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La duda

Livia Felce
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Mien­tras abría la puer­ta de su de­par­ta­men­to oyó un ruido. Se de­tu­vo. Giró la ca­be­za. Nada había cam­bia­do. La boca negra de la es­ca­le­ra se ten­día hacia abajo y ape­nas una pe­num­bra in­va­día el pa­si­llo. Es­ta­ba en el no­veno piso, a dis­tan­cia del ruido ca­lle­je­ro, pero ése lo oyó. Fue algo que al caer co­rrió una silla y luego, es­cu­chó pasos de mujer. Los tacos re­so­na­ron sobre el par­quet del li­ving con­ti­guo. No había en el si­len­cio de la noche más que esos pocos rui­dos que de­no­ta­ban que la se­ño­ra Flue ya había vuel­to de su viaje.

He­le­na abrió la puer­ta, par­si­mo­nio­sa. Tan­teó sobre la pared el botón de la luz y los mue­bles to­ma­ron forma bajo la araña en­cen­di­da. Len­ta­men­te dejó su bolso sobre la me­si­ta, buscó los fós­fo­ros que siem­pre es­ta­ban a mano y en­cen­dió la es­tu­fa. El otoño ven­to­so se fil­tra­ba de­ba­jo de las puer­tas y sil­ba­ba en el ven­ta­nal. El frío iba pe­ne­tran­do en la casa y trató de de­te­ner­lo. Es­ta­ba cerca del fuego, en­ti­bian­do sus manos, cuan­do otro ruido llamó su aten­ción. Eran gol­pes de vien­to en la ven­ta­na. Se acer­có y su­pu­so que en el bal­cón el he­le­cho tem­bla­ría. Giró la fa­lle­ba que es­ta­ba floja y se de­tu­vo a es­cu­char. Un ge­mi­do, una que­jum­bre, lle­ga­ba a tra­vés de la pared. ¿La se­ño­ra Flue es­ta­ría con un hom­bre? Una son­ri­sa se di­bu­jó en su ros­tro poco ha­bi­tua­do a ex­pre­sar los sen­ti­mien­tos. La se­ño­ra Flue se había vuel­to muy enamo­ra­di­za des­pués de su viu­dez.

Si­guió con su tarea. Hoy había lle­ga­do más tem­prano que de cos­tum­bre, pero tam­bién es­ta­ba más can­sa­da. Or­de­nó la ropa para el día si­guien­te, que la em­plea­da ya le había se­pa­ra­do, y buscó una bu­fan­da para agre­gar al con­jun­to. Tro­pe­zó con la me­si­ta y al­gu­nas cosas ca­ye­ron con es­truen­do. Con sus manos tan­teó el piso, las le­van­tó y las vol­vió a su lugar, menos una que se des­li­zó ca­pri­cho­sa­men­te de­ba­jo del si­llón. ¡Ah, la ma­lig­ni­dad de las cosas in­ani­ma­das!, se dijo y aban­do­nó la bús­que­da, si fal­ta­ba algo ya iba a apa­re­cer. El­vi­ra lo en­con­tra­ría.

Por la ma­ña­na, mien­tras hacía su ru­ti­na de yoga, que la ayu­da­ba a en­fren­tar una jor­na­da de en­sa­yos y cla­ses de piano, unos gol­pes en la puer­ta, gol­pes inusua­les y vio­len­tos, la in­te­rrum­pie­ron. Se en­vol­vió en la bata. Su andar cau­te­lo­so la llevó a es­cu­char pri­me­ro de­trás de la puer­ta. Era un ir y venir de pasos rá­pi­dos mien­tras en la calle una si­re­na las­ti­ma­ba el día in­ci­pien­te. El co­ra­zón le latía con ra­pi­dez. Se alisó el pelo y abrió.

Al­guien le des­car­gó una ca­ta­ra­ta de pre­gun­tas como un cha­pa­rrón im­pre­vis­to.

—Se­ño­ra, ¿cómo se llama?

—He­le­na Trois.

—¿Vive sola?

—No, con mi ma­ri­do.

—Llá­me­lo.

—Está de viaje.

—¿Hace mucho que viven aquí?

—Vein­te años.

—¿Co­no­cía a la se­ño­ra Flue?

—¿Co­no­cía? ¿Por qué? Sí, la co­noz­co, casi siem­pre nos vemos.

—Pues, la se­ño­ra Flue ha muer­to.

He­le­na se apoyó en la pared sin poder ha­blar, un grito aho­ga­do salió de su pecho. Un po­li­cía se acer­có al ofi­cial que la in­te­rro­ga­ba y le dijo:

—Los de­par­ta­men­tos se co­mu­ni­can por el bal­cón.

El ofi­cial la si­guió hasta el si­llón en donde ella se re­cli­nó azo­ra­da, luego él se de­di­có a re­vi­sar el lugar. Palpó, tocó, miró ob­je­tos sin que He­le­na pu­sie­ra re­pa­ro, cuan­do dio con el re­vol­ver caído de­ba­jo del sofá. Lo le­van­tó con un pa­ñue­lo, lo miró y dijo:

—Se­ño­ra Trois, queda de­te­ni­da bajo sos­pe­cha de ho­mi­ci­dio.

—No, yo no fui —gritó He­le­na mi­ran­do al vacío—. Si éra­mos ami­gas.

Una mujer po­li­cía la acom­pa­ñó al baño a ves­tir­se. Al salir He­le­na pidió lle­var su bas­tón blan­co y que no la es­po­sa­ran. No era ne­ce­sa­rio.

En la co­mi­sa­ría re­pi­tió lo que había dicho al ofi­cial que la de­tu­vo. El ins­pec­tor es­tu­dia­ba los ges­tos de esta mujer que, se­re­na­men­te, re­pe­tía lo mismo. Sin em­bar­go, las lá­gri­mas co­rrían por su ros­tro in­mu­ta­ble.

El ayu­dan­te trajo el arma que, según el pe­ri­to, aún tenía las hue­llas de la se­ño­ra Trois.

—¿Por qué la mató? ¿Qué mo­ti­vo tenía?

—Nin­guno, no tenía mo­ti­vos.

—¿Usted fuma?

—No.

—En su bal­cón había una co­li­lla de ta­ba­co negro.

He­le­na re­cor­dó que un amigo de la se­ño­ra Flue, que la fre­cuen­ta­ba úl­ti­ma­men­te, fu­ma­ba ne­gros, pero desechó la idea, le pa­re­cía poca evi­den­cia.

Ya en la celda re­ci­bió la vi­si­ta de El­vi­ra que le trajo unos bom­bo­nes, el úl­ti­mo re­ga­lo de su ma­ri­do. Comió al­gu­nos y con el papel pla­tea­do hizo bo­li­tas que dejó rodar sobre la mesa como ju­gan­do, mien­tras tra­ta­ba de en­con­trar una res­pues­ta a ese equí­vo­co. He­le­na tocó su reloj, eran las once de la ma­ña­na.

La ha­bi­ta­ción en que ha­lla­ron a la se­ño­ra Flue es­ta­ba or­de­na­da. Las va­li­jas apo­ya­das cerca de la me­si­ta para des­em­pa­car. En el ce­ni­ce­ro, un ci­ga­rri­llo negro se había con­su­mi­do. La mujer cayó desde la silla en que es­ta­ba sen­ta­da de es­pal­das a la ven­ta­na ce­rra­da. Los za­pa­tos, lejos del cuer­po, pa­re­cían no haber sido des­pe­di­dos en la caída. Re­ci­bió un ba­la­zo en la nuca. El lla­ve­ro col­ga­ba en la puer­ta de en­tra­da.

Al día si­guien­te, el tiem­po de via­jar desde Salta en donde re­ci­bió el lla­ma­do, el señor Trois se pre­sen­tó en el juz­ga­do. Con el ros­tro vehe­men­te y ges­ti­cu­lan­te de­cla­ró ante el ofi­cial. El abo­ga­do logró que viera a He­le­na y le pro­me­tió que pron­to sal­dría. Ya se había acla­ra­do que ella dejó las hue­llas en el arma mien­tras bus­ca­ba los fós­fo­ros.

En la cár­cel He­le­na abra­zó a su ma­ri­do con ale­gría. Mien­tras él aca­ri­cia­ba su ca­be­za ella re­pri­mió un es­tor­nu­do.

—Es la aler­gia —le dijo—. Tu ropa está im­preg­na­da.

—Sí, en el avión viajé en el sec­tor para fu­ma­do­res, si no, no hu­bie­ra lle­ga­do.

En poco tiem­po He­le­na re­cu­pe­ró la li­ber­tad. Éste era un re­gre­so di­fe­ren­te de cual­quier otro. Tal vez no pu­die­ra con­ti­nuar con sus cla­ses de piano, no la que­rrían en el con­ser­va­to­rio, tal vez ten­dría que vol­ver a dar lec­cio­nes de brai­lle.

Ya en la casa le pre­gun­tó a su ma­ri­do a qué hora había re­ci­bi­do la no­ti­cia de que ella es­ta­ba de­te­ni­da. Él dijo que se­rían las ocho de la ma­ña­na. He­le­na re­cor­dó que a esa hora to­da­vía no había ha­bla­do con el abo­ga­do.

—Por favor dejá el saco que se ven­ti­le, me mo­les­ta el olor a ta­ba­co. Ese día no sa­lie­ron del de­par­ta­men­to. El­vi­ra hizo las com­pras y aten­dió el te­lé­fono como de cos­tum­bre. Los ami­gos y fa­mi­lia­res no sa­lían de su asom­bro, cómo He­le­na podía estar in­vo­lu­cra­da en un cri­men. Mu­chas veces de tanto re­pe­tir lo mismo du­da­ba de que todo hu­bie­ra sido así. Tomó nota de los pun­tos que re­cor­da­ba: la se­ño­ra Flue ya había re­gre­sa­do cuan­do He­le­na llegó al de­par­ta­men­to. Al­guien lo sabía. El ruido que es­cu­chó co­rres­pon­día a la caída del cuer­po de la mujer y el ge­mi­do pos­te­rior a su ago­nía o pe­di­do de ayuda. Como He­le­na llegó más tem­prano el cri­mi­nal tomó los za­pa­tos de la mujer y los hizo sonar como si ella ca­mi­na­ra. Luego, a tra­vés del bal­cón que lo co­mu­ni­ca­ba, co­rrió al de­par­ta­men­to de He­le­na a dejar el arma para in­vo­lu­crar­la y de re­gre­so al de­par­ta­men­to de la se­ño­ra Flue salió por la puer­ta que cerró sin llave, y es­ca­pó por la es­ca­le­ra. El pro­ble­ma era saber cómo entró.

Más pá­li­da que de cos­tum­bre trans­lu­cía el im­pac­to de los acon­te­ci­mien­tos.

—Era una buena ve­ci­na, casi una amiga —dijo como para sí.

—Mi que­ri­da, son cosas que pasan... Quie­ro verte tran­qui­la. Voy a pre­pa­rar­te un té.

—Bueno —dijo ani­mán­do­se, y es­pe­ró.

Cuan­do él le acer­có la taza lo bebió con an­sie­dad, como un gesto de­li­be­ra­do para re­cu­pe­rar­se.

—Ahora debés acos­tar­te.

Le dio un beso en la fren­te y aco­mo­dán­do­le la al­moha­da, a punto de dor­mir­se la oyó mur­mu­rar:

—Siem­pre me ase­gu­ró que no daba las lla­ves de su de­par­ta­men­to a nadie, a nadie...

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Copyright ©Livia Felce, 2002
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Fecha de publicaciónEnero 2003
Colección RSSFabulaciones
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