https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Relatos cortos Fabulaciones
Ficción incluida en el libro Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (Ediciones Carena, Barcelona, 2005).

Costumbres del alcaucil

Fernando Sorrentino
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaCerca de la esquina de las avenidas Triunvirato y de los Incas, Buenos Aires

Muy pocas per­so­nas co­no­cen el pa­sa­je Ohm. Su única cua­dra de ex­ten­sión corre cerca de la es­qui­na de las ave­ni­das Triun­vi­ra­to y de los Incas. En un pe­que­ño de­par­ta­men­to con bal­cón al con­tra­fren­te vivo yo.

Yo al­can­cé los cua­ren­ta y ocho años sin que­rer —o sin poder— ca­sar­me. Vivo solo y me arre­glo bas­tan­te bien. No soy agri­cul­tor ni bo­tá­ni­co, sino pro­fe­sor de cas­te­llano, li­te­ra­tu­ra y latín: nada sé de aque­llas cien­cias ru­ra­les y na­tu­ra­les, pero algo co­noz­co de lingüís­ti­ca y eti­mo­lo­gías. Desde estos cam­pos em­pe­cé mi acer­ca­mien­to al al­cau­cil.

Como se sabe, un buen por­cen­ta­je del lé­xi­co es­pa­ñol re­co­no­ce su ori­gen en la len­gua de los in­va­so­res ára­bes del siglo VIII. A veces éstos crea­ron el vo­ca­blo me­dian­te el re­cur­so de con­fe­rir forma árabe a un sus­tan­ti­vo la­tino (o neo­la­tino) co­rrien­te en la Es­pa­ña de en­ton­ces.

Tal es el caso de la pa­la­bra mo­zá­ra­be cau­cil, pro­ve­nien­te del latín ca­pi­tie­llum, que sig­ni­fi­ca «ca­be­ci­ta». De ma­ne­ra que al­cau­cil (ar­tícu­lo + sus­tan­ti­vo) sig­ni­fi­ca «la ca­be­ci­ta». Este nom­bre po­pu­lar posee, di­ga­mos, mayor «ex­pre­si­vi­dad» y «uti­li­dad» que el tér­mino cien­tí­fi­co Cy­na­ra scoly­mus.

Vea­mos por qué.

En Bue­nos Aires nadie ha visto una plan­ta de al­cau­cil. De las ver­du­le­rías no­so­tros co­no­ce­mos, pre­ci­sa­men­te, esas ca­be­ci­tas muer­tas cuyo co­ra­zón (mejor lla­ma­do re­cep­tácu­lo) y las bases de cuyas hojas (mejor dicho, es­ca­mas) son, por cier­to, muy sa­bro­sos. Ahora bien, estas ca­be­ci­tas guar­dan el ger­men de la flor, y el hor­ti­cul­tor las arran­ca de la plan­ta antes de que aqué­lla lle­gue a desa­rro­llar­se, pues, de no ha­cer­lo así, luego se en­du­re­cen y ya no son co­mes­ti­bles.

Du­ran­te toda mi vida, yo fui un ig­no­ran­te total en lo que a mor­fo­lo­gía, vida y cos­tum­bres del al­cau­cil res­pec­ta. Ahora, en cam­bio, puedo decir, sin pe­dan­te­ría, que he ad­qui­ri­do bas­tan­te in­for­ma­ción y que me he con­ver­ti­do en una suer­te de mó­di­ca au­to­ri­dad en la ma­te­ria. Ad­mi­to, sí, que, sobre el al­cau­cil, es más lo que me resta por apren­der que lo que he apren­di­do.

El al­cau­cil puede cul­ti­var­se en una ma­ce­ta, de pro­por­cio­nes más bien am­plias. Como es una plan­ta ás­pe­ra y su­fri­da, una es­pe­cie de cardo, re­quie­re es­ca­sos cui­da­dos; se desa­rro­lla en se­gui­da; al­can­za, de al­tu­ra, un metro y, en ex­ten­sión ho­ri­zon­tal, una lon­gi­tud que, hasta ahora, re­sul­ta im­po­si­ble de­ter­mi­nar.

Aun­que, en ge­ne­ral, no me in­tere­san ni me atraen las plan­tas, acep­té con fin­gi­da gra­ti­tud el al­cau­cil que me re­ga­ló una ve­ci­na apo­da­da la Chi­che: ésta es una se­ño­ra de cier­ta edad y de an­te­ojos, sim­ple y abu­rri­do­ra, que tiene un hijo, más bien de es­ca­sas luces, lla­ma­do Se­bas­tián.

El joven Sebas —así apo­co­pa­do por su madre y sus ami­gos— ter­mi­nó el ter­cer año con ar­duas di­fi­cul­ta­des. Ig­no­ro por qué me avine a im­par­tir­le gra­tui­ta­men­te cla­ses par­ti­cu­la­res de cas­te­llano para que in­ten­ta­ra apren­der en pocos días lo que no había lo­gra­do ni si­quie­ra sos­pe­char en los once o doce meses an­te­rio­res.

Nada me cues­ta de­cla­rar que soy un ex­ce­len­te pro­fe­sor de cas­te­llano, con la ex­pe­rien­cia —y el can­san­cio— de vein­te años de tiza y pi­za­rrón. Pero Sebas —in­ape­la­ble­men­te pa­lur­do y de tro­pe­za­do ra­zo­na­mien­to— re­sul­tó, tal como yo lo pre­veía, re­pro­ba­do con jus­ti­cia por la mesa exa­mi­na­do­ra del mes de marzo.

La se­ño­ra Chi­che —fa­na­tis­mo ma­ter­nal a un lado— supo com­pren­der que la de­fi­cien­cia no es­ta­ba en mí sino en su hijo y, para agra­de­cer­me de al­gu­na ma­ne­ra, me re­ga­ló la su­so­di­cha plan­ta de al­cau­cil.

La se­ño­ra Chi­che llegó a mi de­par­ta­men­to, es­tu­vo un rato, emi­tió abun­dan­tes erro­res e im­pre­ci­sio­nes, no pres­tó la menor aten­ción a nin­gu­na de mis pa­la­bras, me hizo co­no­cer su vi­sión de­sen­can­ta­da del mundo y, ¡por fin!, se re­ti­ró, de­ján­do­me la ha­bi­tual sen­sa­ción de des­agra­do que me pro­du­cen las per­so­nas de es­ca­sa in­te­li­gen­cia e ili­mi­ta­da in­cul­tu­ra. Y, junto con cier­to mal humor, ahí quedó, en el bal­cón, en su ma­ce­ta roja y blan­ca, la plan­ta de al­cau­cil.

Poco a poco, fue pro­di­gán­do­se en múl­ti­ples ca­be­ci­tas (al­cau­ci­les) de color verde apa­ga­do. Por su pro­pio peso, los al­cau­ci­les fue­ron do­ble­gan­do la re­sis­ten­cia de los ta­llos y em­pe­za­ron a rep­tar por el suelo del bal­cón, como si fue­ran las múl­ti­ples ga­rras de un ani­mal amor­fo y di­fí­cil de re­co­no­cer, una suer­te de eri­za­do pulpo te­rres­tre, con algo de la du­re­za pé­trea y ver­dus­ca de las bes­tias prehis­tó­ri­cas.

Así habrá trans­cu­rri­do una se­ma­na.

Años en­te­ros he lu­cha­do sin éxito con­tra las hor­mi­gui­tas rojas, esos bi­chi­tos in­ven­ci­bles y om­ní­vo­ros di­se­mi­na­dos en in­fi­ni­tas cue­vas por todo el de­par­ta­men­to. Una tarde me ha­lla­ba sen­ta­do en el bal­cón; leía el dia­rio y to­ma­ba mate.

En­ton­ces vi que cua­tro de las tan­tas ca­be­ci­tas de la plan­ta es­ta­ban dadas a la caza de hor­mi­gas rojas. Su téc­ni­ca era, a la vez, muy sen­ci­lla y muy efi­caz. Con las hojas abajo y el tallo arri­ba, co­rrían a modo de ara­ñas, apre­sa­ban con de­li­ca­da exac­ti­tud a la hor­mi­ga y, me­dian­te rá­pi­dos mo­vi­mien­tos de trac­ción y mas­ti­ca­ción, la lle­va­ban hasta el cen­tro del al­cau­cil, por donde era in­ge­ri­da.

Ob­ser­van­do con aten­ción, podía ad­ver­tir­se, en los pun­tos de en­san­cha­mien­to del tallo móvil o ten­tácu­lo, que los ca­dá­ve­res de las hor­mi­gas eran tras­la­da­dos hasta el tallo cen­tral, donde —ima­gi­né— se ha­lla­ría el apa­ra­to di­ges­ti­vo del al­cau­cil. En pe­lí­cu­las do­cu­men­ta­les yo había visto más de una vez algo pa­re­ci­do: cuan­do la cu­le­bra traga una lau­cha o una rana, uno puede per­ci­bir la forma del cuer­po de la víc­ti­ma que se des­li­za por el in­te­rior del cuer­po del vic­ti­ma­rio: de esta misma ma­ne­ra co­mían tam­bién los al­cau­ci­les.

Sentí ale­gría. Este hecho me pa­re­ció aus­pi­cio­so. Los al­cau­ci­les eran in­fa­ti­ga­bles y te­rri­ble­men­te ham­brien­tos. Pensé que, en poco tiem­po, lo­gra­rían triun­far donde yo fra­ca­sé du­ran­te años: que ter­mi­na­rían, de modo con­tun­den­te, con todas las hor­mi­gas rojas del de­par­ta­men­to, esas hor­mi­gas que yo, en mi im­po­ten­cia, tanto abo­rre­cía.

En efec­to, así fue. Llegó el mo­men­to en que ya no vi nin­gu­na hor­mi­gui­ta roja. En­ton­ces el al­cau­cil se ex­ten­dió en la busca de otros ali­men­tos.

Al­gu­nos al­cau­ci­les es­tran­gu­la­ron y de­vo­ra­ron a las demás plan­tas del bal­cón: mal­vo­nes, ge­ra­nios, un rosal siem­pre fra­ca­sa­do, unos he­le­chos an­ti­quí­si­mos, un bra­vío cacto es­pi­no­so. Otros al­cau­ci­les, en cam­bio, pre­fi­rie­ron cavar la tie­rra y cap­tu­ra­ron lom­bri­ces úti­les y sa­ban­di­jas per­ju­di­cia­les. Un ter­cer grupo trepó por las pa­re­des y pe­ne­tró en lo hondo de los an­tros de las ara­ñas.

En ver­dad, esos al­cau­ci­les te­nían buen ape­ti­to, y cre­cían. Cre­cían siem­pre. No tar­da­ron mucho tiem­po en ocu­par todo el bal­cón. A modo de en­re­da­de­ra, se ten­die­ron por el piso, por el techo, por las pa­re­des, en vuel­tas y re­vuel­tas que los con­vir­tie­ron en selva inex­tri­ca­ble.

Debo con­fe­sar que, en este punto, me asus­té un po­qui­to: temí, es­tú­pi­da­men­te, que el al­cau­cil con­ti­nua­ra cre­cien­do hasta ocu­par todo el de­par­ta­men­to.

—Muy bien —le dije—. Si ésa es tu in­ten­ción, te con­deno a morir de ham­bre.

Bajé las cor­ti­nas de ma­de­ra gris y cerré her­mé­ti­ca­men­te los vi­drios de los ven­ta­na­les del co­me­dor y del dor­mi­to­rio. Es­ta­ba se­gu­ro de que, pri­va­do de ali­men­to, el al­cau­cil em­pe­za­ría a lan­gui­de­cer, a de­bi­li­tar­se, a en­co­ger­se, y ter­mi­na­ría por agos­tar­se en briz­nas re­se­cas hasta morir.

Adop­té esa me­di­da pre­cau­to­ria el lunes 11 de abril de 1988. Por no sé qué con­flic­to la­bo­ral, en mi co­le­gio no hubo cla­ses hacia el final de la se­ma­na. Apro­ve­ché en­ton­ces para ha­cer­me una es­ca­pa­di­ta a Mar del Plata, en com­pa­ñía de una es­pe­cie de novia —por cier­to, ya ma­du­ra— que tengo desde hace mu­chí­si­mos años, que es pro­fe­so­ra de ma­te­má­ti­ca y que se llama Li­lia­na Te­des­chi. Ambos de­vo­tos del tren y re­frac­ta­rios al óm­ni­bus, par­ti­mos de Cons­ti­tu­ción el miér­co­les por la noche y pa­sa­mos luego cua­tro her­mo­sos días en aque­lla grata ciu­dad oto­ñal.

El do­min­go 17 de abril, hacia las ocho de la ma­ña­na, me hallé de re­gre­so en mi de­par­ta­men­to de la calle Ohm. Como temo a los la­dro­nes, tengo puer­ta blin­da­da y dos ce­rro­jos de se­gu­ri­dad. Con el mo­des­to or­gu­llo de ser tan pre­vi­sor, abrí el pri­mer ce­rro­jo, abrí el se­gun­do, em­pu­jé la puer­ta. Noté que ofre­cía cier­ta re­sis­ten­cia: no de­ma­sia­do firme, es ver­dad, pero re­sis­ten­cia al fin.

Entré en­ton­ces en una suer­te de bos­que­ci­llo de al­cau­ci­les. Me re­ci­bió una fuer­te co­rrien­te de aire: en mi au­sen­cia, estos in­di­vi­duos ha­bían pri­me­ro de­vo­ra­do las ma­de­ras de la cor­ti­na en­ro­lla­ble y luego des­tro­za­do los vi­drios de los ven­ta­na­les. Ahora, como in­gen­tes me­du­sas, se ha­lla­ban es­par­ci­dos por todo el de­par­ta­men­to, y cu­brían me­tó­di­ca­men­te pisos, pa­re­des y cie­los rasos, rep­ta­ban por los rin­co­nes, se en­ca­ra­ma­ban a los mue­bles, in­ves­ti­ga­ban agu­je­ros y re­co­ve­cos...

Esto fue lo que vi en una pri­me­ra mi­ra­da ge­ne­ral. En se­gui­da in­ten­té ob­te­ner un cua­dro más sis­te­má­ti­co de la si­tua­ción. Aun­que traté de man­te­ner­me se­reno, aque­llos abu­sos no pu­die­ron menos que in­dig­nar­me.

Los al­cau­ci­les ha­bían abier­to la he­la­de­ra, el free­zer y todas las ala­ce­nas, y ha­bían co­mi­do el queso, la man­te­ca, las car­nes con­ge­la­das, las papas, los to­ma­tes, los fi­deos, el arroz, la ha­ri­na de trigo, las ga­lle­ti­tas... En el piso de la co­ci­na me topé con fras­cos, ahora va­cíos, de mer­me­la­da, de acei­tu­nas, de pi­ckles, de chi­mi­chu­rri...

Ha­bían de­vo­ra­do todo lo hu­ma­na­men­te de­vo­ra­ble y ahora —ante mis ojos co­lé­ri­cos— se de­di­ca­ban tam­bién a todo lo al­cau­cil­men­te de­vo­ra­ble, que, según es­ta­ba vien­do, era toda ma­te­ria or­gá­ni­ca —muer­ta o viva—, y se ha­lla­ban des­ga­rran­do, ro­yen­do y mas­can­do el cuero y las plu­mas de los si­llo­nes y las ma­de­ras de los mue­bles. Y se ha­lla­ban des­ga­rran­do, ro­yen­do y mas­can­do los li­bros, ¡oh, Dios, mis li­bros que­ri­dos, reuni­dos con amor a lo largo de más de trein­ta años, mis li­bros sub­ra­ya­dos y co­men­ta­dos —jamás con tinta, siem­pre con lápiz— por mi letra pro­li­ja y cui­da­do­sa una y mil veces!

No tengo cu­chi­lla de car­ni­ce­ro pero sí una ti­je­ra para tro­zar po­llos. Co­lo­qué un tallo de al­cau­cil entre las dos hojas de acero y —con odio, con ju­bi­lo­sa im­pie­dad— cer­ce­né la abo­mi­na­ble ca­be­ci­ta enemi­ga.

El al­cau­cil de­ca­pi­ta­do rodó unos cen­tí­me­tros. En el mismo ins­tan­te, el tallo sec­cio­na­do se mul­ti­fur­có en no sé cuán­tos ta­llos me­no­res y, si­mul­tá­nea­men­te, na­cie­ron quin­ce, vein­te, cin­cuen­ta ca­be­ci­tas que, fu­rio­sas, se lan­za­ron con­tra mí, in­ten­tan­do mor­der­me los za­pa­tos, las pier­nas, las manos.

En­ton­ces, y como pude, re­tro­ce­dí hacia la zona del baño y del dor­mi­to­rio, donde la den­si­dad de al­cau­ci­les por cen­tí­me­tro cua­dra­do era mucho menor. Soy una per­so­na —creo— bas­tan­te lú­ci­da y no me ha­lla­ba dis­pues­to a per­der la calma: sólo que­ría se­re­nar­me y re­fle­xio­nar un poco, pues no du­da­ba —siem­pre tuve mucha con­fian­za en mí mismo— de que ha­lla­ría pron­ta so­lu­ción al pro­ble­ma de los al­cau­ci­les.

Ra­zo­né.

Du­ran­te mi au­sen­cia, ¿qué los había exas­pe­ra­do y hasta en­lo­que­ci­do? Sin duda, la falta de ali­men­tos. En efec­to, du­ran­te las se­ma­nas an­te­rio­res —cuan­do se ha­lla­ban nor­mal­men­te nu­tri­dos—, los al­cau­ci­les ha­bían ma­ni­fes­ta­do una con­duc­ta digna y jui­cio­sa. Bas­ta­ría, pues, con pro­veer­los de la co­mi­da ne­ce­sa­ria para que vol­vie­ran a ser los cal­mos y man­sos al­cau­ci­les de otro­ra.

Desde el te­lé­fono del dor­mi­to­rio —casi no había cama, ni me­si­tas de luz ni pla­ca­res ni ropas— llamé al mer­ca­di­to Los Dos Ami­gos. El pri­mer amigo vende carne; el se­gun­do amigo, ver­du­ras y fru­tas. Al pri­me­ro le en­car­gué ocho kilos de me­nu­den­cias bien ba­ra­tas: hí­ga­do, bofe, hue­sos. Al se­gun­do, papas y za­pa­llos, que cues­tan po­quí­si­mo y rin­den mucho. Les pedí que me man­da­ran todo en se­gui­da: así apla­ca­ría, por el mo­men­to, el ham­bre de los al­cau­ci­les. Más ade­lan­te bus­ca­ría —y ha­lla­ría— la so­lu­ción de­fi­ni­ti­va.

Mien­tras los al­cau­ci­les y yo es­pe­rá­ba­mos los ví­ve­res, ellos con­ti­nua­ban ro­yen­do. El ruido que pro­du­ce su roer es si­mi­lar al de sa­cu­dir una caja de fós­fo­ros, con la sal­ve­dad de que nadie está todo el tiem­po sa­cu­dien­do una caja de fós­fo­ros, y, en cam­bio, los al­cau­ci­les roían, roían, roían todo el tiem­po. Con­ti­nua­ban ro­yen­do los res­tos de los mue­bles: tra­ga­ban la ma­de­ra y desecha­ban la laca y los ele­men­tos me­tá­li­cos o plás­ti­cos.

Pensé: «Mien­tras ten­gan algo para comer, es­ta­ré a salvo.» Y, en se­gui­da: «Cómo tar­dan Los Dos Ami­gos.»

En­ton­ces sonó el tim­bre (no el del por­te­ro eléc­tri­co sino el del de­par­ta­men­to): sonó con ese tipo de lla­ma­do largo e im­pa­cien­te que yo abo­rrez­co. An­ti­ci­pán­do­se a mi mo­vi­mien­to, un al­cau­cil pre­sio­nó hacia abajo el pi­ca­por­te y abrió de par en par la puer­ta.

En el vano, sobre el fondo más os­cu­ro del pa­si­llo, con de­lan­tal blan­co y go­rri­ta blan­ca, y con una enor­me ca­nas­ta de mim­bre sos­te­ni­da por ambas manos, apa­re­ció el mu­cha­cho gordo y ru­di­men­ta­rio que mu­chas veces yo había visto la­van­do la ve­re­da del mer­ca­di­to Los Dos Ami­gos.

El mu­cha­cho —des­co­mu­nal zo­pen­co de vein­te años y cien kilos de peso— va­ci­ló un ins­tan­te entre sa­lu­dar­me y avan­zar. Otra cosa no pudo hacer: en se­gun­dos fue en­vuel­to por una te­la­ra­ña verde, dúc­til y efi­caz de cua­ren­ta o cin­cuen­ta al­cau­ci­les. No llegó a gri­tar ni pudo mover los bra­zos. Con al­cau­ci­les en los ojos, en el cue­llo y den­tro de la boca, se­mi­es­tran­gu­la­do, y no sé si vivo o ya muer­to, fue arras­tra­do —con li­ge­re­za de pluma— hasta el cen­tro del co­me­dor, y allí los al­cau­ci­les, en ás­pe­ro tu­mul­to, se die­ron a la tarea de ho­ra­dar y car­co­mer al mu­cha­cho gordo del mer­ca­di­to, y tam­bién su ca­nas­ta de mim­bre, y las papas y los za­pa­llos, y el hí­ga­do y el bofe y los hue­sos.

Aque­lla ima­gen de los pe­que­ños al­cau­ci­les que re­co­rrían el gran cuer­po me re­cor­dó la de las hor­mi­gui­tas rojas cuan­do sec­cio­nan una cu­ca­ra­cha muer­ta, o viva.

Mien­tras estos al­cau­ci­les in­ge­rían al mu­cha­cho, otros ha­bían echa­do llave a la puer­ta del de­par­ta­men­to y man­te­nían ahora aqué­lla en su poder, lejos de mi po­si­bi­li­dad de al­can­ce.

En­ton­ces me en­ce­rré en el cuar­to de baño, re­cin­to aún del todo libre de al­cau­ci­les. Corrí el pa­sa­dor me­tá­li­co y, sen­ta­do en el borde de la ba­ña­de­ra, traté de ima­gi­nar un rá­pi­do plan para de­rro­tar a los al­cau­ci­les. Con mu­chos ner­vios y con poco tiem­po, ape­nas si lle­gué a es­bo­zar la idea de pro­vo­car un in­cen­dio. Pero, ¿qué in­cen­diar?: ya casi no que­da­ban cosas in­fla­ma­bles, mi casa sólo era un es­que­le­to de ma­te­rias inor­gá­ni­cas.

Estas es­pe­cu­la­cio­nes, y otras pa­re­ci­das, re­sul­ta­ban, al fin, ocio­sas e inope­ran­tes. Lo mejor —me dije— será no pen­sar en nada. Y es­pe­rar. Sen­ta­do en el borde de la ba­ña­de­ra, es­pe­rar. Con­tem­plan­do con es­tú­pi­da aten­ción esos ob­je­tos fa­mi­lia­res tan des­pro­vis­tos de in­te­rés: el la­va­to­rio, el es­pe­jo, los azu­le­jos...

Los al­cau­ci­les ya han em­pe­za­do a roer y per­fo­rar la puer­ta del cuar­to de baño en vein­te pun­tos dis­tin­tos. Pron­to habrá allí vein­te bo­que­tes y, en se­gui­da, vein­te ca­be­ci­tas de un verde apa­ga­do que avan­za­rán hacia mí.

Yo es­pe­ro: ni re­sig­na­do ni pa­si­vo. He arran­ca­do la barra del toa­lle­ro y la em­pu­ño a modo de ga­rro­te: no me en­tre­ga­ré sin re­sis­ten­cia; tra­ta­ré de in­fe­rir­les el mayor daño po­si­ble.

Re­pi­to lo que dije al prin­ci­pio: he apren­di­do bas­tan­te —pero aún ig­no­ro mu­chas cosas— sobre las cos­tum­bres del al­cau­cil.

Tabla de información relacionada
Copyright ©Fernando Sorrentino, 1995
Por el mismo autor RSS
Fecha de publicaciónMarzo 2004
Colección RSSFabulaciones
Permalinkhttps://badosa.com/n191
Opiniones de los lectores RSS
Su opinión
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)