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Crónica de un teatro

Antonio Libonati
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaBragado, Teatro Florencio Constantino

Cuen­ta la le­yen­da que «Bra­ga­do», el potro más co­di­cia­do por los in­dios y la sol­da­des­ca cris­tia­na, re­co­rría libre la pampa y se acer­ca­ba a beber a la la­gu­na. De pelo ala­zán tos­ta­do, esa braga blan­ca que le cru­za­ba a la al­tu­ra del riñón su­gi­rió el bau­tis­mo. Des­pués su nom­bre bau­ti­zó al pue­blo. Fue años más tarde del día en que la en­ce­rro­na de los sol­da­dos fren­te al ba­rran­co, im­pul­só su salto de li­ber­tad hacia la muer­te.

Otro ser joven, Flo­ren­cio Cons­tan­tino, de vein­ti­trés años, dueño del grito vasco más fuer­te de la co­mar­ca de Or­tue­lla, saltó a la Amé­ri­ca, im­pe­li­do por la vo­lun­tad de ele­gir libre a su amor, y con él fue a caer al Bra­ga­do.

En esa época otro ser pre­des­ti­na­do tejía si­len­cio­sa­men­te en la pro­vin­cia de Bue­nos Aires los hilos de su re­vo­lu­ción bajo la ad­vo­ca­ción de la li­ber­tad de ele­gir como de­re­cho sa­gra­do de los pue­blos, los que en julio de 1893 se le­van­ta­ron en armas con­tra el Ré­gi­men. El «vas­qui­to» Flo­ren­cio Cons­tan­tino for­ma­ba parte desde el Bra­ga­do de la le­gión re­den­to­ra de Hi­pó­li­to Yri­go­yen. Sus ami­gos, los her­ma­nos Islas, ca­ye­ron a su lado bajo el fuego enemi­go.

La re­vo­lu­ción triun­fó, los ase­si­nos hu­ye­ron. De pie fren­te a los muer­tos cantó el himno apren­di­do:

«¡Li­ber­tad! ¡Li­ber­tad! Oíd el ruido de rotas ca­de­nas...»

Como buen vasco se había acrio­lla­do en poco tiem­po. Al­ter­na­ba con los pa­ya­do­res en ci­fras, mi­lon­gas y vi­da­las. Había es­cu­cha­do a Ga­bino Ezei­za y a José Bet­ti­not­ti can­tán­do­le a la Causa.

Su voz por­ten­to­sa que por las no­ches se había hecho es­cu­char desde Or­tue­lla a Bil­bao, a die­ci­séis ki­ló­me­tros de dis­tan­cia, re­bo­tan­do entre las mon­ta­ñas de Viz­ca­ya, de vez en cuan­do pe­ga­ba un tre­men­do irrin­tzi que re­co­rría la pampa en li­ber­tad, como al­gu­na vez lo hizo el potro Bra­ga­do.

La mú­si­ca de su gar­gan­ta llegó al Club Es­pa­ñol de Bue­nos Aires de la mano de un pe­rio­dis­ta. Fue una fies­ta pa­tria, 25 de mayo. Su Himno Na­cio­nal Ar­gen­tino causó sen­sa­ción. Tres es­pa­ño­les de for­tu­na lo en­via­ron a es­tu­diar a Eu­ro­pa. Con­ti­nuó en Bue­nos Aires y por fin de­bu­tó en 1896 en el Tea­tro Solís de Mon­te­vi­deo. Si­guie­ron el Odeón de Bue­nos Aires, el Ar­gen­tino de La Plata, el Pon­chie­lli de Cre­mo­na donde cantó Manon y luego Ho­lan­da, Lis­boa, Bil­bao, Bue­nos Aires bajo la ba­tu­ta de Ar­tu­ro Tos­ca­ni­ni. Grabó para Pathé en Bar­ce­lo­na. En 1904 actuó en la Opéra Co­mi­que de París. Re­gis­tró La Fa­vo­ri­ta para Ex­cel­sior. Cantó en San Pe­ters­bur­go, Ma­drid, Bos­ton, Nueva York, La Ha­ba­na. Grabó dos ci­lin­dros com­ple­tos para Tomás Edi­son.

En 1911 pro­ta­go­ni­zó la tem­po­ra­da del Tea­tro Colón de Bue­nos Aires junto al gran Tita Ruffo, la so­prano María Ba­rrien­tos y el Me­fis­to­fe­le de Arri­go Boito junto al le­gen­da­rio bajo Na­za­reno de An­ge­lis.

Ese año fue a dar un con­cier­to a su Bra­ga­do, y allí con­ci­bió la idea de cons­truir un tea­tro ré­pli­ca de la Scala de Milán que lo había ova­cio­na­do.

Lo inau­gu­ró can­tan­do La Bohème el 25 de no­viem­bre de 1912. Be­llí­si­mo. Cons­trui­do sobre la pista del viejo circo.

En 1919 en una gira de con­cier­tos por Mé­xi­co se las­ti­mó la gar­gan­ta un 19 de abril. Se re­cu­pe­ró y cantó. Su­frió un ata­que de hi­per­ten­sión. Se re­co­bró. Su­frió otro y murió el 19 de no­viem­bre de 1919. Fue un tenor lí­ri­co po­see­dor del fa­mo­so do so­bre­agu­do y ade­más un ex­ce­len­te can­tan­te como se puede aún hoy apre­ciar en sus más de dos­cien­tos re­gis­tros, donde no fal­tan junto a las ope­rís­ti­cas, pla­cas de can­cio­nes po­pu­la­res es­pa­ño­las, au­tóc­to­nas ar­gen­ti­nas, y hasta el himno de su país adop­ti­vo.

Había visto as­cen­der por el voto de los pue­blos a la Pre­si­den­cia de la Na­ción, a don Hi­pó­li­to Yri­go­yen. Años des­pués de su muer­te su pa­tria del Sur entró en 1930 en las pá­gi­nas ne­gras de los gol­pes mi­li­ta­res. Tam­bién su pa­tria de ori­gen y su país vasco fue­ron sa­cu­di­dos por la gue­rra civil y la dic­ta­du­ra.

El grin­go Al­ber­to Rus­so­mano com­pró el tea­tro en 1933.

Pero aquí está en Bra­ga­do, re­cor­dan­do el pa­sa­do y an­sio­so por el pre­sen­te, Juan Ro­drí­guez, Di­rec­tor de Cul­tu­ra del go­bierno mi­li­tar en este agi­ta­do 1979.

Una ola de san­gre re­co­rre el país y para colmo el grin­go ha de­ci­di­do de­mo­ler el tea­tro por­que se des­pren­dió un trozo de fa­cha­da. Con el per­mi­so de las au­to­ri­da­des ha co­men­za­do su tarea des­truc­ti­va en fe­bre­ro. Cons­tru­yó en su lugar una ho­rri­ble losa «más mo­der­na» según su cri­te­rio y acu­mu­ló como cha­ta­rra el es­ce­na­rio, los pal­cos, las vie­jas bu­ta­cas, con el pro­pó­si­to de ven­der­los.

Ha que­da­do un en­gen­dro a medio ter­mi­nar, donde sólo exis­te del tea­tro ori­gi­nal el am­plio pa­raí­so, el piso apo­ya­do sobre la arena del viejo circo por ca­ba­lle­tes, y nada más.

El resto es ce­men­to y una ma­qui­na­ria de luces, pa­rri­llas, to­rres, gan­chos, lan­zas, redes; que ha ad­qui­ri­do en blo­que en su úl­ti­mo viaje a Las Vegas, donde vive un her­mano, y son res­tos de la de­mo­li­ción de un tea­tro de­di­ca­do a co­me­dias mu­si­ca­les. Es tan gran­de que abar­ca la parte su­pe­rior de lo que era el es­ce­na­rio que ahora es un es­ca­lón gran­de de ce­men­to, y casi todo el techo de la pla­tea en la que ha co­lo­ca­do pro­vi­so­ria­men­te seis­cien­tas si­llas de ma­de­ra ple­ga­bles. Lo peor es que ha con­ven­ci­do al in­ten­den­te mi­li­tar, de hacer una fun­ción de gala el 24 de mayo a la noche.

El pue­blo está fu­rio­so, por pri­me­ra vez pe­ro­nis­tas y ra­di­ca­les se han pues­to de acuer­do, y junto a la So­cie­dad de Bom­be­ros Vo­lun­ta­rios, la coope­ra­do­ra de la bi­blio­te­ca y gente in­de­pen­dien­te, han pu­bli­ca­do so­li­ci­ta­das de­nun­cian­do el ver­da­de­ro «ase­si­na­to cul­tu­ral».

Fal­tan pocos días para la fun­ción y la gente de Bra­ga­do ha hecho un boi­cot es­pe­cial. No ha ad­qui­ri­do una sola pla­tea. Todos han sa­ca­do en­tra­das para el pa­raí­so, el úl­ti­mo re­cuer­do en pie de Flo­ren­cio Cons­tan­tino.

Juan Ro­drí­guez es un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te, y si ha acep­ta­do ocu­par un cargo en esta in­ter­ven­ción mi­li­tar ha sido por la falta de in­te­rés del pue­blo en su pe­rió­di­co. Con la cri­sis eco­nó­mi­ca per­dió casi el cin­cuen­ta por cien­to de sus­crip­to­res y ne­ce­si­ta­ba dar de comer a su fa­mi­lia. Ahora, con el pro­ble­ma del tea­tro, se le ha bo­rra­do la otra mitad.

Ade­más el pe­rió­di­co rival, de Jesús Ma­ri­ño, ese ga­lle­go to­zu­do, está ven­dien­do como nunca, apro­ve­chan­do el es­cán­da­lo.

¡Qué culpa tiene él o el in­ten­den­te de que a este grin­go loco se le haya ocu­rri­do se­me­jan­te bar­ba­ri­dad! Claro, lo po­drían haber pa­ra­do.

Pero no se debe llo­rar sobre la leche de­rra­ma­da.

El grin­go ha hecho saber que va a lle­nar las pla­teas con gente rica que va a traer de la ca­pi­tal y otros pue­blos ve­ci­nos. Ade­más el in­ten­den­te ha in­vi­ta­do u or­de­na­do a todo su ga­bi­ne­te que con­cu­rra junto a las fa­mi­lias res­pec­ti­vas.

Como gesto con­ci­lia­dor hacia el pue­blo re­bel­de, cuan­do lle­guen las doce de la noche y haya que can­tar el Himno Na­cio­nal que los her­ma­na a todos, Juan Ro­drí­guez hará sonar la gra­ba­ción que con­ser­va de Flo­ren­cio Cons­tan­tino. Es una sor­pre­sa. Un se­cre­to que guar­da ce­lo­sa­men­te. Al grin­go le ha men­ti­do que es una acom­pa­ña­mien­to por la Sin­fó­ni­ca Na­cio­nal con coros y éste le de­ja­rá usar los po­ten­tes am­pli­fi­ca­do­res de hasta 300 va­tios. Des­pués, él mismo va a in­vi­tar al pue­blo a que baje al vino de honor a ser­vir en el nuevo gran hall de­co­ra­do con gran­des fi­gu­ras de plás­ti­co con pai­sa­jes de Las Vegas.

Como otro acto de con­ci­lia­ción hacia las po­si­cio­nes pro­gre­sis­tas exa­cer­ba­das por la si­tua­ción y que des­car­gan en el tema del tea­tro otras que­jas más pro­fun­das que el miedo ocul­ta, ha traí­do desde el Ar­gen­tino de La Plata so­lis­tas, coro y or­ques­ta para in­ter­pre­tar Car­mi­na Bu­ra­na por pri­me­ra vez en Bra­ga­do.

El 24 de mayo ama­ne­ce nu­bla­do, hú­me­do, con un calor inusual para la época. El día trans­cu­rre pe­sa­do y si­len­cio­so. A las siete de la noche llega al tea­tro a re­vi­sar los úl­ti­mos de­ta­lles. En­cuen­tra úni­ca­men­te al por­te­ro y a Wal­ter Rud­zinsky, un po­la­co es­ta­dou­ni­den­se que había sido im­por­ta­do por el grin­go junto a la ma­qui­na­ria tea­tral. La ma­ne­ja desde un co­man­do entre bam­ba­li­nas. «Okey», le dice, mien­tras se pren­den y apa­gan las luces; se ba­lan­cean sua­ve­men­te las pa­rri­llas, lan­zas y apa­re­jos di­ver­sos.

A las nueve de la noche lle­gan junto a los em­pe­ri­fo­lla­dos fun­cio­na­rios y sus fa­mi­lias, au­to­bu­ses pro­ce­den­tes de dis­tin­tos pun­tos de los que bajan hom­bres ata­via­dos de eti­que­ta y mu­je­res con ves­ti­dos lar­gos y bri­llan­tes.

Los po­bla­do­res de Bra­ga­do ocu­pan, vo­lun­ta­ria­men­te mal en­tra­za­dos, el pa­raí­so.

Co­mien­za Car­mi­na Bu­ra­na. El canto pro­fano de pla­cer y li­ber­tad in­va­de con su ritmo el ám­bi­to del tea­tro. Carga de ener­gía a los ha­bi­tan­tes del pa­raí­so, y con­mue­ve con su­ti­les tem­blo­res a los de la pla­tea. Nadie aplau­de. Los de abajo por­que no se ani­man, los de arri­ba por­que no quie­ren.

Al final, casi a las once y cin­cuen­ta de la noche, fi­na­li­za Car­mi­na Bu­ra­na y la pla­tea pro­rrum­pe en es­truen­do­so aplau­so. Hasta al­gu­nos ¡Bravo! sur­gen de voces ais­la­das.

Hora doce. Hora cero del 25 de mayo, Día de la Pa­tria. Juan Ro­drí­guez se ha des­li­za­do si­gi­lo­sa­men­te entre bam­ba­li­nas y al­can­za la cinta gra­ba­da a Rud­zinsky, quien sube al má­xi­mo el vo­lu­men del so­ni­do. Los acor­des ini­cia­les del himno sue­nan algo dis­tor­sio­na­dos acu­san­do la se­nec­tud de la gra­ba­ción. De pron­to: «Oíd mor­ta­les el grito sa­gra­do...», la voz de Flo­ren­cio Cons­tan­tino lanza una ener­gía que hace tem­blar cada pecho hu­mano y cada ob­je­to in­ani­ma­do. Hasta las grue­sas pa­re­des de ce­men­to vi­bran a una in­ten­si­dad asom­bro­sa.

«¡Li­ber­tad! ¡Li­ber­tad! ¡Li­ber­tad!...», las vi­bra­cio­nes au­men­tan hasta ha­cer­se in­so­por­ta­bles para los hu­ma­nos y los ob­je­tos sin vida.

«Oíd el ruido de rotas ca­de­nas...», el ta­ble­ro de Ruz­dinsky es­ta­lla, las varas del techo se pre­ci­pi­tan como lan­zas, las pa­rri­llas se agi­tan; los focos caen en­ce­gue­cien­do a los pla­teís­tas; las sogas con sus gan­chos vue­lan como lia­nas y ele­van car­te­ras de mujer, cha­les, en­tor­cha­dos mi­li­ta­res y pe­da­zos de frac. Desde el pa­raí­so ob­ser­van ató­ni­tos la im­pre­sio­nan­te danza de la ma­qui­na­ria tea­tral. El piso se mueve.

Los ocu­pan­tes de la pla­tea huyen des­pa­vo­ri­dos. Al­guien de voz vi­bran­te como la de Cons­tan­tino grita en el pa­raí­so: «¡Vamos!» y todos ima­gi­nan que no puede ser la voz del tenor por­que éste desde la gra­ba­ción sigue can­tan­do: «Ved en trono a la noble igual­dad!»

Sin em­bar­go obe­de­cen y bajan en tro­pel. Cuan­do re­gre­san con la cha­ta­rra traí­da de a dos, de a tres, de a uno, hasta el piso se ha cal­ma­do. La ma­qui­na­ria ha ce­sa­do de mo­ver­se. Sólo la voz de Cons­tan­tino con­ti­núa, cada vez más vi­bran­te: «Ya su trono dig­ní­si­mo abrie­ron las Pro­vin­cias Uni­das del Sud...»

Como un en­jam­bre de abe­jas tra­ba­jan mis­te­rio­sa­men­te coor­di­na­dos, re­cons­tru­yen­do en ins­tan­tes la sala ori­gi­nal del tea­tro.

El pe­rio­dis­ta opo­si­tor Jesús Ma­ri­ño sale al ex­te­rior del com­ple­jo y con tiza y car­bón es­cri­be en el fren­te con le­tras tan gran­des como le al­can­zan los bra­zos:

TEA­TRO FLO­REN­CIO CONS­TAN­TINO DE BRA­GA­DO. ¡VIVA LA RE­PÚ­BLI­CA!

Desde aden­tro se ex­pan­de hacia la noche se­re­na la voz del tenor acom­pa­ña­da por la del pue­blo allí pre­sen­te: «¡O ju­re­mos con glo­ria morir» y los acor­des fi­na­les del Himno.

Luego un grito vasco, un tre­men­do irrin­tzi cruza la pampa es­cu­chán­do­se hasta las afue­ras de Lin­coln. Des­pier­ta a per­so­nas y ani­ma­les que duer­men tran­qui­los en medio del si­len­cio del campo.

Al­gu­nos, hasta ven una luz que sigue al so­ni­do. Un potro des­pier­ta a su paso, cerca de la la­gu­na, y ga­lo­pa, en­lo­que­ci­do de li­ber­tad, de­trás de la voz.

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Copyright ©Antonio Libonati, 2003
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Fecha de publicaciónOctubre 2005
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