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Speedy se vuelve majareta

Peter Miller
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Speedy Ba­rron lle­va­ba una eter­ni­dad tra­ba­jan­do en la re­co­gi­da de ba­su­ra, y la ver­dad es que le en­can­ta­ba. O sea, que le gus­ta­ba de ver­dad, era como una vo­ca­ción. Ape­nas ha­bla­ba de otra cosa por­que ape­nas pen­sa­ba en otra cosa. Si se ha­bla­ba de fút­bol, él con­se­guía arras­trar la con­ver­sa­ción a la re­co­gi­da de ba­su­ra den­tro y fuera de los es­ta­dios. Más bien, lo que en reali­dad hacía era en­trar re­cu­lan­do en la con­ver­sa­ción, como en­tra­ba con su ca­mión de ba­su­ra en las ca­lles y ca­lle­jo­nes sin sa­li­da que for­ma­ban su re­co­rri­do. Y no lo hacía con mucha de­li­ca­de­za: se le ace­le­ra­ba el habla, las pa­la­bras le sa­lían de la boca de forma me­cá­ni­ca, casi podía oírse el piiii, piiii que avi­sa­ba de la mar­cha atrás y verse la luz ámbar in­ter­mi­ten­te. A sus ami­gos, a los pocos que tenía, todo esto les traía sin cui­da­do y no le to­ma­ban muy en serio, pero Speedy se mos­tra­ba ajeno es­tan­do como es­ta­ba tan ab­sor­to en re­ful­gen­tes imá­ge­nes de cubos y bol­sas de ba­su­ra, con­te­ne­do­res in­dus­tria­les y, en los me­jo­res mo­men­tos, vas­tas en­se­na­das que se ex­ten­dían más allá de lo que la vista podía al­can­zar. Speedy dis­fru­ta­ba con el con­tac­to hu­mano que le pro­por­cio­na­ba su tra­ba­jo, so­bre­to­do cuan­do la gente acu­día a él con pro­ble­mas sobre des­per­di­cios, o le pe­dían con­se­jo para des­ba­ra­tar los pla­nes de los gatos que hur­ga­ban en los des­he­chos, o que­rían saber cómo in­ge­niár­se­las para sacar el má­xi­mo par­ti­do de una bolsa de ba­su­ra. Pero lo que de ver­dad ado­ra­ba era el final de la jor­na­da, cuan­do iba al ver­te­de­ro a des­car­gar el ca­mión e in­ha­la­ba el hedor en el aire de la misma ma­ne­ra que otros lle­nan los pul­mo­nes con la brisa del mar el pri­mer día de va­ca­cio­nes. Se hin­cha­ba or­gu­llo­so ante tanta ba­su­ra cui­da­do­sa­men­te amon­to­na­da que for­ma­ba un mo­nu­men­to a lo in­de­sea­do.

A me­di­da que pa­sa­ban los años, y gra­cias a la in­cor­po­ra­ción de los con­te­ne­do­res con rue­das, Speedy batió todos los ré­cords de re­co­gi­da de ba­su­ra del mu­ni­ci­pio. Su ya de por sí gran tra­se­ro co­men­zó a cre­cer. El culo de su buzo na­ran­ja em­pe­zó a se­pa­rar­se de su cuer­po adop­tan­do la forma de un pico de pe­lí­cano, pero hacia atrás. Si uno se acer­ca­ba a él, lo cual hacía cada vez menos gente, se podía oír un que­ji­do que ar­mo­ni­za­ba con un zum­bi­do y un re­chi­nar, como si se es­tu­vie­ra ma­cha­can­do algo. Quie­nes lo oían daban por sen­ta­do que se tra­ta­ba de algún pro­ble­ma de in­di­ges­tión, que le re­pe­tía algo que había co­mi­do, pero ahí es­ta­ba él, dando ca­la­das a su pipa y son­rien­do com­pla­ci­do, per­di­do sin duda en algún en­sue­ño sobre des­he­chos. Nunca se que­ja­ba ni mos­tra­ba in­sa­tis­fac­ción. Creo que su mujer es­ta­ba ya harta, sin em­bar­go, por­que Speedy había em­pe­za­do a fumar su pipa al fondo del jar­dín. Allí es donde lo veían los niños cuan­do ju­ga­ban al fút­bol, pues el jar­dín de la casa lle­ga­ba justo hasta el borde del campo. Los par­ti­dos es­ta­ban con­di­men­ta­dos con una buena dosis de gan­sa­das y los cha­va­les ce­le­bra­ban los goles co­lum­pián­do­se en los pos­tes de la por­te­ría e imi­tan­do con rui­dos a los monos. Lo cual era tam­bién obli­ga­do para los por­te­ros, siem­pre y cuan­do la ac­ción tu­vie­ra lugar lejos de su por­te­ría. Speedy les ob­ser­va­ba en si­len­cio y cuan­do los niños se di­ri­gían a él a gri­tos, les sa­lu­da­ba con la mano a modo de agra­de­ci­mien­to, cosa que para ellos era más un reto que un au­tén­ti­co sa­lu­do. Pero cuan­do esto no ocu­rría, Speedy se li­mi­ta­ba a estar con­si­go mismo. La ma­yo­ría de los hom­bres de los pue­blos se com­por­tan de esta ma­ne­ra por lo que a nadie le pa­re­cía raro. A los que ha­bla­ban con los niños, como los pro­fe­so­res o el cura, se les mi­ra­ba con sus­pi­ca­cia. Speedy no es que fuera así, pero tenía sus ma­nías. Cuan­do el balón tras­pa­sa­ba su valla, lo que ocu­rría a me­nu­do, él no lo de­vol­vía de in­me­dia­to sino que al­guien tenía que venir a pe­dir­lo ama­ble­men­te des­pués de tener que dar todo un rodeo a la casa para lle­gar hasta la puer­ta. Él lla­ma­ba a esto forja de la per­so­na­li­dad, ante lo que los cha­va­les que­da­ban per­ple­jos. Den­tro de la casa siem­pre olía a co­mi­da y car­bón y como nadie que­ría ir nunca, lo ha­cían por tur­nos. Hoy le to­ca­ba a Tim. A re­ga­ña­dien­tes, se acer­có a la casa des­pués de pasar por las va­llas de ma­de­ra que pa­re­cían estar for­man­do una de esas es­truc­tu­ras en las que los niños jue­gan en los par­ques, y des­pués de cru­zar las ba­rras de metal donde los críos se sen­ta­ban a veces a char­lar, a ba­lan­cear­se o a hacer tor­pes ejer­ci­cios de gim­na­sia hasta que el tipo que vivía en­fren­te las untó con grasa para poder dis­fru­tar de paz y tran­qui­li­dad. Ob­via­men­te, esta paz y tran­qui­li­dad no le fue­ron su­fi­cien­tes por­que al final acabó yén­do­se a Kuala Lum­pur con una se­ño­ri­ta ma­lai­sia, hecho con el que con­si­guió batir el ré­cord de ac­ti­vi­da­des exó­ti­cas del pue­blo que hasta en­ton­ces es­ta­ba os­ten­ta­do por un viaje a Fran­cia que había or­ga­ni­za­do el Top Pub.

Tim fue co­rrien­do por el ca­mino, cruzó la verja y apa­re­ció ante el jar­dín, a cua­tro o cinco zan­ca­das de la puer­ta de cris­tal es­me­ri­la­do que que­da­ba a un nivel mucho más bajo. Las casas se ha­bían cons­trui­do entre ca­lles, por lo que ésta es­ta­ba un poco fuera de su sitio, no en una calle pro­pia­men­te dicha, sino más bien apar­ta­da de lo poco que acon­te­cía en Wens­fordby. Tim llamó a la puer­ta y es­pe­ró. Nadie abría. Llamó al tim­bre y usó el lla­ma­dor va­rias veces, en la pe­num­bra. A lo mejor la mujer de Speedy había sa­li­do. Tim se dio por ven­ci­do des­pués de unos mi­nu­tos, más tiem­po del que hu­bie­ra po­di­do ser nor­mal, y a brin­cos, vol­vió por el ca­mino de en­tra­da a la casa hasta lle­gar al campo de fút­bol. El resto de los chi­cos pa­re­cía ate­rro­ri­za­do. La luz del cre­púscu­lo em­pe­za­ba a acer­car­se como si fuera un gru­ñi­do en la gar­gan­ta de un perro guar­dián. To­da­vía no ha­bían re­cu­pe­ra­do el balón, sus ros­tros bra­vu­co­nes ha­bían des­a­pa­re­ci­do y su sem­blan­te de­la­ta­ba una de­rro­ta. Le con­ta­ron a Tim que Speedy aca­ba­ba de ir mar­cha atrás hasta la fila de za­naho­rias donde se había que­da­do atra­pa­do el balón. Que se quedó de pie allí, chu­pan­do su pipa y con una son­ri­sa bo­na­cho­na todo el rato. Que de su es­tó­ma­go pa­re­cía salir un ruido me­tá­li­co al que si­guió un ma­cha­car de en­gra­na­jes, un es­truen­do y un fuer­te ca­ta­plán. Que to­da­vía son­rien­do, Speedy ca­mi­nó hacia ade­lan­te. El balón había des­a­pa­re­ci­do. Que pa­re­cía sa­tis­fe­cho y que su cara era la misma que tenía cuan­do lle­ga­ba a casa des­pués de tra­ba­jar. Los pá­ja­ros em­pe­za­ron otra vez a can­tar, lo que hizo que todos se die­ran li­ge­ra cuen­ta de que antes ha­bían pa­ra­do. Ahora los chi­cos re­su­mían sus chi­lli­dos y par­lo­teos dis­cu­ti­do­res mien­tras Speedy se en­ca­mi­na­ba a la puer­ta tra­se­ra donde Tim, sor­pren­di­do, se dio cuen­ta de que la mujer de Speedy le había es­ta­do es­pe­ran­do con el ceño frun­ci­do en­vuel­ta en el ves­ti­do flo­rea­do de cos­tum­bre. Daba la sen­sa­ción de que los flo­ri­pon­dios sobre la pe­che­ra y la tripa em­pe­za­ban a ce­rrar­se pre­pa­rán­do­se para la noche. La luz de las fa­ro­las par­pa­dea­ba y con­ta­mi­na­ba la es­ce­na con un débil bri­llo na­ran­ja. Al prin­ci­pio, Tim creyó que sus ami­gos es­ta­ban de broma, pero el balón no apa­re­cía por nin­gu­na parte y el miedo, que casi se podía tocar, era con­ta­gio­so y cre­cía. Sa­bían que sus ma­dres les iban a zu­rrar por in­ven­tar­se cuen­tos y a nadie se le pasó por la ca­be­za con­fiar­se a su padre, por lo que de­ci­die­ron man­te­ner el se­cre­to.

La mujer de Speedy había em­pe­za­do a notar que pa­sa­ba algo raro cuan­do las vi­si­tas de su ma­ri­do al baño iban acom­pa­ña­das de un es­ta­lli­do vio­len­to, como si las ca­ñe­rías es­tu­vie­ran po­seí­das. Speedy salió del cuar­to de baño aver­gon­za­do y fue a sen­tar­se a la co­ci­na en vez de poner la tele para ver Mid­lands Today, que es lo que solía hacer. La se­ño­ra Ba­rron tuvo que verlo sola, a pesar de que para ella no tenía sen­ti­do verlo sin poder co­men­tar­lo con nadie, sólo eran un mon­tón de no­ti­cias abu­rri­das sin nin­gu­na im­por­tan­cia. Así que fue a sen­tar­se con su ma­ri­do en la co­ci­na. Como él no decía nada, ella se le­van­tó otra vez y fue hacia el fre­ga­de­ro.

—¿Quie­res un té? —pre­gun­tó.

—Sí ca­ri­ño, por favor, me en­can­ta­ría —con­tes­tó él, con la mi­ra­da fija en los ob­je­tos sobre el marco de la ven­ta­na: el la­va­va­ji­llas, un trapo, un erizo de ce­rá­mi­ca con traje de época... y de­trás, las copas de los ár­bo­les, las nubes cada vez más os­cu­ras.

La se­ño­ra Ba­rron se man­tu­vo ocu­pa­da or­de­nan­do la ya or­de­na­da co­ci­na hasta que el agua em­pe­zó a her­vir. Apagó el her­vi­dor antes de que se apa­ga­ra au­to­má­ti­ca­men­te. Ella pen­sa­ba que los fa­bri­can­tes es­ta­ban com­pin­cha­dos con los del su­mi­nis­tro eléc­tri­co por­que los her­vi­do­res siem­pre tar­da­ban mucho en apa­gar­se y era un gasto inú­til de elec­tri­ci­dad. Cogió una te­te­ra para hacer el té, aun­que Speedy nor­mal­men­te lo hacía di­rec­ta­men­te en la taza.

—¿Qué pasa? —dijo mien­tras le plan­ta­ba la taza de­lan­te de sus na­ri­ces.

—¿Qué? —pre­gun­tó Speedy.

—Tú sa­brás.

—¿Cómo que yo sabré? No soy adi­vino.

—A mí no me en­ga­ñas, listo. Algo te pasa. ¿Andas bien de las tri­pas? —pre­gun­tó la se­ño­ra Ba­rron.

—No me puedo que­jar —dijo Speedy—. Acabo de ir al váter.

—Ya lo sé, ya. Todos los ve­ci­nos los saben. ¡Las tu­be­rías han ar­ma­do un es­truen­do que pa­re­cía que iban a re­ven­tar!

—¿Las tu­be­rías de quién?

—Nues­tras tu­be­rías, por el amor de Dios.

—Ah.

—Pero no eran las tu­be­rías, ¿a que no? Los ra­dia­do­res están bien, y si las tu­be­rías arman ese jaleo, los ra­dia­do­res se unen a ellas. Así que debes de haber sido tú, Speedy.

—¡No digas ton­te­rías!

—Cuén­ta­me­lo. Soy tu mujer y para eso están las mu­je­res, para que se les cuen­ten las cosas. Llora tus penas y deja las aje­nas.

La ex­pre­sión de Speedy se tornó lú­gu­bre. Ya había os­cu­re­ci­do y ella en­cen­dió la luz, que es­tu­vo par­pa­dean­do más de lo nor­mal. Todo pa­re­cía una de esas pe­lí­cu­las de Fran­kens­tein, una pe­lí­cu­la tris­te con un mons­truo tris­te.

—No te en­fa­des si te lo cuen­to —mur­mu­ró Speedy a su taza de té.

—No me voy a en­fa­dar —dijo ella mien­tras tra­ta­ba de ade­cen­tar un man­tel ima­gi­na­rio.

—Y tam­po­co te rías.

—No me voy a reír. No me voy a reír. Te lo pro­me­to.

Speedy hizo una pausa, como cuan­do iba en el ca­mión de ba­su­ra y es­ta­ba a punto de salir de una calle tran­qui­la para en­trar en una llena de trá­fi­co. Miró a la iz­quier­da, miró a la de­re­cha. Des­pués miró de fren­te, a su mujer.

—Creo que me estoy con­vir­tien­do en un ca­mión de ba­su­ra.

Ella soltó una car­ca­ja­da. Una risa im­pe­tuo­sa y larga. Pero al ver que Speedy es­ta­ba muy serio, se en­ju­gó las lá­gri­mas.

—Lo sien­to.

—Eso es­pe­ro. Pues sí que son bue­nas tus pro­me­sas —dijo él, de­rro­ta­do.

Al ver que había he­ri­do sus sen­ti­mien­tos, se re­com­pu­so rá­pi­da­men­te. Habló con de­li­ca­de­za y dijo:

—Te he dicho que lo sien­to. Ahora cuén­ta­me qué es eso del ca­mión de ba­su­ra.

Derek no se le­van­tó cuan­do Speedy entró en su des­pa­cho. Co­no­cía a Speedy desde que em­pe­za­ra a tra­ba­jar para el ayun­ta­mien­to, y eso fue hace más años de los que se mo­les­ta­ba en re­cor­dar. En­ton­ces, Speedy ya tenía un nom­bre den­tro del mundo de las ba­su­ras. Ha­bían tra­ta­do mu­chos asun­tos jun­tos, y nunca hubo ren­co­res. Y sin em­bar­go, Derek se mos­tró in­quie­to cuan­do Speedy entró en la ha­bi­ta­ción ha­cien­do ruido. Pa­re­cía que lle­va­ra pues­ta una ar­ma­du­ra.

—¿Todo bien, Speedy? —pre­gun­tó, fin­gien­do des­preo­cu­pa­ción.

—Ti­ran­do, Derek, ti­ran­do.

—¿En qué puedo ayu­dar­te?

—Derek, voy a ser fran­co con­ti­go. Tengo un pro­ble­ma im­por­tan­te. No es bueno an­dar­se con ro­deos, así que lo voy a sol­tar. De nada sirve ha­cer­te per­der el tiem­po y que lo pier­da yo con un gran y largo preám­bu­lo, ¿no? No, eso sería hacer el tonto, diré di­rec­ta­men­te lo que tengo que decir y así habré ter­mi­na­do. Creo que eso es lo mejor, ¿no te pa­re­ce?

—Sí, Speedy, sí. Bre­ve­dad, yo es lo que siem­pre digo —dijo Derek.

—Bueno, verás...

—Con­ti­núa.

—Es sobre el tra­ba­jo. He ve­ni­do a ti por­que no que­ría en­tro­me­ter­me con el pa­trón y sol­tár­se­lo así sin más. Se­gu­ro que tú me en­tien­des.

—Se­gu­ro que sí, pero para eso ten­drás que con­tar­me el pro­ble­ma —dijo Derek ali­sán­do­se la cor­ba­ta y con la mi­ra­da pues­ta en su ba­rri­gón.

—Vale, lo voy a sol­tar sin más.

—Sí, hazlo, por favor. Soy un hom­bre muy ocu­pa­do, como estoy se­gu­ro de que te ha­brás dado cuen­ta.

—No, no lo eres.

—Vale, es cier­to. Pero no im­por­ta, dime de qué se trata, sé un buen chico.

—Creo que me estoy con­vir­tien­do en un ca­mión de ba­su­ra.

—Ja, ja, Speedy, muy bueno. —In­ten­tó darle un pu­ñe­ta­zo de broma en el hom­bro, pero eso le ha­bría obli­ga­do a le­van­tar­se de su silla gi­ra­to­ria—. Venga, cuál es el ver­da­de­ro pro­ble­ma.

—No, es ver­dad. Me estoy con­vir­tien­do en un ca­mión de ba­su­ra. Es raro, pero es ver­dad. Voy re­tro­ce­dien­do hacia las cosas, y des­a­pa­re­cen. Hay un ruido como de tri­tu­ra­ción que sale de mi tra­se­ro. Asus­ta a los chi­cos. El otro día me hice con su balón. Ya sé que al­gu­nas veces me lo he que­da­do hasta el día si­guien­te para dar­les una lec­ción, pero mi culo nunca se lo ha co­mi­do antes.

—Em­pie­za por el prin­ci­pio, Speedy.

—¡Ése es el prin­ci­pio!

—Así que re­tro­ce­dis­te y el balón des­a­pa­re­ció, ¿no?

—Sí, la pa­rien­ta me es­ta­ba mi­ran­do, pero el balón es­ta­ba entre las ver­du­ras y ella no vio lo que pasó real­men­te.

—Esto es muy raro, Speedy, muy raro.

—Menos mal que no he ido al pa­trón, ¿no?

—Joder, en eso tie­nes razón.

—Se ha­bría vuel­to loco.

—Te ha­bría echa­do a pa­ta­das.

—Sí, el pa­trón no es de los que se toman las cosas con calma, ¿a que no?

—Cuan­do has en­tra­do re­tum­ba­bas bas­tan­te. ¿Eso es nor­mal?

—Sí, me temo que sí.

—Se nota mucho —dijo Derek.

Speedy miró al suelo. Lo tuvo que hacer in­cli­nán­do­se hacia un lado por­que su tripa no le de­ja­ba ver.

—Tam­bién puedo sen­tir el óxido en mis ar­ti­cu­la­cio­nes —dijo tí­mi­da­men­te.

—Bueno, te estás pa­san­do un poco, Speedy —Derek se mor­dió el labio y frun­ció el ceño—. ¿Cuán­to tiem­po falta para que te ju­bi­les?

—Uf, por lo menos diez años, Derek. Ade­más, no es eso lo que quie­ro decir. Quie­ro decir óxido de ver­dad. Me cues­ta mo­ver­me. A punto del aga­rro­ta­mien­to. A falta de lu­bri­can­te. Y no estoy ha­cien­do jue­gos de pa­la­bras.

—Bien. Me­ca­ni­za­do pau­la­tino.

—Con­vir­tién­do­me en un ca­mión de ba­su­ra.

—Sí.

—Vamos a tener que pen­sar en algo, Speedy.

—Sí, en algo ten­dre­mos que pen­sar, Derek. Ahí no te equi­vo­cas.

Speedy y su mujer tar­da­ron un tiem­po en acep­tar la idea de Derek. No les hacía gra­cia tener que irse de Wens­fordby. Nunca le hacía gra­cia a nadie. A nadie le gus­ta­ba vivir en el pue­blo, pero tam­po­co irse. Era uno de esos si­tios.

En Lon­dres las ca­lles vi­bra­ban de ac­ti­vi­dad y lo mismo ocu­rría con los pies de la se­ño­ra Ba­rron. La gente se cho­ca­ba con ella cuan­do iba de com­pras, y cuan­do lle­ga­ba a casa podía oír a los ve­ci­nos gri­tán­do­se a tra­vés de la pared. En Wens­fordby la gente ha­bla­ba ba­ji­to, así que las pe­leas pa­re­cían más el me­ca­nis­mo hi­dráu­li­co del ca­mión de ba­su­ra de Speedy que com­ba­tes ver­ba­les. No le gus­ta­ba cómo era en Lon­dres, pero tam­po­co le gus­ta­ba en Wens­fordby. ¿Por qué la gente no se podía lle­var bien? Dios sabe que ella y Speedy ha­bían te­ni­do sus más y sus menos, pero ahí es­ta­ban, to­da­vía jun­tos, to­da­vía ha­cien­do fren­te a las di­fi­cul­ta­des el uno con la ayuda del otro. Pero una cosa, esta di­fi­cul­tad, este asun­to de con­ver­tir­se en ca­mión de ba­su­ra, era mayor que todas las di­fi­cul­ta­des an­te­rio­res jun­tas. Derek lo había pen­sa­do y se había acer­ca­do a su casa una tarde, no mucho tiem­po des­pués de su reunión con Speedy. Ella bajó el vo­lu­men de Mid­lands Today, pre­pa­ró la te­te­ra y sacó unas ga­lle­tas. Derek no ti­tu­beó. Hizo hin­ca­pié en lo que ellos ya sa­bían, que no po­dían que­dar­se en Wens­fordby por­que la gente lo no­ta­ría, los niños se reirían y ven­drían las ha­bla­du­rías. Y él no po­dría ir a tra­ba­jar si la gente sabía que le pa­sa­ba algo. Ten­drían miedo, y si un ba­su­re­ro era ya de por sí un mar­gi­na­do, un paria, Speedy sería in­clu­so más que eso. Se vería sin pers­pec­ti­vas de fu­tu­ro, en el ver­te­de­ro. Hasta el cue­llo de bol­sas de plas­ti­cu­cho es­tro­pea­das. No tener tra­ba­jo sig­ni­fi­ca no tener di­ne­ro; y ade­más, tam­po­co fal­ta­ba tanto tiem­po hasta que pu­die­ra coger la ju­bi­la­ción an­ti­ci­pa­da, con una pen­sión de­cen­te. Nada es­pec­ta­cu­lar, pero lo su­fi­cien­te para vivir sin de­ma­sia­das preo­cu­pa­cio­nes. Ambos asin­tie­ron en esto. Speedy se frotó la bar­bi­lla y su mujer se arre­gló el pelo. Speedy des­li­zó la lata de ga­lle­tas hacia Derek, quien es­ti­ró la mano.

—Es­ta­ba pen­san­do que qui­zás po­dríais ir a Lon­dres. En Lon­dres todo el mundo suena raro o hace algún ruido, nadie se fi­ja­ría en ti, Speedy. Y ade­más, allí tie­nen mucha ba­su­ra. La re­co­gi­da es un gran que­bra­de­ro de ca­be­za para las au­to­ri­da­des. Tie­nen mi­ni­ca­mio­nes por ahí todo el día, por­que si no los tu­ris­tas se que­jan de la su­cie­dad que hay en los si­tios cuan­do vuel­ven a sus casas. Y eso es lo que no quie­ren las au­to­ri­da­des, que la gente se vaya a casa con que­jas. Es un buen sitio para un ba­su­re­ro, nunca le fal­ta­rá tra­ba­jo. He ha­bla­do con mis con­tac­tos de allí, por­que tengo al­gu­nos con­tac­tos, in­clu­so en Lon­dres, que no te quepa duda, y me han dicho que verán lo que pue­den hacer. Y des­pués este tipo, que es un buen amigo, un tipo gran­de en los ba­su­re­ros lon­di­nen­ses, Re­si­duo Rex le lla­man, por­que su nom­bre es Rex y es el Rey de la Re­co­gi­da de Ba­su­ras Efec­ti­va y Eco­nó­mi­ca...

La se­ño­ra Ba­rron pa­re­cía des­con­cer­ta­da. Speedy le cogió de la mano, pero to­da­vía es­ta­ba per­ple­ja. Él se en­co­gió de hom­bros y Derek puso mala cara como que­rien­do decir «no im­por­ta, da igual», como Speedy muy bien sabía, pero la se­ño­ra Ba­rron no. Derek se­guía dando ro­deos, y no le gus­ta­ba que le in­te­rrum­pie­ran ya que podía per­der el hilo y em­pe­zar a dar ro­deos.

—¿Por dónde iba?

—Re­si­duo Rex —dijo Speedy, dando un rá­pi­do sorbo al té a hur­ta­di­llas.

—Ah, sí, Re­si­duo Rex. Se lo ha mon­ta­do muy bien gra­cias a la pri­va­ti­za­ción, el amigo Rex. Bueno, en fin, Rex me ha lla­ma­do y me ha dicho que ha­bían te­ni­do sus con­ver­sa­cio­nes y que se les había ocu­rri­do una idea in­fa­li­ble. Ya os ha­bréis dado cuen­ta de que todo esto se ha hecho sin que se en­te­re el pa­trón. Tú, Speedy, tie­nes que se­guir tra­ba­jan­do. Si­gues tra­ba­jan­do unos años más hasta que pue­das ju­bi­lar­te, si quie­res. Aun­que no sé si que­rrás ju­bi­lar­te, por­que ésta es una gran opor­tu­ni­dad que con­vier­te tu pro­ble­ma en una ben­di­ción del cielo, y no sólo para ti, sino para toda la co­mu­ni­dad.

—Soy todo oídos —dijo Speedy—. Mis ore­jas son como las tapas de los cubos de ba­su­ra.

Se rió de su pro­pio chis­te con poco en­tu­sias­mo .

—Dé­ja­te de sar­cas­mos. Es­pe­ra a oír la idea. No hay otra mejor.

Derek cogió el té y le dio un buen trago antes de vol­ver a de­jar­lo sobre la mesa.

El tra­ba­jo de Speedy con­sis­tía en li­brar­se de toda la ba­su­ra que de otra ma­ne­ra re­vo­lo­tea­ría por ahí para ir a parar a las al­can­ta­ri­llas y atas­car­las, o se api­la­ría en las ace­ras a la es­pe­ra de que al­guien la pi­sa­ra o se tro­pe­za­ra y sa­lie­ra vo­lan­do. En Lon­dres había de­ma­sia­da ba­su­ra, y de­ma­sia­da gente que no debía verla, gente de otros paí­ses y de otros lu­ga­res. Speedy en­ten­día por qué la gente que­ría ver un lugar lim­pio. Él tam­bién era de otro sitio, y cuan­do vi­si­ta­ba lu­ga­res nue­vos, le gus­ta­ba que es­tu­vie­ran lim­pios. Así que tenía lo que Re­si­duo Rex lla­ma­ba «mo­ti­va­ción», que era muy im­por­tan­te para Re­si­duo Rex. No es que Speedy hi­cie­ra mucho caso a Re­si­duo Rex, sim­ple­men­te es­ta­ba feliz por tener un tra­ba­jo que le agra­da­ba. Y a Re­si­duo Rex le im­por­ta­ba tanto como le solía im­por­tar al pa­trón. Si no le lle­va­bas la con­tra­ria, todo iba sobre rue­das. Pero Speedy echa­ba de menos a Derek.

Los ba­su­re­ros nor­ma­les ter­mi­na­ban su jor­na­da cuan­do Speedy salía a las ca­lles. Echa­ba de menos a los ami­gos del tra­ba­jo, desde luego que sí. Pero ése ya no era su tra­ba­jo. Su tra­ba­jo con­sis­tía en ser uno de esos mi­ni­com­bi­na­do de ca­mión de ba­su­ra y vehícu­lo lim­pia­ca­lles. A pesar de que eran pe­que­ños, estos vehícu­los obli­ga­ban a la gente a qui­tar­se de en medio. Y lla­ma­ban la aten­ción gra­cias a las luces na­ran­jas in­ter­mi­ten­tes. Al­gu­nos in­cor­po­ra­ban lo que Re­si­duo Rex lla­ma­ba «se­ña­les acús­ti­cas» y que por lo visto «po­nían a todo el mundo de los ner­vios». Speedy, por otro lado, podía sin más acer­car­se si­gi­lo­sa­men­te a cual­quier ba­su­ra o des­per­di­cio con el tra­se­ro, li­ge­ro y hábil, como un bai­la­rín con so­bre­pe­so. Y podía li­brar­se de ellos sin pro­ble­mas. Su tra­ba­jo era ejer­cer de Co­me­co­cos por las ca­lles re­ple­tas de gente y hacer un Te­tris con toda la ba­su­ra. Las ba­su­ras pe­que­ñas des­a­pa­re­cían por la per­ne­ra de sus pan­ta­lo­nes, y las ba­su­ras gran­des ne­ce­si­ta­ban el tra­se­ro me­cá­ni­co. Por este mo­ti­vo, iba equi­pa­do con pan­ta­lo­nes que lle­va­ban una dis­cre­ta ta­pe­ta tra­se­ra, como la ropa in­te­rior del viejo oeste que lle­va­ban los hom­bres de las fron­te­ras y los ca­tea­do­res de oro. La prác­ti­ca lo había hecho tan rá­pi­do como un rayo. Si al­guien le mi­ra­ba desde arri­ba, di­ga­mos que con el ojo avi­zor de un de­tec­ti­ve de al­ma­ce­nes abu­rri­do to­mán­do­se un res­pi­ro en el es­ca­pa­ra­te de De­ben­ham, daba la im­pre­sión de que un sin­te­cho, un va­ga­bun­do qui­zás o al­guien de ese es­ti­lo, era bo­rra­do del mapa des­pués de que Speedy pa­sa­ra por allí; pero esto no es­ta­ba del todo claro, con tanta gente yendo tan rá­pi­do y en todas las di­rec­cio­nes, por aquí y por allá. A nivel de calle, todo lo que se per­ci­bía era un ca­ba­lle­ro re­chon­cho de as­pec­to pue­ble­rino que sil­ba­ba y tenía cara de bo­na­chón. Si había algún des­fi­le o acon­te­ci­mien­to es­pe­cial, se daba una vuel­ta tras­pa­san­do su área de in­fluen­cia y se aba­lan­za­ba sobre cual­quier ba­su­ra ofen­si­va. Si al­guien mi­ra­ba hacia donde se en­con­tra­ba y se daba cuen­ta de que an­da­ba me­ro­dean­do por ahí en ac­ti­tud vi­gi­lan­te, pen­sa­ba que se tra­ta­ba de un po­li­cía de pai­sano. Bueno, ésa era la teo­ría, tal como re­su­mie­ron Derek y Re­si­duo Rex en dos oca­sio­nes di­fe­ren­tes.

Du­ran­te la ce­le­bra­ción de los cin­cuen­ta años de reina­do de Isa­bel II, esta teo­ría de­mos­tró que no es­ta­ba pen­sa­ba a toda prue­ba. Un padre ca­bro­na­zo se le acer­có y le aco­rra­ló.

—¿Y tú qué co­jo­nes haces? —es­pe­tó, de­jan­do clara la di­fe­ren­cia de al­tu­ra con Speedy.

—Estoy de ser­vi­cio de pa­pe­le­ras. Tengo un tra­se­ro me­cá­ni­co. Soy mitad hom­bre, mitad ca­mión de ba­su­ra. —Eso es lo que Speedy hu­bie­ra que­ri­do decir, pero no pudo. El asun­to de su tra­se­ro era al­ta­men­te con­fi­den­cial.

—Nada —dijo Speedy. El hom­bre pa­re­cía pre­pa­ra­do para tum­bar­le de un pu­ñe­ta­zo en el es­tó­ma­go, al es­ti­lo de Ur­tain.

—Estás mi­ran­do a mis hijos —con­tes­tó con un gru­ñi­do mien­tras se­ña­la­ba a un grupo de pe­que­ños.

—Sí, son una mo­na­da —dijo Speedy—. Debe de estar usted muy or­gu­llo­so.

—¡A ti te voy a dar yo or­gu­llo­so, hijo de puta! —A estas al­tu­ras ya había le­van­ta­do la voz, y su puño le se­guía for­man­do un arco as­cen­den­te.

—¿Qu-qué qué pasa? —Speedy em­pe­zó a tem­blar. No en­ten­día cómo aquel hom­bre había po­di­do des­cu­brir­le. La re­co­gi­da de ba­su­ra la había hecho de forma casi im­per­cep­ti­ble, en honor a su Ma­jes­tad. Era una oca­sión me­mo­ra­ble, y esto era una cues­tión de or­gu­llo para Speedy. Había es­ta­do ima­gi­nan­do antes, du­ran­te la se­ma­na, que la Reina le fe­li­ci­ta­ba, aun­que en el fondo de su co­ra­zón sabía que el re­co­no­ci­mien­to so­cial era im­po­si­ble.

Sus tuer­cas y per­nos em­pe­za­ron a tra­que­tear. Podía oír­los den­tro de su ca­be­za.

—Ya me co­noz­co yo a los ca­bro­nes de vues­tro ani­llo de pá­gi­nas web —dijo el hom­bre, mo­ra­do de ira.

Speedy ex­ten­dió las manos.

—Mira, no llevo nin­gún ani­llo, salvo el de mi boda... —su voz bajó el tono al acor­dar­se de su mujer.

—¿Te estás rien­do de mí?

—No, claro que no.

—O sea que está ca­sa­do, ¿eh?

—Sí, sí. Desde hace mucho.

—Tí­pi­co de mier­da. Siem­pre con una coar­ta­da. ¿Y sabe tu mujer lo que eres? —Su som­bra se había tra­ga­do por com­ple­to a Speedy. Go­tea­ba sudor.

—Esto, sí, sí lo sabe.

—¡Joder! Los dos en el ajo. —Miró al­re­de­dor, mur­mu­ran­do algo malo para sí mismo. Es­ta­ba real­men­te exal­ta­do.

Speedy de­ci­dió cam­biar de tác­ti­ca.

—No en­tien­do qué tiene que ver con usted. ¿Por qué no se larga y me deja que siga con lo mío?

El tipo en­ro­je­ció aún más de ira. Se puso más rojo que una ce­re­za. Speedy tenía miedo de que ahora pu­die­ra oír sus tuer­cas y per­nos. Su sis­te­ma hi­dráu­li­co em­pe­zó a emi­tir rui­dos sil­ban­tes.

—¿Lar­gar­me? ¿Me estás di­cien­do a mí que me lar­gue? Te voy a ma­cha­car, co­le­ga, ya me he can­sa­do. —Cogió a Speedy por el cue­llo de la ca­mi­sa.

—¡Suél­ta­me! ¡So­co­rro! —gritó Speedy. La gente co­men­zó a amon­to­nar­se a su al­re­de­dor. Pen­sa­ron que Speedy era al­guien que que­ría aten­tar con­tra la Reina. Ya había su­ce­di­do y podía vol­ver a pasar.

—¡Dale bien!

—¡Des­tro­za al ca­brón!

—¡Que no se es­ca­pe!

—¡Hay que col­gar­lo!

—¡Qué ho­rror!

Se había for­ma­do un gran círcu­lo al­re­de­dor de Speedy y del hom­bre, que le sa­cu­día cual perro que menea un cal­ce­tín hecho una pe­lo­ta. Pa­re­cía una pelea en el patio de un co­le­gio. Las tuer­cas, per­nos y de­fec­tos de fun­cio­na­mien­to de Speedy po­dían oírse por en­ci­ma de los gri­tos sal­va­jes de la mul­ti­tud, y el ge­mi­do de su sis­te­ma hi­dráu­li­co au­men­ta­ba a me­di­da que cre­cía la fe­ro­ci­dad de las sa­cu­di­das. El cara roja no se daba cuen­ta o no le preo­cu­pa­ba.

—¡Per­ver­ti­do! ¡Per­ver­ti­do! —le chi­lla­ba en la cara a Speedy. Mi­ran­do al pú­bli­co y ha­cien­do girar a Speedy, for­man­do un círcu­lo, bra­ma­ba—: ¡Mi­rad­le! ¡Abu­sa­ni­ños de mier­da! ¡Pe­dó­fi­lo ca­brón! ¡Ha es­ta­do ron­dan­do a mis hijos!

—¡De­be­ría darle vergüenza! —gritó una mujer que pegó al Speedy gi­ró­fa­go con el bolso.

Era un bolso muy duro y le dolió mucho. El motor de Speedy chi­lla­ba y gemía, como un coche en se­gun­da por la au­to­pis­ta. Al­gu­nas de las otras mu­je­res de­ci­die­ron que el cas­ti­go del bolso era una buena idea y em­pe­za­ron a gol­pear­le tam­bién. El hom­bre se­guía dán­do­le vuel­tas aga­rrán­do­le por el pes­cue­zo, pri­me­ro hacia un lado y luego hacia el otro, para que todos tu­vie­ran opor­tu­ni­dad de cas­car­le. Y mien­tras tanto, gol­pea­ba tam­bién sus ore­jas. Un ali­rón de «¡PE­DO-FI­LO! ¡PE­DO-FI­LO! ¡PE­DO-FI­LO!» em­pe­zó a co­rear­se. Speedy in­ten­tó de­fen­der­se mien­tras gi­ra­ba por los aires, con los bra­zos y las pier­nas agi­tán­do­se en­de­bles mien­tras le ati­za­ban con fuer­za. Era como el palo de un Chupa Chups tra­que­tean­do en los ra­dios de una bi­ci­cle­ta. Los re­tum­bos de Speedy, su ge­mi­dos y rui­dos de tri­tu­ra­ción se oían ahora muy alto.

—¡De­jad­me pasar, de­jad­me pasar! —se oyó.

Luego otro:

—¡Qui­taos de en medio, fuera de aquí!

Dos po­li­cías in­ten­ta­ban abrir­se paso entre la mul­ti­tud, pero ésta era ya un único ce­re­bro, ¿o eran va­rios? Di­fí­cil sa­ber­lo pues se había con­ver­ti­do en uno de esos mons­truos con va­rias ca­be­zas sa­lien­do de sen­dos cue­llos que se re­tuer­cen y echan fuego y que pa­re­cen en­fa­da­das unas con otras a pesar de tener todas el mismo ob­je­ti­vo en mente. Los po­li­cías con­si­guie­ron abrir­se paso y Speedy se animó al ver­los en uno de sus giros. En el si­guien­te giro, los po­li­cías pa­re­cían haber re­tro­ce­di­do al punto de par­ti­da, y él no de­ja­ba de re­ci­bir gol­pes. Esto hizo que Speedy tu­vie­ra to­da­vía más miedo, y mien­tras tanto, sus pi­ño­nes y co­ji­ne­tes y man­gui­tos hi­dráu­li­cos (y Dios sabe qué más había cre­ci­do en su in­te­rior en los úl­ti­mos meses) ha­cían tanto ruido que pa­re­cía que todo Lon­dres es­ta­ba sien­do de­rri­ba­do. Su miedo al­can­zó el punto crí­ti­co y sus la­men­tos ate­rro­ri­za­dos se con­vir­tie­ron en las lá­gri­mas pro­vo­ca­das por el pá­ni­co de un hom­bre aco­rra­la­do y com­ple­ta­men­te de­rro­ta­do. El padre con la cara en­ro­je­ci­da de­ci­dió por fin lan­zar a Speedy al suelo. El abo­lla­do Speedy sonó como una tri­tu­ra­do­ra en un de­pó­si­to de cha­ta­rra. Los po­li­cías con­si­guie­ron por fin rom­per el cor­dón de ira. El grito pe­rruno de uno de los guar­dias reales y las pi­sa­das de los ca­ba­llos sobre el as­fal­to hi­cie­ron que la gente que ro­dea­ba a Speedy sa­lie­ra dis­pa­ra­da de vuel­ta a sus po­si­cio­nes es­tra­té­gi­cas para ver el des­fi­le. Des­a­pa­re­cie­ron en un se­gun­do. Los dos jó­ve­nes agen­tes se co­lo­ca­ron bien los cas­cos apro­ve­chan­do el es­pa­cio libre que ahora se había for­ma­do y se en­con­tra­ron con un ven­ce­dor que con­fun­di­do mi­ra­ba con asco cómo la ba­su­ra y su­cie­dad de todo un día de tra­ba­jo salía por la per­ne­ra de los pan­ta­lo­nes de Speedy.

—Quie­ro vol­ver a Wens­fordby —dijo Speedy.

Traducción: Arantxa Ubieta
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Copyright ©Peter Miller, 2003
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Fecha de publicaciónAgosto 2003
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