­pa­pan­do el aire. Y tam­bién se­guía allí el tacto frío del metal, en el bol­si­llo, im­pa­si­ble y pre­mo­ni­to­rio.

Iba avan­zan­do por ca­lles de­sier­tas, con­tem­plan­do las cosas a la luz frá­gil y du­do­sa de las fa­ro­las, pi­san­do las hojas muer­tas y es­cu­chan­do sus pro­pios pasos que se cla­va­ban en el si­len­cio de la noche.

Dobló la es­qui­na y buscó la som­bra cóm­pli­ce del por­tal que había es­co­gi­do mu­chos días antes. Se apoyó en la puer­ta y miró sin im­pa­cien­cia el fondo os­cu­ro de la hi­le­ra de so­por­ta­les. Sacó del bol­si­llo iz­quier­do del anorak un pa­que­te de ci­ga­rri­llos, en­cen­dió uno y vio como ante sus ojos se es­pe­sa­ba el aire.

Dobló la es­qui­na y buscó las lla­ves en su bol­si­llo. Fue avan­zan­do bajo los so­por­ta­les des­pa­cio, can­tu­rrean­do una me­lo­día tri­vial, dis­traí­do por la con­fian­za que dan las re­pe­ti­cio­nes in­fi­ni­tas.

Aban­do­nó su re­fu­gio y ca­mi­nó, seco y se­gu­ro, hacia la som­bra que se le acer­ca­ba. Sacó la pis­to­la en el mo­men­to pre­ci­so y dis­pa­ró sin que su con­cien­cia in­ter­fi­rie­se en aquel hecho pu­ra­men­te anató­mi­co.

Ape­nas pudo pen­sar en la pis­to­la que lle­va­ba en el bol­si­llo de la ga­bar­di­na. Supo que todo era inú­til.

Lo miró a los ojos y se pre­gun­tó si sa­bría por qué lo man­da­ban al otro mundo de aque­lla ma­ne­ra, sin aviso pre­vio, sin nin­gún signo pre­mo­ni­to­rio que de­ja­se un res­qui­cio para el con­sue­lo. Se­gu­ra­men­te no —pensó—; hace ya mucho tiem­po de todo aque­llo. Lo vio caer sin vida y con­ti­nuó su ca­mino lleno de una suave li­ge­re­za, em­pa­pa­do de una ex­tra­ña paz in­te­rior.

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Copyright ©Juan Carlos Montilla, 1997
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Fecha de publicaciónMarzo 1998
Colección RSSFabulaciones
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