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Gris de tiempo gris

The boys with the band

Nicolás Soto
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La casa de José Mi­guel Moros es­ta­ba ates­ta­da de jó­ve­nes de ambos sexos. Era el acon­te­ci­mien­to es­pe­ra­do por todos aque­llos que no se ha­bían ido de va­ca­cio­nes y ha­bían per­ma­ne­ci­do en Mi­gua­que, abu­rri­dos de no hacer nada du­ran­te agos­to. Ana Ve­ró­ni­ca An­ti­lano se había en­car­ga­do de pre­pa­rar la gua­ra­pi­ta, aña­dién­do­le va­rias dosis ex­tras de ron, so pre­tex­to de ser tes­ti­go ocu­lar de unas cuan­tas cur­das de ado­les­cen­tes.

—No tomes tanto, Al­fre­di­to En­ri­le, que vas a aga­rrar una bo­rra­che­ra de es­pan­to y brin­co, ¡y des­pués quién aguan­ta tus llo­ros por María En­ri­que­ta! —le es­pe­tó in­mi­se­ri­cor­de­men­te al apo­ca­do enamo­ra­do de la rubia au­sen­te.

—No al­bo­ro­tes ese avis­pe­ro y vamos a bai­lar que la mú­si­ca está bien sa­bro­sa —la con­mi­nó Ivan­ci­to La­re­do, quien se pre­cia­ba de ser uno de los ga­la­nes dan­zan­tes más no­to­rios de Santa Narda de Mi­gua­que. Co­no­ce­dor de la de­bi­li­dad de Ana Ve­ró­ni­ca por­que la tu­vie­ran dando vuel­tas como una za­ran­da, la aga­rró por el talle y la des­pe­gó de la pon­che­ra re­bo­san­te de licor dul­zón para in­ter­nar­se en la ba­taho­la de pa­re­jas.

—¡Ue­pa-jé! —les gritó Emi­lio José An­ti­lano, to­ma­do de la mano de Julia en medio de una fi­li­gra­na co­reo­grá­fi­ca que pa­ro­dia­ba el cla­var de ban­de­ri­llas de la fies­ta brava al son del pa­so­do­ble «Ni se com­pra ni se vende». El ra­dio­to­ca­dis­cos aven­ta­ba hacia el patio el aire libre de la ca­ter­va dul­zo­na de los saxos y las trom­pe­tas de Billo.

Había llo­vi­do en la tarde. La hu­me­dad se de­nun­cia­ba en la tela de ves­ti­dos y ca­mi­sas ad­he­ri­da en las es­pal­das de los pre­sen­tes quie­nes bus­ca­ban ali­vio al ago­bian­te calor con­cen­trán­do­se en el des­pe­ja­do patio cen­tral de la am­plia casa de los Moros. Las se­ño­ras cha­pe­ro­nea­ban a sus hijas, sen­ta­das es­tra­té­gi­ca­men­te en el re­ci­bo. Desde allí, go­za­ban de una pa­no­rá­mi­ca per­fec­ta de lo que acon­te­cía en el patio, mien­tras eran aten­di­das di­li­gen­te­men­te por Ja­cke­li­ne de Moros, an­fi­trio­na y dueña de casa.

—¿Quién es ese que baila con tu hija, Adria­na?

—Pero bueno, Ja­ckie, ¿te estás que­dan­do ciega? Ése es Ivan­ci­to La­re­do.

—Ca­ram­ba, chica, sí es ver­dad. Lo que pasa es que se ha trans­for­ma­do en un hom­brón. ¡Le lle­vas como cua­tro pal­mos por en­ci­ma a Ana Ve­ró­ni­ca!

—Cómo pasa el tiem­po, ma­ni­ta. Nues­tros mu­cha­chos den­tro de poco serán adul­tos.

—Y no­so­tras arru­gán­do­nos como unas ci­rue­las pasas.

—¡Quién lo dice! Tú te con­ser­vas im­pe­ca­ble­men­te. Pa­re­ces la misma quin­cea­ñe­ra que se ponía his­té­ri­ca cuan­do es­cu­cha­ba a Lucho Ga­ti­ca por Ra­dio­di­fu­so­ra Mi­gua­que.

—¡Qué tiem­pos, mija, qué tiem­pos! ¿Te acuer­das cuan­do vino Pedro In­fan­te a can­tar en el cine Ma­na­pia­re?

—Era un mango caído de la mata.

—Buen­mo­cí­si­mo.

—Todas es­tá­ba­mos que nos de­rre­tía­mos por él.

—Hasta in­ven­ta­mos aque­llo del Club de Las Be­llas. ¿Te acuer­das?

—El hom­bre no sabía por quién de­ci­dir­se.

—Aun­que yo creo que él como que tuvo su jujú con Elena. Lo que pasa es que su­pie­ron man­te­ner­lo ca­lla­di­to.

—Chica, ¿cómo sabes todas esas cosas?

—El mundo es un pa­ñue­lo, mi amor.

—No lo digas tan alto que las pa­re­des oyen.

—No-oh, chica, eso es vox po­pu­li...

—Como dice el viejo re­frán, pue­blo chi­qui­to in­fierno gran­de.

—Elena toda la vida ha sido más puta que la ga­lli­na.

—No tires la pri­me­ra pie­dra, mira que te han ca­cha­do echán­do­le oji­tos al padre Ca­rras­co, Ja­ckie.

—¡Pero si él es un santo varón!

—Santo era José Gre­go­rio Her­nán­dez, chica, que murió pobre y casto. En cam­bio, el padre Ca­rras­co va a morir como san Lucas.

—Ay, no lo cri­ti­ques. Mira que él tam­bién es hu­mano y tiene su co­ra­zon­ci­to.

—Cui­da­do con va­ga­bun­de­rías es lo que es, mujer.

—¡Tan bueno! Los hom­bres sí pue­den echar su ca­ni­ta al aire, mien­tras que una debe ha­cer­se la gafa cuan­do se con­si­gue a un tipo que le guste. Pero qué va-ó, las cosas no pue­den se­guir así. ¡Esto es peor que el ra­cis­mo!

—¿Qué ala­crán te picó, chica? ¡Por dios!

—A veces me dan ganas de darle la razón a Elena y de salir gri­tan­do por ahí, bien duro para que todo el mundo me oiga: «¡Esta to­to­na es mía y se la voy a dar a quien me dé la gana!» Ade­más, ¿tú crees que esta mor­ci­lla de ha­ber­se que­da­do viuda crian­do ca­ra­ji­tos es re­que­te­di­ver­ti­da? Ya van siete años que llevo aguan­tan­do va­ri­lla y el ran­cho ar­dien­do, no­jo­se.

—Bús­ca­te un hom­bre de­cen­te y cá­sa­te otra vez.

—Eso es lo que qui­sie­ra. Pero, ¿quién ca­rri­zo, en un pue­blo ol­vi­da­do de Dios como éste, va a amar­gar­se la vida en­re­dán­do­se con una viuda cua­ren­to­na y con tres mu­cha­chos za­ga­le­to­nes?

—Ten un po­qui­to de pa­cien­cia. Ya verás que se te da la cosa.

—¡Qué pa­cien­cia ni qué ocho cuar­tos! ¡Si ya me están sa­lien­do te­la­ra­ñas en la bicha por falta de uso!

—Jesús, ma­ni­ta, estás ha­blan­do peor que un gan­do­le­ro. Aun­que, a decir ver­dad, en el fondo te com­pren­do. Des­pués que una ha pro­ba­do las de­li­cias del dulce pe­ca­do se hace di­fí­cil vivir sin él.

—No ha­bles paja que tú nunca has aca­ba­do. El otro día me lo con­fe­sas­te. ¿O ya se te ol­vi­dó?

—Eso no es lo más im­por­tan­te.

—En fin, de­jé­mos­lo de ese ta­ma­ño.

Breve pausa. Ob­ser­va­ron con nos­tal­gia a las jó­ve­nes pa­re­jas en la danza.

—Si su­pie­ras —Ja­cke­li­ne de Moros no pudo con­te­ner­se y re­to­mó el hilo— la so­le­dad y la an­gus­tia que te da por las no­ches, dur­mien­do sola, des­pués que te acos­tum­bras­te a un hom­bre. A veces muer­do la al­moha­da de la de­ses­pe­ra­ción.

—No po­de­mos vivir sin amor, de­fi­ni­ti­va­men­te.

—Es así. Cam­bie­mos de tema por­que sino me entra la de­pre­sión. Ade­más, Adria­ni­ta, no tie­nes por qué ha­cer­me caso. Ya sabes que me tomé tres gua­ra­pi­tas y me rasco de nada.

—¡Con tal de que no te con­vier­tas en una beoda con­sue­tu­di­na­ria como Pedro Ramón Sojo!

—Deja quie­ta ya a esa pobre gente.

—Lo que más lás­ti­ma me da es que la pobre Elena cam­bió a su bo­rra­chín por un matón.

—Cá­lla­te, chica, que ahí viene Pilar de Fra­ga­chán, que habla más que Radio Rum­bos.

—¡Ni que es­tu­vié­ra­mos re­ve­lan­do los se­cre­tos de la bomba ató­mi­ca! Aquí, en Santa Narda de Mi­gua­que, el que no sepa las aven­tu­ras de Elena de Sojo y José Gre­go­rio Li­vo­ri­ni es por­que to­da­vía está chu­pán­do­se el dedo.

—Tam­po­co es para que lo andes re­gan­do por todas par­tes como se­mi­lla al vien­to.

—Y hay unas cuan­tas por ahí que se quie­ren arri­mar tam­bién al sabor del cuer­neo.

—¿Qué?

—Como lo oyes...

—¿Qué haces que no me lo cuen­tas? Pue­des con­fiar en mí que soy una tumba he­la­da para estas cosas.

—Qué ri­dí­cu­la se ve Mar­ga­ri­ta Fra­ga­chán con ese ves­ti­do es­tam­pa­do. Se pa­re­ce a Daisy, la novia del pato Do­nald. Lo único que le falta es el la­ci­to en la ca­be­za.

—¡No me cam­bies el tema, chica! ¡Há­bla­me del cuer­neo! Anda pues.

—Por Dios, mujer. Si hasta me en­te­ré que se van en se­cre­to para Ca­ra­cas a verse con los tipos, cosa de que nadie se en­te­re. Pero a esta que está aquí nadie la en­ga­ña.

—¡Ha­brás pa­sa­do tú por lo mismo!

—Es más, mué­re­te: aquí, en Mi­gua­que, hay unos cuan­tos ma­ri­dos des­pre­ve­ni­dos, por­ta­do­res de ca­chos sin sa­ber­lo.

—¡Loado sea el al­tí­si­mo!

—Si hasta rayan el techo de lo gran­de que tie­nen las ca­ra­me­ras.

—Ay, ben­di­to sea Dios.

—No digas de esta agua no be­be­ré. Mira que tú no has sido muy inocen­te que di­ga­mos.

—El za­pe­ro­co que se ar­ma­ría si se en­te­ran...

—No al­can­za­rían las balas para la plo­ma­men­ta­zón que re­ven­ta­ría.

—Yo mejor no sigo ha­blan­do por­que ahí viene don Lo­ren­zo.

—No vaya a ser que pu­bli­que todo este show en la pri­me­ra pá­gi­na del pe­rio­di­qui­to.

—Ojalá no se nos vaya a em­pe­gos­tar mucho tiem­po ese viejo aquí.

—Es peor que un chi­cle.

—Dí­ga­me cuan­do coge a re­ci­tar las poe­sías esas que es­cri­be.

—Todo lo hace por adu­lan­cia.

—¿Qué quie­res tú? Hay gente que con­vier­te el ser­vi­lis­mo en modus vi­ven­di.

—Lo vie­ras cuan­do se junta con Al­fre­do En­ri­le Salom. Se pone con el rabo entre las pier­nas, como perro re­ga­ña­do.

—Pero bueno, chica, si Al­fre­do es prác­ti­ca­men­te quien lo man­tie­ne.

—Y es quien le con­si­gue la pro­pa­gan­da con el go­ber­na­dor.

—¿De qué vi­vi­ría ese pobre se­ñor­ci­to? Lo único que sabe hacer es es­cri­bir pa­vo­si­da­des en el pe­rio­di­qui­to.

—A ti te vive sa­can­do en la co­lum­na de so­cia­les. El otro día te llamó «ho­no­ra­ble ma­tro­na mi­gua­que­ña».

—Ba­si­rru­que murió to­sien­do. Más ma­tro­na será su bi­sa­bue­la. Ade­más, ¿qué gua­ran­din­ga será eso?

—Cón­cha­le, chica, cul­tu­rí­za­te. Con­sul­ta el dic­cio­na­rio.

—Nooo, hija, ol­ví­da­te de eso. La es­tu­dia­de­ra hace años que se acabó para mí. Ade­más, yo tengo bas­tan­tes vacas pa­ri­das y unas cuan­tas le­guas de tie­rra pe­ga­di­tas del Ori­no­co, he­ren­cia del di­fun­to que en paz des­can­se, para an­dar­me preo­cu­pan­do por li­bros y pe­rió­di­cos.

—Tú no lees ni a Corín Te­lla­do.

—Pero ni su­ple­men­to, mujer, leo yo.

—Cón­fi­ro, chica.

—Don Lo­ren­zo, ca­ram­ba, ¿cómo está usted?

—Don Lo­ren­zo, ¡di­cho­sos los ojos que lo ven!

En un rin­cón del am­plio re­ci­bo-co­me­dor de la casa de los Moros se en­con­tra­ban, re­cos­ta­dos, de la pared, los am­pli­fi­ca­do­res, las cor­ne­tas y la ba­te­ría del con­jun­to. Los chi­cos y chi­cas mi­ra­ban de sos­la­yo los ex­tra­ños apa­ra­tos, los mi­cró­fo­nos y la pa­no­plia de pla­ti­llos y tam­bo­res. Los jó­ve­nes ha­bían lo­gra­do equi­par­se pi­dien­do pres­ta­dos los ele­men­tos que les ha­cían falta por aquí y por allá, con los ami­gos, con sus fa­mi­lias. Una ver­da­de­ra col­cha de re­ta­zos.

Ya eran más de la diez de la noche. José Mi­guel Moros se mos­tra­ba im­pa­cien­te.

—¿Qué le pa­sa­rá a esos tipos que no lle­gan? —in­qui­rió.

—Están todos en casa de «el Bo­lon­drio». Pa­re­ce que tie­nen un lío —res­pon­dió un ca­ti­ri­to con la cara llena de ba­rros.

—Vamos para allá a ver qué su­ce­de —de­ter­mi­nó un gor­di­to broco.

—Dicho y hecho —sen­ten­ció el hijo de Ja­cke­li­ne de Moros.

La re­si­den­cia de los Awad que­da­ba a cua­dra y media de la casa de José Mi­guel. Hasta allí lle­ga­ba con cla­ri­dad el re­bu­lli­cio del baile y la gua­cha­fi­ta.

De­ba­jo del poste del alum­bra­do pú­bli­co se veían las si­lue­tas en­cor­va­das de Pe­dra­rias y de «el Bo­lon­drio». Fu­ma­ban an­sio­sa­men­te. Era evi­den­te que es­ta­ban ner­vio­sos. Ambos ves­tían ca­mi­sa blan­ca de manga corta y cor­ba­ta azul os­cu­ro.

—Adiós cará —pro­rrum­pió José Mi­guel Moros ya cuan­do es­ta­ba a se­gu­ra dis­tan­cia de ser es­cu­cha­do—, estos tipos como que se me­tie­ron a evan­gé­li­cos. Era lo que nos fal­ta­ba.

Pe­dra­rias y «el Bo­lon­drio» se vol­tea­ron para ob­ser­var­lo mejor, con una media son­ri­sa pes­pun­tan­do en la co­mi­su­ra de los la­bios.

—No me vayan a echar el carro, her­ma­ni­tos —pro­si­guió José Mi­guel—. To­quen esta noche en mi fies­ta. Miren que les he hecho pu­bli­ci­dad al por mayor.

—Para em­pe­zar, te equi­vo­cas­te. Si acaso, a quien nos pa­re­ce­mos es a los mor­mo­nes y no a los evan­gé­li­cos, mi llave —le res­pon­dió gua­so­na­men­te «el Bo­lon­drio».

—Éste es el uni­for­me ofi­cial del con­jun­to —ex­pli­có Pe­dra­rias.

—Ché­ve­re pero, ¿por qué no se han ido para mi casa? Allá todo el mundo está que se re­vien­ta con la im­pa­cien­cia. ¿No es ver­dad, mu­cha­chos?

Los otros asin­tie­ron uná­ni­me­men­te.

—Es que David se nos en­fer­mó.

—¿Cómo va a ser?

—Sí, vale. Tenía trein­ta y nueve y medio de fie­bre. Es­tu­vo vo­mi­tan­do hasta aho­ri­ta. Lo te­ne­mos aquí den­tro, con­va­le­cien­do en casa de «los Bo­lon­drios».

—Ésa es una gripe que está dando. La lla­man «la Rom­pehue­sos».

—Lo ati­bo­rra­mos de as­pi­ri­na, ca­fe­nol y li­mo­na­da ca­lien­te —cla­ri­fi­có «el Bo­lon­drio»—. Por lo menos se le quitó la tem­bla­de­ra que tenía.

—Mejor es que lo ten­ga­mos aquí —ase­gu­ró Pe­dra­rias—. Si el viejo Azael se en­te­ra le da un pa­ta­tús de padre y señor y mío.

—Sin con­tar la mo­ri­de­ra que le puede dar a la se­ño­ra Ma­rit­za —pun­tua­li­zó «el Bo­lon­drio».

—Ah, caray —in­ter­jec­cio­nó José Mi­guel—. ¿Y no pue­den arran­car sin él?

—Ni se le ocu­rra, gallo —in­ter­vino «el Bo­lon­drio», cui­dan­do que al­gu­na brasa des­pren­di­da del ci­ga­rri­llo no le per­fo­ra­ra la ca­mi­sa blan­ca de al­go­dón—. Sin David no nos mo­ve­mos para nin­gún sitio.

—Es nues­tro pa­paú­pa mu­si­cal —cla­ri­fi­có Pe­dra­rias.

—Sin él no va­le­mos ni tres lo­chas de mier­da —re­ma­tó «el Bo­lon­drio».

—En­ton­ces, ¿nos que­da­mos sin el debut de us­te­des? —in­te­rro­gó José Mi­guel Moros.

Pe­dra­rias y «el Bo­lon­drio» se en­co­gie­ron de hom­bros.

—Cón­cha­le, José Mi­guel, menos mal que no estás co­bran­do en­tra­da —dijo el gor­di­to broco.

—Por­que si no te es­co­ñe­tá­ba­mos la casa, así como ha­ce­mos en el cine Ma­na­pia­re cuan­do la pe­lí­cu­la se corta y em­pe­za­mos a gri­tar: «¡Mi bo­lí­var, mi bo­lí­var!» —dijo uno a quien apo­da­ban «el Búl­ga­ro».

—Ni que fuera ma­ti­née, güevón —ri­pos­tó José Mi­guel, con gló­bu­los de sudor en su labio su­pe­rior.

En eso, el papá de «los Bo­lon­drios» se asomó por la ven­ta­na ale­da­ña al za­guán.

—Dabbí se esdá re­gu­be­ran­do. Ia viene bara agá —in­for­mó, con ras­po­so acen­to de pavo viejo li­ba­nés.

So­ji­to con­fir­mó la no­ti­cia al salir del in­te­rior de la casa. Tam­bién por­ta­ba la con­sa­bi­da ca­mi­sa blan­ca de manga corta y la cor­ba­ta azul os­cu­ro.

—Se nos re­cu­pe­ra el hom­bre, ami­gos. Se le­van­tó pi­dien­do que no le den más ca­fe­nol por­que no quie­re ama­ne­cer ma­ña­na de­fe­can­do ta­ble­tas.

—¿Qué más dijo? —pre­gun­tó Pe­dra­rias.

—Que sí va a tocar, pero que lo dejen ori­nar los cua­ren­ta li­tros de ron con limón y gua­ra­po de pa­pe­lón que lo obli­ga­mos a beber.

—¡Se salvó tu fies­ta, Jota Eme! —ex­cla­mó «el Búl­ga­ro».

—¿Y los otros mú­si­cos? —in­qui­rió José Mi­guel.

—En el solar, ha­blan­do ma­ri­co­ne­rías y fu­man­do más que unas putas vie­jas —adi­cio­nó Pe­dra­rias.

—Voy a de­cir­les que se ven­gan. De paso apro­ve­cho y me trai­go a David, así sea en peso —dijo «el Bo­lon­drio», yén­do­se al in­te­rior de su casa.

—Esa «Rom­pehue­sos» es su­per­jo­di­da —co­men­tó «el Búl­ga­ro»—: a mi her­mano le dio el miér­co­les y lo sentó de culo.

Sa­lie­ron los otros in­te­gran­tes del con­jun­to. Pan­ta­león, «el Bo­lon­dri­to» y el musiú Gian­car­lo tam­bién lu­cían el uni­for­me.

La hu­me­dad se con­ver­tía en me­lli­za tác­til del calor es­pe­so.

—Aguí viene Dabbí. Drá­den­lo gon güidado que se sien­de gomo sabo adro­be­lla­do bor ga­mión —re­fra­neó el papá de los Awad en su je­ri­gon­za li­ba­ne­sa.

Ca­mi­nan­do pau­sa­da­men­te, apa­re­ció David en el um­bral. La se­ño­ra Awad, una tri­gue­ña crio­lla de am­plí­si­ma son­ri­sa y ade­ma­nes ca­ri­ño­sos, lo sos­te­nía por el codo iz­quier­do. Su sem­blan­te mos­tra­ba los es­tra­gos de la vi­ro­sis, si bien se le veía con ánimo de pron­ta re­cu­pe­ra­ción.

—Debes tener mucha pru­den­cia, David, sobre todo con los cam­bios brus­cos de tem­pe­ra­tu­ra. Evita mo­jar­te si llue­ve. Mu­cha­chos —la se­ño­ra Awad se tornó hacia el grupo—, cuí­den­lo. To­da­vía tiene trein­ta y siete y medio de tem­pe­ra­tu­ra.

—No se des­preo­cu­pe, mi doña, que va a estar en bue­nas manos —ri­pos­tó José Mi­guel Moros, al tiem­po que le pre­gun­ta­ba al con­va­le­cien­te—: Her­mano, ¿cómo te sien­tes? ¿Crees que pue­des darle?

—Ha­re­mos el in­ten­to, com­pa­dre —mur­mu­ró David, to­da­vía un tanto débil. Cuan­do se le­van­tó de la cama, había te­ni­do la im­pre­sión de que un alud de bo­li­tas de co­lo­res le había es­ta­lla­do en­fren­te de los ojos. No obs­tan­te, el com­pro­mi­so de dar a co­no­cer la mú­si­ca que había en­sa­ya­do tan ar­dua­men­te, du­ran­te las úl­ti­mas tres se­ma­nas, le había im­pe­li­do a sacar fuer­zas de la fla­que­za. Más que el ner­vio­sis­mo pro­pio de estos casos, temía por la es­ca­sez de ener­gía que le había que­da­do como se­cue­la de la gripe. Se sen­tía tan fa­ti­ga­do que todo le oca­sio­na­ba ex­ce­si­vo es­fuer­zo, aun el sim­ple hecho de le­van­tar el pie para ca­mi­nar. Se pre­gun­ta­ba, al mismo tiem­po, si sería capaz de sos­te­ner con fir­me­za la gui­ta­rra.

La aglo­me­ra­ción de ado­les­cen­tes se en­ca­mi­nó hacia la casa de los Moros.

—En­ton­ces, Gian­car­lo, ¿cómo es eso de que de­jas­te el acor­deón por la gui­ta­rra eléc­tri­ca? —pre­gun­tó el ca­ti­ri­to de los ba­rros en la cara.

—¡Tre­men­da ca­len­tu­ra la que aga­rró tu papá cuan­do supo que aban­do­nas­te la ta­ran­te­la por el twist! —re­ma­chó el gor­di­to broco.

—¿Y la que cogió el viejo Azael Li­san­dro cuan­do se en­te­ró de que David ven­dió el arpa? «Mu­cha­cho’er ca­ra­jo» —imitó «el Búl­ga­ro» al papá de David, con re­car­ga­do acen­to lla­ne­ro— «no­jo­se, te voy a sacá la tira’er lomo a cue­ra­zos, ca­rajmm».

—¡Iuuu­ju! —gritó bur­lo­na­men­te el gor­di­to broco.

—No le frie­guen tanto la pa­cien­cia a David, que se le acaba de es­ca­par por un tris a la pe­lo­na —bro­meó José Mi­guel Moros.

—Tam­po­co fue para tanto, tam­po­co fue para tanto —re­fun­fu­ñó el joven mú­si­co, bus­can­do re­co­brar los bríos.

—¿Y Pe­dra­rias qué es lo que toca? —ex­cla­mó «el Búl­ga­ro».

—Bueno, a ti te puedo tocar el culo —res­pon­dió el alu­di­do, ha­cien­do res­ta­llar las ri­so­ta­das de los demás.

—¡Pú­ya­lo, Pe­dra­rias! —chi­lló el ca­ti­ri­to es­pi­ni­llu­do.

«El Búl­ga­ro» no se ami­la­nó con la chan­za y le re­pli­có en fal­se­te:

—¡Soy la reina del co­le­gio de las mon­jas y me gusta ese flaco! ¡Lo malo es que es más feo que la pa­la­bra gar­ga­jo!

Las car­ca­ja­das se hi­cie­ron más es­truen­do­sas.

—¡Mama gallo que te luce! —dijo Pe­dra­rias, pre­ten­dien­do ser des­de­ño­so, con un amago de son­ri­sa ante la sorna de sus com­pa­ñe­ros.

«El Búl­ga­ro» afinó aún más su imi­ta­ción.

—¡Ay, pero no te pon­gas bravo, Pe­dra­rias mi amo­rrrr! ¡Si no me tiras un beso aho­ri­ta te dejo y me voy ya-ya-yá con Al­fre­di­to En­ri­le!

A David se le hizo di­fí­cil re­pri­mir la risa, con todo y lo débil que es­ta­ba.

—¡Ha­blas igua­li­to a María Es­pe­ran­za, «Búl­ga­ro»! —le con­tes­tó Pan­ta­león al imi­ta­dor, a quien le ha­bían en­dil­ga­do se­me­jan­te apodo no por pro­ve­nir de tan es­la­vas la­ti­tu­des sino por lo vul­gar y fol­kló­ri­co de sus chan­zas. De vul­gar a «Búl­ga­ro», fo­né­ti­ca­men­te ha­blan­do, el tre­cho re­sul­tó es­ca­so.

—¡Pe­dra­rias, mi cielo, mi rey! —vol­vió con ati­pla­dos fue­ros «el Búl­ga­ro», re­for­zan­do su re­me­do— ¿Dónde está Al­fre­di­to? ¡Ay, qué ro­mán­ti­co, estos hom­bres se van a matar por míiiiiiii!

El buen humor con­tri­bu­yó, en buena me­di­da, a di­luir el miedo es­cé­ni­co de los mú­si­cos de­bu­tan­tes. En medio de las risas ge­ne­ra­les, arri­ba­ron a la casa de José Mi­guel Moros.

—¡Llegó la mú­si­ca! —gritó, con voz es­ten­tó­rea, «el Búl­ga­ro» al tras­po­ner la puer­ta. Las pa­re­jas dan­zan­tes co­men­za­ron a se­pa­rar­se, atraí­das por la no­ve­dad.

—¿Para dónde vas, Ana Ve­ró­ni­ca? —pre­gun­tó Ivan­ci­to La­re­do, no sin cier­ta dosis de apren­sión las­ci­va al ver que la mu­cha­cha se le des­pren­día, hui­di­za.

—Me voy a la co­ci­na a pre­pa­rar más gua­ra­pi­ta —res­pon­dió la quin­cea­ñe­ra—. Apar­te de que tengo que re­por­tar­me con mi mamá.

—Está bien. Pero re­gre­sa pron­to por­que si no me da la ca­lam­bri­na.

—Cá­lla­te, necio —se des­pi­dió Ana Ve­ró­ni­ca, re­com­pen­san­do a su galán con una mi­ra­da de abier­to y pre­me­di­ta­do in­te­rés.

Los in­te­gran­tes del con­jun­to se fue­ron abrien­do paso por entre la abi­ga­rra­da masa de con­cu­rren­tes que los ob­ser­va­ba con cu­rio­si­dad. Res­pon­dían a sa­lu­dos aquí y allá, mien­tras Pe­dra­rias y Pan­ta­león en­cen­dían los am­pli­fi­ca­do­res para que los tubos al vacío de sus cir­cui­tos se ca­len­ta­ran. La gui­ta­rra Te­le­cas­ter de David, ganga de se­gun­da mano, iría co­nec­ta­da a una plan­ta Teis­co de cin­cuen­ta va­tios con un woo­fer de doce pul­ga­das. El musiú Gian­car­lo había con­se­gui­do con un tío, ven­de­dor de ar­te­fac­tos eléc­tri­cos, un am­pli­fi­ca­dor y dos cor­ne­tas Phi­lips que ha­bían cum­pli­do su co­me­ti­do en los en­sa­yos pese a no estar di­se­ña­dos para gui­ta­rra eléc­tri­ca. El bajo Maya ad­qui­ri­do por Pe­dra­rias, pro­duc­to de sus aho­rros ha­cien­do guar­dias en la are­pe­ra del señor Viera, so­na­ría a tra­vés de una plan­ta Co­nard, es­pe­cí­fi­ca­men­te di­se­ña­da para el pe­ri­fo­neo a la in­tem­pe­rie tí­pi­co de los mí­ti­nes po­lí­ti­cos y co­nec­ta­da a dos cor­ne­tas de ro­cko­la, bir­la­das de un bar de fi­che­ras re­gen­ta­do por su padre. La ba­te­ría de «el Bo­lon­drio», ya com­pro­me­ti­da su fu­tu­ra ad­qui­si­ción por So­ji­to, no podía ser más pe­cu­liar: el re­do­blan­te pro­ve­nía de la banda seca del Liceo Joa­quín Cres­po de Santa Narda de Mi­gua­que; los tom toms eran un prés­ta­mo de la banda mu­ni­ci­pal del pue­blo por cor­te­sía de su di­rec­tor, el pro­fe­sor Arís­ti­des Ma­zatlán; el bombo había sido sus­traí­do, pí­ca­ra­men­te, por «el Bo­lon­drio» y Pan­ta­león del acer­vo de la es­cue­la de mú­si­ca de Te­na­pa luego de cier­to tu­mul­tuo­so in­ter­cam­bio beis­bo­lís­ti­co entre los mu­cha­chos del padre Ca­rras­co y el liceo te­na­pe­ño; los pa­ra­les de los pla­ti­llos eran unos pe­da­zos de ca­bi­lla do­bla­dos y sol­da­dos a un seg­men­to, de poco más de un metro de al­tu­ra, de tubo gal­va­ni­za­do de ca­ñe­ría, fi­ni­qui­ta­dos en la punta con un ci­lin­dro ros­ca­do donde se ajus­ta­ba, me­dian­te una tuer­ca ma­ri­po­sa y una aran­de­la de mopa an­ti­vi­bra­to­ria, el pla­ti­llo co­rres­pon­dien­te. De ma­ne­ra se­me­jan­te, el high hat mos­tra­ba la in­ge­nio­si­dad de «el Bo­lon­drio» al di­se­ñar un me­ca­nis­mo rús­ti­co pero efi­cien­te. Con­ta­ban, por aña­di­du­ra, con dos mi­cró­fo­nos Ze­nith, una plan­ta Ampex y otro par de cor­ne­tas de in­tem­pe­rie para las voces cor­te­sía, una vez más, del pro­fe­sor Arís­ti­des Ma­zatlán y su Combo «La Sen­sa­ción».

Co­men­zó la afi­na­ción pre­via de las gui­ta­rras, bajo la guía del em­pa­li­de­ci­do David. El musiú Gian­car­lo trans­pa­ren­ta­ba su in­gen­te ner­vio­sis­mo. Pan­ta­león se aco­pla­ba a las in­di­ca­cio­nes de David, al tiem­po que se­ña­la­ba a Pe­dra­rias el nivel ade­cua­do de so­no­ri­dad de cada uno de los ins­tru­men­tos. «El Bo­lon­drio» apre­ta­ba con una llave los cue­ros de los di­fe­ren­tes tam­bo­res, che­queán­do­los con leves y sin­cro­ni­za­dos gol­pe­ci­tos con la punta de las ba­que­tas; un ci­ga­rri­llo re­cién en­cen­di­do en la co­mi­su­ra iz­quier­da de su boca le hacía gui­ñar cons­tan­te­men­te, cosa que hacía pen­sar a So­ji­to en que su men­tor en las artes per­cu­si­vas pre­ten­día co­mu­ni­car­se con él a tra­vés de un la­be­rin­to fugaz de señas y ges­tos.

Sin em­bar­go, el más ner­vio­so de todos era «el Bo­lon­dri­to» Pa­bli­to Awad. Como vo­ca­lis­ta prin­ci­pal sabía que todas las mi­ra­das, más tem­prano que tarde, se vol­ca­rían hacia él. Mien­tras du­ra­ba la es­pe­ra, pro­cu­ra­ba amai­nar su ten­sión so­nán­do­se la co­yun­tu­ra de los dedos y des­vian­do su mi­ra­da como una ru­le­ta rusa ave­ria­da.

Los con­sa­bi­dos gri­tos bro­mis­tas no se hi­cie­ron es­pe­rar.

—¡Pú­ya­lo, Pe­dra­rias! —reite­ró el gor­di­to broco.

—¡Fos, «Bo­lon­dri­to», huele a palo de ga­lli­ne­ro! —gua­so­neó un ca­che­ton­ci­to ji­pa­to.

—¡Gian­car­lo, mi vida! —«el Búl­ga­ro» no se podía que­dar atrás.

—¡So­ji­to, pi­chón de cura, salte de ahí! —in­sis­tió el ca­che­ton­ci­to ji­pa­to.

Los ojos hun­di­dos de David se po­sa­ron al­ter­na­ti­va­men­te en todos y cada uno de sus mú­si­cos.

—¿Lis­tos? —pre­gun­tó.

—Po­si­ti­vo —ase­gu­ró «el Bo­lon­drio».

—Arran­ca­mos con «Lupe». Do Mayor —or­de­nó David.

Julia se acer­có a José Mi­guel Moros.

—¿Cómo se llama el con­jun­to? —in­qui­rió.

—Pues la ver­dad es que eso es un enig­ma —res­pon­dió el dueño de casa.

—Pero deben tener un nom­bre. Si no, ¿cómo los vas a pre­sen­tar, en­ton­ces? —in­sis­tió Julia, mien­tras Emi­lio José An­ti­lano per­sis­tía en que­rer lle­vár­se­la apar­te y ella, sin per­der la ama­bi­li­dad, se re­sis­tía.

David dio la en­tra­da.

—Un, dos, tres...

El es­truen­do elec­tró­ni­co llenó de pron­to el am­bien­te. Los al­ta­vo­ces de­ja­ban es­ca­par olas de so­no­ri­dad in­quie­tan­te y per­tur­ba­do­ra, algo des­aco­pla­das al prin­ci­pio. Em­pe­ro, el vigor li­de­ri­zan­te de David logró, al cabo de cua­tro com­pa­ses, que las dos gui­ta­rras, el bajo y la ba­te­ría con­flu­ye­ran en un mismo cauce. «El Bo­lon­drio co­men­za­ba a cua­jar den­tro del ritmo, con com­pac­ta fie­re­za y arro­jo.

En eso, José Mi­guel Moros atra­ve­só el im­pro­vi­sa­do es­ce­na­rio y tomó con cier­ta brus­que­dad uno de los mi­cró­fo­nos, aca­rrean­do un sal­pu­lli­do au­di­ti­vo.

—Se­ño­ras y se­ño­res les pre­sen­to a... ¡Los Enig­má­ti­cos! ¡Aplau­so, por favor!

Con lo cual el grupo re­ci­bía su bau­tis­mo de fuego. La mu­cha­cha­da se arre­mo­li­na­ba en los co­rre­do­res ba­laus­tra­dos. Al­gu­nos se en­ca­ra­ma­ban en si­llas y mesas para tener una mejor pers­pec­ti­va. Exis­tía un in­te­rés con­ta­gio­so por la no­ve­dad de la lla­ma­da mú­si­ca mo­der­na, la vis­to­si­dad de las ex­tra­ñas gui­ta­rras, el bu­lli­cio ener­gi­za­do y mag­ni­fi­ca­do, el pri­mi­ti­vis­mo san­guí­neo del tam­bo­ri­leo sin­co­pa­do. Para quie­nes no ha­bían co­no­ci­do en sus vidas más que la mo­no­to­nía mi­gua­que­ña, tal ca­tar­sis pro­du­cía una reac­ción equi­va­len­te a la de los abo­rí­ge­nes de Nueva Gui­nea al tener con­tac­to con los ar­ti­lu­gios téc­ni­cos del siglo XX. Li­te­ral­men­te, que­da­ron pas­ma­dos y bo­quia­bier­tos.

Un cris­pa­do re­do­ble de «el Bo­lon­drio», imi­tan­do el es­ti­lo de Ringo Starr, dio la en­tra­da para el vo­ca­lis­ta. Mas, he aquí que «el Bo­lon­dri­to» era un ma­no­jo de ner­vios; per­ma­ne­cía afe­rra­do al paral de su mi­cró­fono con los la­bios con­traí­dos, el tórax echa­do hacia de­lan­te a la ma­ne­ra de los jo­ro­ba­dos y los ojos en blan­co. Pan­ta­león se desor­bi­ta­ba. Gian­car­lo pa­re­cía no darse cuen­ta, con­cen­tra­do como es­ta­ba en que sus dedos no se des­con­tro­la­ran y mar­ca­ran con pre­ci­sión los acor­des. So­ji­to sí se per­ca­ta­ba de la si­tua­ción e in­ten­ta­ba ha­cer­le señas a David para que so­lu­cio­na­ra el per­can­ce. Pe­dra­rias aguar­da­ba con an­sie­dad el inicio del can­tu­rreo para ajus­tar de­bi­da­men­te el vo­lu­men del am­pli­fi­ca­dor de voces. «El Bo­lon­drio» dejó pasar otros cua­tro com­pa­ses y re­pi­tió el re­do­ble para que su her­mano arran­ca­ra. «¿Será que este paz­gua­to ol­vi­dó la letra?», pensó al notar que su her­mano tam­po­co entró a la se­gun­da lla­ma­da. David des­gra­nó un adorno, en pre­ci­so y cor­tan­te pun­teo ha­cien­do gemir con re­que­man­te ala­ri­do la Te­le­cas­ter, marcó el pie con el tiem­po, dio un vis­ta­zo al con­ge­la­do «Bo­lon­dri­to» y dio co­mien­zo, por su cuen­ta, a la me­lo­día:

E-eh, Lupe
Lu­pi­ta mi amor
Yeah yeah...

A la se­gun­da ronda del es­tri­bi­llo se le reunió «el Bo­lon­dri­to» como si un chas­queo de los dedos lo hu­bie­ra sa­ca­do de un abs­tru­so en­can­ta­mien­to. La voz le salió al prin­ci­pio algo apel­ma­za­da pero, a me­di­da, que fue en­tran­do en calor, la per­fo­man­ce se le fue sol­tan­do, ha­cién­do­se­le más dúc­til y más dócil. David, a todas estas, sen­tía que la ener­gía re­tor­na­ba a su or­ga­nis­mo. Ya no le que­da­ba ras­tro al­guno de la fie­bre que lo había de­rri­ba­do pocas horas antes. Al cam­biar­se para la se­gun­da voz, «el Bo­lon­dri­to», por ca­ren­cia de au­to­no­mía en el oído, se iba de­trás de él, in­ca­paz de ar­mo­ni­zar. Vol­vía David a tomar el lead y Pa­bli­to Awad vol­vía a aga­rrar la misma voz, en una es­pe­cie de per­se­cu­ción vocal. In­ten­tó nue­va­men­te David la se­gun­da voz pero, al darse cuen­ta de que «el Bo­lon­dri­to» no se ad­he­ría a su rol ar­mó­ni­co, optó por ha­cer­le los coros en la misma línea para no en­re­dar­se de­ma­sia­do. Al ir au­men­tan­do la tem­pe­ra­tu­ra de la eje­cu­ción, So­ji­to tomó una pan­de­re­ta y un par de ma­ra­cas que había ocul­ta­do pre­via­men­te en el cajón que fun­gía de ar­ma­zón a una de las cor­ne­tas. Apun­ta­ló, a la ma­ne­ra del «mon­kee» Davey Jones, el ritmo cor­tan­te de «el Bo­lon­drio», sa­zo­nán­do­lo con al­ter­na­dos ala­ri­dos que pro­vo­ca­ron en Pe­dra­rias una re­go­ci­ja­da sor­pre­sa.

Yo la vi, ca­mi­nan­do junto a mí
con su Do-Wah-Diddy
Diddy-dán, Diddy-Dú...

Las pie­zas se su­ce­dían una de­trás de otra. Al­gu­nas co­no­ci­das, otras no tanto.

Hay una casa en Nueva Or­leans
que es donde nace el sol
y es allí, Señor, donde mi vida des­truí
pido per­dón a Dios...

La con­cu­rren­cia acom­pa­ña­ba el beat con las pal­mas. Unos cuan­tos can­ta­ban las le­tras al uní­sono. Al­gu­nas pa­re­jas de­ci­die­ron en­sa­yar al­guno que otro paso de sur­fin’ a la ma­ne­ra de las pe­lí­cu­las pla­ye­ras de los ver­muts do­mi­ni­ca­les.

—Pero qué bien bai­lan mú­si­ca mo­der­na Mar­ga­ri­ta Fra­ga­chán y «el Búl­ga­ro». Vamos a darle no­so­tros tam­bién a ver si apren­de­mos —pro­pu­so Ana Ve­ró­ni­ca An­ti­lano.

Ivan­ci­to La­re­do dejó es­ca­par un gru­ñi­do ca­ver­no­so. Hizo de tri­pas co­ra­zón y se de­ci­dió acom­pa­ñar en el baile a la fo­go­sa quin­cea­ñe­ra.

—Ca­ram­ba, Ja­ckie, ¿pero qué es­cán­da­lo es ése?

—Son los ami­gos de José Mi­guel, Adria­na. Han for­ma­do un con­jun­to de mú­si­ca mo­der­na.

—¿De twist?

—Ahora creo que lo lla­man sur­fin’ o algo por el es­ti­lo.

—Ha­brá­se visto eso de bai­lar des­pe­ga­dos. El hom­bre por un lado y la mujer por otro, dando brin­cos fre­né­ti­cos. Pa­re­cie­ran epi­lép­ti­cos.

—¿Ah?

—¡Que pa­re­cen epi­lép­ti­cos!

—¡Habla más alto que no te oigo con este al­bo­ro­to!

—Vá­mo­nos para la co­ci­na y se­gui­mos con­ver­san­do allá.

—¿Cómo?

—Que nos va­ya­mos para la co­ci­na a se­guir­le dando a la sin hueso.

—¿Y dejar a Ana Ve­ró­ni­ca sola? ¡Ni se te ocu­rra, chica!

—No le va a pasar nada.

—¿Ah?

—¡Que no le va a pasar nada!

—Mí­ra­la cómo se menea. Pa­re­ce una pi­ña­ta a la que le es­tu­vie­ran ca­yen­do a palos. Al lle­gar a la casa le voy a meter un re­ga­ño para que apren­da a com­por­tar­se en pú­bli­co.

—Dé­ja­la tran­qui­la, mujer. Lo que está pro­cu­ran­do es di­ver­tir­se un poco.

—¿Que la deje quie­ta? ¿No viste cómo se llevó a Ivan­ci­to La­re­do aga­rrán­do­lo por la mano? ¿Qué irán a decir?

—Anda, chica, vamos para la co­ci­na.

—¿Cómo?

—Ah pues, ca­rri­zo. ¿Usted no viene, don Loro?

Te doy, mi bien
rosas rojas que
dicen
lo pro­fun­do y dulce de mi amor por ti...

El am­pli­fi­ca­dor Phi­lips de Gian­car­lo, no ha­bi­tua­do a tra­ba­jar du­ran­te lar­gos pe­río­dos con tan altos ni­ve­les de­ci­bé­li­cos, se re­ca­len­tó y dejó es­ca­par unos to­si­dos ás­pe­ros y bron­cos, sín­to­ma inequí­vo­co de un pron­to y one­ro­so des­per­fec­to. Gian­car­lo veía con im­po­ten­cia a Pe­dra­rias.

—¡Ah, Pe­dra­rias! ¡Arré­gla­le el güergüereo al musiú! —vo­ci­fe­ró el im­pe­ni­ten­te «Búl­ga­ro».

—Con­sí­gue­me un ven­ti­la­dor ya, José Mi­guel —exi­gió Pe­dra­rias al dueño de casa—, por­que si no este bicho se nos quema aquí mismo.

Pro­ce­dien­do sin di­la­ción, José Mi­guel su­mi­nis­tró ipso facto el apa­ra­to so­li­ci­ta­do. Trans­cu­rri­dos un par de mi­nu­tos de soplo bien­he­chor, la gui­ta­rra de Gian­car­lo re­cu­pe­ró su so­ni­do ori­gi­nal, para ali­vio de David y del resto del con­jun­to.

Luego de una ba­rro­ca ver­sión ins­tru­men­tal de «Ma­la­gue­ña» de Er­nes­to Le­cuo­na, David se po­se­sio­nó enér­gi­ca­men­te del mi­cró­fono y anun­ció:

—Y ahora, ami­gos y ami­gas, para fi­na­li­zar esta pe­que­ña ac­tua­ción, que es­pe­ra­mos haya sido del agra­do de todos us­te­des, tengo el in­men­so pla­cer de pre­sen­tar­les a nues­tro di­rec­tor téc­ni­co y fu­tu­ro ba­jis­ta, el po­pu­lar Pe­dra­rias, en su debut como can­tan­te, ofre­cién­do­nos su ex­tra­or­di­na­rio ver­sión del «Pá­ja­ro Ba­ñis­ta». ¡Con us­te­des... Pe­dra­rias!

Aplau­sos, chi­lli­dos y sil­bi­dos re­ci­bie­ron al des­ga­li­cha­do ins­pi­ra­dor pri­mi­ge­nio de Los Enig­má­ti­cos. Por entre el jaleo re­ver­be­ró el ati­pla­do re­me­do de «el Búl­ga­ro»:

—¡Pe­dra­rias, mu­ñe­co, me voy a des­ma­yar! ¡Aaaayyyy!

Más risas y ma­ni­fes­ta­cio­nes de jú­bi­lo sir­vie­ron de marco para el inicio de la des­ma­dra­da pieza.

A-ma-ma-ma-ma-ma-ma-má
cu-ma-ma-má
pa-pa-cu-ma-ma-má...

El fre­ne­sí del ritmo ex­ce­di­do y desata­dor de emo­cio­nes re­fre­na­das se trans­mi­tió ins­tan­tá­nea­men­te desde los mú­si­cos hasta el ama­si­jo su­do­ro­so de es­pec­ta­do­res im­ber­bes. Los que no per­ma­ne­cie­ron ex­tá­ti­cos se de­ja­ron lle­var por el flui­do con­ta­gio­so del beat tre­pa­na­dor e inefa­ble, ca­ta­li­za­dor de tau­ma­tur­gias en ba­rre­na. So­ji­to sen­tía sus manos fla­mear con in­sen­si­bi­li­dad ape­ti­to­sa al acom­pa­ñar la rít­mi­ca in­fec­cio­sa gol­pean­do la pan­de­re­ta, sa­cu­dien­do las ma­ra­cas y mar­ti­llan­do un cen­ce­rro que apa­re­ció como caído del cielo. Quie­nes no se ba­lan­cea­ban como cen­tau­ros de des­li­za­do­res pla­ye­ros, brin­ca­ban des­afo­ra­dos, o bien au­lla­ban como desean­do li­be­rar re­cón­di­tos de­mo­nios mi­me­ti­za­dos en la san­gre in­dó­cil de la pu­ber­tad. El es­pec­tácu­lo se mi­me­ti­zó en éx­ta­sis com­par­ti­do.

—Ojalá se ter­mi­na­ran de una vez esos pi­lli­dos de ara­gua­to neu­ró­ti­co —co­men­tó des­pec­ti­va­men­te Ivan­ci­to La­re­do.

—No seas agua­do, chico, y vamos a bai­lar que yo no vine aquí a rezar el ro­sa­rio en fa­mi­lia —lo retó Ana Ve­ró­ni­ca.

—No me gusta esa mú­si­ca de ta­ra­dos. Ade­más, no es de hom­bres eso de andar pe­gan­do brin­qui­tos como si te hu­bie­ran me­ti­do un chi­rel por el...

—Cá­lla­te, no digas ne­ce­da­des. Si no quie­res venir, es­pé­ra­me aquí. ¡«Búl­ga­ro», en­sé­ña­me ese paso tan pe­pea­do que aca­bas de hacer! A ver, ¿así es como se hace?

Y del lado de los adul­tos:

—¡Vál­ga­me Dios! Este es­cán­da­lo pa­re­ce fin de mundo.

—Si eso es mú­si­ca me dejo de lla­mar como me llamo.

—¡Ah mal­ha­ya el ge­ne­ral Pérez Ji­mé­nez para que le ponga pre­pa­ro a esa pila de zán­ga­nos!

—¡Ja­cke­li­ne, mujer, haz algo antes que la lo­cu­ra se apo­de­re de este lugar!

—¡Ja­cke­li­ne, chica, manda a bajar la cu­chi­lla para que se vaya la luz y se acabe ese ruido del de­mo­nio!

—¿Cómo le pa­re­ce, don Loro?

Pe­dra­rias se trans­fi­gu­ra­ba, irra­dian­do una lu­mi­nis­cen­cia inasi­ble. El ri­tor­ne­llo ca­co­fó­ni­co de la mo­no­ma­niá­ti­ca me­lo­día lo re­ves­tía de as­ce­sis in­fan­til. Lo su­mer­gía, asi­mis­mo, en una suer­te de eu­fó­ri­co tran­ce, en una hip­no­pe­dia de inocen­cia y ener­gía trans­mi­si­ble y re­tro­ali­men­ta­ble in­tui­ti­va­men­te en cues­tión de mi­núscu­los ins­tan­tes. Era casi un es­ta­do de des­pren­di­mien­to as­tral el que se vivía en esos fo­go­sos mi­nu­tos, con­ta­mi­na­dos todos ellos por el eco elec­tró­ni­co y el canto me­ta­li­za­do y per­cu­si­vo de los rús­ti­cos ape­ros mu­si­ca­les. Luego del riff de en­tra­da, reite­ra­do ter­ca­men­te a lo largo del tema, las gui­ta­rras ca­lla­ron para abrir paso a un solo gu­tu­ral de Pe­dra­rias, co­rea­do a gri­tos y au­lli­dos por la mu­cha­cha­da. Re­in­sur­gie­ron con in­cre­men­ta­do vigor los tam­bo­res, a la par que David y Gian­car­lo con­so­li­da­ban el ritmo tre­pi­dan­te con pun­teos yux­ta­pues­tos, y el es­pi­ga­do vo­ca­lis­ta des­pa­rra­ma­ba su pre­sen­cia a fuer­za de gar­ga­reos es­ten­tó­reos, ono­ma­to­pe­yas de pa­ja­rra­co alu­ci­na­do que pro­vo­ca­ban un es­pas­mo en los sen­ti­mien­tos. Bajó de in­ten­si­dad nue­va­men­te el acom­pa­ña­mien­to, inau­gu­ran­do un pia­nis­si­mo es­ti­ra­do y con­te­ne­dor de hue­ros des­bo­ques, con­cen­tran­do la aten­ción en los tem­pos pre­me­di­ta­dos. Y, de re­pen­te, otra vez el es­truen­do de las fuer­zas in­con­te­ni­das, el en­tu­sias­mo pleno en lu­ju­rias atá­vi­cas y el de­li­rio del clí­max im­pe­rio­so caído como un tur­bión. Hasta que David dio la señal para el gran final, pre­ña­do de rabia con­su­mi­da y de es­tu­por ju­bi­lo­so. Los aplau­sos se su­ce­dían a los au­lli­dos y éstos a los chi­fli­dos.

—¡Otra, otra, otra...! —co­rea­ba la ex­ci­ta­da au­dien­cia, con agol­pa­mien­to de cu­rio­sos y vian­dan­tes que, sin pizca de rubor, aso­ma­ban sus ca­be­zas desde la calle con la cu­rio­si­dad tí­pi­ca de los lu­ga­re­ños ante cual­quier no­ve­dad im­pac­tan­te.

Un José Mi­guel Moros es­co­ci­do en sudor se acer­có a David.

—Dice mi mamá que ya está bien por hoy. Dice tam­bién que todos los vie­jos tie­nen los tím­pa­nos re­ven­ta­dos.

—Por mí tam­bién ya es su­fi­cien­te —re­pli­có el líder de la banda—. Apar­te de que se nos acabó el re­per­to­rio.

—¿Cómo es­tu­vo? —pre­gun­tó «el Bo­lon­dri­to».

—Para ser la pri­me­ra vez, ¡ché­ve­re! —chi­lló Ana Ve­ró­ni­ca.

Ivan­ci­to La­re­do vol­vió a gru­ñir.

—Por fin se acabó el su­pli­cio. Vente, Ana Ve­ró­ni­ca, vamos a se­guir con los pa­so­do­bles.

Y Ja­cke­li­ne de Moros:

—¿Cómo le pa­re­ció, don Loro? ¡Ah mu­cha­chos para tener vai­nas!

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Copyright ©Nicolás Soto, 1997
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Fecha de publicaciónAbril 2002
Colección RSSNarrativas globales
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