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Fecundación fraudulenta

Episodio 83

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Sábado, 3 de marzo de 1990, a las 10 h

—Buenas tardes, señora, soy Sebastián Ruiz, oficial de justicia... Traigo una orden judicial, deseo hablar con Juana Artigas, ¿está en la casa?

—La madre de Juanita se quedó petrificada en el umbral de la puerta, no entendía lo que estaba sucediendo, pero presentía que no era nada bueno. Llamó rápidamente a su hija:

—¡Juanita!, ¡te buscan!

Juana Artigas apareció. Inmediatamente se dió cuenta de que algo iba a sucederle, lo estaba esperando. Procesada por el delito de defraudación en perjuicio de Roberto, la habían excarcelado, pero si la condenaban, casi con seguridad iría a prisión.

«Está pagando caras las consecuencias de su ambición desmedida», pensó Roberto.

Sólo habían concurrido el oficial de justicia y Burán; Rocío había juzgado prudente no asistir. Temerosa, casi al borde de la histeria, Juanita preguntó:

—Qué... ¿Qué pasa?, ¿a qué venís, Roberto?

—A llevarme al chico —contestó él.

—¡Nooo!, ¡por favor, no te lo lleves! —dijo Juanita con un alarido desesperado—, ¡perdoname todo lo que te hice!, ¡no te lo lleves...!

—Lo tendrías que haber pensado antes, ahora es demasiado tarde. Yo no tengo la culpa de lo que pasó, fue todo obra de ustedes. Ahora dejame, correte...

Ella les impedía el paso:

—Pero, no voy a poder vivir sin mi hijo, ahora que lo tengo... No puedo dejarlo...

—Vos no lo dejás, yo te lo saco, es así de simple.

—Pero soy su madre...

—Nadie lo duda Juana, pero olvidas decir qué clase de madre sos; de lo peor, indudablemente.

—Estoy arrepentida, ¡te lo juro!, ¡dejámelo, te lo ruego! Yo lo criaré bien, no me des dinero si no querés. Vas a ver que te digo la verdad, no lo dejes sin madre, él te lo reprocharía el día de mañana.

—¿Te parece?, ¿aun después de leer la causa penal?

—¿Serías capaz de mostrársela?, ¿lo serías?

—Siempre pensé que no hay mejor enseñanza para los hijos que decirles la verdad, ¿por qué hacer excepciones? ¿Vos qué esperabas que le dijera?, ¿que sos una madre maravillosa?, no podría mentir tanto...

—Fue un error, Roberto, vos tenés que comprenderlo, me dejé convencer por Esteban, yo no quería hacerlo...

—¡Claro!, seguro que te obligaron...

—¡Por favor!, como si no te conociera, sos demasiado fría, no te dejarías influenciar... Todo lo hacés voluntariamente y después de computar hasta los mínimos detalles. No tuviste ningún reparo en usar al chico para enriquecerte, él te importaba un comino.

—No, Roberto, ¡te aseguro que no!, eso fue al principio, pero luego...

—Luego te importo un poquito más, hasta hubieras sido capaz de criarlo... Con mi dinero, por supuesto... Sos una basura, me asquea estar cerca de vos, ¿dónde está mi hijo?

—Esperá, Roberto, te ofrezco volver a fojas cero... Yo me quedo con Agustín y vos seguís como antes, ¿de acuerdo? No quiero ni un peso tuyo pero dejámelo, ¡te lo imploro!

—Lamentablemente no me puedo apiadar de vos, además, no tengo derecho... Conformate con visitarlo tres veces por semana, la jueza te lo concedió.

—¿Por... qué?, ¿por qué decís que no tenés derecho? —preguntó llorando Juanita.

—Porque mi deber es pensar en mi hijo: él me necesita, jamás te lo dejaría a vos, le envenenarías el alma.

—Roberto, no me juzgues, sabés que yo tuve una infancia difícil, muy sufrida. La vida me obligó a ser así, reconocé que puedo cambiar...

—Mirá, si tu existencia fue una porquería, no lo sé, allá vos... Pero la de mi hijo no la vas a arruinar... Si sos tan desgraciada, pegate un tiro, le harías un bien a la humanidad.

—Tenemos un hijo en común, no deberías hablar así...

—Es verdad, es lo único que nos vincula. Pero es así porque vos me defraudaste, no pienso olvidarme de este pequeño detalle...

Juanita se irguió, pareció recomponerse.

—Roberto, no podremos negar esta realidad, voy a seguir viendo a Agustín, ¿por qué no somos razonables?, hablemos, busquemos un acuerdo.

—Está bien, pero sobre una base muy clara, el chico se queda conmigo, y vos tenés que reconocer tu culpabilidad. Demostrá que realmente estás arrepentida, después veremos... Pero igual no te prometo nada, me amargaste la vida...

Juanita musitó:

—No te quejes, vos tendrás al chico.

—Sí, ¿y qué?, ¡me lo gané!, luché por él con honestidad...

Juana se estaba tranquilizando, su calculador cerebro volvía a funcionar a pleno. Le dijo al oficial de justicia:

—Señor Ruiz, muéstreme la orden, por favor. No piense que voy a permitir que me despojen de mi hijo, ¡jamás dejaré que se lo lleven!

—Mire, señora, yo aquí no tengo nada personal, estoy cumpliendo una disposición judicial y mi deber es concretarla correctamente. Usted tendrá derecho a defenderse ante la Jueza Bisson, o apelando a la Cámara si fuera preciso, pero ahora más vale que se resigne. Si usted no me da la criatura, me la llevaré por la fuerza. Hemos venido con dos policías, están abajo, tardarían un minuto en subir. Lea, verá que estoy autorizado a pedir el auxilio de la fuerza pública. No sea obcecada, su resistencia ahora, la pagaría mañana...

—¿Qué quiere decir?, ¿cómo que la pagaría?

—Por supuesto —explicó Roberto—, la jueza valorará tu conducta, no te olvides que tu derecho de visitas puede ser limitado, o quizás cancelado definitivamente. Vos tenés mil defectos, pero no sos tonta... No te hagas la inocente, comprendes todo demasiado bien. Bueno, no me demores más, el chico, ¿dónde está?, ¡lo quiero ya!

—Está... dentro, en mi pie... za, ¿cuándo lo podré ver?

—Abreviemos —contestó Burán—, te leeré la sentencia, escucha... «En este sentido, en principio, salvo que las partes convengan un régimen distinto, se faculta a la señora Artigas a ver a su hijo los lunes, miércoles y sábados, en el horario de 14 a 19 horas». ¿Está claro? —prosiguió diciendo Roberto—, atenete a estas reglas, no te cederé ni un ápice más de lo que debo dar. Y te advierto, ¡andá con cuidado!, sé que sos una mujer despiadada, sin bondad. Si llego a ver que hacés algo para perjudicarme a mí, o al bebé, te destruiré. Mejor que no lo hagas, ya jugaste demasiado con fuego. Voy a tratar de que te condenen, quiero que mi experiencia sirva de ejemplo, que no haya otras como vos, o como Álvez. Ustedes jugaron con mi vida, me amenazaron de muerte, también a Julieta. Los años que te restan de vida no te van a alcanzar para arrepentirte.

—Bueno, doctor Burán, ¿entramos? —dijo el señor Ruiz.

—Entremos... —contestó Roberto.

Era una pieza pequeña, Agustín estaba en una cuna, profundamente dormido.

«Pese a todo lo que sufrí para tener mi derecho de padre, me siento como un ladrón», pensó Roberto. «Este bebé es un desconocido, un querido extraño.» Lo tomó en sus brazos, besó sus mejillas. Le pareció que su rostro por momentos se convertía en el de Juanita... Trataba de sacarse esa imagen como si se tratara de una pesadilla, pero la volvía a ver... «Estoy viendo visiones», se dijo, «debo tener paciencia, darme tiempo para habituarme a una manera de vivir radicalmente distinta. Estoy algo viejo para criar un niño, es como volver a empezar, no me resultará fácil, pero debo hacerlo.»

Salieron de la casa de Juanita, apartándola del bebe, presa de un auténtico ataque de nervios, desesperada, ella quería retener a su hijo. Hasta Roberto, a su pesar, se compadeció. Ruiz la sujetaba, mientras él, literalmente «huía» con el niño.

—¡Vamos rápido! —dijo él, y se fueron...

Al salir a la calle, Roberto sintió que nada era igual: Agustín, lo había cambiado todo.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónAbril 2001
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