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La restitución de los sentidos

Ariel Urquiza
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Si todas las cosas se volviesen humo, las distinguiríamos con la nariz.
Heráclito

El pri­mer hecho alar­man­te ocu­rrió cuan­do un con­si­de­ra­ble nú­me­ro entre no­so­tros co­men­zó a su­frir el pau­la­tino avan­ce de la ce­gue­ra. No mucho tiem­po des­pués todos ha­bía­mos per­di­do la vi­sión. El des­con­cier­to co­rría hacia todas par­tes. Como siem­pre su­ce­de cuan­do algo no se llega a com­pren­der, todo ar­gu­men­to ima­gi­na­ble fue to­ma­do como pa­lia­ti­vo de la ver­dad au­sen­te.

En las zonas poco po­bla­das fue como si un gran manto obs­tru­ye­ra la luz y apa­ga­ra los áni­mos. Las gran­des co­mu­ni­da­des, en cam­bio, su­frie­ron un co­lap­so rui­do­so; el pá­ni­co y la in­cer­ti­dum­bre hi­cie­ron es­tra­gos.

Cuan­do ya no hubo no­ti­cias de al­guien que con­ser­va­ra la vista y que pu­die­ra in­for­mar­nos si el mundo per­ma­ne­cía en su curso y si la luz aún lle­ga­ba hasta no­so­tros, su­ce­dió que co­men­za­mos a ol­vi­dar los so­ni­dos. Casi todos ha­bían que­da­do sor­dos, y yo to­da­vía podía oír sus ver­bos ner­vio­sos gri­tan­do con de­ses­pe­ra­ción en busca de algún even­tual oyen­te.

Des­pués de que todos per­dié­ra­mos la vi­sión y la au­di­ción, no nos sor­pren­dió de­ma­sia­do per­der todos los otros sen­ti­dos, hasta que por úl­ti­mo per­di­mos el tacto. Esto quie­re decir que no po­día­mos sen­tir nues­tra res­pi­ra­ción, el roce o el golpe con­tra otro cuer­po. No po­día­mos sen­tir si­quie­ra si nues­tros cuer­pos se en­con­tra­ban acos­ta­dos, mo­vién­do­se, ca­yen­do, ro­dan­do o que­mán­do­se en medio del in­fla­ma­ble vien­to. Que­da­mos in­co­mu­ni­ca­dos, pre­sos en nues­tras pro­pias men­tes. Nos en­fren­ta­mos a nues­tro ser con tanto miedo y de­ses­pe­ra­ción, que lle­ga­mos a dudar de cada pen­sa­mien­to, de cada idea que se nos pre­sen­ta­ba, por­que la alie­na­ción era in­men­sa. Es­tá­ba­mos en­ce­rra­dos en un ca­la­bo­zo tan in­men­su­ra­ble como el uni­ver­so, y todo lo que allí había era ese ser ti­rano y egoís­ta que es uno mismo.

Por su­pues­to que es im­po­si­ble ima­gi­nar lo que esto sig­ni­fi­ca. Basta decir que nues­tras men­tes cam­bia­ron in­me­dia­ta­men­te su fun­cio­na­mien­to: per­di­mos toda idea del es­pa­cio y del tiem­po; la ló­gi­ca y el ra­zo­na­mien­to fue­ron es­fu­mán­do­se, hasta que un es­ta­do si­mi­lar al del sueño pasó a ocu­par nues­tras ais­la­das reali­da­des. En medio de ese es­ta­do, lle­gué a pre­gun­tar­me, cuan­do to­da­vía era su­fi­cien­te­men­te cons­cien­te como para ha­cer­lo (ahora vuel­vo a for­mu­lar­me la misma pre­gun­ta), si acaso al­guien se en­car­ga­ba de no­so­tros, pues­to que es ex­tra­ño que ha­ya­mos po­di­do so­bre­vi­vir. Luego me perdí en una es­pi­ral de sen­sa­cio­nes con­fu­sas, re­cuer­dos vagos de un mundo ex­te­rior que qui­zás había aban­do­na­do por com­ple­to sólo hacía unos ins­tan­tes, pero que en­ten­día haber aban­do­na­do mucho tiem­po atrás, según mi idea de tiem­po ba­sa­da en los an­ti­guos sen­ti­dos (qui­zás el lec­tor haya te­ni­do un sueño que le pa­re­ció que se ex­ten­día du­ran­te horas, y que sin em­bar­go sólo duró unos se­gun­dos, ya que du­ran­te el sueño la no­ción de tiem­po y es­pa­cio se en­tor­pe­cen).

Poco más puedo decir de ese pe­río­do de nues­tras exis­ten­cias. Todo lo que re­cuer­do es muy con­fu­so y no debe ser te­ni­do en cuen­ta. Ahora sólo me resta des­cri­bir la parte más in­com­pren­si­ble de los acon­te­ci­mien­tos, y tam­bién la más in­des­crip­ti­ble, aun­que esto sólo valga para mí y no para quie­nes en el fu­tu­ro pue­dan leer esta breve cró­ni­ca.

Su­ce­dió que así como sin una causa apa­ren­te fui­mos per­dien­do cada uno de nues­tros sen­ti­dos, tiem­po des­pués los fui­mos re­cu­pe­ran­do; pero hay que des­ta­car, y aquí es donde en­cuen­tro mi mayor di­fi­cul­tad na­rra­ti­va, que si bien los sen­ti­dos se desem­pe­ñan hoy en forma si­mi­lar a como lo ha­cían en el pa­sa­do, la reali­dad de la que nos in­for­man es ab­so­lu­ta­men­te di­fe­ren­te.

El pri­mer sen­ti­do en re­apa­re­cer fue el del tacto, el mismo que nos había acom­pa­ña­do hasta el final de nues­tra vida an­te­rior. En­tu­me­ci­dos como es­tá­ba­mos, el pro­ce­so para re­cu­pe­rar la co­mu­ni­ca­ción con el ex­te­rior nos llevó un tiem­po, y en un prin­ci­pio creía­mos que las irre­gu­la­ri­da­des que trans­mi­tía nues­tro sen­ti­do se de­bían a una falla de la me­mo­ria. Pero cuan­do los otros sen­ti­dos se fue­ron su­man­do, nos des­cu­bri­mos en un mundo to­tal­men­te ajeno e in­com­pren­si­ble.

Lo pri­me­ro que in­ten­ta­mos al re­cu­pe­rar el sen­ti­do del tacto fue po­ner­nos en mo­vi­mien­to. Para nues­tro asom­bro des­cu­bri­mos que nues­tros cuer­pos no nos obe­de­cían, algo fa­lla­ba a la hora de en­viar ór­de­nes desde nues­tras men­tes hacia cada miem­bro. Inú­til sería in­ten­tar ex­pli­car nues­tro ho­rror al com­pren­der que nos ha­bía­mos con­ver­ti­do en ex­tra­ños mons­truos cuyos cuer­pos no se pa­re­cían a nada de lo co­no­ci­do hasta en­ton­ces. Una vez que lo­gra­mos re­sig­nar­nos a este hecho, y mo­vi­dos por el ins­tin­to de su­per­vi­ven­cia que nos alejó de la idea del sui­ci­dio (la idea que te­nía­mos no era la del sui­ci­dio exac­ta­men­te, sino más bien la de un ase­si­na­to: el ase­si­na­to de esa bes­tia que ocu­pa­ba la di­men­sión fí­si­ca de nues­tro ser y que de al­gu­na ma­ne­ra enaje­na­ba nues­tra iden­ti­dad), co­men­za­mos a re­co­no­cer el es­pa­cio que nos ro­dea­ba, aun­que para ello pri­me­ro de­bi­mos apren­der a mo­vi­li­zar­nos con estos raros cuer­pos con los que ahora nos vemos pro­vis­tos.

Nos sig­ni­fi­có un gran es­fuer­zo apren­der a ma­ne­jar nues­tros nue­vos cuer­pos; más si te­ne­mos en cuen­ta que el mundo en el que es­ta­mos in­mer­sos ya no es como solía ser. Sin vi­sión aún en aquel en­ton­ces, tro­pe­zá­ba­mos con ob­je­tos cuya es­truc­tu­ra fí­si­ca no lo­grá­ba­mos en­ten­der en lo más mí­ni­mo.

Es­tu­vi­mos un buen tiem­po deam­bu­lan­do de aquí para allá, bus­can­do algo para comer, y ali­men­tán­do­nos con aque­llo que nues­tro nuevo sen­ti­do gus­ta­ti­vo nos in­du­cía a pro­bar. Bus­cá­ba­mos entre los otros mons­truos a nues­tros seres que­ri­dos; no sos­pe­chá­ba­mos que éstos se­rían muy di­fí­ci­les de en­con­trar, pues aún hoy mu­chos si­guen bus­cán­do­los.

El mo­men­to en el que re­cu­pe­ra­mos la au­di­ción fue como pe­ne­trar en el in­fierno. Esta reali­dad posee los so­ni­dos más ho­rri­bles que pu­die­ra uno antes ima­gi­nar. Aún hoy, tras un buen plazo para acos­tum­brar­me, no con­cuer­do con quie­nes creen que sea po­si­ble cons­truir me­lo­días en este nuevo mundo.

Deam­bu­lá­ba­mos en la os­cu­ri­dad, oyen­do a los otros prac­ti­car so­ni­dos con sus bocas, in­ten­tan­do poder dar con la forma de re­crear el len­gua­je. Por todos lados se oían au­lli­dos de­ses­pe­ra­dos, ema­na­cio­nes so­no­ras ho­rri­bles, que eran nues­tros pri­me­ros in­ten­tos para co­mu­ni­car­nos. Nues­tro al­re­de­dor se re­ve­ló pe­li­gro­so: a me­nu­do nos so­bre­sal­ta­ban rui­dos y gri­tos atro­ces y ya en­ton­ces adi­vi­ná­ba­mos que se de­bían a que al­guno de los nues­tros había caído presa de cier­to ser abo­mi­na­ble.

Pero no fue hasta cuan­do la vi­sión vol­vió a no­so­tros que este mundo se nos pre­sen­tó tan te­rri­ble como pre­ci­sa­men­te es. La pri­me­ra vi­sión bastó para que me ne­ga­ra por va­rias horas a se­guir ob­ser­van­do. Cuan­do al fin me hice de valor para afron­tar la reali­dad, noté que el mundo se había trans­for­ma­do por com­ple­to; las for­mas, los co­lo­res, eran nue­vos en su to­ta­li­dad, aun­que con el tiem­po des­cu­bri­mos que en esen­cia todo es lo mismo que antes.

Lo más di­fí­cil fue acep­tar nues­tro as­pec­to. Fue ne­ce­sa­rio anu­lar el agudo ra­cio­ci­nio al que es­tá­ba­mos acos­tum­bra­dos y de­jar­nos lle­var por nues­tros ins­tin­tos. Así lo­gra­mos dis­tin­guir entre los ali­men­tos y otras cla­ses de ob­je­tos, la forma de ob­te­ner los pri­me­ros y de di­ge­rir­los. Así tam­bién pu­di­mos neu­tra­li­zar el pro­fun­do asco que nues­tros se­me­jan­tes nos pro­vo­ca­ban, a me­di­da que se fue­ron ma­ni­fes­tan­do los ins­tin­tos que nos mo­ti­van al con­tac­to y la fric­ción con los otros, por más abe­rran­te que en un prin­ci­pio pu­die­ra pa­re­cer­nos.

Si bien las di­fe­ren­cias son in­nu­me­ra­bles, las si­mi­li­tu­des con el an­ti­guo orden no dejan de asom­brar­nos. To­me­mos, por ejem­plo, los co­lo­res. Si bien no hay un solo color que se pa­rez­ca a al­guno de los an­ti­guos co­lo­res, los pre­sen­tes no son menos va­ria­dos ni menos sor­pren­den­tes que los an­te­rio­res. Los hemos bau­ti­za­dos con otros nom­bres más ade­cua­dos a nues­tra ac­tual na­tu­ra­le­za; sin em­bar­go, a veces los re­la­cio­na­mos con aqué­llos. Estos dos ojos con los que so­la­men­te con­ta­mos en la ac­tua­li­dad, ven un color, el de la san­gre, que me re­cuer­da a otro que ba­ña­ba in­ter­na­men­te nues­tros her­mo­sos cuer­pos ori­gi­na­les; co­lo­res y cuer­pos que poco a poco y para nues­tra tris­te­za, es­ta­mos em­pe­zan­do a ol­vi­dar.

Con pa­cien­cia y obs­ti­na­ción hemos lo­gra­do do­mi­nar el mundo ex­te­rior en la me­di­da de nues­tras po­si­bi­li­da­des. Hoy po­see­mos un nuevo len­gua­je, y gra­cias a él me co­mu­ni­co con us­te­des. Hemos re­cu­pe­ra­do la ma­yo­ría de los sen­ti­dos: la vi­sión, el tacto, el ol­fa­to, el gusto y la au­di­ción. Hay in­di­cios de que po­dría­mos lle­gar a re­cu­pe­rar uno más; cómo nom­brár­se­lo a us­te­des, las nue­vas ge­ne­ra­cio­nes por venir. Del úl­ti­mo, el sép­ti­mo, qui­zás el más pres­cin­di­ble pero a la vez el más ex­qui­si­to, no hay nin­gu­na pista de que pueda vol­ver a apa­re­cer.

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Copyright ©Ariel Urquiza, 2000
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Fecha de publicaciónNoviembre 2001
Colección RSSFabulaciones
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