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Fecundación fraudulenta

Episodio 31

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMar del Plata, Playa Grande

Ali­cia San­dre­lli ter­ció en el diá­lo­go. Dijo:

—Es in­creí­ble, Car­los, jamás hu­bie­ra pen­sa­do que pu­die­ra exis­tir algo así. ¿Y la Igle­sia qué dice de esto?

—Mirá —con­tes­tó du­bi­ta­ti­vo Ste­lli—, la ver­dad es que no lo sé, no tuve opor­tu­ni­dad de leer lo que ma­ni­fies­ta es­pe­cí­fi­ca­men­te sobre la clo­na­ción. En ge­ne­ral cri­ti­ca du­ra­men­te las nue­vas apli­ca­cio­nes de la bio­lo­gía, esto no me pa­re­ce desa­ti­na­do... His­tó­ri­ca­men­te la forma na­tu­ral de pro­crear es la que surge de la unión entre un hom­bre y una mujer. Pero qui­zás ma­ña­na no sea así, quién sabe...

—Sin em­bar­go, doc­tor —re­ba­tió Mabel—, no me con­ven­ce, la ver­dad es que no en­cuen­tro nin­gún ar­gu­men­to que au­to­ri­ce a des­pro­te­ger al em­brión.

—Tenés razón —con­tes­tó el mé­di­co—, jamás puse en duda que el huevo fe­cun­da­do tiene de­re­chos. Acep­to que eli­mi­nar­lo es in­gra­to, la­ce­ran­te, pero yo pre­gun­to: ¿la madre no los tiene tam­bién? ¿No es acep­ta­ble que ana­li­ce­mos el su­fri­mien­to de quien en cir­cuns­tan­cias ad­ver­sas no desea ser madre? ¿No es justo que le demos la po­si­bi­li­dad de optar? De­ci­me, Mabel, ¿vos hu­bie­ras sen­ti­do lo mismo, si te hu­bie­ras hecho el le­gra­do a los siete meses de em­ba­ra­zo?

—Se­gu­ro que no, Car­los —con­tes­tó la joven—, a esa al­tu­ra, mi hijo qui­zás hu­bie­ra po­di­do vivir por sí solo, es­ta­ría to­tal­men­te for­ma­do. Hu­bie­ra sido mu­chí­si­mo peor, no creo que en ese caso lo hu­bie­ra hecho.

El gi­ne­có­lo­go aca­ri­ció el pelo de la ado­les­cen­te, sa­tis­fe­cho de su en­fo­que. Afec­tuo­sa­men­te le dijo:

—Ahora sí, es­ta­mos ple­na­men­te de acuer­do, a me­di­da que el nuevo ser se desa­rro­lla me­re­ce más pro­tec­ción. Un abor­to a los ocho meses, no se di­fe­ren­cia en nada, en mi opi­nión, del más cruel in­fan­ti­ci­dio. Por el con­tra­rio, un le­gra­do rea­li­za­do a los pocos días de em­ba­ra­zo, lo veo casi in­tras­cen­den­te. Me pa­re­ce que es una cues­tión de sen­ti­do común.

Ro­ber­to Burán se vio ten­ta­do a in­ter­ve­nir:

—En favor de tu tesis, que­ri­do Car­los, no ol­vi­de­mos que ha­bría menos abor­tos si dis­mi­nu­ye­ra el nú­me­ro de em­ba­ra­zos no que­ri­dos. Esto su­ce­de­ría si los mé­to­dos an­ti­con­cep­ti­vos es­tu­vie­ran di­fun­di­dos y, desde luego, per­mi­ti­dos.

—Por su­pues­to —dijo el gi­ne­có­lo­go.

Mabel es­cu­cha­ba aten­ta­men­te, re­cor­da­ba las pa­la­bras del padre Tomás. Pre­gun­tó:

—Car­los, el cura de mi ba­rrio me dijo que la Igle­sia acep­ta­ba que los es­po­sos se cui­da­ran para no pro­crear.

—¡Ah!, ¡qué bueno! —dijo el gi­ne­có­lo­go rien­do—, ¿vos sabés lo que dicen estos se­ño­res? Cuan­do toco estos temas, no puedo evi­tar apa­sio­nar­me, ¡es que la Santa Madre Igle­sia da una so­lu­ción má­gi­ca! La pa­re­ja puede for­ni­car sin pro­ble­mas; so­la­men­te debe cui­dar­se cuan­do la mujer está en el pe­río­do de fer­ti­li­dad, ¿qué tal el re­me­dio, eh?

—El sa­cer­do­te me dijo que esto su­ce­día pocos días al mes, ¿no es ver­dad?

—Sí —con­tes­tó Ste­lli, le­van­tan­do las cejas y son­rien­do con iro­nía—, ¡es sen­ci­llí­si­mo! Para saber cuán­do la mujer está ovu­lan­do, hay que lle­var­la a un mé­di­co, o to­mar­le la tem­pe­ra­tu­ra. ¿Se ima­gi­nan cuál es el mar­gen de error?, si­de­ral, claro. Una mujer puede tener fie­bre por cual­quier causa, o cir­cuns­tan­cial­men­te ovu­lar sin te­ner­la. Ade­más, ¿su­po­nen cómo fun­cio­na­ría este mé­to­do en una villa mi­se­ria? Es ab­sur­do; le están pi­dien­do al se­mi­anal­fa­be­to, al ca­ren­cia­do, a seres ávi­dos de afec­to, des­pro­te­gi­dos, que sean ro­bots, que no sigan sus im­pul­sos na­tu­ra­les. Cree­me, Mabel, estoy con­ven­ci­do: sólo se puede sos­te­ner esto por ig­no­ran­cia o para lo­grar algún re­sul­ta­do en par­ti­cu­lar, lo que im­pli­ca una buena dosis de mala fe.

—El padre Tomás me dijo que había que au­men­tar el pan, en vez de achi­car la mesa...

—¡Eso es una bea­te­ría!, nadie in­for­ma­do puede pen­sar tal bar­ba­ri­dad. Tarde o tem­prano ten­dre­mos que ocu­par­nos del con­trol de la na­ta­li­dad, nin­gún cien­tí­fi­co lo pone en duda. ¿Te das cuen­ta de que la moral no tiene nada que ver con la re­li­gión? Te voy a dar un gran con­se­jo: no le hagas caso a nadie sin antes pen­sar­lo muy bien, ana­lí­za­lo todo a la luz de tus pro­pias ideas. No te ates a prin­ci­pios sa­gra­dos, no dejes de sacar tus pro­pias con­clu­sio­nes...

—Está bien, doc­tor... digo Car­los —dijo Mabel—. Re­co­noz­co que sus pa­la­bras me han hecho bien, pero con­cor­da­mos en que el abor­to es un cri­men, ¿no?

—Mirá, chi­qui­ta, lo co­me­te­rías si es que ele­gís li­bre­men­te con­cre­tar­lo. No es tu caso; es­tu­vis­te fren­te a dos an­gus­tian­tes po­si­bi­li­da­des. Tu­vis­te que optar do­lo­ro­sa­men­te por una. La muer­te de tu po­ten­cial hijo no fue desea­da, fue un re­sul­ta­do no que­ri­do, pero ne­ce­sa­rio para vos en esas cir­cuns­tan­cias.

—El padre Tomás me dijo que, cuan­do cre­cie­ra mi hijo, agra­de­ce­ría a Dios por no ha­ber­lo eli­mi­na­do...

—Es pro­ba­ble, aun­que creo que cual­quie­ra que hu­bie­ra sido tu de­ci­sión, in­cons­cien­te­men­te la ha­brías con­va­li­da­do. Exis­te una ten­den­cia na­tu­ral a acep­tar lo hecho, pre­gún­ta­le a tu her­ma­na si se arre­pien­te de lo que hizo a los die­ci­nue­ve años.

Ali­cia San­dre­lli dudó un ins­tan­te, apre­tó la mano de­re­cha de Ro­ber­to que es­ta­ba a su lado y fi­nal­men­te dio su res­pues­ta...

—No, no estoy arre­pen­ti­da, aun­que me duele pen­sar que ahora ten­dría un pe­que­ñi­to, ¿cómo negar que me causa dolor? En ese sen­ti­do lo la­men­to, lo re­co­noz­co, pero ante lo irre­me­dia­ble, creo que es ab­sur­do que me lo cues­tio­ne. Para qué tor­tu­rar­me...

—Es así —dijo Ste­lli— y en tu caso, Mabel, hu­bie­ra sido exac­ta­men­te igual. Nadie tiene de­re­cho a juz­gar­te, so­la­men­te vos tu­vis­te que afron­tar tan ad­ver­sa si­tua­ción. Era tu fu­tu­ro el que es­ta­ba en juego. ¿A quién le tenés que ren­dir cuen­tas?; de­ci­dis­te aco­sa­da por la co­yun­tu­ra. Es ri­dícu­lo pre­ten­der que en ese di­fí­cil tran­ce hi­cie­ras fu­tu­ro­lo­gía.

—Pero, doc­tor Car­los, yo pude ha­ber­lo te­ni­do, ¿no pude acaso darlo en adop­ción?

—Es ver­dad, «pu­dis­te», o sea que te­nías la po­si­bi­li­dad. Era tu de­ci­sión, si hu­bie­ras de­ci­di­do tener el bebé, ha­brías ac­tua­do mag­ní­fi­ca­men­te. No lo dis­cu­to, es más, te fe­li­ci­ta­ría si así hu­bie­ra sido. Pero el mundo no está po­bla­do de hé­roes, sino de su­frien­tes seres de carne y hueso. Es­ta­mos lle­nos de de­fec­tos, Mabel, somos fa­li­bles, dé­bi­les. Ésa es la reali­dad, ése es el mundo au­tén­ti­co, lo demás es men­ti­ra, sólo un in­ven­to de los fal­sos mo­ra­lis­tas. La que se tenía que «ban­car» al chico eras vos; de afue­ra es fácil cri­ti­car.

—Gra­cias, doc­tor, me ali­vian sus pa­la­bras —sus­pi­ró la chica.

Car­los son­rió y si­guió ex­pli­cán­do­le:

—Para que te sirva tam­bién de con­sue­lo, te diré que la can­ti­dad de abor­tos que se hacen en la Ar­gen­ti­na es enor­me. No hay mu­chas es­ta­dís­ti­cas, pero te lo puedo ga­ran­ti­zar, en toda La­ti­noa­mé­ri­ca su­ce­de lo mismo. Es un sín­to­ma de las ne­ce­si­da­des que no han sido sa­tis­fe­chas en ma­te­ria de pla­ni­fi­ca­ción fa­mi­liar y de ser­vi­cios. Las con­se­cuen­cias so­cia­les son fu­nes­tas, más en las cla­ses po­bres, por su­pues­to. Las pocas en­cues­tas que se efec­tua­ron in­di­can que las mu­je­res que re­cu­rren a in­ter­ven­cio­nes ile­ga­les ex­pe­ri­men­tan un alto grado de mor­ta­li­dad. Pa­ra­le­la­men­te, hay un ba­jí­si­mo nivel en el uso de an­ti­con­cep­ti­vos. Se ha de­mos­tra­do que la ma­yo­ría de los abor­tos rea­li­za­dos en La­ti­noa­mé­ri­ca fue­ron so­li­ci­ta­dos por mu­je­res ca­sa­das. Esto in­di­ca que cum­ple el rol de­li­be­ra­do de li­mi­tar el nú­me­ro de na­ci­mien­tos. El efec­to que pro­vo­ca esta de­plo­ra­ble si­tua­ción es múl­ti­ple, no so­la­men­te hay que la­men­tar in­ca­pa­ci­da­des, muer­tes por in­fec­ción, es­te­ri­li­dad; ade­más se des­per­di­cian va­lio­sos re­cur­sos de la salud. Es un tema inago­ta­ble.

—Yo creía que no era tan común —acotó Mabel—, estoy asom­bra­da, pensé que mi caso era ex­cep­cio­nal.

—No, que­ri­da, estos datos los pu­bli­ca la Or­ga­ni­za­ción Mun­dial de la Salud, no los in­ven­té yo. Con co­no­ci­mien­to del tema, te digo tam­bién que, de mil mu­je­res sol­te­ras ado­les­cen­tes, una in­sig­ni­fi­can­te pro­por­ción de­ci­de con­ti­nuar un em­ba­ra­zo. En estos casos, ha­bi­tual­men­te es por­que la gra­vi­dez ya está muy avan­za­da.

—¿Es por qué en ese caso exis­te un mayor pe­li­gro? — in­te­rro­gó Mabel.

—No só­la­men­te por eso —con­tes­tó el gi­ne­có­lo­go—, lo que pasa es que hay una di­fe­ren­cia sus­tan­cial cuan­do el feto está bien desa­rro­lla­do. Tie­nen que exis­tir cier­tos lí­mi­tes... Si se pue­den dis­tin­guir sus ór­ga­nos y fun­cio­nes, si ex­pe­ri­men­ta dolor, se im­po­ne una ética dis­tin­ta. En mi opi­nión, a me­di­da que el ser en­gen­dra­do crece, se va ha­cien­do más re­la­ti­vo el de­re­cho que mo­ral­men­te tiene la madre a in­te­rrum­pir su em­ba­ra­zo.

Ro­ber­to Burán no pudo dejar de opi­nar:

—Per­dón, quie­ro acla­rar que ésa es la ten­den­cia en todas las le­gis­la­cio­nes del mundo desa­rro­lla­do. El pro­ble­ma de Mabel des­per­tó mi cu­rio­si­dad —dijo Ro­ber­to ex­tra­yen­do una li­bre­ta del bol­si­llo de­re­cho de su pan­ta­lón. —Es­tu­ve le­yen­do bas­tan­te, aquí traje al­gu­nos datos para que ella los co­noz­ca... Hasta 1967, el abor­to era ilí­ci­to en todo el mundo, salvo en Di­na­mar­ca y Sue­cia. En ese año, Gran Bre­ta­ña re­for­mó su vieja ley. En 1970 el es­ta­do de Nueva York dictó la suya, muy li­be­ral por cier­to. En 1973 la Corte Su­pre­ma de Jus­ti­cia de Es­ta­dos Uni­dos hizo una clara dis­tin­ción entre feto y per­so­na. Afir­mó que no sig­ni­fi­ca­ban lo mismo. Se des­ta­có que el Es­ta­do tenía un doble in­te­rés que pro­te­ger, el de la madre y el de la po­ten­cia­li­dad de la vida hu­ma­na. La Corte prác­ti­ca­men­te de­ci­dió que antes de los tres meses el Es­ta­do no podía cer­ce­nar el de­re­cho ab­so­lu­to de la madre a in­te­rrum­pir su em­ba­ra­zo.

—Si los jue­ces más im­por­tan­tes de Es­ta­dos Uni­dos pien­san así, lo que hi­cis­te no debe ser tan malo, ¿no es cier­to? —le dijo Ali­cia a Mabel, aca­ri­cián­do­le el pelo.

Car­los Ste­lli com­ple­tó la idea:

—Una cosa acer­ca del abor­to es cier­ta: es un hecho de la vida, de la reali­dad. Su mo­ra­li­dad no puede im­po­ner­se le­gis­la­ti­va­men­te. Es, siem­pre ha sido y siem­pre será, una trá­gi­ca op­ción. Como con tan­tas otras de­ci­sio­nes que deben to­mar­se en la prác­ti­ca mé­di­ca, ésta en­vuel­ve una elec­ción de la al­ter­na­ti­va menos mala. El abor­to puede ser mo­ral­men­te jus­ti­fi­ca­do, ha­cien­do hin­ca­pié en el su­fri­mien­to y en la de­ses­pe­ra­ción de la pa­cien­te, de su fa­mi­lia y hasta de la so­cie­dad. Nues­tra res­pon­sa­bi­li­dad es re­co­no­cer la so­be­ra­nía de la con­cien­cia in­di­vi­dual, ayu­dar a nues­tros pa­cien­tes a con­si­de­rar todas las ra­mi­fi­ca­cio­nes y con­se­cuen­cias, para que ellos eli­jan el curso que su vida ha de se­guir. Si la de­ter­mi­na­ción que fi­nal­men­te se toma im­pli­ca la in­te­rrup­ción de un em­ba­ra­zo, de­be­ría­mos dar una so­lu­ción tan pron­to como fuera po­si­ble. Con se­gu­ri­dad, mucha com­pa­sión y con un pro­fun­do sen­ti­do de la pér­di­da que im­pli­ca la vida que es sa­cri­fi­ca­da. Una le­gis­la­ción rea­lis­ta y mo­der­na me­jo­ra­ría mucho la si­tua­ción, pero pre­fe­ri­mos fin­gir que no ad­ver­ti­mos la reali­dad. Se­gui­mos sien­do sub­de­sa­rro­lla­dos, es­cla­vos de la mo­ra­li­na.

—Estoy to­tal­men­te de acuer­do —opinó Ro­ber­to—. Como bien lo di­je­ra Ali­cia, no creo que los ma­gis­tra­dos de la Corte Su­pre­ma de Jus­ti­cia de los Es­ta­dos Uni­dos de Nor­te­amé­ri­ca sean in­mo­ra­les, ni de­lin­cuen­tes. Ten­drían que pen­sar­lo nues­tros le­gis­la­do­res...

Mabel se paró, le pidió un ci­ga­rri­llo a Ste­lli y se sentó más cerca de él. Mi­rán­do­lo a los ojos, in­tere­sa­da en su opi­nión, le pre­gun­tó:

—Doc­tor Car­los, si hu­bie­ra es­ta­do en un país como los que usted men­cio­nó, ¿me ha­brían hecho gra­tis el abor­to?, por­que aquí co­bran mu­chí­si­mo...

—Ése es otro te­mi­ta ho­rro­so; es im­pre­sio­nan­te el nú­me­ro de mu­je­res que fa­lle­cen, víc­ti­mas de ma­nio­bras abor­ti­vas, ge­ne­ral­men­te, en manos de cu­ran­de­ras, co­ma­dro­nas, par­te­ras y mé­di­cos in­com­pe­ten­tes.

—¿Y vos cómo hi­cis­te para pa­gar­le a Álvez, Ali­cia?, tengo en­ten­di­do que no es nin­gún des­pren­di­do —in­te­rro­gó Ro­ber­to.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónDiciembre 2000
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