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Apuntes del verde

El OVNI

José Preciado
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El padre de Luis­mi tenía un mil­qui­nien­tos negro, ma­trí­cu­la de Ma­drid, sin letra, del que decía que había sido coche ofi­cial y que su hijo le ro­ba­ba por las no­ches. Luis­mi tenía ca­tor­ce años y había apren­di­do a con­du­cir fi­ján­do­se. Lo cier­to era que, ex­cep­ción hecha de al­gu­nos ban­da­zos al salir de las cur­vas y de cier­tos so­no­ros do­lo­ro­sos re­tor­ci­jo­nes de la caja de cam­bios, no lo lle­va­ba mal. Los sá­ba­dos, si no había mar­cha en la dis­co­te­ca, co­gía­mos el mil­qui­nien­tos y nos íba­mos a la sie­rra a ver el OVNI. La aven­tu­ra era com­ple­ta, por­que, ade­más del paseo, in­cluía un ex­ci­tan­te alla­na­mien­to de co­che­ra, justo en los bajos de la casa del pro­pie­ta­rio, y la ex­trac­ción si­len­cio­sa del vehícu­lo por el pro­ce­di­mien­to del em­pu­jón.

En aque­llos años, todo el mundo había visto un OVNI o co­no­cía a al­guien que había visto uno. El del pue­blo era una nave ex­tra­te­rres­tre es­tric­ta­men­te local del que nadie sabía quién había sido el pri­me­ro en verlo y que no había sa­li­do en el pe­rió­di­co ni en la tele ni en parte al­gu­na, pero que ser­vía igual­men­te a las ne­ce­si­da­des de una po­bla­ción que, como todas, se metía entre pecho y es­pal­da y sin pes­ta­ñear los de­li­rios de Ji­mé­nez del Oso por una te­le­vi­sión in­cues­tio­na­ble por única. No­so­tros nunca lo vimos, pero, me­ti­dos en el coche, en el puer­to, fu­man­do po­rros, lo que sí po­día­mos ver era lle­gar y bus­car lugar de avis­ta­mien­to a las pa­re­jas del pue­blo. La ver­dad era que nos daban mucha en­vi­dia, es­pe­cial­men­te si re­co­no­cía­mos a al­guien.

El OVNI fue pa­drino de mu­chas bodas de pe­nalty.

De vuel­ta, Luis­mi ponía el mil­qui­nien­tos a tope y gri­tá­ba­mos como po­se­sos ba­jan­do la cues­ta a cien­to cua­ren­ta. Una vez, al apar­car­lo en la calle, donde su padre lo había de­ja­do con vis­tas a salir pi­tan­do por la ma­ña­na, pues el buen hom­bre iba siem­pre con pri­sas, se le ol­vi­dó a su hijo echar el freno de mano y, al alba, el coche apa­re­ció calle abajo, em­po­tra­do en la puer­ta del Banco His­pano Ame­ri­cano. No saltó la alar­ma, así que, ade­más del mes sin salir que le cayó a Luis­mi (pues fue­ron lo menos quin­ce mil duros de chapa y pin­tu­ra), la vio­len­ta­da en­ti­dad ban­ca­ria vio como que­da­ban en en­tre­di­cho sus pu­bli­ci­ta­das me­di­das de se­gu­ri­dad.

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Copyright ©José Preciado, 2001
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Fecha de publicaciónAbril 2001
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