https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
10/23
AnteriorÍndiceSiguiente

Gris de tiempo gris

Barquero

Nicolás Soto
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaCaracas

Lenta y pau­sa­da­men­te, Pedro Ramón Sojo des­li­zó su mano de­re­cha a tra­vés del dril del bol­si­llo. Es­tru­jó con frui­ción el úl­ti­mo bi­lle­te de vein­te bo­lí­va­res que le que­da­ba.

—¿Cuán­to es, mi que­ri­do amigo, com­pa­trio­ta de Camõens? —ca­rras­peó, con acen­to al­coho­li­za­do.

El lu­si­tano lo ob­ser­vó, desa­pren­si­vo.

—São vein­ti­doush bou­lí­va­resh, pai­zano. Ounce cer­ve­céi­tash.

La mi­ra­da de Pedro Ramón pa­re­ció mar­gu­llir­se en le­ja­nías hui­di­zas. A tra­vés de la ge­la­ti­no­sa hu­ma­re­da, un par de ba­rri­gu­dos pa­rro­quia­nos tra­ta­ba de ga­nar­se el favor de una fi­che­ra a la vera de una sin­fo­no­la.

Sem­bré una flor...

—Me va a dis­cul­par, ama­ble ci­ce­ro­ne —siseó, con errá­ti­ca dig­ni­dad, Pedro Ramón—, pero le voy a que­dar de­bien­do dos bo­li­va­ri­tos. Se los pago en el pró­xi­mo viaje.

Pedro Ramón pre­ten­dió le­van­tar­se del ta­bu­re­te. Una mano lo asió con fuer­za.

—Qué va, pai­zano. Ya con eshta são ous­hen­ta bou­lí­va­resh que me dé­besh. Ou can­céi­lash ahu­ri­ta ou véi­mush coumo ha­céi­mush, pero de aquí não te vash sim pagar.

Yo la re­ga­ba
con agua que cae del cielo.
Y la re­ga­ba con lá­gri­mas de mis ojos...

Un in­ten­to de leve ma­no­ta­zo de Pedro Ramón, bus­can­do des­em­ba­ra­zar­se del aga­rrón, con­si­guió ha­cer­le per­der el equi­li­brio. La brus­ca caída hizo que se gol­pea­ra la boca con­tra el filo de la barra.

Mis ami­gos me di­je­ron
ya no rie­gues esa flor:
esa flor ya no re­to­ña,
tiene muer­to el co­ra­zón...

Me­ta­mor­fo­sis soez.

—¿Qué pasa, por­tu­gués? ¿Crees que no te voy a pagar tus cua­tro lo­chas? —un vahí­do se le coa­gu­la­ba por las ro­ma­ni­llas del mareo. Palpó con su len­gua, en la acri­tud del pa­la­dar, una vis­co­si­dad sa­la­da. No sen­tía el labio, pero per­ci­bía la cre­cien­te hin­cha­zón.

...​esa flor ya no re­to­ña
tiene muer­to el co­ra­zón.

La te­rro­sa sen­sa­ción de san­gre le creó un ago­bio de furia. Ol­vi­dan­do la in­dig­ni­dad pa­sa­da, asió una bo­te­lla de cer­ve­za a medio lle­nar y la arro­jó con­tra la ro­cko­la. Los chis­pa­zos eléc­tri­cos sal­ta­ron como sor­das cen­te­llas gla­cia­les. Con ira gu­tu­ral, pro­pi­nó un pun­ta­pié a una silla ale­da­ña que, por poco, al­can­za a la des­nu­tri­da me­re­triz. La reac­ción de los pa­rro­quia­nos ven­tru­dos no se hizo es­pe­rar.

—Pero bueno, ¿qué le pasa a éste? —ex­cla­mó el pri­mer ba­rri­gu­do, mien­tras in­mo­vi­li­za­ba a Pedro Ramón ate­na­zán­do­le los bra­zos por la es­pal­da.

—¡Aquié­ta­te, ma­rrr­di­to bo­rra­cho des­gra­ciao! —gritó, asus­ta­da por los fo­go­na­zos que to­da­vía se­guía arro­jan­do la agó­ni­ca sin­fo­no­la, la des­nu­tri­da me­re­triz. Es­qui­va­ba, si­mul­tá­nea­men­te, las epi­lép­ti­cas pa­ta­das de Pedro Ramón, en inú­til es­fuer­zo por za­far­se.

—Llame a la po­li­cía, pai­sano, para que se lleve a este beodo —ma­ni­fes­tó el se­gun­do ba­rri­gu­do, ata­jan­do las pier­nas fre­né­ti­cas de Pedro Ramón.

—¡Suél­ten­me, si­ca­rios! —la ebria voz se des­te­jía en abis­mos de sa­li­va re­se­ca.

El por­tu­gués había co­gi­do un ga­rro­te, pa­re­ci­do a un rolo de po­li­cía, y se apro­xi­ma­ba ame­na­zan­te.

—¡Mau­di­to desh­gra­cia­du!

—¿Te vas a co­brar tus pi­ches ochen­ta bo­lí­va­res con mi vida? —Pedro Ramón pu­ja­ba con de­nue­do. En un re­co­do de su con­cien­cia, la abru­ma­do­ra vergüenza de su au­to­es­ti­ma pi­so­tea­da le im­pul­sa­ba a una pa­té­ti­ca ja­que­to­ne­ría—. Anda pues, mi­se­ra­ble. ¡Má­ta­me! ¡Má­ta­me para que sa­tis­fa­gas tus ras­tre­ros ins­tin­tos! ¡Có­bra­te con san­gre la mal­ha­da­da deuda que en in­faus­to día ad­qui­rí con­ti­go! ¡Y que los mil de­mo­nios del pa­raí­so de los ré­pro­bos car­guen des­pués con tu alma vil de fi­li­bus­te­ro y mer­ce­na­rio!

—Adiós ca­rri­zo, el ter­cio nos salió pico’e plata —pro­rrum­pió el pri­mer ba­rri­gu­do, apre­tan­do aún más los bra­zos de Pedro Ramón.

—Mejor es que llame a la po­li­cía, pai­sano —acon­se­jó el se­gun­do ba­rri­gu­do, ba­ta­llan­do con las exal­ta­das pier­nas de Pedro Ramón al tiem­po que se aper­ci­bía de la nada sa­lu­da­ble aten­ción del por­tu­gués.

—¡Aca­ben con­mi­go, ver­du­gos, ener­gú­me­nos, cen­tu­rio­nes de las ti­nie­blas! —voz aguar­den­to­sa, pas­to­sa, acri­mo­nio­sa en la ebrie­dad.

—¡La tuya, por si acaso es con­mi­go! —ri­pos­tó la des­nu­tri­da me­re­triz.

Atraí­das por el es­cán­da­lo, se aso­ma­ron las otras pros­ti­tu­tas, al­gu­nas de ellas sólo cu­bier­tas por pan­ta­le­tas y sos­tén, mien­tras que sus clien­tes tam­bién tra­ta­ban de atis­bar el re­bu­lli­cio pro­ve­nien­te del bar desde las ha­bi­ta­cio­nes del fondo del pa­si­llo.

—¡Con­tém­plen­me, oh he­tai­ras, oh mo­ra­do­ras de este sór­di­do mabil, en los mo­men­tos de mi pa­sión, cuan­do estos es­bi­rros pa­lur­dos me con­du­cen al gól­go­ta de mi falaz des­tino! ¡Dis­pon­gan de mi há­li­to vital, mal­di­tos can­cer­be­ros del averno!

La ca­be­za de Pedro Ramón Sojo se za­ran­dea­ba mos­tran­do es­cle­ró­ti­cas ex­tra­via­das.

—Este bo­rra­chín lo que está es alu­ci­nan­do —el pri­mer ba­rri­gu­do in­ten­ta­ba su­je­tar fir­me­men­te a su presa—. ¿Qué fue lo que le diste, por­tu­gués, para que se pu­sie­ra así?

—Ese ron que tú ven­des aquí como que está adul­te­ra­do, João —gritó un pa­rro­quiano en cal­zo­nes junto a la puer­ta en­tre­abier­ta de una de las ha­bi­ta­cio­nes del pa­si­llo. La chica que lo acom­pa­ña­ba lo haló nue­va­men­te hacia aden­tro.

—No les hagas caso, João —dijo la des­nu­tri­da me­re­triz—, y llama al pre­fec­to para que se lle­ven rá­pi­do a este re­vol­to­so.

—¿Y quem me paga la jrrro­co­la? Não sen­hor, eshto não se queda assim.

Pedro Ramón se puso lí­vi­do, con­te­nien­do la res­pi­ra­ción. Los demás pen­sa­ron, ins­tin­ti­va­men­te, en un ata­que de apo­ple­jía o algo si­mi­lar. Todos se pa­ra­li­za­ron, a la ex­pec­ta­ti­va por un se­gun­do cuan­do, de re­pen­te, Pedro Ramón bufó:

—¡Cayo Bruto! ¡Vi­no­ni! ¡Judas Is­ca­rio­te! ¡¡¡Mal­di­to seas!!!

—¡Agá­rre­lo bien, com­pay, que este ele­men­to se echa unas re­vi­vi­das raras! —el se­gun­do ba­rri­gu­do pug­na­ba con las ca­ni­llas tem­ble­qué­ri­cas del ebrio.

Pedro Ramón in­ten­ta­ba zafar sus miem­bros, como si en ello se le fuera la vida.

—¡Me ven­des por cua­ren­ta de­na­rios! ¡Pre­fie­ro morir antes que pre­sen­ciar ta­ma­ña iniqui­dad! ¡Llé­va­me, Luz­bel! ¡Ven por mí, ángel de las ti­nie­blas! ¡Te pre­fie­ro mil veces antes que caer en las he­dion­das fau­ces de estos pér­fi­dos rep­ti­les!

—Ca­ra­cho, com­pa­ñe­ro, ¡nos salió tea­tro gra­tis! —ba­ta­lló el pri­mer ba­rri­gu­do, su­dan­do co­pio­sa­men­te por el es­fuer­zo de in­mo­vi­li­zar al de­li­ran­te in­to­xi­ca­do.

El por­tu­gués se apro­xi­mó, aún más ame­na­zan­te.

—Bo­rras­hu do merda —mas­cu­lló, con furia al­mi­do­na­da—: me las vash a pagar tóu­dash y cada una de lash que me dé­besh.

Ya al­za­ba el ga­rro­te para pro­pi­nar­le a Pedro Ramón un golpe por las cor­vas, cuan­do una voz re­tum­bó desde la puer­ta prin­ci­pal del es­ta­ble­ci­mien­to.

—¿Qué acon­te­ce, João?

El alu­di­do reac­cio­nó a la au­to­ri­dad de la in­ter­pe­la­ción.

—Mire, sen­hor Viera, não esh la pri­mei­ra véish que eshte ceu­da­da­nu viene aquí a beber cer­ve­zín­hash y pre­tein­de irse sim pagar. Apar­te de que acaba de desh­trou­zar la jrrro­co­la por uma jrrra­bia que aga­rrou.

Viera se abrió paso entre los pre­sen­tes. Pedro Ramón per­ma­ne­cía casi lán­gui­do, su hu­ma­ni­dad opri­mi­da por el abra­zo so­fo­can­te del ba­rri­gu­do bi­cé­fa­lo.

—Ya veo —dijo el señor Viera, ob­ser­van­do la sin­fo­no­la de­te­rio­ra­da.

—Iba a sha­mar a la po­li­cía cuan­do o sen­hor she­gou —ex­pli­có, con­tri­to, João.

—Pero, antes de eso —in­te­rrum­pió el señor Viera, con es­ca­sos tra­zos de acen­to lu­si­tano al ha­blar—, me ima­gino que pen­sa­bas darle un pe­que­ño es­car­mien­to a este buen amigo.

—Mais u mé­nush...

Viera lo miró con acri­tud.

—¡Ni se te ocu­rra!

Se tornó hacia los dos ven­tru­dos.

—Dé­jen­lo ir, por favor.

Los dos com­pa­dres se mi­ra­ron entre sí y luego po­sa­ron su mi­ra­da en el hom­bre que, con re­po­sa­da au­to­ri­dad, los con­mi­na­ba a dejar libre al bo­rra­cho. La ac­ti­tud de acep­ta­ción subal­ter­na de João los acabó de de­ci­dir.

Pedro Ramón des­per­tó de su omi­no­so le­tar­go al sen­tir li­bres sus ex­tre­mi­da­des. Paseó su vista al­re­de­dor como si no com­pren­die­ra nada de lo que es­ta­ba ocu­rrien­do.

—Amigo Sojo —Viera co­lo­có una mano com­pren­si­va en su hom­bro—, vá­ya­se a su casa tran­qui­la­men­te. ¿Me ha es­cu­cha­do?

A tra­vés de una con­fu­sión im­preg­na­da de bro­cha­zos de neón, la dig­ni­dad afec­ta­da de Pedro Ramón se ir­guió una vez más. En­sa­yan­do una pose de fé­ru­la agrie­ta­da, agra­de­ció la opor­tu­na ayuda de su bien­he­chor.

—Así se habla, mi di­lec­to ca­ma­ra­da, así se habla... Quie­ra Dios que nos con­si­ga­mos de nuevo en oca­sión más pro­pi­cia para fes­te­jar de­bi­da­men­te este ex­cel­so mo­men­to. Desea­ría, asi­mis­mo, que fuese usted mi in­vi­ta­do para aga­sa­jar­le me­re­ci­da­men­te por su ca­li­dad de prohom­bre ser­vi­cial, ho­nes­to, leal y...

—No se preo­cu­pe, señor Sojo —in­te­rrum­pió Viera la lo­cua­ci­dad ma­rea­da de Pedro Ramón—, que ya ten­dre­mos tiem­po más ade­lan­te para de­par­tir.

—Para brin­dar —in­sis­tió Pedro Ramón.

—Ajá, para brin­dar. Mien­tras tanto, vá­ya­se ya para su casa. No tenga pena.

João veía a su pa­trón con preo­cu­pa­ción.

—Peru, sen­hor Viera...

—Fica tran­qui­lo, João —lo calmó el señor Viera.

Pedro Ramón in­sis­tía con el brin­dis.

—Como decía el vate: «La oca­sión la pin­tan calva». Sería bueno no des­me­re­cer los au­gu­rios que nos ofre­ce el hado...

Viera hizo un gesto apre­mian­te a los ba­rri­gu­dos, en­tre­gán­do­les sen­dos bi­lle­tes de diez bo­lí­va­res.

—Llé­ven­lo a su casa —or­de­nó Viera al se­gun­do ven­tru­do.

—¿Y dónde será eso? —in­te­rro­gó el alu­di­do.

—En la calle Fe­de­ra­ción, como a dos cua­dras de aquí. Verán es­ta­cio­na­do un Ca­di­llac El Do­ra­do en­fren­te.

—¿El de José Gre­go­rio Li­vo­ri­ni? —pre­gun­tó el pri­mer ven­tru­do.

Al es­cu­char ese nom­bre, Pedro Ramón se tensó como cuer­da de con­tra­ba­jo.

—Ese mismo —res­pon­dió Viera, para luego su­su­rrar pre­ten­dien­do no ser es­cu­cha­do por el ebrio cau­san­te del des­ba­ra­jus­te—, y si están aquí de re­gre­so en menos de quin­ce mi­nu­tos la casa les brin­da­rá otra ronda.

Pedro Ramón reac­cio­nó con in­dig­na­ción ce­na­go­sa.

—No, no, no quie­ro ir allí. Quie­ro que­dar­me aquí, quie­ro brin­dar por el nácar de la luna, por el in­cien­so de las grie­tas, por el...

—Llé­ven­se­lo —re­afir­mó el señor Viera.

—¡No deje que me lle­ven, mi di­lec­to amigo!

Los dos ven­tru­dos lo afe­rra­ron con fir­me­za a la par que lo arras­tra­ban.

—¡Será mi sa­cri­fi­cio! ¡No deje que me arran­quen el co­ra­zón en el teo­ca­li! ¡No, Moc­te­zu­ma, no, noooo!

—¿Y cómo queda o pagu de la jrrro­co­la, sen­hor Viera?

—Ma­ña­na arre­glo eso con José Gre­go­rio Li­vo­ri­ni, João. Él es quien lleva los asun­tos de Pedro Ramón Sojo.

João se ras­ca­ba la pa­ti­lla iz­quier­da.

—¿Não é ese o cara que sem­pre anda con uma tri­guen­ho­ta bue­na­mo­zo­ta?

—Ésa es la es­po­sa de Pedro Ramón.

—¡Casho em la manga!

A todas estas, Pedro Ramón era lle­va­do en peso por sus dos en­tu­sias­ma­dos guar­dia­nes, quie­nes ya sa­bo­rea­ban en su ima­gi­na­ción las cer­ve­zas pro­me­ti­das por li­brar al ne­go­cio de los lu­si­ta­nos de tan en­go­rro­so clien­te.

Pedro Ramón, en su pe­gos­to­so de­li­rio, con­ti­nua­ba con su ri­tor­ne­llo de in­cohe­ren­cias.

—¿Por qué, Ama­li­vac, dejas que me con­su­ma en esta char­ca em­pon­zo­ña­da? Lí­bra­me, por todos los cie­los, de este ame­dren­ta­mien­to eléc­tri­co para que mi verbo no se vea cons­tre­ñi­do y pueda, al fin, re­ve­lar la ver­dad con­te­ni­da en el ar­cano de los tiem­pos...

—Qué vaina, com­pay, ten­dre­mos que ca­lar­nos a este dis­cur­se­ro.

—No aflo­je, com­pi­ta, que ya es­ta­mos lle­gan­do.

—...​mi sa­cri­fi­cio será un parto vi­sio­na­rio, un sus­pi­ro que li­be­ra­rá al hom­bre del dogal de la re­pug­nan­te muer­te, puen­te de cés­ped entre la in­do­len­cia ba­la­dí y el...

Un tran­seún­te, en medio de la brisa de las once y media de la noche:

—Cará, ahí lle­van otra vez a Pedro Ramón, muer­to de la pea y ha­blan­do más pen­de­ja­das que un guaro des­pués de un agua­ce­ro.

Arri­ba­ron, por fin, a la casa de la calle Fe­de­ra­ción. El Ca­di­llac es­ta­ba apar­ca­do en­fren­te. Como por arte de bir­li­bir­lo­que, Pedro Ramón en­mu­de­ció.

—Bueno, maes­tro —dijo el pri­mer ba­rri­gu­do—, ya llegó. Mé­ta­se para aden­tro y acués­te­se para que se le pase esa juma.

—¿Lo de­ja­mos aquí en el za­guán, com­pi­ta? —pre­gun­tó el se­gun­do ba­rri­gu­do.

—¿Qué quie­re, com­pay, que lo lleve car­ga­do hasta su cama y lo arro­pe con una co­bi­ja pelúa?

—Por lo menos to­que­mos la puer­ta para que al­guien de aden­tro venga y lo re­co­ja.

—No-ó, gallo. Hasta aquí llegó el ca­ri­ño.

—Monós, en­ton­ces.

—Monos, dijo Mo­na­gas.

—Nos juíiiii­mos, como dicen Los Co­rra­le­ros de Ma­ja­gual.

Al sa­ber­se en te­rri­to­rio co­no­ci­do, Pedro Ramón reac­cio­nó, más por fuer­za de la cos­tum­bre, guia­do por una es­pe­cie de tro­pis­mo des­nu­do, que por ra­cio­ci­nio cons­cien­te. Sus pasos re­so­na­ban que­da­men­te en el piso de gri­ses mo­sai­cos. «Tanto tiem­po vien­do la misma im­per­tur­ba­ble si­me­tría de estas losas», pensó, «que ya debo te­ner­las ta­lla­das con buril en las te­la­ra­ñas de mi alma.» El co­ra­zón de Jesús en­mar­ca­do en ba­ke­li­ta lo ob­ser­va­ba desde la luz ama­ri­llo­sa del apli­que co­bri­zo en­ci­ma del an­te­por­tón, con ese atis­bo acu­sa­dor e im­per­té­rri­to de todos los san­tos re­fu­gia­dos de­trás de vi­drios ti­bios. Pedro Ramón le de­vol­vió la mi­ra­da, ines­ta­ble por el fer­men­to del des­equi­li­brio nau­sea­bun­do de su ca­be­za. «¿Qué me ves, be­lla­co?», mur­mu­ró, sin­tien­do una opre­sión ma­ci­len­ta en la pe­sa­dez de su res­pi­ra­ción. La sa­li­va se le atas­ca­ba en la re­se­que­dad del pa­la­dar.

Es­cu­chó su­su­rros de­trás de la puer­ta. Eran ellos, lo sabía. Se apro­xi­ma­ban. In­ten­tó re­cu­pe­rar, en gesto des­a­fi­na­do, algo de al­ti­vez para dis­fra­zar un poco la ruin­dad de su facha y de su porte.

La puer­ta se abrió.

La mi­ra­da des­pec­ti­va de José Gre­go­rio Li­vo­ri­ni le ma­ce­ró las sie­nes.

—Ah ca­ram­ba, ¿cómo está ese gran jefe? Pase ade­lan­te, no se quede ahí —la voz grue­sa y ca­ver­no­sa, con su ca­den­cia im­pe­ra­ti­va, no le dejó al­ter­na­ti­va.

Se in­tro­du­jo en el re­ci­bo con un es­fuer­zo que le hizo sen­tir en la nuca la carne de ga­lli­na. Como de cos­tum­bre, Elena ni se dignó a verlo al pasar, cual si fuera un bicho, un in­sec­to, o peor aún, como si no exis­tie­se.

Los oía cu­chi­chear. Qui­zás se es­ta­rían rien­do de él, bur­lán­do­se cruel­men­te de su mi­se­ria como hom­bre. Lo em­bar­ga­ba un pen­sa­mien­to crudo, más in­tui­do que ra­zo­na­do. Pero esa noche, no sabía por qué, co­men­za­ba a men­ta­li­zar­lo, a di­ge­rir­lo, a des­me­nu­zar­lo. Por algún res­qui­cio se le es­ta­ba co­lan­do una se­di­ción, a tra­vés de una cos­tra se­di­men­ta­da de iniqui­dad y vi­le­za.

La reac­ción con­di­cio­na­da por tan­tos años de ba­je­za le con­du­cía a la pieza que ocu­pa­ba al fondo de la casa so­la­rie­ga. Los lu­ce­ros del fir­ma­men­to lo guia­ban como si fuera una res na­ri­cea­da. Mas no esa noche. Tenía que pen­sar. Tenía que so­pe­sar su vida. Tenía que opo­ner­se a los re­bu­llo­nes.

Sí. Es­cu­dri­ñar­lo todo. Re­vol­ver todos los ar­ma­rios y ga­ve­tas de su es­pí­ri­tu, como en un psi­coa­ná­li­sis vis­ce­ral, ín­ti­mo y des­ga­rra­dor. El au­to­rre­tra­to de su muer­te en vida.

Llegó a la pieza. En­cen­dió el bom­bi­llo y se quedó vién­do­lo fi­ja­men­te, aguar­dan­do a que los mos­qui­tos de la noche arran­ca­ran su con­to­neo pe­tu­lan­te y alo­ca­do al­re­de­dor de la luz ama­ri­llo­sa y tris­to­na. Las acua­re­las de su alma.

Elena. Elena. Ahora lo com­pren­día. Ella no era cul­pa­ble de este des­ga­rra­mien­to inac­ce­si­ble que lo ema­ció cual car­ci­no­ma voraz desde el pri­mer día que la vio y en las in­con­ta­bles oca­sio­nes que la si­guió hasta la casa del ma­ta­co­chino y la vieja dul­ce­ra. Era, en­ton­ces, un mu­cha­cho in­ge­nuo afi­cio­na­do a la poe­sía, a la mú­si­ca clá­si­ca y a las pocas pe­lí­cu­las de autor que acer­ta­ban a pasar en el cine Ma­na­pia­re. Un joven de sen­si­bi­li­dad al­truis­ta en un rin­cón per­di­do del llano. Tales re­fi­na­mien­tos pro­vo­ca­ban en sus coe­tá­neos bur­las y chas­ca­rri­llos, y aun dudas acer­ca de su hom­bría. Huér­fano desde tem­pra­na edad, Pedro Ramón había cul­ti­va­do sus pe­cu­lia­res gus­tos en la so­le­dad. Nunca había sen­ti­do el agui­jón ar­dien­te de las pa­sio­nes ni el sae­ta­zo de la con­go­ja hasta que per­ci­bió, por vez pri­me­ra, el olor a humo fla­gran­te y a ho­ja­ras­ca cul­pa­ble de Elena.

Fue una ob­se­sión que se le clavó como un dardo ex­qui­si­to en los sue­ños, en los in­som­nios y en el bajo vien­tre. Los poe­mas abs­tru­sos que es­cri­bía para el pe­rio­di­qui­to de don Lo­ren­zo Mi­ran­da To­le­do —ple­tó­ri­cos de di­ver­ti­men­tos pom­po­sos sobre la exu­be­ran­te na­tu­ra­le­za del llano y de me­tá­fo­ras pea­to­na­les sobre las aves y las nubes— se con­vir­tie­ron en la­men­tos ago­bia­dos de ma­reas des­pe­cha­das. Eran men­sa­jes sin des­ti­na­ta­rio, ya por su ti­mi­dez pro­ver­bial o, bien sim­ple­men­te, por­que el ob­je­to de su de­li­rio se sal­ta­ba la lec­tu­ra de la sec­ción li­te­ra­ria del pe­rio­di­qui­to para con­cen­trar­se en la sec­ción de so­cia­les.

El res­plan­dor del bom­bi­llo lo hip­no­ti­za­ba, aun es­tan­do fuera de foco. Sus me­mo­rias de aque­lla época eran un ma­za­co­te de arias de En­ri­co Ca­ru­so y de su­do­ro­sas no­ches de vi­gi­lias poé­ti­cas con don Lo­ren­zo, su cuasi con­fi­den­te.

—Mu­cha­cho, ¿y quién es esa le­ja­na Bea­triz, esa in­fran­quea­ble Dul­ci­nea que ha ce­ga­do tu luz de esa in­cor­dial ma­ne­ra? —le pre­gun­ta­ba el viejo in­te­lec­tual pue­ble­rino.

Y Pedro Ramón se re­me­mo­ra­ba ti­mo­ra­to, como un le­pro­so en­de­ble. Su­fría de vér­ti­gos in­do­lo­ros ante el vis­lum­bre de la aca­ne­la­da be­lle­za que mar­ti­ri­za­ba sus no­ches so­li­ta­rias. Le dio por es­piar­la; por se­guir­la de lejos; por re­tor­cer­se de celos al verla pasar con Me­dar­do En­ri­le, con Lino Fra­ga­chán y con aquel ga­lan­za­so de pro­fe­sor («¿Era Que­sa­da que se lla­ma­ba el tu­nan­te?») que tenía aquel con­ver­ti­ble y que des­a­pa­re­ció de un día para otro de estos con­tor­nos sin que se su­pie­ra más nada de él. La ob­ser­va­ba desde la co­bar­de dis­tan­cia de su pu­si­la­ni­mi­dad, sa­cu­dién­do­se de per­tur­ba­do­res es­ca­lo­fríos cuan­do se pro­po­nía —de una vez por todas y para siem­pre— abor­dar­la, ha­blar­le, verla de cerca y de­cla­rar­le, sin cor­ta­pi­sas, su amor, su pa­sión, su lo­cu­ra, su crea­ti­vi­dad des­bo­ca­da en desa­ti­na­dos poe­mas sin rima para la tinta de la im­pren­ta del pe­rio­di­qui­to de don Lo­ren­zo.

Y re­cor­dó tam­bién, su­dan­do la vergüenza, aque­lla tarde le­ja­na, im­preg­na­da de la fra­gan­cia de los años 50, cuan­do se la pre­sen­ta­ron. Sí, ahora se acor­da­ba bien. Nunca lle­ga­ría a bo­rrar­lo por com­ple­to de su mente, así lo guar­da­se en los re­co­ve­cos del alma.

Fue en una ter­ne­ra, en un fundo de Al­fre­do En­ri­le Salom. Es­ta­ba en un co­rri­llo, ha­blan­do de los poe­tas y co­ple­ros del llano con don Lo­ren­zo y los due­ños de casa. Re­pen­ti­na­men­te, se es­cu­chó la voz ca­rras­po­sa de Lino Fra­ga­chán dando las bue­nas tar­des y unién­do­se, im­pul­si­va­men­te, al grupo. El foco de la con­ver­sa­ción se des­vió. Sin­tió un dis­gus­to mar­cial por la in­te­rrup­ción de su tema fa­vo­ri­to. Y la vio a ella, ahí mismo, a su lado. Las ro­di­llas se le con­vir­tie­ron en atole.

—Quie­ro pre­sen­tar­les a Elena Ber­nár­dez. Acaba de ser elec­ta novia del es­tu­dian­ta­do mi­gua­que­ño —dijo Lino Fra­ga­chán.

Ros­tro de­mu­da­do de la se­ño­ra En­ri­le quien, a duras penas, le dio la mano a Elena y pidió per­mi­so. Pedro Ramón, ha­cien­do un es­fuer­zo inau­di­to, logró es­ti­rar su brazo.

—Mucho gusto. Pedro Ramón Sojo —ex­pre­só, con un li­ge­ro tar­ta­mu­deo en sus manos su­da­das.

—En­can­ta­da. Elena Ber­nár­dez.

Y eso fue todo. La mu­cha­cha ni si­quie­ra le miró de sos­la­yo. In­me­dia­ta­men­te, Lino Fra­ga­chán y ella se mar­cha­ron.

—Qué en­can­to de cria­tu­ra —co­men­tó Al­fre­do En­ri­le Salom en­go­lo­si­na­do.

—Es una ninfa, una musa, una ins­pi­ra­ción su­bli­me. ¿No te pa­re­ce, Pedro Ramón? —pre­gun­tó don Lo­ren­zo.

—¿Ah? —atinó a decir el alu­di­do.

Desde aquel ins­tan­te, esa he­ma­tu­ria lu­mi­no­sa no le dejó en paz. Pro­cu­ra­ba apa­re­cér­se­le in­tem­pes­ti­va­men­te. Se le atra­ve­sa­ba en el ca­mino, fin­gien­do ca­sua­li­dad, para ofre­cer­le com­pa­ñía. Ella se ex­cu­sa­ba con co­que­ta in­di­fe­ren­cia: era su es­ta­do de gra­cia na­tu­ral.

Pedro Ramón des­fa­lle­cía ator­men­ta­do.

Un do­min­go en la tarde tuvo, al fin, la oca­sión de to­par­se con ella, a solas. «Es ahora o nunca», pensó. Como ya era usual, le ofre­ció es­col­tar­la hasta su casa. Ella no rehu­só. Co­men­zó, en­ton­ces, a ha­blar­le con el len­gua­je am­pu­lo­so de exal­ta­ción. La des­cri­bió como flor de éx­ta­sis, lu­ce­ro má­gi­co, cielo del mis­mí­si­mo cielo en ver­sos ar­do­ro­sos. Le su­pli­có pie­dad para el im­plo­ran­te, para el as­ce­ta abo­chor­na­do que era él mismo.

Si no hu­bie­ra es­ta­do po­se­so por esa im­pul­si­vi­dad flu­vial, ha­bría no­ta­do una au­sen­cia des­es­pe­ran­za­da, una má­cu­la la­ce­ran­te en la lo­za­nía de la mu­cha­cha. Sus ojos per­ma­ne­cían opa­cos y dis­tan­tes. Su ha­bi­tual ac­ti­tud de prin­ce­sa re­ga­lo­na se había di­si­pa­do en aires en­claus­tra­dos.

En la acera norte de la calle Li­ber­tad co­men­za­ba una in­vi­si­ble pero pre­ci­sa­ble di­vi­sión en la ca­li­dad so­cial de los ha­bi­tan­tes de Mi­gua­que. De aquel lado, la po­bre­za con­te­ni­da, la sor­di­dez di­si­mu­la­da, la vul­ga­ri­dad de la me­dia­ne­ría. Al lle­gar ahí, Elena se de­tu­vo, inex­pli­ca­ble­men­te. Las bea­tas que cru­za­ban en su ca­mino hacia la misa de 6 la mi­ra­ban de reojo, ru­mian­do su des­apro­ba­ción en­vi­dio­sa. Pedro Ramón sin­tió el ago­bio po­ro­so del tiem­po de­ci­si­vo.

—Elena, cá­sa­te con­mi­go.

Hasta ese mo­men­to, las pa­la­bras de Pedro Ramón ha­bían sido como zum­bi­dos de mos­cas en sus oídos. Se tornó y lo miró con ex­pec­ta­ti­va cu­rio­sa.

—Elena, cá­sa­te con­mi­go —el bom­bi­llo des­pi­dió un ful­gor am­ba­rino mien­tras Pedro Ramón, sen­ta­do al borde del ca­mas­trón, re­cor­da­ba la ex­tra­ña ex­pre­sión de Elena.

—No sé —dijo ella, es­cue­ta­men­te, pri­sio­ne­ra de dudas rí­gi­das.

—Debo pa­re­cer­te un im­pul­si­vo, Elena, pero quie­ro de­cir­te que te has con­ver­ti­do en una ob­se­sión para mí. Estoy enamo­ra­do de ti.

—Hasta luego —fue su res­pues­ta.

Pedro Ramón la vio ale­jar­se, atra­ve­san­do el polvo glo­bu­lar de una tarde de do­min­go ago­ni­zan­te.

Pedro Ramón in­sis­tió. Todos los días la es­pe­ra­ba, la acom­pa­ña­ba, la vi­gi­la­ba. Se hizo ha­bi­tual en la bo­de­ga de Cán­di­do, su re­blan­de­ci­do y fofo her­mano. Com­par­tía la ter­tu­lia di­cha­ra­che­ra de la vieja dul­ce­ra en el re­du­ci­do es­pa­cio del fogón de las mul­ti­fra­gan­cias.

Hasta que un día, de so­pe­tón:

—Está bien, Pedro Ramón. Seré tu es­po­sa.

Se quedó per­ple­jo por lo des­co­mu­nal de su oceá­ni­co re­go­ci­jo.

—Pero quie­ro que nos ca­se­mos ahora mismo, de ser po­si­ble.

En medio de su gozo, Pedro Ramón no se hizo de rogar. A la se­ma­na ya es­ta­ban uni­dos en ma­tri­mo­nio civil y ecle­siás­ti­co.

El aura nic­ti­tan­te del fi­la­men­to se re­fle­ja­ba en el sudor am­bu­lan­te de sus sie­nes.

«Elena», pensó, «tan cerca y tan lejos de mí.» Re­cor­dó su cuer­po duro y es­qui­vo que, al poco tiem­po, lucía de­for­me, abom­ba­do y cru­za­do de vasos ca­pi­la­res por la ges­ta­ción. Re­cor­dó sus la­bios in­ci­tan­tes desde el ex­te­rior, mas yer­tos y ca­ren­tes de ardor cuan­do los be­sa­ba. Re­cor­dó sus ojos pro­fun­dos y aje­nos. Re­cor­dó sus re­pe­ti­dos fra­ca­sos por ha­cer­la tem­blar de pla­cer, por ex­ci­tar­la en sus bra­zos. Re­cor­dó sus tor­pes apro­xi­ma­cio­nes, sus tor­pes manos, sus tor­pes ca­ri­cias. Re­cor­dó sus eya­cu­la­cio­nes pre­co­ces. Re­cor­dó a Elena de­ba­jo de él, in­di­fe­ren­te, au­sen­te, frí­gi­da en la at­mós­fe­ra de sus pre­sen­cias cor­po­ra­les, cual es­pí­ri­tu erran­te y re­bel­de.

La vi­sión del bom­bi­llo ahora es­ta­ba em­pa­ña­da por sus lá­gri­mas.

Su ma­tri­mo­nio con Elena sig­ni­fi­có el co­mien­zo del de­rrum­be. Una serie de malas ne­go­cia­cio­nes inició la lenta merma de su pa­tri­mo­nio. Nunca había sido hom­bre para li­diar con la reali­dad, pero siem­pre había po­di­do man­te­ner una esen­cia bá­si­ca de ha­bi­li­dad ad­mi­nis­tra­ti­va. No más.

Su ob­se­sión no hacía más que cre­cer al con­fron­tar su fra­ca­so como macho ante la cer­ca­nía de Elena. Su ins­pi­ra­ción li­te­ra­ria, esa se­cre­ta am­bi­ción que lo es­ti­mu­la­ba a er­guir­se por sobre las mi­se­rias co­ti­dia­nas, se eva­po­ró. Don Lo­ren­zo le re­cri­mi­na­ba ama­ble­men­te por no haber man­da­do más co­la­bo­ra­cio­nes para la sec­ción li­te­ra­ria del pe­rio­di­qui­to. A Pedro Ramón le pa­re­cía ser ob­je­to de zahi­rien­tes re­cri­mi­na­cio­nes. Y cada año que trans­cu­rría sig­ni­fi­ca­ba pér­di­das y más pér­di­das en tie­rras y ca­pi­tal.

Para colmo, el niño había sa­li­do en­fer­mi­zo. Al prin­ci­pio, Elena se des­ve­la­ba con los acha­ques del pe­que­ño: fre­cuen­tes y al­tí­si­mas fie­bres, ata­ques de asma, tos­fe­ri­na, sa­ram­pión, le­chi­na, pa­pe­ras, anemia. Al cabo de un par de años, co­men­zó a de­sen­ten­der­se. La vieja dul­ce­ra se hizo cargo del chi­pi­lín ante la in­di­fe­ren­cia cada día mayor de sus pa­dres.

No tardó Pedro Ramón en per­ca­tar­se, aun­que se aco­bar­da­ra en re­co­no­cer­lo cons­cien­te­men­te, de que Elena había vuel­to a las an­da­das. Nue­va­men­te se le veía en com­pa­ñía de los vie­jos ver­des de Mi­gua­que y Te­na­pa, son­sa­cán­do­los con sus mañas de ape­ti­to­sa man­ce­ba. Los celos re­pri­mi­dos lo lle­va­ron al al­cohol.

Y José Gre­go­rio Li­vo­ri­ni irrum­pió en la vida de todo el mundo.

Había per­ma­ne­ci­do ale­ja­do de la ci­vi­li­za­ción du­ran­te los tres años de go­bierno adeco y la sub­si­guien­te dic­ta­du­ra pe­rez­ji­me­nis­ta, ocu­pa­do en aten­der sus hatos. De cuan­do en cuan­do lle­ga­ban a Mi­gua­que las no­ti­cias de sus lan­ces per­so­na­les en le­ja­nos pue­blos de Guá­ri­co y Apure, lo que acre­cen­ta­ba su le­yen­da de hom­bre de armas tomar.

Un buen día, poco des­pués del de­rro­ca­mien­to de la dic­ta­du­ra, los mi­gua­que­ños per­ci­bie­ron una le­gión de al­ba­ñi­les y car­pin­te­ros dán­do­se a la tarea de res­tau­rar el viejo ca­se­rón de la calle La Cuai­ma, donde había pe­re­ci­do Sil­ves­tre Lin­dano de un ba­la­zo en la fren­te, dis­pa­ra­do cer­te­ra­men­te por el ul­te­rior­men­te pro­pie­ta­rio del in­mue­ble y con­so­la­dor de la viuda del fi­na­do, el ge­ne­ral Anacle­to Li­vo­ri­ni.

Al poco tiem­po apa­re­ció José Gre­go­rio, se­gui­do de una le­gión de es­pal­de­ros, to­man­do po­se­sión de la an­chu­ro­sa re­si­den­cia. Desde ahí di­ri­gía sus ne­go­cios ga­na­de­ros, in­mo­bi­lia­rios y de usura. Todos los años des­lum­bra­ba a los lu­ga­re­ños con un vehícu­lo úl­ti­mo mo­de­lo, in­va­ria­ble­men­te Ca­di­llac.

Era inevi­ta­ble el que Elena y Li­vo­ri­ni se tro­pe­za­sen en el ca­mino. Dos ani­ma­les del monte, de na­tu­ra­le­za nada am­bi­guas pero equi­va­len­tes. Por un lado, la he­chi­ce­ra a pesar de ella misma. Por el otro, el tigre en los rau­da­les. No tar­da­ron en ha­cer­se aman­tes. Todo el mundo en Santa Narda de Mi­gua­que se hacía la vista gorda.

Pedro Ramón sin­tió que el vapor ru­mo­ro­so del bom­bi­llo des­gua­za­ba la mica de in­dig­ni­dad y fin­gi­da ig­no­ran­cia que le ve­la­ba el pen­sa­mien­to. Se sabía ahíto de vergüenza. Es­ta­ba man­ci­lla­do por el enojo acu­mu­la­do du­ran­te años de ve­ja­cio­nes y fra­ca­sos. Se aho­ga­ba de có­le­ra.

Salió al patio y res­pi­ró pro­fun­da­men­te. La mo­do­rra del al­cohol daba paso a una de­ter­mi­na­ción des­co­no­ci­da. Tenía que hacer algo. Pero, ¿qué?

En eso notó que Pedro Es­te­ban lle­ga­ba de la calle y se di­ri­gía a su ha­bi­ta­ción. Era otro ser en su cos­mo­go­nía de es­pí­ri­tus bur­lo­nes. ¿Qué era aquel mu­cha­cho? Una nave a la de­ri­va, qui­zás. Tenía que serlo pues­to que ni él ni Elena nunca le ha­bían pres­ta­do de­ma­sia­da aten­ción y, por sobre todas las cosas, los críos ne­ce­si­tan siem­pre de calor y afec­to por parte de sus pa­dres. Pedro Ramón lo sabía en carne pro­pia por­que había que­da­do huér­fano desde muy pe­que­ño. «Nunca es de­ma­sia­do tarde para re­me­diar los en­tuer­tos», pensó. Se en­ca­mi­nó hacia la ha­bi­ta­ción del ado­les­cen­te.

Abrió la puer­ta. So­ji­to se des­ves­tía. Pedro Ramón in­ten­tó son­reír pa­ter­nal­men­te. So­ji­to vio una mueca en la de­mu­da­da faz de aquel ser que desem­pe­ña­ba en su tea­tro par­ti­cu­lar el rol de pro­ge­ni­tor. Se in­dig­nó. Pedro Ramón pen­sa­ba para sus aden­tros, en tér­mi­nos so­brios, pero lo que re­pro­du­cían su cara y sus ges­tos eran los ma­nie­ris­mos ler­dos de los beo­dos. Pedro Es­te­ban lo miró con des­pre­cio y fas­ti­dio. Pedro Ramón pre­ten­dió ju­gar­le una chan­za ama­ble, con voz ri­sue­ña y afec­tuo­sa, pero su gar­gan­ta lo trai­cio­nó con un chi­lli­do ba­bo­so ri­be­tea­do de his­te­ria.

—¿Por qué no te cor­tas el ca­be­llo, mu­cha­cho viejo feo, que pa­re­ces una mu­jer­ci­ta?

Avan­zó para abra­zar a su hijo. Pedro Es­te­ban vio a una es­pe­cie de zom­bie ma­lo­lien­te y gra­sien­to que se le apro­xi­ma­ba con in­ten­cio­nes de mo­les­tar­lo y abru­mar­lo con mon­ser­gas de loro ebrio. Fuera de sí y presa de una furia re­lam­pa­guean­te, lo ex­pul­só con saña, ce­rran­do vio­len­ta­men­te la puer­ta. Pedro Ramón tras­ta­bi­lló y cayó de bru­ces por se­gun­da vez en la noche.

So­ji­to se acos­tó en su chin­cho­rro sin­tien­do vio­len­tos es­pas­mos en toda su es­ca­sa es­ta­tu­ra. «Tengo que irme de aquí», pensó una y otra vez. La res­pi­ra­ción le fa­lla­ba y la vista se le nu­bla­ba. «Tengo que irme de esta mal­di­ta casa de locos antes de que yo tam­bién su­cum­ba.» La reite­ra­ción del mismo pen­sa­mien­to plenó su mente hasta que el sueño lo ven­ció.

Pedro Ramón palpó el hi­li­llo de san­gre que bro­ta­ba de sus la­bios par­ti­dos. Rio para sus aden­tros sin saber por qué. Se le­van­tó des­ma­ña­da­men­te. «Otra vez el con­de­na­do mareo», rumió. Se sin­tió mal. El ins­tin­to lo llevó de nuevo a su pieza. Hurgó en un viejo baúl y con­si­guió una car­te­ri­ta de caña clara. Tragó largo y re­cu­pe­ró en parte su me­mo­ria per­di­da.

Sú­bi­ta­men­te los vio con cla­ri­dad su­pi­na, sin bru­mas, como si es­tu­vie­ran allí mismo, de cuer­po en­te­ro. Re­fo­ci­lán­do­se en su cama cual bes­tias, sal­va­je­men­te y sin tre­guas. Li­vo­ri­ni pa­sa­ba su len­gua bí­fi­da de ma­pa­na­re por todo el cuer­po de ella y po­sa­ba sus ojos ama­ri­llo­sos y man­cha­dos de tigre ce­ba­do (o, más bien, ¿era el bom­bi­llo que se había trans­for­ma­do en sus pu­pi­las?) en la mata tu­pi­da del sexo de Elena mien­tras se le veía el vien­tre latir des­afo­ra­da­men­te y él era un cu­na­gua­ro ágil y ar­te­ro y fá­li­co sobre ella.

Pedro Ramón se aba­lan­zó sobre la vi­sión.

Quedó con la cara sobre la al­moha­da, man­chán­do­la de san­gre, mien­tras so­llo­za­ba, sin freno, su im­po­ten­cia.

—¡Por mi madre que los voy a matar! ¡Así sea lo úl­ti­mo que haga! ¡Por mi madre!

Lo re­pi­tió in­fi­ni­tas veces en aque­lla noche larga como una cer­ba­ta­na de indio Pa­na­re.

10/23
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Nicolás Soto, 1997
Por el mismo autor RSSNo hay más obras en Badosa.com
Fecha de publicaciónJulio 2002
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n126-10
Opiniones de los lectores RSS
Su opinión
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)