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Como el cielo los ojos

Javier 1

Edith Checa
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Isa­bel ha muer­to. Cuan­do lo digo, por­que quie­ro con­ven­cer­me de una vez, el suelo se me hunde como si fuera de al­go­dón y la ex­tra­sís­to­le se re­pi­te y re­bo­ta en mi gar­gan­ta hasta aho­gar­me, y aún más to­da­vía con esta cor­ba­ta que in­ten­to po­ner­me y que no sé si es la ade­cua­da.

Aquel día ob­ser­vé du­ran­te mucho tiem­po sus ojos bri­llan­tes por el re­fle­jo de los co­lo­res de las dia­po­si­ti­vas que es­tá­ba­mos vien­do. Ojos ca­pa­ces aún de sor­pren­der­se. Cada nueva ima­gen la hacía vi­brar de emo­ción.

Berta me había in­vi­ta­do a cenar y a una se­sión de dia­po­si­ti­vas sobre la India y Nepal.

Isa­bel llegó tarde, el tra­ba­jo se le había com­pli­ca­do. Ves­tía una blusa verde clara y un cha­le­co negro y el con­tras­te con sus ojos tam­bién ver­des me im­pac­tó. Lle­va­ba un pan­ta­lón va­que­ro negro elás­ti­co que se ceñía a su si­lue­ta a la que so­bran para mi gusto al­gu­nos kilos. Me cau­ti­vó su voz, era grave y dulce, llena de ma­ti­ces. A lo largo de la cena dis­fru­té de su char­la: amena, ágil, sen­si­ble, siem­pre ri­sue­ña, aun­que pude apre­ciar su fuer­te ca­rác­ter y su pe­li­gro­sa sin­ce­ri­dad. No se cor­ta­ba en nada, siem­pre tenía algo que decir en cual­quie­ra de las di­rec­cio­nes que to­ma­ra la con­ver­sa­ción. Ha­bla­ba sin ta­pu­jos aun­que los tacos que in­tro­du­cía en su char­la no so­na­ban mal, decía los pre­ci­sos y en el mo­men­to ade­cua­do.

Re­co­noz­co que me sentí atraí­do, pero de lejos, que no se me acer­ca­ra de­ma­sia­do. Una mujer así, in­te­li­gen­te y de ca­rác­ter, mejor cuan­to más lejos. Ya casi cua­ren­tón lo que ne­ce­si­to es una mujer que me calme, no que me al­te­re; que se deje lle­var, no que me arras­tre como un to­rren­te. Su forma de mirar y el color de sus ojos me de­ja­ron hecho polvo, y aquel día bai­lan­do... aquel día bai­lan­do pu­di­mos haber co­men­za­do algo muy her­mo­so... pero ahora está muer­ta.

Es un día ano­dino y gris, no pe­ga­ba que fuera de otra forma.

Esto se está lle­nan­do de ami­gos y fa­mi­lia­res. No co­noz­co a nadie. Me sien­to mal entre tanta gente. Allí está Berta.

Tengo la sen­sa­ción de que no estoy en su fu­ne­ral, que ella apa­re­ce­rá de un mo­men­to a otro es­bo­zan­do su sin­ce­ra son­ri­sa.

Ya se mue­ven len­ta­men­te hacia las puer­tas de en­tra­da de la igle­sia. Todo es si­len­cio, se palpa el si­len­cio. Berta me in­di­ca que nos ade­lan­te­mos, yo pre­fie­ro que­dar­me por de­trás pero in­sis­te y tira de mí y nos po­ne­mos en el dé­ci­mo banco. Los cuen­to una y otra vez. Del uno al diez, va­rias veces, uno, dos , tres, cua­tro... Antes de que la an­gus­tia me in­va­da, y el suelo al­go­do­no­so se me hunda, in­ten­to fi­jar­me en la de­co­ra­ción: la igle­sia es enor­me, tan sólo un Cris­to cru­ci­fi­ca­do cuel­ga de la pared del altar. Una mag­ní­fi­ca re­pre­sen­ta­ción del Cris­to ren­di­do ante la evi­den­cia de la muer­te, un Cris­to sin fuer­zas que se deja lle­var. Como Isa­bel se­gu­ra­men­te se dejó. ¿O no? No creo. Lu­cha­ría con todas sus fuer­zas afe­rrán­do­se a la mí­ni­ma es­pe­ran­za de vida.

El cura co­mien­za la misa pero no puedo pres­tar aten­ción, sólo capto aque­lla única pa­la­bra que me hace estar aquí, su nom­bre, Isa­bel. A veces lo ade­re­za con algún ad­je­ti­vo que qui­zás se in­ven­ta o adi­vi­na, o le ha sido in­di­ca­do por algún fa­mi­liar: «ge­ne­ro­sa», «afa­ble».

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Copyright ©Edith Checa, 1995
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Fecha de publicaciónMayo 1998
Colección RSSNarrativas globales
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