Está Melibea muy afligida hablando con Lucrecia sobre la tardanza de Calisto, el cual le había hecho voto de venir en aquella noche a visitarla. Lo cual cumplió, e con él vinieron Sosia e Tristán. E después que cumplió su voluntad, volvieron todos a la posada. Y Calisto se retrae en su palacio e quéjase por haber estado tan poca cantidad de tiempo con Melibea e ruega a Febo que cierre sus rayos, para haber de restaurar su deseo.1
¡Oh cruel juez, e qué mal pago me has dado del pan que de mi padre comiste! Yo pensaba que pudiera con tu favor matar mil hombres sin temor de castigo. ¡Inicuo falsario, perseguidor de verdad, hombre de bajo suelo! Bien dirán de ti que te hizo alcalde mengua30 de hombres buenos. Miraras que tú e los que mataste, en servir a mis pasados e a mí, erais compañeros; mas cuando el vil está rico, no tiene pariente ni amigo. ¿Quién pensara que tú me habías de destruir? No hay, cierto, cosa más empecible31 que el incogitado32 enemigo. ¿Por qué quisiste que dijesen: del monte sale con que se arde33 e que crié cuervo que me sacase el ojo? Tú eres público delincuente e mataste a los que son privados. E pues sabe que menor delito es el privado que el público, menor su utilidad, según las leyes de Atenas34 disponen. Las cuales no son escritas con sangre; antes muestran que es menos yerro no condenar los malhechores que punir35 los inocentes. ¡Oh cuán peligroso es seguir justa causa delante injusto juez! Cuanto más este exceso de mis criados, que no carecía de culpa. Pues mira, si mal has hecho, que hay sindicado36 en el cielo y en la tierra, así que a Dios e al rey serás reo; e a mí, capital enemigo. ¿Qué pecó el uno por lo que hizo el otro, que por sólo ser su compañero los mataste a entrambos?
Pero, ¿qué digo? ¿Con quién hablo? ¿Estoy en mi seso? ¿Qué es esto, Calisto? ¿Soñabas? ¿Duermes o velas? ¿Estás en pie o acostado? Cata que estás en tu cámara. ¿No ves que el ofendedor no está presente? ¿Con quién lo has? Torna en ti. Mira que nunca los ausentes se hallaron justos. Oye entrambas partes para sentenciar. ¿No ves que, por ejecutar la justicia, no había de mirar amistad ni deudo ni crianza? ¿No miras que la ley tiene de ser igual a todos? Mira que Rómulo, el primer cimentador de Roma, mató a su propio hermano, porque la ordenada ley traspasó. Mira a Torcuato romano cómo mató a su hijo, porque excedió la tribunicia constitución.37 Otros muchos hicieron lo mismo. Considera que, si aquí presente él estuviese, respondería que hacientes e consintientes merecen igual pena; aunque a entrambos matase por lo que el uno pecó. E que si aceleró en su muerte, que era crimen notorio e no eran necesarias muchas pruebas e que fueron tomados en el acto del matar; que ya estaba el uno muerto de la caída que dio. E también se debe creer que aquella lloradera38 moza que Celestina tenía en su casa, le dio recia prisa con su triste llanto; e él, por no hacer bullicio, por no me disfamar, por no esperar a que la gente se levantase e oyesen el pregón, del cual gran infamia se me seguía, los mandó justiciar39 tan de mañana, pues era forzoso el verdugo y voceador para la ejecución e su descargo. Lo cual todo, si como creo es hecho, antes le quedo deudor e obligado para cuanto viva; no como a criado de mi padre, pero como a verdadero hermano. E puesto caso que así no fuese, puesto caso que no echase lo pasado a la mejor parte,40 acuérdate, Calisto, del gran gozo pasado, acuérdate de tu señora e tu bien todo. E pues tu vida no tienes en nada por su servicio, no has de tener las muertes de otros, pues ningún dolor igualará con el recibido placer.
¡Oh mi señora e mi vida, que jamás pensé en ausencia ofenderte, que parece que tengo en poca estima la merced que me has hecho! No quiero pensar en enojo, no quiero tener ya con la tristeza amistad. ¡Oh bien sin comparación! ¡Oh insaciable contentamiento! ¿E cuándo pidiera yo más a Dios por premio de mis méritos, si algunos son en esta vida, de lo que alcanzado tengo? ¿Por qué no estoy contento? Pues no es razón ser ingrato a quien tanto bien me ha dado. ¡Quiérolo conocer,41 no quiero con enojo perder mi seso, por que, perdido, no caiga de tan alta posesión! No quiero otra honra, ni otra gloria; no otras riquezas, no otro padre ni madre, no otros deudos ni parientes. De día estaré en mi cámara; de noche, en aquel paraíso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaves plantas e fresca verdura.
¡Oh noche de mi descanso, si fueses ya tornada! ¡Oh luciente Febo,42 date prisa a tu acostumbrado camino! ¡Oh deleitosas estrellas, apareceos antes de la continua orden!43 ¡Oh espacioso44 reloj, aún te vea yo arder en vivo fuego de amor! Que si tú esperases lo que yo, cuando des doce, jamás estarías arrendado a la voluntad del maestro que te compuso.45 Pues vosotros, invernales meses que agora estáis escondidos, ¡vinieseis con vuestras muy cumplidas46 noches a trocarlas por estos prolijos47 días! Ya me parece haber un año que no he visto aquel suave descanso, aquel deleitoso refrigerio de mis trabajos. Pero, ¿qué es lo que demando? ¿Qué pido, loco sin sufrimiento? Lo que jamás fue, ni puede ser. No aprenden los cursos naturales a rodearse48 sin orden, que a todos es un igual curso, a todos un mismo espacio para muerte y vida, un limitado término a los secretos movimientos del alto firmamento celestial de los planetas y norte, de los crecimientos e mengua de la menstrua49 luna. Todo se rige con un freno igual, todo se mueve con igual espuela: cielo, tierra, mar, fuego, viento, calor, frío. ¿Qué me aprovecha a mí que dé doce horas el reloj de hierro,50 si no las ha dado el del cielo? Pues, por mucho que madrugue, no amanece más aína.51
Pero tú, dulce imaginación, tú que puedes, me acorre.52 Trae a mi fantasía la presencia angélica de aquella imagen luciente, vuelve a mis oídos el suave son de sus palabras: aquellos desvíos sin gana, aquel «apártate allá, señor, no llegues a mí», aquel «no seas descortés» que con sus rubicundos labios veía sonar, aquel «no quieras mi perdición» que de rato en rato proponía, aquellos amorosos abrazos entre palabra e palabra, aquel soltarme e prenderme, aquel huir e llegarse, aquellos azucarados besos... Aquella final salutación con que se me despidió, ¡con cuánta pena salió por su boca! ¡con cuántos desperezos!53 ¡con cuántas lágrimas, que parecían granos de aljófar54 que sin sentir se le caían de aquellos claros e resplandecientes ojos!
Copyright © | Fernando de Rojas, 1514 |
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Fecha de publicación | Abril 2007 |
Colección ![]() | Worldwide Classics |
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