https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
12/16
AnteriorÍndiceSiguiente

Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo XII

De cuando Mara descubre su vicio

Andrés Urrutia
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMontevideo, Prado

Aún sor­pren­di­do por la re­ve­la­ción —o la fan­ta­sía—, Her­nán vuel­ve a ini­ciar otra jor­na­da es­pe­ran­do la lla­ma­da de Au­ro­ra, y como ésta no se pro­du­ce, se de­ci­de a rea­li­zar su dia­ria y casi au­to­má­ti­ca pro­ce­sión hasta la clí­ni­ca.

Esta vez nadie le im­pe­di­rá en­trar, se dice, y no le im­por­ta to­par­se con su fa­mi­lia ni con sus re­pro­ches. Si lo en­fren­tan les dirá la ver­dad y tiene las car­tas como prue­ba. Atra­pa­do en esos pen­sa­mien­tos llega du­ran­te el ho­ra­rio de vi­si­ta pero en re­cep­ción le in­for­man que Mara fue dada de alta a pri­me­ra hora de la ma­ña­na. Re­gre­sa fre­né­ti­co y pasa en su coche va­rias veces fren­te al edi­fi­cio donde ella está vi­vien­do, como los días an­te­rio­res hi­cie­ra fren­te a la clí­ni­ca pero a pie. Se trata de una de esas cons­truc­cio­nes de dos plan­tas com­pues­tas por cua­tro pe­que­ños apar­ta­men­tos. No ve nin­gún mo­vi­mien­to en la puer­ta común, pero las ven­ta­nas del pri­mer piso están her­mé­ti­ca­men­te ce­rra­das. Si antes le hu­bie­se sido di­fí­cil verla en la clí­ni­ca ahora le re­sul­ta­rá im­po­si­ble si está re­clui­da en la casa de sus pa­dres.

Así pasan los días sin que nada pueda saber de ella. La llama una vez y cuel­ga por­que re­co­no­ce la voz del padre del otro lado del tubo. No le im­por­ta sen­tir­se un co­bar­de in­ca­paz de en­fren­tar­lo y por ello re­nun­cia sin culpa a pedir lisa y lla­na­men­te que le pasen con Mara. Al no im­por­tar­le ese hu­mi­llan­te ano­ni­ma­to rea­li­za dos lla­ma­das más pero nunca atien­den Mara o Au­ro­ra.

Y aquí nue­va­men­te de­be­mos vol­ver a Julia por­que Her­nán se com­por­ta ex­tra­ña­men­te y ella lo nota. Está an­sio­so y guar­da lar­gos si­len­cios. Cada vez tiene menos ges­tos de ca­ri­ño hacia ella y evade el sexo. Her­nán lo hace por­que es­pe­ra que la reac­ción de Julia sea des­nu­dar­se y ofre­cér­se­le pero ella no res­pon­de de ese modo y eso acre­cien­ta una dor­mi­da nó­mi­na de des­en­cuen­tros entre ambos. Julia acep­ta esa veda pen­san­do que es una etapa y que pron­to vol­ve­rán a la nor­ma­li­dad. Pero poco a poco Her­nán se da cuen­ta de lo que real­men­te es­pe­ra. En efec­to, él es­pe­ra que Julia reac­cio­ne como reac­cio­na­ría Mara pero tam­bién sabe que eso es im­po­si­ble.

Se dice que debe ol­vi­dar todo el asun­to pero un día en­cuen­tra un sobre en su con­sul­to­rio. La re­cep­cio­nis­ta le dice que lo dejó una mujer gorda, de dien­tes ama­rro­na­dos y poco pelo. Es Au­ro­ra que trae otra carta de Mara.

Mi amor:

Te he des­cri­to el pro­ce­so men­tal que me llevó hasta el ex­tre­mo que ya co­no­ces. De re­gre­so al hogar, pensé que de­be­rías co­no­cer cómo me las he arre­gla­do du­ran­te el tiem­po en que luché te­naz­men­te con­mi­go misma, pues una parte de mi mente abo­ga­ba por aban­do­nar la idea de ese loco plan, y otra por eje­cu­tar­lo pron­ta­men­te.

Mi pri­me­ra reac­ción fue de­jar­lo de lado, desechar­lo como se desecha una idea loca y ab­sur­da que a la pos­tre no podrá con­se­guir el fin que per­si­gue.

Para des­te­rrar­la de­ci­dí en­tre­gar­me a otros hom­bres, aun­que como te dije, no logré ama­rrar­me a nin­guno. Verás que esas en­tre­gas con­for­man pe­que­ñas y gra­cio­sas his­to­rias que estoy se­gu­ro sa­brás apre­ciar como tales.

Ya que es­ta­ba sin tra­ba­jo, pues bien debes saber lo di­fí­cil que es vol­ver a con­se­guir el que se aban­do­na, re­to­mé mis es­tu­dios de li­te­ra­tu­ra en la ca­pi­tal. Via­ja­ba dia­ria­men­te. Allí co­no­cí a un joven con no pocas ve­lei­da­des li­te­ra­rias que lo lle­va­ban a caer en un ro­man­ti­cis­mo casi pa­té­ti­co. ¿Pue­des creer que a los dos meses de co­no­cer­nos me pro­pu­so ma­tri­mo­nio? Sólo ha­bla­ba de una novia que tuvo desde sus tiem­pos de li­ceal, y estoy se­gu­ro de que ella había sido la única mujer de su vida hasta mi lle­ga­da. Por su­pues­to había sido ella la que lo aban­do­nó. Ya te ima­gi­na­rás que era casi in­fan­til en el amor, pero lo peor era que luego del sexo tenía la ob­se­si­va, y casi re­pul­si­va diría yo, cos­tum­bre de em­pa­la­gar­me a besos y aca­ri­ciar­me sua­ve­men­te la ca­be­za. No ce­sa­ba de tra­zar­se pla­nes en la vida, pla­nes gran­di­lo­cuen­tes, en los que por su­pues­to es­ta­ba yo siem­pre in­clui­da. Al verbo «amar» le agre­ga­ba, in­va­ria­ble­men­te, el ca­li­fi­ca­ti­vo «siem­pre». Yo le pre­gun­ta­ba cómo podía saber él, cómo podía tener la se­gu­ri­dad de que me ama­ría por siem­pre, y si no lo per­tur­ba­ba el saber que yo no go­za­ba de esa misma cer­ti­dum­bre. Me res­pon­día que el amor, el ver­da­de­ro amor, es para siem­pre, y que lo que él sen­tía por mí era el ver­da­de­ro amor. Me decía que su amor era tan gran­de que le bas­ta­ba con eso, que le bas­ta­ba amar aun cuan­do no re­ci­bie­ra en con­tra­par­ti­da un amor de la misma in­ten­si­dad. Era uno de esos hom­bres que que­dan de­te­ni­dos en el idea­lis­mo vein­tea­ñe­ro. Una es­pe­cie de poeta ve­ni­do a menos y cursi. Yo me lo ima­gi­na­ba como un cul­tor del tiem­po ab­so­lu­to. Todo en él era «para siem­pre». Ni se le cru­za­ba por la mente que el amor se acaba. Y el amor era para él una ne­ce­si­dad vital. El amor era para él ca­li­dez y ter­nu­ra, ceder y dar.

Llegó así un punto en que todo me pa­re­ció ex­ce­si­va­men­te me­lo­dra­má­ti­co, por lo que de­ci­dí ter­mi­nar con él. Se lo co­mu­ni­qué con un tono de­li­be­ra­da­men­te bru­tal. Con­fie­so ahora que lo hice casi como si se tra­ta­ra de un ex­pe­ri­men­to. Que­ría ver su reac­ción. Es­tu­diar­la. Tenía una mor­bo­sa cu­rio­si­dad por des­cu­brir que haría ese hom­bre que se pen­sa­ba vi­vien­do en un «amor para siem­pre», que se con­ce­bía a sí mismo, como me lo re­pe­tía una y mil veces, en una «nube de fe­li­ci­dad». Se de­ses­pe­ró, lloró y hasta me rogó. Se cu­bría la cara con ambas manos y no podía evi­tar aho­gar­se en su pro­pio llan­to. Ace­le­ra­ba su voz y se re­vol­vía ner­vio­sa­men­te el ca­be­llo. Tuve de pron­to fren­te a mí a un hom­bre que no podía ex­pli­car­se el por qué de mi de­ci­sión y no se sen­tía con el valor ne­ce­sa­rio para en­fren­tar­la. Y eso es lo peor que le puede su­ce­der a un hom­bre, ya que no podía dejar de hu­mi­llar­se por ello.

Supe en ese mo­men­to que po­dría hacer con él lo que mi an­to­jo qui­sie­ra y por eso lo atra­je una o dos veces más con el solo ob­je­ti­vo de verlo hu­mi­llar­se nue­va­men­te al ins­tan­te de co­mu­ni­car­le mi aban­dono. Lo hice fría­men­te, diría que cal­cu­la­da­men­te. De modo in­va­ria­ble ter­mi­na­ba llo­ran­do, la ca­be­za apo­ya­da en mi pecho. Yo nada decía y sólo le aca­ri­cia­ba ma­ter­nal­men­te su nuca. En esos mo­men­tos man­te­nía la dis­tan­cia del ob­ser­va­dor, me veía a mí misma como el cien­tí­fi­co que en su la­bo­ra­to­rio in­yec­ta al ra­ton­ci­llo y es­pe­ra con pa­cien­cia a que co­mien­ce a re­tor­cer­se de dolor. Cuan­do co­mien­zan los es­pas­mos de las patas tra­se­ras anota me­ticu­losa­men­te en su li­bre­tón. Es­pe­ra luego a los es­pas­mos de las patas de­lan­te­ras y cuan­do lle­gan vuel­ve a ano­tar con frui­ción, y así hasta el ric­tus de­fi­ni­ti­vo. ¡Era tan obvio que desea­ba ex­pe­ri­men­tar el mismo poder que tú ejer­cías sobre mí!

De ese pe­río­do guar­do, bir­la­da entre bur­las, ayes y por fa­vo­res, una carta, o pro­yec­to de cuen­to, de dia­rio, de desaho­go o qué sé yo qué, per­pe­tra­do por mi en­ton­ces pen­du­lar aman­te. No re­sis­to el trans­cri­bir­te esas lí­neas, de tono wert­he­riano, que estoy se­gu­ra te di­ver­ti­rán tanto como a mí:

«Sólo la fría daga o la es­truen­do­sa bala que­dan para poner fin a esta des­di­cha que me aque­ja, pues he per­di­do toda es­pe­ran­za, no ya de re­cu­pe­rar a Mara, sino si­quie­ra de com­pren­der­la. El de ayer ha sido el más te­rri­ble y el más de­fi­ni­ti­vo golpe de los tan­tos que, en corto lapso, ha ases­ta­do a mi des­guar­ne­ci­do co­ra­zón. Ay de mí. Ya ni la fron­do­sa copa del árbol que aca­ri­cia mi ven­ta­na, por la cual se fil­tran las es­te­las so­la­res en sím­bo­lo de pe­ren­ne vida, y a cuya vera he es­cri­to tan­tos ver­sos, es capaz de brin­dar una pizca de ale­gría a mi pobre y atri­bu­la­da alma. Sólo la es­cri­tu­ra puede man­te­ner­me en pie y por eso es­cri­bo y es­cri­bo. Como Nervo para con­so­lar­se de la pér­di­da de su ado­ra­da Ana, su luz, su ra­yi­to de sol, su son­ri­sa fres­ca en la ma­ña­na, al igual que Mara para mí. Pero el poeta tenía un mayor con­sue­lo, pues se jus­ti­fi­ca que­dar ab­sor­to ante la muer­te y uno ter­mi­na por res­pe­tar el mis­te­rio di­vino. Yo, en cam­bio, no soy capaz de en­con­trar res­pues­ta al­gu­na, de des­cu­brir el ig­no­to motor que guía las ac­cio­nes de la mujer que amo. No hay pa­la­bras para des­cri­bir la hu­mi­lla­ción pa­de­ci­da, tanto más in­ten­sa por su con­tras­te con la pro­fun­da ale­gría que había des­per­ta­do en mí su lla­ma­da. Es­ta­ba yo su­mi­do en la atroz amar­gu­ra del aban­dono, de la so­le­dad, cuan­do suena el te­lé­fono y es ella, es su voz can­tan­te tra­yen­do, con sus pri­me­ras pa­la­bras, la ex­ci­ta­ción de la es­pe­ran­za. Que deseo verte nue­va­men­te, que he re­fle­xio­na­do, que creí no iba a ex­tra­ñar­te pero que sí, que debes com­pren­der que me en­cuen­tro muy con­fun­di­da. Y la ale­gría abrién­do­se paso, pri­me­ro en llan­to, des­pués en risa, y el nudo del es­tó­ma­go que se aflo­ja, los múscu­los que se dis­tien­den, que dejan ahora res­pi­rar, que per­mi­ten hin­char los pul­mo­nes; y a co­rrer a su en­cuen­tro, ra­pi­di­to, veloz, otra vez a verte, mi amor.

»Ay, ¿y para qué? ¿Para qué habré dado rien­da suel­ta a mi ilu­sión, des­bor­da­da como un río que rompe su dique? Sólo pre­ten­dí ayu­dar­la a cal­zar­se. Ha­bía­mos hecho el amor, cual en un lecho de rosas, y luego de la un­ción de cuer­po con cuer­po, de es­pí­ri­tu con es­pí­ri­tu, co­men­zó a ves­tir­se. Se in­cor­po­ró como una Venus des­pués del pla­cer, los pe­chos hin­cha­dos por las cons­tan­tes ca­ri­cias y una son­ri­sa de ma­do­na di­bu­ja­da en el ros­tro per­fec­to. Juro que vi allí, en ese pre­ci­so mo­men­to, a la madre de mis hijos, ple­tó­ri­ca de amor fi­lial y ab­ne­ga­ción ho­ga­re­ña. Inun­da­do por ese sen­ti­mien­to, diría que im­pul­sa­do por esa vi­sión, corrí, pres­to, a ayu­dar­la. En­ton­ces me hin­qué junto a la cama, tomé sus za­pa­tos y me dis­pu­se a cal­zar­la. Lejos de la son­ri­sa que ín­ti­ma­men­te es­pe­ra­ba, de la ca­ri­cia amo­ro­sa y del gesto de tierno agra­de­ci­mien­to que ima­gi­na­ba ella me pro­di­ga­ría, salió, no de su boca sino de entre sus dien­tes apre­ta­dos, sin mo­ver­los ni se­pa­rar­los, la pa­la­bra que es­cu­pió a ma­ne­ra de cruel e ines­pe­ra­do la­ti­ga­zo: ser­vil. La re­pe­tía mi­rán­do­me fijo, con una mi­ra­da que ate­mo­ri­za­ba por su frial­dad. Los ojos enor­me­men­te abier­tos, sin pes­ta­ñear: ser­vil. Los dien­tes apre­ta­dos, in­mó­vi­les, como en un ric­tus de odio. Ser­vil. Yo, en­tre­tan­to, ató­ni­to, pas­ma­do, arro­di­lla­do a sus pies. Ser­vil. El za­pa­to en mi mano. Ser­vil. Y en­ton­ces algo más ines­pe­ra­do aún. Vien­do que no salía yo de mi asom­bro, se re­cos­tó hacia atrás en la cama, apo­yán­do­se en ambos bra­zos y le­van­tan­do la pel­vis hasta co­lo­car su sexo a la al­tu­ra exac­ta de mi ros­tro. La vi hacer un gesto de es­fuer­zo sin en­ten­der nada, cuan­do de pron­to, desde la pro­fun­di­dad de su ure­tra, saltó con inusi­ta­da furia un cho­rro de orina que, desa­fian­do prác­ti­ca­men­te la ley de gra­ve­dad, fue a es­tre­llar­se justo sobre mi cara, ojos, nariz, boca, y a co­rrer por cue­llo y pecho hasta que ter­mi­né arro­di­lla­do en aquel in­mun­do char­co.

»Entre el asco y la sor­pre­sa, oí su risa, una risa sór­di­da y so­no­ra. La mire con lar­gue­za, como im­plo­ran­do una ex­pli­ca­ción, los ojos agua­dos en lá­gri­mas y el za­pa­to to­da­vía en la mano.

»Tengo buena pun­te­ría, idio­ta, dijo; y en­se­gui­da se vis­tió y se fue.»

Di­ver­ti­do ¿no? Como no le amaba ter­mi­né ol­vi­dán­do­lo y sólo supe que a los pocos meses se había enamo­ra­do per­di­da­men­te de una es­tu­dian­te de tea­tro.

Mi pró­xi­ma aven­tu­ra fue un señor con as­pec­to de ofi­ci­nis­ta que co­no­cí en un cen­tro noc­turno. Fui­mos a la cama esa misma noche. Me des­nu­dé rá­pi­da­men­te y, sin darle tiem­po a hacer lo mismo, me arro­jé a sus pies. Ten­drías que haber visto la cara de ese pobre hom­bre pa­ra­do y tieso, aún con el saco pues­to, cuan­do me tiré boca abajo a sus pies y co­men­cé a lamer sus za­pa­tos. Pa­sa­ba len­ta­men­te y con de­lei­te mi len­gua por el cuero ácido y ás­pe­ro mien­tras me re­vol­ca­ba a sus pies. Debió de pen­sar que es­ta­ba fren­te a una es­pe­cie de loca, pues me hizo ve­loz­men­te el amor y nunca más supe de él.

Como ya ha­brás adi­vi­na­do, no en­con­tra­ba quien pu­die­ra ex­traer mis po­si­bi­li­da­des, quien pu­die­ra ex­pri­mir mi con­di­ción para que diera sus me­jo­res jugos, y por esa razón pro­ba­ba sin suer­te un hom­bre tras otro. O era pé­si­ma es­tre­lla o cas­ti­go di­vino. O bien la «nor­ma­li­dad» es mucho más común de lo que uno po­dría ima­gi­nar­se. Lo cier­to es que deam­bu­la­ba como un vam­pi­ro ne­ce­si­ta­do de san­gre, ávido de ella para so­bre­vi­vir, y que a su paso sólo en­cuen­tra cuer­pos secos y mus­tios, casi va­cíos del pre­cia­do lí­qui­do, de­bien­do con­for­mar­se con sor­ber esos res­tos coa­gu­la­dos, cuya única razón de ser pa­re­cie­ra ser re­cor­dar­le la abun­dan­cia de otras épo­cas.

De­bi­do a esa po­bre­za es­pi­ri­tual de mis aman­tes, en razón de su culto a la có­pu­la veloz y a la ca­ri­cia, toqué fondo. De la misma ma­ne­ra que un dro­ga­dic­to no tiene otra al­ter­na­ti­va que pagar para vivir sus pa­raí­sos lo mismo ter­mi­né ha­cien­do yo para ac­ce­der a los míos. Res­pon­dí un aviso que anun­cia­ba ex­tra­ños y sá­di­cos pla­ce­res para mu­je­res como yo. Con­cu­rrí casi se­ma­nal­men­te en el ho­ra­rio acor­da­do a un viejo de­par­ta­men­to de dos am­bien­tes en la ciu­dad vieja de Mon­te­vi­deo. Y allí, du­ran­te una hora exac­ta, re­vi­ví los jue­gos que an­ta­ño nos pro­di­gá­ba­mos.

La se­sión du­ra­ba una hora y el pago se efec­tua­ba al inicio. Exis­te una am­bi­gua re­la­ción entre quien vende sexo y quien lo com­pra. A poco que se re­fle­xio­ne sobre ello uno se per­ca­ta de que son po­si­cio­nes am­bi­va­len­tes. Quien paga tien­de a pen­sar­se su­pe­rior por­que co­si­fi­ca el sexo del otro, lo re­du­ce a un mero bien de cam­bio y, como lo com­pra, puede dis­po­ner de él a su an­to­jo. En­ton­ces elige y or­de­na y el ven­de­dor obe­de­ce por­que debe cum­plir con el con­tra­to. Pero el ven­de­dor a su vez no puede evi­tar, den­tro de su apa­ren­te obe­dien­cia, el mirar con cier­to des­dén al com­pra­dor. Con toda se­gu­ri­dad, por­que lo per­ci­be como un pobre ser que debe pagar por algo que se puede tomar, y el pagar de­nun­cia su in­ca­pa­ci­dad de tomar. El sexo del otro es algo que puede ser com­pra­do o puede ser con­quis­ta­do. Es un ob­je­to que sólo ad­mi­te esas dos op­cio­nes, en todo caso con­tra­dic­to­rias. Quien con­quis­ta no paga, y quien paga lo hace ante su im­po­si­bi­li­dad de con­quis­tar, rin­dién­do­se a ésta. Si al­guien en­tre­ga su sexo por obra de la con­quis­ta, está des­ti­na­do a so­me­ter­se. Si lo vende, está, ín­ti­ma­men­te, so­me­tien­do al com­pra­dor, pues éste su­cum­be a su ne­ce­si­dad y con ello ad­mi­te su in­ca­pa­ci­dad para con­quis­tar. Por ello, como com­pré, ese hom­bre se puso en­ton­ces a mi dis­po­si­ción.

Te con­fie­so que al poco tiem­po aban­do­né esas vi­si­tas, y no por la ta­ri­fa, que debo decir pa­re­cía ra­zo­na­ble. Tam­po­co fue por­que el pla­cer pro­di­ga­do no fuera in­ten­so, pues in­clu­so en aque­llas se­sio­nes per­fec­cio­né mis ape­ten­cias. Fue con ese hom­bre que co­men­cé a ex­pe­ri­men­tar con las agu­jas. Lle­va­ba mi pro­pia ca­ji­ta con agu­jas de di­ver­sos ta­ma­ños, la abría de­ján­do­la en la me­si­ta de luz para que él las usara pi­cán­do­las en mi cuer­po. Luego me acos­ta­ba con los ojos ven­da­dos a la es­pe­ra de los pin­cha­zos y cada uno de ellos me acer­ca­ba a la an­sia­da cima, al pi­nácu­lo del pla­cer. Lle­gué a vivir or­gas­mos sin ne­ce­si­dad de ser pe­ne­tra­da, sin ne­ce­si­dad si­quie­ra de ser to­ca­da en la tenue pro­tu­be­ran­cia que co­ro­na y do­mi­na los la­bios pro­fun­dos. Mien­tras que para otras mu­je­res re­si­de allí el cen­tro del pla­cer, la cús­pi­de de su gozo, des­cu­brí que para mí ese epi­cen­tro se había des­pla­za­do hacia otras re­gio­nes. Más que el des­co­mu­nal ta­ma­ño de su miem­bro viril, me im­por­ta­ba lo que po­dían hacer sus manos. Más que una ca­ver­na an­sio­sa a la es­pe­ra de abra­zar aque­lla maza dura y la­tien­te, era yo un cuer­po eri­za­do a la es­pe­ra de que obra­ran sobre él. La llama de una vela pa­san­do rá­pi­do por mis pe­zo­nes, ca­len­tán­do­los pero sin lle­gar a he­rir­los, obró el pri­mer mi­la­gro. El éx­ta­sis llegó vo­lup­tuo­so y ajeno al hú­me­do ám­bi­to que latía entre mis pier­nas; como la ori­lla an­he­la­da y a la que al fin se llega; como el des­cu­bri­mien­to que per­si­gue el al­qui­mis­ta; como la Ver­dad que ob­se­sio­na al sabio y al mís­ti­co. Así, entre con­vul­sio­nes, pa­re­ció lle­gar la re­ve­la­ción. Ya el pla­cer no re­si­día en un punto lo­ca­li­za­do y con­ven­cio­nal del cuer­po sino en todo él. Muy pocas veces hice, téc­ni­ca­men­te ha­blan­do, el amor con mi com­pra. Cada vez con más fre­cuen­cia ello no me re­sul­ta­ba ne­ce­sa­rio.* Pero más allá de esas anéc­do­tas, su­ce­día que todo era de­ma­sia­do irreal y so­bre­ac­tua­do y, lo más im­por­tan­te, la ver­da­de­ra razón, fue el des­cu­bri­mien­to que esas citas me pro­vo­ca­ron. Como ya lo an­ti­ci­pé en mis pri­me­ros es­cri­tos, la en­fer­me­dad que pa­dez­co es sólo un modo de ex­pre­sar el amor. Con tales en­cuen­tros sólo sa­tis­fa­cía mis hor­mo­nas, mas no la quí­mi­ca in­te­gral de mi ce­re­bro.

Es en este mo­men­to que Her­nán in­te­rrum­pe la lec­tu­ra por­que re­fle­xio­na que Mara des­nu­da cada vez más su con­di­ción y su pa­sa­do y, como no sabe hasta dónde puede lle­gar, por pri­me­ra vez sien­te temor de ella.

Hasta hace una se­ma­na atrás Mara era una som­bra más de su pa­sa­do. No di­ría­mos que era una mujer ol­vi­da­da pero sí que es­ta­ba ocul­ta o ador­me­ci­da en los plie­gues de su me­mo­ria. Ahora es el cen­tro de su aten­ción, es un peso que des­pla­za a todos los demás que com­po­nen su vida. Pero por pri­me­ra vez en estos días Her­nán quie­re pen­sar en sí mismo, quie­re verse a sí mismo como si se des­do­bla­ra y fuera un es­pec­ta­dor de los acon­te­ci­mien­tos, im­par­cial y re­fle­xi­vo. Y en­ton­ces es cuan­do se ve como un tonto que sólo es­pe­ra car­tas sa­bien­do que quien las envía las do­si­fi­ca para jugar con su an­sie­dad. O se las anun­cia y luego las re­tra­sa o guar­da si­len­cio y luego se las hace lle­gar de im­pro­vi­so.

Claro que tiene una op­ción. Puede de­sen­ten­der­se de todo, de las car­tas, dejar el juego y con­ti­nuar con la vida que tenía hasta hace pocos días. Es tam­bién en este mo­men­to que re­to­ma la lec­tu­ra.

Había per­di­do el in­te­rés por toda cosa que no fuera el pla­cer de la es­cla­vi­tud y la hu­mi­lla­ción. Dejé de bus­car em­pleo y me sos­te­nía gra­cias a que Au­ro­ra com­par­tía su suel­do con­mi­go, aun­que casi no salía y por lo tanto mis gas­tos re­sul­ta­ban mí­ni­mos. Mi ha­bi­ta­ción era un des­or­den, aban­do­né a mis amis­ta­des y pa­sa­ba las tar­des en­ce­rra­da en mi cuar­to. Tam­po­co leía, no mi­ra­ba te­le­vi­sión y ni si­quie­ra daba al­gu­na ca­mi­na­ta en los días her­mo­sos y cá­li­dos. Acu­rru­ca­da en un rin­cón de­ja­ba volar la mente hacia el cen­tro de todo mi in­te­rés: el su­fri­mien­to. Co­men­cé así a tra­tar de pro­vo­cár­me­lo yo misma, lo que se con­ver­tía en una forma de mas­tur­ba­ción. En la so­le­dad de las tar­des ce­rra­ba con llave mi ha­bi­ta­ción y las arro­ja­ba hacia el otro lado por de­ba­jo de la puer­ta, de modo que per­ma­ne­cie­ra li­te­ral­men­te en­ce­rra­da hasta que al­guien me li­be­ra­ra. Por cier­to que cuan­do Au­ro­ra vol­vía de su tra­ba­jo era la en­car­ga­da de tal tarea, y sólo lo hacía cuan­do tenía la cer­te­za de que mis pa­dres no vol­ve­rían a casa antes que mi her­ma­na, pues no que­ría que ellos sos­pe­cha­ran de mi ex­tra­vío, aun­que creo, con dolor, que a esas al­tu­ras ya lo in­tuían. Adi­vi­na­rás que el sen­ti­do de ese ejer­ci­cio era con­ver­tir mi cuar­to en una es­pe­cie de celda por cier­to que sin agua ni co­mi­da. En al­gu­na oca­sión no bebía desde tem­prano para poder sen­tir sed du­ran­te mi en­cie­rro de las tar­des. Debía so­por­tar­la hasta que lle­ga­ra mi her­ma­na y una vez ella co­rrie­ra el ce­rro­jo po­dría beber co­pio­sa­men­te. Al­gu­nas veces, si llo­vía, un hilo de agua se ex­ten­día por la del­ga­da línea cón­ca­va que sur­ca­ba el marco de la ven­ta­na. En­ton­ces yo la re­co­rría con mi len­gua para ape­nas re­fres­car­la. Quie­ro que te ima­gi­nes esa es­ce­na. Quie­ro que me veas des­nu­da, hin­ca­da fren­te a la ven­ta­na y con­tor­sio­nan­do la len­gua para poder lamer las gotas de agua que se jun­ta­ban en la ren­di­ja. Claro que no mo­ri­ría de sed de no ha­cer­lo, pero me cau­sa­ba pla­cer, sen­tía mi jadeo y el latir apre­su­ra­do de mi co­ra­zón. Otras veces iba al baño y ori­na­ba de pie, apre­ta­das las pier­nas para que el lí­qui­do co­rrie­ra por ellas, otras veces lo jun­ta­ba ahue­can­do ambas manos bajo mi en­tre­pier­na y luego lo ver­tía sobre mi pecho en un acto casi bau­tis­mal.

Mi her­ma­na me ayudó mucho en toda esa etapa. Cuan­do des­cu­brió mis ín­ti­mas pa­ro­dias me de­vol­vía a la li­ber­tad cual un si­len­cio­so cóm­pli­ce. Lim­pia­ba el cuar­to antes de que lle­ga­ran nues­tros pa­dres y con es­me­ro bo­rra­ba todo ras­tro de mi lo­cu­ra. Pa­re­cía com­pren­der­me ple­na­men­te y mi con­fian­za en ella era total. En esa hora larga que me­dia­ba entre su lle­ga­da y el re­gre­so de nues­tros ig­no­ran­tes pa­dres la con­ver­tí en mi ins­tru­men­to. Ne­ce­si­ta­da de cas­ti­go era ella la que me azo­ta­ba. Ataba mis manos al caño del re­ga­de­ro de la ducha y allí des­car­ga­ba un cin­tu­rón en mi es­pal­da. Al prin­ci­pio fue re­nuen­te a ha­cer­lo pero tanto in­sis­tí que ac­ce­dió. Co­men­zó con tí­mi­dos gol­pes pero no me bas­ta­ban y le pedía, más bien le or­de­na­ba que pu­sie­ra más fuer­za, más em­pe­ño. Casi pe­ga­das a mis ojos es­ta­ban las frías bal­do­sas que re­ves­tían la pared del baño. Fi­ja­ba mi vista en ellas, en sus ex­tra­ños ara­bes­cos que nada sig­ni­fi­ca­ban e ima­gi­na­ba que eras tú quien em­pu­ña­ba el cin­tu­rón y en­ton­ces me sen­tía otra vez tuya, otra vez a tu mer­ced, otra vez dis­pues­ta a tu uso.

La ob­se­sión había ga­na­do todos los rin­co­nes de mi con­duc­ta, todos los pa­si­llos de mi mente. Por esa misma razón, mo­vi­da por ese im­pul­so, co­men­cé a de­vo­rar co­mi­das que antes me as­quea­ban. Mi mente se con­ven­cía de que al­guien me or­de­na­ba ha­cer­lo y en­ton­ces los sa­bo­res in­so­por­ta­bles se vol­vían in­sí­pi­dos, inolo­ros, las con­sis­ten­cias ge­la­ti­no­sas se tor­na­ban só­li­das. Tra­ga­ba sin as­pa­vien­tos, y en lo ín­ti­mo cre­cía la ex­ci­ta­ción: esos siem­pre re­cha­za­dos pla­tos eran ahora una es­pe­cie de afro­di­sía­co. In­clu­so en las no­ches, a hur­ta­di­llas, de­gus­ta­ba las so­bras que se ha­bían acu­mu­la­do del día an­te­rior. En otras oca­sio­nes sa­ca­ba su­brep­ti­cia­men­te co­mi­da de la he­la­de­ra, la ponía sobre el piso de mi ha­bi­ta­ción, y allí la de­glu­tía sin otros ins­tru­men­tos que mis manos y mis dien­tes.

Todas esas ac­cio­nes abe­rran­tes me pro­vo­ca­ban pla­cer. Y cier­ta­men­te re­fle­xio­na­ba sobre ello; cier­ta­men­te me es­ta­ba asus­tan­do de mi mor­bo­si­dad. Siem­pre que se está en los lí­mi­tes se tiene exac­ta no­ción de ello. Nadie los tras­po­ne por mero des­co­no­ci­mien­to, nadie los cruza por ig­no­ran­cia. Los lí­mi­tes están siem­pre cla­ros en nues­tra cons­cien­cia. Pero era mayor la fuer­za de mi ins­tin­to que esas va­llas. Una y otra vez me decía a mí misma que debía rom­per con ese círcu­lo ma­ca­bro. Me de­ter­mi­na­ba a ha­cer­lo y en­ton­ces vol­vían las tar­des so­li­ta­rias y con ellas las imá­ge­nes a la mente en vio­len­ta pro­ce­sión, su­ce­dién­do­se como si fue­ran parte de una cinta fíl­mi­ca que no se de­tie­ne ni aun ce­rran­do los ojos. En­ton­ces todas las cosas mu­da­ban su sig­ni­fi­ca­do. La co­mi­da no era sim­ple co­mi­da; mi­ra­ba la ce­rra­du­ra de la puer­ta y veía más allá de su sen­ci­lla fun­ción de abrir­se y ce­rrar­se. Su fun­ción era ahora en­ce­rrar­me o li­be­rar­me y de­jar­me a mer­ced de la mano que movía la llave. Los bra­zos de una silla ya no eran un có­mo­do apoyo sino que los vi­sua­li­za­ba aptos para que ate­na­za­ran a ellos mis mu­ñe­cas. Las cosas todas, el mundo todo, pa­re­cía dis­tor­sio­nar­se en razón de la fun­ción que mi ob­se­sión le asig­na­ba. Era na­tu­ral en­ton­ces que ello me pri­va­ra de otros in­tere­ses. Un ob­se­so cons­cien­te de su ob­se­sión tien­de a for­jar­se una feroz lucha con su na­tu­ra­le­za. Y en esa lucha o su­cum­be la razón o su­cum­be aqué­lla. Llega un mo­men­to en que ambas no pue­den con­vi­vir ni con­ci­liar­se. Por eso mi con­di­ción me im­pul­só a bus­car­te, a tomar la ini­cia­ti­va en esa bús­que­da por mera de­ses­pe­ra­ción, y a re­no­var mi com­pro­mi­so de so­me­ti­mien­to a ti.

Como com­pren­de­rás, de­ja­ron al poco tiem­po de bas­tar­me esas ín­ti­mas sa­tis­fac­cio­nes que había apren­di­do a pro­di­gar­me, ya que mi mente no ce­sa­ba de ator­men­tar­me con nue­vas y cons­tan­tes fan­ta­sías. Si había lle­ga­do a mo­di­fi­car mis gus­tos gas­tro­nó­mi­cos ima­gi­nan­do tus ór­de­nes, ór­de­nes cuya única fi­na­li­dad era su­mer­gir­me en la náu­sea y el asco, era inevi­ta­ble que esas ór­de­nes ima­gi­na­rias se ex­ten­die­ran a otros ám­bi­tos. De la misma ma­ne­ra que tra­ga­ba tri­pas casi cru­das pen­san­do que eso te de­lei­ta­ba, co­men­cé a ima­gi­nar que me en­tre­ga­bas a hom­bres nau­sea­bun­dos, que as­quea­rían a cual­quier mujer, y me so­la­za­ba cons­tru­yen­do las más di­ver­sas es­ce­nas de de­cré­pi­tos miem­bros a los que debía re­vi­vir en tu pre­sen­cia, gor­dos pro­to­hu­ma­nos y su­cios va­ga­bun­dos a cuyos os­cu­ros de­seos in­sa­tis­fe­chos me con­de­na­bas a ple­gar­me.

Re­fle­xio­né lar­ga­men­te sobre esas fan­ta­sías. ¿Por qué lle­gué a desear que me su­mer­gie­ras en el asco? ¿Por qué me com­pla­cía en ima­gi­nar tu de­lei­te ante cosas que me cau­sa­ban pro­fun­da aver­sión? La res­pues­ta es la misma que ha sig­na­do toda nues­tra his­to­ria: desea­ba en­tre­gar­me a ti com­ple­ta­men­te, desea­ba sen­tir que dis­po­nías de mí a tu an­to­jo. El tan vul­gar «soy tuya» que las mu­je­res de­ci­mos a los hom­bres se había exa­cer­ba­do en mí, se había ins­ta­la­do con la po­ten­cia de un deseo in­sa­cia­ble, lo que­ría lle­var hasta sus úl­ti­mas con­se­cuen­cias, hasta sus más in­sos­pe­cha­dos lí­mi­tes. Por­que ¿cómo puede al­guien ser «de otro» si no se so­me­te a cual­quie­ra de los de­sig­nios de esa otra per­so­na? ¿Cómo puede al­guien «per­te­ne­cer a otro» de di­fe­ren­te ma­ne­ra que la que yo había con­ce­bi­do? Per­te­ne­cer como per­te­ne­cen los ob­je­tos, las cosas, ser algo que se pueda tirar, gol­pear, usar, des­pre­ciar y pres­tar. Hay un modo ab­so­lu­to de «per­te­ne­cer» y a él había lle­ga­do. Si exis­te un grado má­xi­mo en la per­te­nen­cia a él que­ría arri­bar, y no otro sig­ni­fi­ca­do cabe asig­nar a las locas fan­ta­sías que mi mente tejía. Había edi­fi­ca­do mi pro­pio mundo, le había pues­to pa­re­des a mi mente y entre esas pa­re­des cons­truía una exis­ten­cia donde sólo había lugar para ti y yo. Ima­gi­na­ba cuá­les po­dían ser los ab­so­lu­tos del uso, los ex­tre­mos de la per­te­nen­cia y los vivía entre esas pa­re­des men­ta­les en las que me re­fu­gia­ba. Allí, en ese mundo, me des­vi­vía por com­pla­cer­te. Me ponía en tu lugar y go­za­ba ima­gi­nan­do las ar­bi­tra­rie­da­des y ca­pri­chos que luego, al re­gre­sar a mi cuer­po, ha­rías caer sobre mí.

Es en este tramo que Her­nán se sor­pren­de a sí mismo pro­fun­da­men­te ex­ci­ta­do. Casi ins­tin­ti­va­men­te guar­da la carta en un cajón de su es­cri­to­rio y se en­cie­rra en el baño con­ti­guo a su con­sul­to­rio. Se baja el pan­ta­lón y de pie ini­cia el proemio de su mas­tur­ba­ción con rít­mi­cos mo­vi­mien­tos. Su mente co­mien­za a di­bu­jar fre­né­ti­ca­men­te imá­ge­nes de Mara. La ima­gi­na com­ple­ta­men­te ma­nia­ta­da y so­me­ti­da a toda clase de do­lo­res fí­si­cos. Las co­rreas caen cada vez con más fuer­za sobre su es­pal­da hasta casi arran­car­le la piel. Cuan­do sien­te que el flui­do está a punto de irrum­pir agu­di­za su de­li­rio, ex­tre­ma las vi­sio­nes. Ve en­ton­ces que él está en la es­ce­na y toma un cu­chi­llo con el que rea­li­za al azar tajos en los mus­los de Mara. En el pre­ci­so mo­men­to en que ella, entre gri­tos se con­tor­nea, gime y pide que la sigan fla­ge­lan­do, irrum­pe a bor­bo­to­nes la vol­cá­ni­ca erup­ción y al ago­tar­se des­a­pa­re­ce el cuer­po mu­ti­la­do de Mara.

Como siem­pre su­ce­de, el apla­ca­mien­to que sigue a la ex­ci­ta­ción hace que Her­nán se avergüence de las fan­ta­sías a que re­cu­rrió para es­ti­mu­lar­se. Hay de­ter­mi­na­dos es­tí­mu­los eró­ti­cos que re­sul­tan ca­pa­ces de ge­ne­rar una grave sen­sa­ción de culpa des­pués de que cum­plie­ron su fi­na­li­dad. Cuan­do co­mien­zan a ope­rar son im­po­si­bles de de­te­ner, pue­den más que las más pro­fun­das ata­du­ras cul­tu­ra­les. Pero cuan­do cum­plie­ron el fin de ele­var la ex­ci­ta­ción, cuan­do ésta lan­gui­de­ce, cuan­do se in­gre­sa a la calma que le sigue, se sien­te re­mor­di­mien­to y vergüenza. La per­so­na se per­ci­be a sí misma como la pro­ta­go­nis­ta de una si­tua­ción pa­té­ti­ca. Un ho­mo­se­xual tra­ves­ti­do se ve a sí mismo de una ma­ne­ra du­ran­te el acto amo­ro­so y de una muy otra cuan­do pa­sa­do el pla­cer ve su re­fle­jo en el es­pe­jo del cuar­to. En la pri­me­ra hi­pó­te­sis se per­ci­be desea­ble; en la se­gun­da ri­dícu­lo y pa­té­ti­co. Entre una y otra ima­gen sólo media la ex­ci­ta­ción. La pri­me­ra es vista a tra­vés del lente de ésta; la se­gun­da se per­ci­be de ma­ne­ra dis­tin­ta por­que aqué­lla está au­sen­te y ya no se es víc­ti­ma de la dis­tor­sión que pro­vo­ca. Presa de esa sen­sa­ción, lim­pia con un trozo de papel el piso del baño, se aco­mo­da la ropa y re­gre­sa a su es­cri­to­rio.

Así fui so­bre­lle­van­do ese tiem­po con una amar­ga cons­cien­cia: la de tu falta. Pa­re­cie­ra que siem­pre algo falta en mi vida. En nues­tros vie­jos tiem­pos, aun­que no lo sa­bía­mos, faltó rea­lis­mo a aque­llos jue­gos inocen­tes, a aque­llas pa­ro­dias que en­sa­yá­ba­mos al abri­go de nues­tro dor­mi­to­rio. Hoy, que estoy pre­pa­ra­da para un mayor rea­lis­mo, fal­tas tú. Ya en la so­le­dad de mi vo­lun­ta­rio en­cie­rro, ya en mi buceo en el asco, fal­tas tú. Fal­ta­bas para dar vuel­ta la llave o para con­tem­plar mi des­cen­so, para ce­rrar la puer­ta o para ele­gir mis aman­tes. Al re­tor­nar la cons­cien­cia de esa falta, tomó cuer­po la sen­sa­ción de que todo era un su­ce­dá­neo, un de­li­rio inú­til. Ése es el mo­men­to en que se ve la luz y uno se de­tie­ne. La sed, el en­cie­rro, el asco, se jus­ti­fi­can si tú los pro­vo­cas y si ellos te com­pla­cen ha­cien­do evi­den­te mi so­me­ti­mien­to. ¿Por qué en­ton­ces con­ti­nuar así? Debía in­ten­tar atraer tu aten­ción, re­cor­dar­te mi exis­ten­cia, exis­ten­cia que se­guía pen­dien­te de la tuya. Pa­sa­das en­ton­ces tales ne­ce­sa­rias ex­pe­rien­cias, volví al curso de mis an­ti­guos pen­sa­mien­tos y vi que ya no había razón al­gu­na para no eje­cu­tar el plan que me había tra­za­do.

Ahora sí, y para fi­na­li­zar, creo que ha lle­ga­do el mo­men­to de pro­po­ner­te nues­tra cita. Me costó ele­gir el lugar. Se­gu­ra­men­te re­cor­da­rás aquel pub de Ca­rras­co. Tiene para mí un par­ti­cu­lar sig­ni­fi­ca­do pues allí fue nues­tra pri­me­ra cita. Re­cuer­do que ese día pedí para salir antes del tra­ba­jo, fui a la pe­lu­que­ría y es­tu­ve pron­ta casi una hora antes del mo­men­to con­ve­ni­do, es­pe­ran­do an­sio­sa que pa­sa­ras a bus­car­me. Esa misma noche me be­sas­te al re­tor­nar­me a casa, lo que siem­pre re­cor­da­ré como un ma­ra­vi­llo­so gesto.

Te es­pe­ro ma­ña­na a las 21 horas; y desde ya te ade­lan­to que aguar­do con gran an­sie­dad nues­tro en­cuen­tro.

12/16
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
Por el mismo autor RSS
Fecha de publicaciónOctubre 2001
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n114-12
Opiniones de los lectores RSS
Su opinión
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)