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La rana sabia

Miguel Ibáñez de la Cuesta
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Du­ran­te mucho tiem­po me de­di­qué a la ob­ser­va­ción con pa­cien­cia de pes­ca­dor. Ano­ta­ba, re­gis­tra­ba, medía, com­pa­ra­ba. Mi in­ten­ción era la de lle­gar a con­fir­mar o mo­di­fi­car, según el más es­cru­pu­lo­so mé­to­do cien­tí­fi­co, la hi­pó­te­sis ini­cial.

La ins­ti­tu­ción que me sub­ven­cio­na­ba es­ta­ba muy in­tere­sa­da en el re­sul­ta­do final de mis tra­ba­jos. Ellos ve­nían cada poco tiem­po a pre­gun­tar­me, yo les en­via­ba in­for­mes con re­gu­la­ri­dad y ellos me los de­vol­vían con nue­vas cues­tio­nes que yo a mi vez in­te­gra­ba en mi in­ves­ti­ga­ción.

A di­fe­ren­cia de otras ins­ti­tu­cio­nes, ellos nunca me ne­ga­ron re­cur­sos, di­ne­ro ni apoyo ma­te­rial. Mis co­le­gas me en­vi­dia­ban. Yo mismo me daba en­vi­dia, si me veía a mí mismo con cier­ta dis­tan­cia, como si yo fuera otro (eso no es pro­ble­ma para mí: soy un cien­tí­fi­co).

Mi único pro­ble­ma apa­re­ció con el tiem­po, y es­ta­ba muy re­la­cio­na­do con el tiem­po, pre­ci­sa­men­te, si en­ten­de­mos que el tiem­po es como una fle­cha bien di­ri­gi­da que debe ir a parar a algún sitio (eso tam­po­co es pro­ble­ma para mí: soy un cien­tí­fi­co bien orien­ta­do).

La per­ple­ji­dad —que no me mo­les­ta mien­tras sea una so­bria cos­tum­bre, un mo­de­ra­do há­bi­to de asom­brar­se, y no un vicio— me em­pe­zó a in­quie­tar cuan­do me di cuen­ta de que a cada nuevo des­cu­bri­mien­to mío ellos res­pon­dían con una nueva pre­gun­ta. Cada vez que yo, hon­ra­da­men­te, daba por ter­mi­na­da mi in­ves­ti­ga­ción, ellos la reini­cia­ban con nue­vos ob­je­ti­vos, nue­vas metas, a veces ab­sur­das o in­fan­ti­les, como si qui­sie­ran pro­lon­gar mi es­tu­dio in­de­fi­ni­da­men­te, y sólo por gusto, por­que sí, por­que no que­rían que se aca­ba­ra aquel amor eterno entre el cien­tí­fi­co y su ins­ti­tu­ción pro­tec­to­ra.

Poco a poco —lo con­fie­so— me fui per­ca­tan­do de que el ob­je­to de la in­ves­ti­ga­ción era yo: mis reac­cio­nes, mis en­tu­sias­mos, mis de­cep­cio­nes.

Cada vez que yo les co­mu­ni­ca­ba mis avan­ces, que yo creía im­por­tan­tes, ellos ano­ta­ban sus ob­ser­va­cio­nes sobre mis es­ta­dos de ánimo. Es po­si­ble que ellos mis­mos me hayan fa­ci­li­ta­do los des­cu­bri­mien­tos que lle­gué a hacer, así como me han im­pe­di­do que lle­ga­ra a hacer otros, sólo con el fin de es­tu­diar mi frá­gil psi­co­lo­gía.

¿Qué debo hacer ahora? ¿Re­nun­ciar? ¿De­nun­ciar?

Du­ran­te mucho tiem­po lo es­tu­ve du­dan­do. Por una parte me ven­cía la in­dig­na­ción. Por otra parte vivía bien, tenía di­ne­ro y no me fal­ta­ba pres­ti­gio.

Ahora ya sé lo que voy a hacer. Se­gui­ré ob­ser­van­do. Se­gui­ré ano­tan­do (soy un cien­tí­fi­co que no sabe ser otra cosa).

Por una parte, soy cons­cien­te de no ser más que una rana para ellos. Por otra parte, una rana que se sabe ma­ni­pu­la­da ya es algo más que una rana.

A par­tir de ahora, mi campo de es­tu­dio es in­fi­ni­to: ade­más de mis vie­jos ob­je­tos de in­ves­ti­ga­ción me in­clu­ye a mí, in­clu­ye a los que me es­tu­dian a mí, e in­clui­rá algún día —no puedo pen­sar­lo sin sen­tir un fris­son d´ho­rreur— un punto cen­tral desde el que todos los ob­ser­va­do­res son ob­ser­va­dos por al­guien que a su vez es ob­ser­va­do...

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Copyright ©Miguel Ibáñez de la Cuesta, 2001
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Fecha de publicaciónAgosto 2001
Colección RSSFabulaciones
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