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Por culpa del doctor Moreau

Fernando Sorrentino
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaSanta Rosa, Argentina
1.

Todo llega en esta vida: tam­bién llegó el mo­men­to en que Ma­ri­na me dijo:

—Quie­ro que co­noz­cas a mis pa­dres.

2.

De esto hará una dé­ca­da: su­ce­dió una hú­me­da tarde de ve­rano, cerca de la es­ta­ción Acas­su­so, a la som­bra de unos eu­ca­lip­tos me­ci­dos por un vien­to que traía el olor de dis­tan­tes llu­vias. Sin em­bar­go, hoy no puedo re­cor­dar el ros­tro de Ma­ri­na.

Sé, sin duda al­gu­na, que era her­mo­sa: es cier­to que yo es­ta­ba enamo­ra­do de ella. Pero in­sis­to: era her­mo­sa; no cabe dis­cu­sión sobre este punto. ¿Qué más, qué más puedo re­cu­pe­rar de Ma­ri­na? Era alta, era mo­re­na, era ri­sue­ña, era irres­pon­sa­ble, era sim­ple, ig­no­ran­te e in­fi­ni­ta­men­te que­ri­ble. ¿Me re­cor­da­rá ahora con tanta po­bre­za como yo a ella? ¡Y pen­sar cuán­tas veces nos di­ji­mos que es­tá­ba­mos he­chos el uno para la otra!

3.

An­dá­ba­mos al­re­de­dor de los vein­ti­cin­co años. En aque­lla época todo me salía bien. No co­no­cía la des­di­cha y, si la había co­no­ci­do al­gu­na vez, ya es­ta­ba ol­vi­da­da. Tenía una in­ge­nua vi­sión op­ti­mis­ta del uni­ver­so. Con­fia­ba en la ho­nes­ti­dad de los go­bier­nos, en los as­cen­sos que ob­ten­dría en mi em­pleo, en la fi­na­li­za­ción de mis es­tu­dios, en la dig­ni­dad de los hom­bres. Vivía en el mejor de los mun­dos po­si­bles.

Sin que los en­tor­pe­cie­ran sino li­ge­ros y pre­vi­si­bles obs­tácu­los, todos mis pro­yec­tos se en­ca­rri­la­ban por el curso que yo les había asig­na­do. Mi pro­yec­to era ca­sar­me con Ma­ri­na en un plazo no mayor de un año. Y no tenía el más pe­que­ño mo­ti­vo para dudar de que, en efec­to, antes de un año me ca­sa­ría con Ma­ri­na.

Y, como todo llega en esta vida, tam­bién llegó el mo­men­to en que Ma­ri­na me dijo:

—Quie­ro que co­noz­cas a mis pa­dres.

4.

La se­ño­ra Ste­lla Maris, la madre, cons­ti­tuía una ver­sión ma­du­ra de Ma­ri­na (que, en reali­dad, se lla­ma­ba, ca­co­fó­ni­ca­men­te, Ma­ri­na On­di­na). Cal­cu­lé que así sería Ma­ri­na den­tro de dos dé­ca­das, cuan­do fué­ra­mos, a nues­tro turno, pa­dres de una mu­cha­cha, que lle­va­ría nom­bres de rima menos in­ten­sa: tal fue el ob­je­ti­vo de largo plazo que me for­mu­lé al sa­lu­dar­la. Queda en­ten­di­do, pues, que la se­ño­ra Ste­lla Maris era una alta, mo­re­na, ri­sue­ña y ele­gan­te dama de unos cua­ren­ta y cinco años.

Pero el padre de Ma­ri­na re­sul­tó el hom­bre más ho­rri­ble que he lo­gra­do co­no­cer. Su con­for­ma­ción res­pon­día a una es­ta­tu­ra re­du­ci­da. Esto no es grave. Nadie debe in­fe­rir que era un enano: no era sino una per­so­na de talla breve. Lo inad­mi­si­ble era que la ca­be­za sola le usur­pa­ba más de la mitad de su al­tu­ra. ¡Y qué ca­be­za, Dios mío! El pri­mer rasgo que me atra­jo (o, más bien, me re­pe­lió) fue su color, un color im­pro­pio de una piel. Pa­re­cía un tor­na­sol entre ro­sa­do y negro, con todos los ma­ti­ces in­ter­me­dios, tan sen­si­ble a las luces, que me obli­ga­ba a par­pa­dear cuan­do me en­can­di­la­ba con sus res­plan­do­res. Al mismo tiem­po, se ad­ver­tía que esa piel era hú­me­da y era lí­ci­to su­po­ner­la —aun­que no la toqué— vis­co­sa. Ca­be­llo no tenía y barba tam­po­co, y era evi­den­te que no los había te­ni­do nunca: hasta tal punto la sim­ple ob­ser­va­ción de­mos­tra­ba que nin­gún pelo podía ger­mi­nar en aque­lla ca­be­za. La parte su­pe­rior ame­na­za­ba con ser una ro­tun­da es­fe­ra, pero se frus­tra­ba en un he­mis­fe­rio per­fec­to, pues, a par­tir de lo que sería la línea del ecua­dor (más o menos a la al­tu­ra de las inexis­ten­tes ore­jas), la ca­be­za se trans­for­ma­ba en una co­lum­na ci­lín­dri­ca, hasta per­der­se, sin ad­mi­tir la tran­si­ción de un cue­llo, entre los plie­gues de una es­pe­cie de tú­ni­ca ama­ri­lla, de tela de toa­lla, que lo cu­bría hasta los pies sin que pu­die­ra en­con­trar­se el en­san­cha­mien­to co­rres­pon­dien­te a los hom­bros. Es decir, el padre de Ma­ri­na con­ser­va­ba el mismo diá­me­tro desde la cús­pi­de hasta los ci­mien­tos. Era un mo­no­li­to con la cum­bre re­don­dea­da, al que al­guien hu­bie­ra en­vuel­to hasta la mitad con un toa­llón ama­ri­llo. Unos pocos cen­tí­me­tros por sobre la toga se ha­lla­ba la boca, o sea una hen­di­du­ra móvil y des­den­ta­da, fle­xi­ble y cór­nea a la vez, que se con­traía hasta des­a­pa­re­cer o se di­la­ta­ba tanto, que, ex­ten­dién­do­se sus co­mi­su­ras hasta la nuca, trans­mi­tía la sen­sa­ción de que el señor Oc­ta­vio fuera un de­go­lla­do cuya ca­be­za, des­can­san­do sobre una mí­ni­ma base no al­can­za­da por un ver­du­go ne­gli­gen­te, po­dría ve­nir­se es­tre­pi­to­sa­men­te al suelo con que sólo la más fa­mé­li­ca de las mos­cas se po­sa­ra sobre ella. Ca­re­cía de ore­jas y de nariz: esos lu­ga­res se mos­tra­ban tan lisos y pu­li­dos como la calva; nada, ni una ci­ca­triz, ni una arru­ga, ni una mar­qui­ta. Los ojos eran dos: des­co­mu­na­les, re­don­dos, san­gui­no­len­tos, sin cejas, sin pes­ta­ñas, sin blan­cos, sin pu­pi­las, sin mo­vi­mien­to, sin ex­pre­sión.

5.

—Oc­ta­vio está a ré­gi­men —acla­ró la se­ño­ra Ste­lla Maris al ad­ver­tir que yo mi­ra­ba la fuen­te des­ti­na­da a su ma­ri­do.

La se­ño­ra Ste­lla Maris, Ma­ri­na y yo co­mía­mos ali­men­tos —di­ga­mos— co­rrien­tes. La fuen­te del señor Oc­ta­vio, en cam­bio, se nos mos­tra­ba como una suer­te de an­to­lo­gía de la fauna ma­rí­ti­ma. El brus­co hedor de pes­ca­de­ría pro­rrum­pió en mis na­ri­ces hasta lo pro­fun­do, hasta los ojos, ha­cién­do­me la­gri­mear. Como mi fu­tu­ro sue­gro tenía las manos en­vuel­tas en las man­gas de la tú­ni­ca, que ter­mi­na­ban en un nudo, ma­ne­ja­ba los cu­bier­tos como lo haría una per­so­na que no se hu­bie­ra qui­ta­do los guan­tes. Fuen­te tras fuen­te de peces, mo­lus­cos y crus­tá­ceos sin co­ci­nar eran ago­ta­das rá­pi­da y vo­raz­men­te por el señor Oc­ta­vio. A ojo cal­cu­lé que había in­ge­ri­do no menos de cinco kilos de aque­llos ani­ma­le­jos mul­ti­co­lo­res. Creí dis­tin­guir ca­la­ma­res, ca­ma­ro­nes, os­tras, can­gre­jos, ca­ra­co­les, me­du­sas, me­ji­llo­nes, al­me­jas, es­tre­llas y eri­zos de mar, co­ra­les, es­pon­jas, agua­vi­vas, peces irre­co­no­ci­bles...

—Oc­ta­vio está a ré­gi­men —ra­ti­fi­có la se­ño­ra Ste­lla Maris hacia el final de la co­mi­da—. ¿Vamos al li­ving para tomar el café?

Le cedí el paso al señor Oc­ta­vio y ob­ser­vé su modo de ca­mi­nar. Lo hacía irre­gu­lar­men­te, ora dando un paso muy veloz, ora otro len­tí­si­mo, sin que hu­bie­ra, por otra parte, esa al­ter­nan­cia de uno a uno que po­dría in­di­car una co­je­ra co­rrien­te. Su andar re­cor­da­ba el de un au­to­mó­vil cuyas rue­das fue­ran: una, trian­gu­lar; otra, oblon­ga; otra, re­don­da, y la cuar­ta, ova­la­da. Ya dije que la toga ama­ri­lla lo cu­bría por com­ple­to, con ex­cep­ción de la ca­be­za. El ruedo era ge­ne­ro­so y se arras­tra­ba por el suelo a ma­ne­ra de ves­ti­do de novia.

La se­ño­ra Ste­lla Maris de­po­si­tó una ban­de­ja con po­ci­llos de café sobre una la­bra­da me­si­ta oc­to­go­nal, flan­quea­da por dos si­llo­nes. En uno nos sen­ta­mos Ma­ri­na y yo; fren­te a no­so­tros, mesa por medio, el señor Oc­ta­vio y su es­po­sa. Pude en­ton­ces ob­ser­var otro de­ta­lle, que, du­ran­te la cena, me había pa­sa­do inad­ver­ti­do. Cuan­do el señor Oc­ta­vio ha­bla­ba, en la sec­ción del ci­lin­dro cu­bier­ta por la tú­ni­ca se pro­du­cían unos mo­vi­mien­tos re­fle­jos, como si in­vi­si­bles bra­zos acom­pa­ña­sen con ade­ma­nes las par­tes más sa­lien­tes del dis­cur­so. Daba la idea de que el cuer­po del señor Oc­ta­vio se ha­lla­se en ebu­lli­ción: tan vio­len­tas y fre­cuen­tes eran las bur­bu­jas ama­ri­llas que for­ma­ba la toga.

El señor Oc­ta­vio era lo­cuaz, con una irre­fre­na­ble ten­den­cia a mo­no­po­li­zar la con­ver­sa­ción. Ha­bla­ba y ha­bla­ba y ha­bla­ba. Yo ni lo oía. Pen­sa­ba: «¿Pero es po­si­ble que este hom­bre mons­truo­so haya en­gen­dra­do a Ma­ri­na, a mi en­can­ta­do­ra, bella y an­ge­li­cal Ma­ri­na?». De re­pen­te, pensé que, en su ju­ven­tud, la se­ño­ra Ste­lla Maris ha­bía­le sido in­fiel a su ma­ri­do y que Ma­ri­na era fruto de esos amo­res ilí­ci­tos. En se­gui­da, lle­va­do de este pen­sa­mien­to, me en­con­tré lan­zán­do­le a la se­ño­ra Ste­lla Maris cóm­pli­ces mi­ra­das de so­li­da­ri­dad —por suer­te, no las ad­vir­tió—, como dán­do­le a en­ten­der que yo había des­cu­bier­to su se­cre­to, pero que no la de­la­ta­ría. Al con­tra­rio, al con­tra­rio: apro­ba­ba sin re­ser­vas su ha­za­ña, apro­ba­ba todo, menos que ese gá­rru­lo ves­ti­glo par­lan­te fuera el padre de mi Ma­ri­na.

Una pre­gun­ta di­ri­gi­da a mí me vol­vió a la reali­dad. La con­ver­sa­ción había de­caí­do en el tema de las en­fer­me­da­des. La se­ño­ra Ste­lla Maris se lanzó con en­tu­sias­mo a desa­rro­llar este asun­to, en el que se sen­tía có­mo­da.

—Estás como el pez en el agua —acotó el señor Oc­ta­vio.

Ella son­rió con or­gu­llo y si­guió ade­lan­te. Tenía, en este as­pec­to, un mag­ní­fi­co cu­rrí­cu­lum: ope­ra­cio­nes, frac­tu­ras, in­far­tos, afec­cio­nes he­pá­ti­cas, tras­tor­nos ner­vio­sos... Yo, como soy tí­mi­do, había guar­da­do hasta en­ton­ces un si­len­cio ex­ce­si­vo. Ma­ri­na me instó con una mi­ra­da a in­ter­ve­nir en la plá­ti­ca. Con hu­mil­dad, aduje cier­tos ac­ce­sos de asma que me hos­ti­ga­ban de tanto en tanto.

—Para el asma —dijo el señor Oc­ta­vio, con su voz llena de bur­bu­jas—, nada mejor que el mar. El mar es mucho mejor que cual­quie­ra de esas por­que­rías que re­ce­tan los mé­di­cos, salvo, por su­pues­to, el acei­te de hí­ga­do de ba­ca­lao.

—Por favor, Oc­ta­vio —le re­con­vino su es­po­sa—, no digas eso, que una vez en Mar del Plata me aga­rré un res­frío que me duró como dos meses.

—¿Ves? —sen­ten­ció el señor Oc­ta­vio—. El pez por la boca muere. Re­cor­dá que ese fa­mo­so res­frío lo pes­cas­te aquí, a pocos ki­ló­me­tros de Bue­nos Aires, cuan­do íba­mos hacia Mar del Plata, no en Mar del Plata. No hay como el mar para la salud.

—Claro, claro —di­je­ron, di­ji­mos, pro­fu­sa­men­te—; el clima ma­rí­ti­mo, el yodo, la arena...

—Nada mejor que el mar —re­pi­tió el señor Oc­ta­vio, con un tono de au­to­ri­dad irre­fu­ta­ble—. Ocho días en el mar y ¡adiós asma! Si te he visto, no me acuer­do.

—Sí, papá, sí —con­ce­dió Ma­ri­na—. A vos te gusta el mar por­que sos de Acua­rio, pero hay gente que no con­ge­nia con... Yo, por ejem­plo, aun­que soy de Pis­cis...

—Y —dijo la se­ño­ra Ste­lla Maris— yo soy de Cán­cer, y tam­po­co me gusta de­ma­sia­do el mar...

—A mí —con­fe­só Ma­ri­na— el mar me pone ner­vio­sa.

—Al con­tra­rio —re­pu­so el señor Oc­ta­vio—. Todo es cues­tión de adap­tar el or­ga­nis­mo. Una vez que te acos­tum­brás, vas a ver cómo el mar te calma los ner­vios.

—Ha­blan­do de ner­vios —in­te­rrum­pió la se­ño­ra Ste­lla Maris—, el susto que nos pe­ga­mos en el avión, cuan­do ve­nía­mos de Río de Ja­nei­ro...

—Yo te lo había ad­ver­ti­do —el prin­ci­pio rec­tor de la con­duc­ta del señor Oc­ta­vio era el de opo­ner­se a cuan­to allí se di­je­ra—. Te dije: viajá en barco. El barco es se­gu­ro, es có­mo­do, es ba­ra­to, se sien­te el olor del mar, se ven los peces... Aun­que el avión tarde mucho menos, no se puede com­pa­rar.

La ener­gía con que pro­nun­ció estas pa­la­bras causó cier­ta im­pre­sión, por lo que so­bre­vi­nie­ron unos ins­tan­tes de si­len­cio. Yo no me sen­tía capaz de reanu­dar la con­ver­sa­ción. En reali­dad, no me sen­tía capaz de nada. El as­pec­to mons­truo­so del señor Oc­ta­vio —aun­que ate­nua­do por cier­ta pa­ra­dó­ji­ca sim­pa­tía que ema­na­ba de sus im­pe­ra­ti­vas opi­nio­nes—, su voz acuo­sa, el olor de su dieta ma­rí­ti­ma eran fuer­tes ar­gu­men­tos que me im­pe­lían a re­ti­rar­me. Sen­tía la trans­pi­ra­ción en la fren­te y el ahogo en el cue­llo de la ca­mi­sa; mis pier­nas, sin que las pu­die­ra go­ber­nar, se me­cían in­ce­san­te­men­te. Es­ta­ba desa­so­se­ga­do y hasta diría que en­fer­mo. Sólo que­ría irme a casa. Una in­quie­tan­te sen­sa­ción pro­ve­nien­te de mi es­tó­ma­go me hacía va­ci­lar entre el vó­mi­to y la dia­rrea ner­vio­sa.

Pero aquel ter­ce­to ver­bo­rrá­gi­co era in­con­te­ni­ble. La se­ño­ra Ste­lla Maris y Ma­ri­na, aun­que siem­pre en­con­tra­ban la in­ape­la­ble re­fu­ta­ción del señor Oc­ta­vio, no pa­re­cían fas­ti­dia­das. Se veía que ése era el modo ha­bi­tual en que trans­cu­rrían sus char­las: el señor Oc­ta­vio, digno y calmo, des­truía todos los ar­gu­men­tos de su es­po­sa y de su hija; ellas ad­mi­tían esta si­tua­ción con na­tu­ra­li­dad.

De nuevo ad­ver­tí que se re­que­ría mi opi­nión. El de­ba­te gi­ra­ba en torno de cuál sería el mejor lugar para que Ma­ri­na y yo pa­sá­ra­mos nues­tra luna de miel. Ma­ri­na su­ge­ría débil y si­mul­tá­nea­men­te el campo, las sie­rras de Cór­do­ba, las pro­vin­cias del norte; el señor Oc­ta­vio pa­tro­ci­na­ba con te­na­ci­dad a Mar del Plata.

—Es más sano —dijo—, más na­tu­ral. Hay mar, hay sal, hay yodo, hay arena, hay ca­ra­co­les... No hay nada mejor que el mar...

Yo es­ta­ba des­fa­lle­cien­te. Creí en­ten­der que Ma­ri­na ar­gu­men­ta­ba en favor de un lugar tran­qui­lo, con pocos tu­ris­tas...

—¿Que­rés un lugar tran­qui­lo? —el señor Oc­ta­vio era in­ven­ci­ble—. Ahí tenés San Cle­men­te, Santa Clara del Mar, Santa Te­re­si­ta... ¡Lu­ga­res tran­qui­los hay a pa­ta­das en la costa atlán­ti­ca!

Ha­cien­do un gran es­fuer­zo, me puse de pie y anun­cié te­nue­men­te que me re­ti­ra­ría.

—¿Tan tem­prano? —pre­gun­tó el señor Oc­ta­vio, mi­ran­do el reloj—. Fal­tan to­da­vía ocho mi­nu­tos para la me­dia­no­che.

La re­cri­mi­na­ción que ema­na­ba de estas pa­la­bras vol­vió a arro­jar­me en el sofá. ¡Qué per­so­na­li­dad po­de­ro­sa tenía aquel hom­bre tan ho­rri­ble!

Con pá­li­da ale­gría, con­tem­plé la po­si­bi­li­dad de que una bo­te­lla de whisky, re­cién lle­ga­da en bra­zos de la se­ño­ra Ste­lla Maris, me re­ani­ma­ra en parte. De un solo trago vacié mi vaso.

—En mis tiem­pos —decía el señor Oc­ta­vio—, cuan­do yo era joven, íba­mos a bai­lar por los ca­fe­ti­nes del puer­to de Bahía Blan­ca...

Me dis­tra­je un ins­tan­te tra­tan­do de ima­gi­nar al señor Oc­ta­vio como bai­la­rín.

—...a veces bai­lá­ba­mos toda la noche, hasta el ama­ne­cer. En cam­bio, la mu­cha­cha­da de ahora, a las ocho de la noche ya está en la ca­mi­ta, con su fra­za­di­ta y su bol­si­ta de agüita ca­len­ti­ta... ¡Ja, ja, ja! Si pa­re­cen ne­ni­tos del jar­dín de in­fan­tes...

El so­li­lo­quio del señor Oc­ta­vio, agra­va­do en su fase final por esa serie de di­mi­nu­ti­vos in­ju­rio­sos, había ad­qui­ri­do los in­con­fun­di­bles tin­tes de un ata­que per­so­nal. Me puse de pie, re­suel­to a re­ti­rar­me de viva fuer­za, si fuese ne­ce­sa­rio. Por for­tu­na, no fue me­nes­ter ape­lar a la vio­len­cia. El señor Oc­ta­vio re­co­bró sus ma­ne­ras afa­bles y, des­pués de ten­der­me la anu­da­da manga de su toa­lla ama­ri­lla, dijo, con el aire con­for­ta­ble de quien se apres­ta a ru­bri­car una jor­na­da per­fec­ta:

—Bueno... —y, a tra­vés de la tela, se res­tre­gó las manos—, ahora a la cama, con un buen libro...

Asen­tí con am­pli­tud. Que­ría salir de aque­lla casa. De per­ma­ne­cer allí un se­gun­do más, creo que hu­bie­ra caído des­ma­ya­do.

—Te acom­pa­ño hasta la ve­re­da —dijo Ma­ri­na.

6.

Entre la casa y la ve­re­da es­ta­ba el jar­dín: me gol­peó como una ben­di­ción la fra­gan­cia ve­ge­tal de pinos y abe­tos. Res­pi­ré con hon­du­ra, pro­cu­ran­do que el aire puro ex­pul­sa­ra los úl­ti­mos ves­ti­gios de la he­dion­dez de pes­ca­de­ría. Me pa­re­ció re­su­ci­tar: al ins­tan­te se eva­po­ra­ron las sen­sa­cio­nes es­to­ma­ca­les que me ha­bían hos­ti­ga­do.

—¿Viste, pobre papá? —dijo Ma­ri­na.

—Sí —con­tes­té va­ga­men­te, sin saber qué agre­gar.

—Él está mucho mejor —con­ti­nuó Ma­ri­na, to­mán­do­me de la cin­tu­ra, como quien se apres­ta a hacer una con­fi­den­cia—. Hasta hace un año no lo po­día­mos sacar de la pi­le­ta. Día y noche en la pi­le­ta. Ahora, por lo menos, come en la mesa y duer­me en la cama. Ya es un pro­gre­so, ¿no?

Dijo tan­tas cosas y yo sólo re­pa­ré en una, la menos im­por­tan­te:

—¿Tie­nen pi­le­ta de na­ta­ción en la casa?

—Claro, ¿nunca te lo dije? En el jar­dín del fondo. Ahora no te la puedo mos­trar por­que la está usan­do papá. Todas las no­ches se da un cha­pu­zón, antes de acos­tar­se. Así di­gie­re mejor.

For­mu­lé una pre­gun­ta im­bé­cil:

—¿No se le corta la di­ges­tión?

—Al con­tra­rio: ne­ce­si­ta agua sa­la­da. Eso sí, cuan­do está en el agua, se pone muy agre­si­vo y no re­co­no­ce a nadie. Ni a no­so­tras nos re­co­no­ce. Cuan­do vuel­ve a tie­rra, ya viste qué bueno y sim­pá­ti­co es...

Abru­ma­do, sin saber qué hacer, miré el reloj. Ma­ri­na es­pe­ra­ba algo de mí.

—¿Y los ve­ci­nos? —pre­gun­té—. ¿No se que­jan?

—¿Por qué se van a que­jar? Ruido no hay nin­guno. Papá más si­len­cio­so no puede ser. Ni si­quie­ra se zam­bu­lle. Llega al borde de la pi­le­ta y se deja res­ba­lar así: shhhh...

Su mano se des­li­zó flo­ja­men­te por mi ros­tro. Asus­ta­do, di un salto hacia atrás. Ma­ri­na quiso re­con­for­tar­me con una anéc­do­ta jo­co­sa:

—Una noche es­ta­ba se­mi­su­mer­gi­do, junto al borde de la pi­le­ta. El pe­rri­to del ve­cino del fondo pasó el cerco de li­gus­tri­na y se acer­có a oler­lo. En­ton­ces papá sacó al­gu­nos de sus bra­zos y... ¡shak!

Y, con una son­ri­sa ju­gue­to­na, Ma­ri­na si­mu­ló es­tran­gu­lar­me. Ni si­quie­ra me rozó: sólo dio un paso ade­lan­te e hizo la mí­mi­ca de ex­ten­der los bra­zos hacia mí. En esta de­mos­tra­ción, sus miem­bros pa­re­cían haber ad­qui­ri­do sin­gu­lar plas­ti­ci­dad y fuer­za. Si antes yo había dado un salto hacia atrás, ahora volé li­te­ral­men­te unos tres me­tros. Ma­ri­na se echó a reír, di­ver­ti­da con mi des­pro­por­cio­na­da reac­ción. Ma­ri­na reía, reía, reía. Me pa­re­ció que su boca se di­la­ta­ba hasta la nuca, que la ca­be­za se hacía re­don­da y se agran­da­ba, que des­a­pa­re­cían la nariz y las ore­jas, que per­día su so­ber­bio ca­be­llo prie­to, que su piel se tor­na­so­la­ba en negro y en ro­sa­do... Para no caer, me apoyé en un árbol.

—¡Che! ¿Qué te pasa? —Ma­ri­na me sa­cu­dió del brazo y yo re­cu­pe­ré mi lu­ci­dez.

Allí es­ta­ba la misma ado­ra­ble Ma­ri­na de siem­pre. La Ma­ri­na alta, mo­re­na, ri­sue­ña, irres­pon­sa­ble, sim­ple, ig­no­ran­te e in­fi­ni­ta­men­te que­ri­ble.

—No es nada —dije, re­so­plan­do—. Me sien­to un poco mal.

Para con­cluir de re­ani­mar­me, Ma­ri­na dijo:

—¿Que­rés venir a nadar, ma­ña­na a la ma­ña­na? Total, es do­min­go. Te traés la malla y listo.

Pro­me­tí con­cu­rrir, a eso de las diez. Me des­pe­dí de Ma­ri­na como siem­pre: con un beso.

—Hasta ma­ña­na —dije.

7.

Pero no volví.

Con sú­bi­ta lu­ci­dez, antes de que el tren lle­ga­se a La Lu­ci­la, supe todo lo que debía hacer. En los si­guien­tes quin­ce días fui un tor­be­llino de ac­ti­vi­dad fe­bril y arre­glé casi todos mis asun­tos pen­dien­tes. No aten­dí el te­lé­fono y logré cam­biar de do­mi­ci­lio y de em­pleo. Como sue­len decir las cró­ni­cas po­li­cia­les, dejé de pre­sen­tar­me en los lu­ga­res que solía fre­cuen­tar. Al cabo de un tiem­po, con­se­guí ra­di­car­me de ma­ne­ra de­fi­ni­ti­va en Santa Rosa, pro­vin­cia de La Pampa: la ciu­dad goza de un clima muy seco y está ubi­ca­da equi­dis­tan­te­men­te lejos, tanto del océano Atlán­ti­co como del Pa­cí­fi­co.

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Copyright ©Fernando Sorrentino, 2001
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Fecha de publicaciónEnero 2002
Colección RSSFabulaciones
Permalinkhttps://badosa.com/n131
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Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

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