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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo I

El comienzo de una obsesión

Andrés Urrutia
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«La his­to­ria uni­ver­sal cuen­ta con cé­le­bres per­ver­sos según cual sea la ca­te­go­ría de la per­ver­si­dad. Así, el sá­di­co por ex­ce­len­cia con fama no opa­ca­da ha sido Jack “el des­tri­pa­dor”. En­ca­be­za una lista de mons­truos fa­mo­sos que lle­va­ron a la reali­dad ex­tre­ma el gozar con el dolor ajeno. Puede co­lo­car­se en esa ga­le­ría, y con justo mé­ri­to tam­bién, al Sr. Va­cher, vio­la­dor fran­cés que vejó y ul­ti­mó a die­ci­ocho víc­ti­mas de ambos sexos. O el ita­liano Ver­ze­ni, autor de seis per­fec­tos crí­me­nes sá­di­cos. O por úl­ti­mo, a quien fuera el ins­pi­ra­dor del Bar­ba­zul, el fa­mo­so Ma­ris­cal fran­cés Gi­lles de Retz, ma­ta­dor de cen­te­na­res de niños. Ta­ma­ños per­so­na­jes sue­len ser ca­ta­lo­ga­dos como sá­di­cos, per­ver­sión en la cual el pla­cer se­xual es pro­vo­ca­do me­dian­te el su­fri­mien­to que se pro­du­ce a otra per­so­na. Los ci­ta­dos son ejem­plos del lla­ma­do “gran sa­dis­mo”, des­con­trol del sa­dis­mo sim­bó­li­co que, como vimos, suele desem­bo­car en crí­me­nes es­pe­luz­nan­tes.» (Nerio Rojas, Me­di­ci­na legal, Ed. El Ate­neo, Bue­nos Aires, 6ª edi­ción, pág. 196.)

Éstos eran los pri­me­ros pá­rra­fos de una tesis aca­dé­mi­ca sobre las pa­ra­fi­lias y el cri­men que nunca llegó a ser es­cri­ta y que se trans­for­mó en esta cró­ni­ca sin pre­ten­sio­nes cien­tí­fi­cas.

Qui­zás todo cam­bió cuan­do co­men­cé a pre­gun­tar­me si los gran­des per­ver­sos eran siem­pre eu­ro­peos. Si ni si­quie­ra en ese os­cu­ro campo po­día­mos as­pi­rar los la­ti­noa­me­ri­ca­nos a una men­ción digna de la li­te­ra­tu­ra, o si lo que en ver­dad ocu­rría era que nues­tros es­cri­to­res es­ta­ban menos in­tere­sa­dos en la per­ver­si­dad que los cro­nis­tas de aque­llas tie­rras. Por su­pues­to quizá hu­bie­ra algo de ambos fe­nó­me­nos, una es­pe­cie de res­pon­sa­bi­li­dad com­par­ti­da entre nues­tros per­ver­sos re­pri­mi­dos y el de­sin­te­rés de los li­te­ra­tos. Esto claro está, si de­ja­mos fuera de la ca­te­go­ría a los fre­cuen­tes dic­ta­dor­zue­los que han aso­la­do lar­ga­men­te nues­tros paí­ses.

No obs­tan­te, du­ran­te los meses que de­man­dó mi in­ves­ti­ga­ción de campo pude des­cu­brir al­gu­nos ejem­plos ver­nácu­los que por cier­to go­za­ron de mucha menos po­pu­la­ri­dad. Así, el joven que en un pe­que­ño pue­blo se de­di­có a matar a los her­ma­nos me­no­res de su an­ti­gua novia a la que en­via­ba tro­zos del cuer­po de sus víc­ti­mas de modo de for­zar­la a un no que­ri­do re­torno. Tam­bién pude tomar con­tac­to con una ni­ñe­ra que ex­traía su mor­bo­so pla­cer de in­tro­du­cir ju­gue­tes en las jó­ve­nes va­gi­nas de sus pu­pi­las. Como no deseo con­ver­tir esta cró­ni­ca en un ca­tá­lo­go de la mor­bo­si­dad, bas­ten estos dos per­so­na­jes para que el lec­tor pueda vi­sua­li­zar el te­rri­ble es­pec­tro de la in­ves­ti­ga­ción.

Eso sí, em­bar­ca­do en pro­po­ner la mayor can­ti­dad po­si­ble de ejem­plos, debo decir que los de mayor re­le­van­cia mé­di­co legal abar­ca­ban las per­ver­sio­nes o pa­ra­fi­lias clá­si­cas como el sa­dis­mo y el ex­hi­bi­cio­nis­mo, y sólo algún con­ta­do caso de ne­cro­fi­lia. No me llamó la aten­ción el no con­tar en mi ho­mé­ri­ca plé­ya­de de mons­truos con algún digno re­pre­sen­tan­te del vicio ma­so­quis­ta, per­ver­sión esta que según los clá­si­cos ha de de­fi­nir­se por opo­si­ción al sa­dis­mo, y según la cual el pla­cer se­xual se des­pier­ta por el pro­pio su­fri­mien­to que otro pro­vo­ca en el per­ver­ti­do (ver Jorge Thé­non, La neu­ro­sis ob­se­si­va, Bue­nos Aires, 1935). Y es que este tipo de vicio, desde que im­por­ta con­sen­tir aun la le­sión, co­mún­men­te que­ma­du­ras, pin­cha­zos y hasta la fla­ge­la­ción, suele per­ma­ne­cer ocul­to en la in­ti­mi­dad.

Sin em­bar­go, fue por mera ca­sua­li­dad que me topé con uno de estos casos, capaz de opa­car mi in­te­rés por todas las demás gran­des mons­truo­si­da­des, hasta re­vol­ver, ¿por qué no?, los de­fi­ni­dos y pre­ci­sos lí­mi­tes que pue­den se­pa­rar el juego de la en­fer­me­dad. La tesis en­ton­ces se con­vir­tió en la his­to­ria de Mara y de su en­fer­mi­za re­la­ción con Her­nán, cuyas ver­da­de­ras iden­ti­da­des por cier­to pru­den­te­men­te me las guar­do.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónAbril 2001
Colección RSSNarrativas globales
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