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Kensington Gardens

Capítulo VI

Elfin Oak

Xavier B. Fernández
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Hubo otras fiestas con los jamaicanos a la luz de una hoguera. Y otras peleas con los gangsters, y otras escaramuzas con los cabezas rapadas del National Front, y otras ocasiones para ponerme celosa de Tiger Lily, y muchas aventuras pintorescas, como aquella vez que Slightly le robó el bolso a una turista francesa y, cuando lo abrió a salvo en el refugio, de él salió bufando y echando zarpazos un gato vivo, con el pelo del lomo erizado como las cerdas de un cepillo.

Y también hubo otros encuentros con la abuelita Margaret. De vez en cuando venía a sentarse en aquel banco donde hablamos por primera vez, con una bolsa de papel marrón llena de pastas y sándwiches, y un termo lleno de té caliente. Yo a veces me reunía con ella y comía sus sándwiches y sus pastas, y a veces no. A veces iba a verla sola, y otras me acompañaba Curly, o Slightly, o los gemelos, o Nibs, o todos, o unos pocos. Bueno, todos no. Porque Peter no iba nunca. Eso siempre decepcionaba a Margaret, pero igualmente nos daba el té, las pastas y los sándwiches, como si nosotros fuéramos palomas a las que echar miguitas, pitas, pitas, pitas. Y mientras los comíamos ella nos hablaba con su voz más empalagosa, intentando convencernos para que abandonáramos nuestra residencia en el parque y la vida de camello vagabundo. Ella misma se ofrecía a encontrarnos alojamiento en casa de algún adulto responsable y afectuoso.

—¿Y tendríamos que ir al colegio? —le respondíamos.

—Claro.

—¿Para aprender un oficio y ser adultos responsables el día de mañana?

—Básicamente ésa es la idea, sí.

—No existe el mañana: vosotros, los adultos, lo matasteis. Y no queremos ser adultos, responsables o no. Un adulto es alguien que ha matado a un niño. A uno por lo menos.

—Bonita frase. Retorcida, pero bonita. ¿A quién se la has oído?

—A Peter.

—Claro, tenía que ser. Es su estilo. Pero, ¿y tú, Gwen? ¿Qué crees tú?

—Lo mismo.

Las conversaciones con Margaret siempre se desarrollaban así. Al final, con los sándwiches comidos y el té bebido, para contentarla le decíamos que nos lo pensaríamos, por supuesto sin ninguna intención de hacerlo. De todas formas, ella siempre se conformaba con eso. Y siempre volvía, con más sándwiches y más té caliente. Pero, ¿por qué íbamos a dejar nuestra vida en los Gardens? Allí éramos felices, más o menos. Y nos parecía que aquello iba a durar para siempre. Pero nada dura para siempre.

Y porque nada dura para siempre, el punk empezó a degenerar de movimiento contestatario a moda juvenil domesticada: los maniquíes de plexiglás de los escaparates de Harrod’s empezaban a lucir peinados en cresta, leotardos estampados en piel de leopardo y cazadoras con cadenas, artículos que se vendían a unos precios muy lejos del alcance de los punks originales. Una multinacional discográfica contrató a los Sex Pistols, y poco después les pagó 30.000 libras en concepto de indemnización por rescindirles el contrato. La siguiente multinacional que les contrató les pagó 70.000 libras por lo mismo. Por fin, tras mucho echarse los trastos a la cabeza, los Sex Pistols se separaron. Los Clash, en cambio, todavía atravesaban una buena época, tras su gira triunfal por Estados Unidos. Pero apenas les quedaban tres buenos discos para hacer antes de separarse, ellos también. El Bromley Contingent se fue disgregando, a medida que sus componentes se marchaban para formar sus propios grupos, como Siouxie & The Banshees o Generation X. El fenómeno Punk era el tema de moda en las páginas de todos los periódicos, en las pantallas de todas las cadenas de televisión, en los programas de todas las emisorias de radio. Los medios de comunicación del mundo se llenaron de fotos de la juventud punk londinense, y centenares de turistas venían a hacerles más fotos aún; los jóvenes punks nos habíamos convertido en una atracción turística más de la ciudad, como los guardias del Palacio de Buckingham. El National Front cobraba fuerza. Sus razzias en los pasillos del metro empezaban a ser frecuentes. Los cráneos de muchos londinenses de piel oscura habían probado ya la dureza de las barras de hierro de los skinheads. Los tiempos iban cambiando. El tiempo avanzaba, tictac, tictac, tictac, tictac. El cocodrilo avanzaba, tictac tictac tictac tictac. Comiéndose inexorable los minutos. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac. Aunque, claro, nosotros éramos aún muy niños para darnos cuenta de eso. Pero James el oscuro sí se daba cuenta. Hasta entonces, para mí James sólo era una sombra siniestra apenas entrevista, junto a una limusina negra o entre las sombras del parque. Pero pronto se iba a materializar ante mí, en carne, hueso y acero. El acero de su garra derecha. Y el cocodrilo reptaba tras él. Tictac, tictac, tictac, tictac.

Fue un sábado por la tarde, al anochecer, en Carnaby Street, cerca de la confluencia con Bleak. O sea, en pleno Soho. Manadas enteras de punks de fin de semana —ésos que de lunes a viernes lucían un aspecto formal y aséptico tras los mostradores y las mesas de despacho, hasta que la noche del viernes se colocaban los pinchos, los imperdibles y el maquillaje, y se iban a bailar pogo hasta el domingo— entraban y salían de los locales. Yo llevaba a Paddy lleno de píldoras rojas, blancas y azules con las que amenizarles la fiesta. Pero no prestaba mucha atención a mi alrededor. Sólo podía pensar en que Peter hacía ya varios días que no aparecía por el parque. A veces lo hacía, desaparecer un tiempo y volver como si nada, sin dar explicaciones. A veces se iba al barrio de los jamaicanos a comprar más material, y a encontrarse con aquella vaca negra y presumida de Tiger Lily, seguro. Estúpido mocoso engreído. No, no prestaba mucha atención a mi alrededor, y eso fue un error fatal, porque no reparé en Rob Mullins hasta que oí su voz áspera como un trago de ron en ayunas decir «¿Quitándome los clientes, niña?» y entonces me di cuenta de que lo tenía a dos centímetros de mi nariz, tan elegante como siempre, con su abrigo de cuero negro y sus botas mexicanas, con la serpiente tatuada en su muñeca izquierda y el diamante brillando en mitad de su siniestra sonrisa. Con una navaja de afeitar muy parecida a la mía arrancándole destellos a la luz de las farolas desde su mano derecha.

Me giré veloz como un relámpago, lista para echar a correr... y me hundí en la barriga de Smee, el lugarteniente de James el Oscuro. Smee me sonrió, y su sonrisa parecía muy dulce, ahí en mitad de su mofletuda cara de Papá Nöel mal afeitado. Pero en la mano empuñaba un picahielo afilado y brillante. Me preguntó si iba a alguna parte, sin dejar de sonreír. Inmediatamente se puso serio para recomendarme que me estuviera quieta y no hiciera tonterías. Pensé que lo mejor, de momento, era seguir su consejo, así que me dejé meter en la furgoneta negra que esperaba aparcada un poco más adelante. Alf Mason la conducía. Mullins se sentó a mi lado, en la parte de atrás, sonriéndome con su diamante mientras jugueteaba con la navaja. Yo recordé todas las historias escuchadas a los indigentes en los callejones y alrededor de las fogatas encendidas en el interior de bidones agujereados. Pensé en la navaja de Mullins abriéndome el vientre de arriba abajo como si yo fuera un pavo al que hay que rellenar para la cena de Navidad. Me imaginé las manos ensangrentadas de Mullins, enfundadas en guantes de goma, entrar y salir por la hendidura sacando de mi interior el corazón, los pulmones, los riñones, el hígado...

La furgoneta partió. Dentro, alguien me vendó los ojos.

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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1994
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Fecha de publicaciónAgosto 2000
Colección RSSNarrativas globales
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