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Historia de nadie

Livia Felce
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaBuenos Aires, calle Yerbal

Al salir de la casa el por­te­ro le en­tre­gó una carta que, como otras, creyó sin im­por­tan­cia. Algún fo­lle­to, pensó, e iba a de­cir­le que la pu­sie­ra en el buzón cuan­do algo le hizo cam­biar de pa­re­cer.

—Gra­cias —dijo, y salió a la ve­re­da.

Bajo el sol tem­pla­do an­du­vo unos pasos por la rue Aris­ti­de Briand y se de­tu­vo con el sobre en la mano aten­ta a la ca­li­gra­fía de su nom­bre. Venía de Bue­nos Aires. La abrió y leyó:

Srta. Mo­reno, des­pués de bus­car en guías y em­ba­ja­das he dado con su di­rec­ción y le envío esta carta para ha­cer­le saber que es he­re­de­ra de su tía, An­to­nia Mo­reno, que fa­lle­ció en esta ciu­dad a los ochen­ta y cinco años. Si usted re­ci­be la pre­sen­te, há­ga­me saber cómo po­de­mos con­ti­nuar con este trá­mi­te para el que es ne­ce­sa­rio que venga a Bue­nos Aires.

Fir­ma­ba el es­cri­bano E. Lemos.

Ca­mi­nó algo tur­ba­da. Tenía que armar un rom­pe­ca­be­zas, res­ca­tar del ol­vi­do a esta se­ño­ra le­ja­na que era algo suyo. O lo había sido. Vivió casi sin sa­ber­lo. Fue ape­nas una re­fe­ren­cia, algún frag­men­to de con­ver­sa­ción. Algo dicho entre otras cosas, una frase caída, en sus­pen­so.

Su padre, Juan Mo­reno, había al­ter­na­do Mar­se­lla con Bue­nos Aires, Gé­no­va y Ate­nas, ma­rino de rutas cons­tan­tes y amo­res ocul­tos, ci­ca­tri­za­do de des­pe­di­das, murió a su lado hacía ya mu­chos años. Él no le dejó for­tu­na, tan sólo una pen­sión que le sus­ten­ta­ba una vida de fru­ga­li­da­des. Pero se aco­mo­dó. Su gusto era com­prar lana y tejer en los fríos in­vier­nos fran­ce­ses pa­ño­le­tas y car­pe­ti­tas con exac­to nú­me­ro de pun­tos que como una analo­gía re­pro­du­cían pe­que­ños cos­mos, di­bu­jos y es­pa­cios ma­te­má­ti­ca­men­te dis­pues­tos en es­tre­llas y cons­te­la­cio­nes. Bajó a sus manos un mundo que sólo miran los que sue­ñan.

Se de­tu­vo en un banco de la plaza adon­de iba a con­ver­sar con al­gu­na ve­ci­na o a mirar el juego de los niños. Algo es­ta­ba cam­bian­do en Fran­cia. El miedo re­co­rría las no­ti­cias y el ros­tro de la gente. Los ale­ma­nes ase­dia­ban desde Bél­gi­ca y el pue­blo fran­cés pre­pa­ra­ba la re­sis­ten­cia. Ella, a su edad, ¿en qué podía ayu­dar a su país? Sería uno de los tan­tos vie­jos atra­pa­dos entre los es­com­bros o el ham­bre. Justo cuan­do que­da­ba poco tiem­po para su ru­ti­na plá­ci­da llegó la carta. No le costó en­ten­der­la por­que su padre le ha­bla­ba y es­cri­bía a veces en cas­te­llano.

Cuan­do en la noche es­cu­chó por la radio que los ale­ma­nes es­ta­ban en Sedán, al norte, ya se había de­ci­di­do. A los se­sen­ta años hizo las va­li­jas. Mien­tras em­pa­ca­ba en­tre­te­nía en sus manos cada ob­je­to. Dudó en tirar al­guno. Todo tenía al­gu­na cir­cuns­tan­cia aña­di­da que lo hacía res­ca­ta­ble. Todo for­ma­ba parte del ovi­llo de su me­mo­ria. De modo que llenó bul­tos que lle­ga­rían des­pués que ella. En un bolso puso las la­bo­res y las agu­jas que ha­cían giros rá­pi­dos y pun­zan­tes en el aire como un enig­ma del di­se­ño final. Ella tam­bién, como otra aguja del des­tino, cam­bia­ba el di­bu­jo de su vida. De pron­to Eu­ro­pa es­ta­lló y sal­ta­ron los hom­bres y mu­je­res como es­quir­las des­pe­di­das a otras tie­rras.

Cuan­do des­em­bar­có en Bue­nos Aires, el es­cri­bano Lemos la acom­pa­ñó hasta la casa de la calle Yer­bal, y pensó que ese nom­bre, que al­gu­na vez oyó de niña, tenía olor a hier­bas. Se de­tu­vo ante el chi­rri­do de la verja, no le mo­les­tó de­ma­sia­do, y sin­tió que las casas en­ve­je­cen tam­bién: tie­nen cru­ji­dos ar­ti­cu­la­res, pul­sa­sio­nes len­tas, dé­bi­les cho­rros de agua, ar­trí­ti­cas fa­lle­bas. Iba re­co­no­cien­do su cuer­po en la vieja casa como si siem­pre hu­bie­ra es­ta­do allí. Tomó po­se­sión y re­ci­bió los pa­pe­les entre los que es­ta­ba el tes­ta­men­to de An­to­nia Mo­reno. Abrió los pos­ti­gos, des­pués de mucho tiem­po ce­rra­dos, se sentó fren­te al se­cré­tai­re con­fe­sio­nal de su tía y leyó:

Aquí estoy. Sola. Entre estas pa­re­des vie­jas, vie­jas como yo. Con olor a tiem­po y hu­me­dad que hasta sien­to en mi piel, como si tam­bién yo es­tu­vie­ra en­mohe­ci­da. Todo a mi al­re­de­dor es ama­ri­llo, pardo más bien. Color de tiem­po, de vejez. Pero no lloro. Pien­so, re­cuer­do. Quie­ro re­co­brar mi vida que se fue en ilu­sio­nes. En es­pe­ra, en frus­tra­ción. Mi vida anó­ni­ma, irre­cu­pe­ra­ble. Tris­te­men­te pre­té­ri­ta. La vida que pudo ser mía y que al final de tan­tos y tan­tos años es sólo el re­cuer­do de lo que no fue.

Yo, An­to­nia Mo­reno, de ochen­ta años cui­da­do­sa­men­te cas­ti­ga­dos, sub­sis­to re­sig­na­da en mi asom­bro. Hablo poco, casi nada po­dría decir, no tengo con quién. Mi única com­pa­ñía es la vieja tu­cu­ma­na, sorda, que hace la lim­pie­za de la casa. El ho­ra­rio es­ta­ble­ci­do por años nos aho­rra pa­la­bras y la ru­ti­na de las ta­reas se cum­ple en si­len­cio. Por otra parte yo no puedo per­der un mi­nu­to. No, no puedo. Es como si qui­sie­ra ganar en la me­mo­ria y la ima­gi­na­ción el des­fi­le de mis pe­que­ñas reali­da­des. Ma­dru­go, qui­zás para alar­gar los días. Ya he de dor­mir tanto que re­cu­pe­ra­ré las no­ches que se van como pa­lo­mas des­ve­la­das. Quie­ro ver más luz, aqui­la­tar esta de­mo­ra pro­lon­gán­do­me, aun­que sólo sea en el re­cuer­do de un des­co­no­ci­do. Por eso hace días que me le­van­to con de­ses­pe­ra­ción, ob­se­sio­na­da, tra­tan­do de ganar tiem­po, y es­cri­bo estas ca­ri­llas para la bon­dad de algún ocio, para la cu­rio­si­dad, para el mi­nu­to que quie­ro vivir des­pués de muer­ta cuan­do al­guien diga: «¡Mirá esta vieja An­to­nia Mo­reno!»

¡Esta vieja! Estoy en la bi­blio­te­ca de la casa, sen­ta­da ante mi se­cré­tai­re, al que por mu­chos años no me acer­qué por miedo a estas car­tas ama­ri­llas, a estos poe­mas es­cri­tos en pri­ma­ve­ra que mues­tran una An­to­nia Mo­reno que hace mucho dejó de exis­tir. De aquel lecho de sue­ños y ol­vi­do me arran­co, me vuel­vo y me pue­blo.

La gran ha­bi­ta­ción tiene voces para mí, per­fi­les entre los haces de luz que en­tran por los bal­co­nes. Sin em­bar­go hay algo in­hós­pi­to en la casa, algo lú­gu­bre. Qui­zás la falta de vida, la falta de amor. Amor. Hace años que esta pa­la­bra es­ta­ba pros­crip­ta de mis la­bios como algo tabú. Amor. Hoy ima­gino todas las po­si­bi­li­da­des que tuvo mi vida cuan­do mi co­ra­zón latía fuer­te­men­te por­que él be­sa­ba mi mano, o me mi­ra­ba fi­ja­men­te, enamo­ra­do. ¿Qué fue de tu son­ri­sa? ¿Vo­la­rá des­pren­di­da de ti como un pá­ja­ro? Y tus ges­tos, tus que­ri­dos ges­tos... Los sien­to a mi al­re­de­dor. Hacia cual­quier lugar que mire en­cuen­tro tu ade­mán, tu mi­ra­da, tus dien­tes o las arru­gas de tu risa, des­pren­di­dos de tu per­so­na, como ma­ri­po­sas de ve­rano. Te veo en el marco de la ven­ta­na oyén­do­me tocar el piano. Yo te lla­ma­ba... Tu nom­bre me lo re­pi­tie­ron el vien­to, la llu­via, los días in­ter­mi­na­bles, cada pun­ta­da que hacía en los in­fi­ni­tos bor­da­dos del ajuar que nunca usé. Cada res­pi­ra­ción. Cada lá­gri­ma. Y aún este si­len­cio, el mismo de hace años, tan­tos, que creo que es lo único que he co­no­ci­do. Tu nom­bre es­ta­ba prohi­bi­do en esta casa. Tu nom­bre que pro­nun­cia­ba entre dien­tes cuan­do te ima­gi­na­ba a mi lado, cuan­do por las no­ches me aho­ga­ba la pena y todo en mí llo­ra­ba. Ahora no. Todo es re­po­so, nos­tal­gia. La pa­sión ya no tiene ca­bi­da en mi pecho seco, en mi cuer­po agos­ta­do. Los besos que no di mar­chi­ta­ron mis la­bios tem­pra­na­men­te y una ari­dez im­pla­ca­ble me ase­dió.

Soy el re­su­men ele­men­tal, el cí­cli­co es­la­bón que anida en el musgo, la pie­dra y el vien­to.

Vivo re­ti­ra­da, apar­ta­da del mundo. Se­gu­ra­men­te la gente hace his­to­rias, han de creer­me loca o es­pi­ri­tis­ta. No sé. A mi vieja casa la su­pon­drán ha­bi­ta­da por fan­tas­mas, por­que fan­tas­mas su­gie­ren el chi­rri­do de la verja y los ár­bo­les tu­pi­dos del jar­dín, las pa­re­des os­cu­ras, las som­bras pre­ma­tu­ras del atar­de­cer y mi fi­gu­ra negra al­gu­na vez mi­ran­do de­trás del bal­cón. Pero no. No son fan­tas­mas los seres que al­gu­na vez he amado y que hoy me ayu­dan a es­pe­rar. Los re­co­bro de su es­ta­do, los ubico en sus lu­ga­res pre­fe­ri­dos, con sus ges­tos y poses pe­cu­lia­res, e ima­gino diá­lo­gos. Me re­cues­to en un si­llón y bu­cean­do en la pe­num­bra mis ojos di­bu­jan per­fi­les di­fe­ren­tes. Mis pa­dres, como sa­ca­dos de una pos­tal, siem­pre en ac­ti­tu­des cor­te­ses y dis­tan­tes, en­he­bra­dos en sus obli­ga­cio­nes; mi her­ma­na Laura, muer­ta antes de co­no­cer la vejez, llevó la pri­ma­ve­ra al sueño; mi tío Es­te­ban, el don­jua­nes­co sol­te­rón de la fa­mi­lia, con­ti­núa te­nien­do su ele­gan­cia fi­ni­se­cu­lar; mi her­mano Juan, que muy pocas veces es­ta­ba en casa, su pro­fe­sión de ma­rino lo ale­ja­ba de­ma­sia­do de no­sos­tros, y de mí. Tal vez para re­pa­rar el desa­pe­go de sus años mozos, hoy es el más asi­duo de mis in­ter­lo­cu­to­res am­bu­lan­tes. Pro­di­ga a mi ocaso el afec­to de su arre­pen­ti­mien­to. Tam­bién él fue un so­li­ta­rio, su mujer, Car­men, a quien pocas veces veo, no lo hizo feliz. ¡Aque­llos ca­sa­mien­tos que te­jían otras manos! En fin, Juan hizo via­jes cada vez más lar­gos, hasta no vol­ver. Ahora es el único que me com­pren­de, aun­que un poco tarde. Es muy di­fí­cil lle­nar con pa­la­bras este vacío de años. Nada puede sa­tis­fa­cer­me sino es­pe­rar la hora man­sa­men­te. Cada día estoy más cerca de mí.

Cuan­do la llu­via gol­pea en mi ven­ta­na y alum­bra a des­te­llos las asus­ta­das som­bras de mi cuar­to, vuel­ves, como en­ton­ces, con tu capa mo­ja­da a vi­si­tar­me. Te asom­bras de mis arru­gas, tú, que per­ma­ne­ces joven y aman­te como cuan­do be­sa­bas mi mano an­sio­sa. Tú... tú eres el es­pe­ra­do. El que llega flo­ri­do de pri­ma­ve­ra a aca­ri­ciar mi ca­be­za de­cli­nan­te como el amigo de toda la vida. El que yo quise en la luz y que hoy tí­mi­da­men­te surge de un rin­cón a es­cu­char mis pa­la­bras sin fuer­za.

La gran ha­bi­ta­ción está de­te­ni­da medio siglo atrás. Los go­be­li­nos des­te­ñi­dos en­dul­zan un poco la des­pa­vo­ri­da opa­ci­dad del am­bien­te. Éste es mi do­mi­nio. Mi im­pe­rio irres­pe­tuo­so. Mi trono de som­bras y me­mo­rias. Los siete re­tra­tos oji­va­les pen­den si­mé­tri­cos al­ter­nan­do con los pe­sa­dos mue­bles de roble. Los siete ros­tros de­fi­ni­dos en su pos­tu­ra con­tras­tan en­ca­jes, bi­go­tes, joyas y aba­ni­cos. Laura, mi madre, mi padre, tío Es­te­ban, mi her­mano Juan, él y yo. Pude agre­gar su re­tra­to des­pués de la muer­te de mis pa­dres. Aque­lla vo­lun­tad que me do­mi­na­ba se an­ti­ci­pó en qui­tar­me lo que ya el des­tino me ne­ga­ría. Dolor sobre dolor, crecí como una llaga in­ne­ce­sa­ria­men­te.

Ahora en que nada puede ser re­pa­ra­do pien­so en lo que los demás tor­pe­men­te veían en mí. Al­gu­na vez me di­je­ron «egoís­ta» por­que me afe­rra­ba a pe­que­ñas dosis de ter­nu­ra. Te­mían mi so­li­ci­tud como si el pro­di­gar amor no fuera una llama que alum­bra tam­bién a quien la en­cien­de. No hubo para mí una pa­la­bra de más, una ca­ri­cia a des­ho­ra. En el es­tric­to orden de los ges­tos no cabía la es­pon­ta­nei­dad. Así, el tiem­po afiló mis aris­tas y una me­su­ra re­sig­na­da ador­me­ció mi ade­mán y mi voz.

Ya no ves­ti­ré la misma som­bra. Ahora mi fu­tu­ro es el polvo. El polvo de­vo­ra­dor de piel y sue­ños fra­ca­sa­dos. Para él, pues, mis años de si­len­cio y mi cuer­po in­tac­to, mi vida do­lo­ro­sa­men­te pura y el azul de mis ojos. Atrás queda el sueño pi­ra­midal en donde des­can­san las po­si­bi­li­da­des. In­ge­nua­men­te creía que algo era feliz cuan­do se lo­gra­ba sin dolor. Pero sin lucha no hay vida, y yo no es­tu­ve en la lucha. Pen­sar que todo mi ca­mino des­can­sa en una pa­la­bra, un grano de arena. Se mira hacia atrás y ahí está lo que se dijo como un sé­qui­to ina­mo­vi­ble. Si pu­die­ra vol­ver a ele­gir mi des­tino, no sería el que he lle­va­do con tanto ago­bio. Hu­bie­ra bas­ta­do un gesto a tiem­po. Sí, toda vejez aca­rrea su año­ran­za como un fruto tar­dío. Algo, o todo, quedó por hacer. Pero ya la vida se ha ido, me queda tan sólo la me­mo­ria. Y los que de ella vi­vi­mos, vi­vi­mos menos. La evo­ca­ción es el sus­ten­to de los dé­bi­les.

Mi vida fue un largo otoño. En las ti­nie­blas del deseo in­sa­tis­fe­cho bus­qué el ros­tro es­qui­vo, la pa­la­bra justa y el si­len­cio que abri­ga­ra mi alma.

Hu­bie­ra que­ri­do ir con­tra el tiem­po, ser más fuer­te, y po­de­ro­sa­men­te ilu­mi­na­da de amor, de­fen­der­me y ven­cer­lo. A un gi­gan­te lo vence úni­ca­men­te otro gi­gan­te.

El can­san­cio aprie­ta mi mano. Mis es­cri­tos, los li­bros que me ayu­da­ron a lle­gar, todo, queda en manos anó­ni­mas que mul­ti­pli­ca­rán mi nom­bre en pa­pe­les y ora­cio­nes como un pe­que­ño tri­bu­to a mi me­mo­ria. Tal vez.

An­to­nia Mo­reno

La mujer res­pi­ró hondo. Dejó los pa­pe­les y se le­van­tó. Re­co­rrió los re­tra­tos de quie­nes la pre­ce­die­ron y ar­ma­ron parte de su his­to­ria. Miró el de su padre, tan apues­to en su traje de ma­rino, y re­co­gió la ter­nu­ra de un ros­tro nunca ol­vi­da­do. Miró el de su tía y se re­co­no­ció en los ras­gos, en el aire me­lan­có­li­co del ros­tro de piel trans­pa­ren­te, como si la luna lo alum­bra­ra por de­trás.

Abrió las puer­tas, ca­mi­nó los so­no­ros pisos de ma­de­ra y sin­tió que ella sola po­dría con la casa. ¿Qué pasó con la vieja tu­cu­ma­na? Tal vez haya vuel­to a su tie­rra de algún modo.

Pensó que ten­dría que bus­car a un jar­di­ne­ro, y dejar que la casa se pe­ne­tra­se de luz tanto como es­ta­ba pe­ne­tra­da de tiem­po.

Des­pués de unos días al­guien llamó a la puer­ta y pre­gun­tó:

—¿La se­ño­ri­ta An­to­nia Mo­reno vive aquí? —de­trás del mu­cha­cho unos bul­tos es­pe­ra­ban ser ba­ja­dos del ca­mión.

—Sí, c’est moi —con­tes­tó ella con ím­pe­tu y se co­rri­gió—: Soy yo —y abrió la pe­sa­da verja.

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Copyright ©Livia Felce, 1998
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Fecha de publicaciónMayo 2003
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