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La noche sobre Europa

El ataque

Capítulo IV

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Desde las montañas volví a Belgrado.

Dejé la estación, tomé un tranvía y luego caminé por calles nevadas. Los montículos blancos difuminaban las grietas, las piedras desnudas, las paredes truncas. Miraba con asombro tratando de reconstruir cómo había sido cada esquina vacía, cada hueco. A pesar de mis veintidós años me sentía viejo. Debía reconstruir en mi mente cada trecho, recordar los negocios que antes asomaban sobre las veredas, las esquinas ausentes. ¿Qué había estado ahí? Cuando mi memoria rearmaba el mapa del barrio, más me entristecía el recuerdo. Sentí que algo se había quebrado en mi espíritu. En este retorno yo era otro, no el mismo que partió lleno de valor.

Los muchachos que se quedaron, inútiles héroes, erraron como ovejas perdidas entre las montañas, hasta morir. ¿Se podía, sin ayuda ni apoyo, luchar contra dos frentes: el nazi y el comunista? No. Todo fue en vano: primero, los muertos por las bombas nazis; después, los ataques angloamericanos.

Caminaba por mi barrio irreconocible. Poco quedaba en mi cuadra, excepto mi casa blanca, estilo francés, con balcones altos. Al frente, la verja en donde se entramaban las enredaderas, y alrededor todo destruido. Quedó sola como la paloma del diluvio oteando un horizonte en ruinas. Milka era la única habitante solitaria de tanto cuarto en penumbra. De tanto silencio.

Toqué el timbre, tembloroso, y ella apareció para abrazarme.

Me extrañó que Jacky no hubiera salido a recibirme, y se lo dije.

Milka se pasó la mano por la cara.

—Un día, en que le fui a dar de comer —dijo—, Jacky no respondió. Había quedado tieso en la sombra, tal vez extrañándolos a ustedes. La tristeza se lo llevó. Ahora ya no tengo ni con quien hablar: fue doloroso enterrarlo en el jardín.

No quise ver la tierra removida, otro lugar de añoranza, y subí a mi cuarto.

Por fin mis pasos resonaron en la casa. Mamá y Bob no me esperaban.

—¿Dónde están?

—Cálmate, mañana los verás. Hoy necesitas dormir. Es mejor que no te vean así, descuidado.

Esa noche dormí como una persona. El colchón tibio me abrazaba. Al despertar ya no me sentí una piedra: el calor del lecho, la luz entre las cortinas, los viejos muebles queridos me hicieron volver a ser quien era. Valoré las delicias cotidianas: la ropa limpia, mi cama, cosas que pasaron a ser un lujo después de haberlas extrañado.

Dormí un día entero. Me despertó el kóshava, ese viento que sopla agresivo sobre la ciudad y silba temibles aullidos antes de agotarse.

Milka quemó los pocos leños que quedaban y preparó un plato de pasul. Los modestos porotos que a menudo comí en las montañas, aquí tenían el sabor doméstico de la cocina encendida y la olla de cobre esparciendo aromas. En verdad sabían diferentes, servidos en un plato, sobre una mesa, con la servilleta bordada por mamá. Tenía hambre y comí con pausa, entre lágrimas, mirando cada rincón como si no lo conociera.

—Vamos, Gastón, come que hace frío —Milka me acariciaba el pelo como cuando era chico—. Aún sopla el kóshava.

Me parecía que algunas cosas habían cambiado apenas, que sólo imitaban el pasado. Podía mirar hacia atrás, ver que hasta hacía poco yo era un muchacho cualquiera, feliz en la huerta de sus afectos. Pequeñas ansiedades, bien pequeñas: rendir un examen o enfrentar la severidad de papá. ¿Qué es ser feliz?, me pregunté. ¿Volver a disfrutar de todo y con todo como estaba acostumbrado? ¿No pensar en los otros? ¿O la felicidad es un estado ilusorio que deja fuera todo lo que perturba? Siento que para ser feliz no puedo siquiera mirar por la ventana. El paisaje, aunque parezca hermoso, no lo es, teñido con la sangre de milenios de luchas, atravesado de gritos y espanto. Todo está ahí, en la margarita y el huracán. Viene con el verde y con el sol. Todo está presente, cruzando barreras de pequeñas memorias, de generaciones, en cada hora, en cada ser. Asomando en las grietas rojas de las guerras, hoy nos sumerge en un pantano. Yo no quise ser testigo. Pero lo soy.

De pronto pregunté otra vez por mamá y por Bob.

—Los quiero ver, Milka, no sabes cómo los extraño.

—Tu mamá y Bob se ocultan en casa de tía Zora. Además, no sé si escuchaste la puerta anoche, pero tenemos un oficial alemán como inquilino. Tu mamá debió aceptarlo cuando buscaba el pase para Temisvar. ¿Te acuerdas? Por suerte está todo el día en oficinas. Es ingeniero, además. Y no molesta, sólo viene a dormir. Si bien no lleva la insignia de los S.S., te ruego que seas prudente.

Me alivió saber que mamá y Bob habían logrado refugiarse en casa de mis tíos. Pensé que haber cambiado nuestros nombres era algo más que una medida preventiva; se trataba más bien de una consecuencia: todo había cambiado. Vivíamos una cuenta regresiva. No había retorno. Salí de lo seguro a la improvisación de cada día ante hechos y personas. Y aprendí a sobrevivir dominando el hambre, frotando con agua los ojos mal dormidos, buscando coraje. Cuántas veces la mentira era la solución no deseada, pero la única posible. Y siempre la astucia, y a veces la audacia. Jamás la duda, porque dudar implicaba un riesgo mayor. La vida se había vuelto un juego de acertijos, para vivir había que acertar siempre. Llegué tan herido como si me hubieran calzado una bala en el pecho. Con todo, la noticia que me daba Milka me hizo suspirar de emoción. Después de seis largos meses de ausencia, volverlos a ver, a abrazarlos, cálidos y amados como eran. Los llamé por teléfono y quedamos en que volverían a casa. Mientras, tuve tiempo para bañarme e ir a cortarme el pelo. Me era necesario parecerme al que se había ido.

En la mañana llegaron arropados por la nostalgia del encuentro y la alegría de sabernos vivos. Toda lágrima fue besada, toda caricia repetida, todas las palabras quebradas por gargantas inseguras que no las encontraban. Después, Milka se apartó también llorando, fue a buscar café y nos trajo sendas tazas que bebimos entre suspiros y relatos de cada uno de nosotros.

Mis palabras confortaron a mamá porque reconocí que me había hecho falta madurar para darle la razón. Entramos en calor hablando. Y nos dimos cuenta de que se acercaba la Pascua. Eso nos alegró: ¡íbamos a pasar la fiesta juntos! Como antaño, prepararíamos huevos de colores. Milka se ocuparía de conseguirlos y hervirlos con remolacha para que quedaran rojos. Y luego mamá los pintaría. Antes de comenzar el almuerzo, jugaríamos a entrechocarlos unos contra otros para ver quién lo rompía y quién no.

—Tenemos que invitar a tío Mihailo —dije.

—Y a tía Zora y a algunos primos —agregó Bob—. Qué bueno estar juntos ese domingo.

Ya se nos había ido la tristeza inicial, y programábamos el día de fiesta.

Pasó un mes. Y llegó la Pascua.

Y también llegó algo más junto con la Pascua. Fue el 16 de abril de 1944.

El cielo había amanecido limpio de nubes, y un sol de primavera ya entibiaba la ciudad. La gente llenaba las iglesias. En las casas, en las que pudieron, quedaron las mesas blancas adornadas con los huevos de colores y cirios listos para encender.

A mediodía, cuando ya las misas terminaban, se oyó la primera sirena. Y una formación de aviones avanzaba en el horizonte. ¡Eran norteamericanos!

La gente salió a los balcones y a las calles para aplaudir a los aliados. Pero un silbido de muerte empezó a taladrarnos. Del vientre de los aparatos cayeron miles de bombas sobre la ciudad. No atacaron cuarteles ni puentes, sino a la población. Otra oleada y otra. En esa Pascua, el cordero del sacrificio fueron los serbios ortodoxos. Así como Dresde fue bombardeada por pedido de Stalin para aniquilar a los refugiados rusos, Belgrado lo fue por pedido de Tito para castigar a los belgradenses que no participaron en su resistencia. Y ahí estábamos nosotros otra vez.

Salimos del templo. Corrimos a refugiamos en un pasillo, a la entrada de una casona. Tío Mihailo lloraba abrazado a Bob, mientras mamá se aferraba a mi brazo escondiendo la cara. La gente, despavorida, se refugió donde pudo. Después de dos horas emergimos los sobrevivientes a rescatar a los que quedaron atrapados bajo las ruinas. Algunos no volverían a salir ni a ver el sol sobre el Danubio. Llantos y gritos. Pascua de luto. Rodeando cráteres volvimos por calles destruidas, más de lo que lo fueron por los alemanes. Dónde estaba el enemigo, me pregunté desconsolado.

Parecía que un temporal nos arrastraba entre sus manazas. Ya no hubo fiesta. La celebración era el sacrificio humano, enraizado en la muerte de inocentes, volviendo otra vez a la caverna de la historia. Hurgando en las tripas de la memoria, la inmolación. ¿Qué Dios había que sosegar, qué furia calmaría tanta sangre? La ira castigaba la soberbia de amar la libertad, la audacia de querer vivir sin extraños vigilándonos, sin botas taconeando por las calles.

Meses después, el 6 de septiembre, los aliados festejarían el cumpleaños del rey Pedro Segundo bombardeando la ciudad de Leskovatz.

Sólo hubo destrucción y muerte en poblaciones serbias, ni una bomba cayó sobre los croatas o los eslovenos, a pesar de que Croacia era aliada del eje nazi-fascista.

Mamá envejeció. La zozobra marcó su rostro. Sin embargo, en la voz había firmeza. ¿De dónde sacaba esa fuerza desconocida, de qué reservas? No lo sé. Pero nos sostenía, nos ayudaba en la tragedia.

Pasamos juntos unos meses. La vida se había convertido en minuciosos racionamientos. Ella hacía cada día el programa de comidas y los arreglos en la ropa. Yo trabajaba en la farmacia de un amigo. La mirada triste, el cuidado del silencio, la parquedad de las palabras en público ya eran costumbre. Al anochecer, abroquelados en la casa, compartíamos las noticias que llegaban de la BBC de Londres.

Así, una noche escuchamos con asombro la primera línea de «La canción de otoño» de Verlaine: «Los largos sollozos de los violines de otoño...»

—Esto es algo bastante inusual —dijo Bob.

Mamá, que seguía el poema emocionada, lo miró detenidamente:

—¿Por qué lo dices?

—¿Los ingleses recitando un poema de Verlaine, justamente un francés?

Comprendí a donde iba mi hermano: ¡aquella transmisión podía ser una contraseña!

Nos abrazamos ahogando la alegría. Era el domingo 4 de junio de 1944. ¿Sería posible vencer la maquinaria nazi?

Lejos, en la costa de Francia, el jefe del contraespionaje alemán pensó que era la primera parte del mensaje que esperaban. Y estaba en lo cierto, porque a las pocas horas seguiría: «... hieren mi corazón con una languidez monótona».

—Mamá, ésta debe de ser una clave —grité—. Algo importante está por suceder.

En la víspera del ataque se escuchó: «Los dados, sobre la mesa... El sombrero de Napoleón, en el círculo... La flecha no pasará.» Esto estaba dirigido a la resistencia francesa, el ataque se produciría en pocas horas. Mientras Eisenhower tomaba esta decisión, el Mariscal Rommel dejaba el castillo de La Rochefoucould, donde tenía su cuartel general, en la aldea de La Roche-Guyon, para tomarse un descanso, hablar con Hitler —a quien quería ver enjuiciado y destituido para siempre— y también cumplir con algo personal. El 6 de junio era el cumpleaños de su esposa. Antes de partir había infestado las playas de Calais de minas y de montículos de hierro con explosivos, pero medio millón le parecía poco: pediría más material bélico. El tiempo tormentoso, con vientos de sesenta kilómetros por hora y olas costeras de un metro y medio desechaban toda posibilidad de ataque. Por eso ninguno de los oficiales alemanes que recibió el mensaje lo tomó con seriedad hasta que no sintieron el rugido de los aviones y vieron paracaidistas colgando de los árboles. Cada comandante alemán quiso aprovechar el mal tiempo para divertirse, y organizó una pequeña fiesta. Alguno mandó los aviones a buen resguardo; sólo Rommel, aunque ausente, programó una defensa: hizo cavar zanjas y poner trampas, en las que cayeron muchos paracaidistas aliados, que por saltar a destiempo, y arrastrados por el peso de sus equipos, quedaron aprisionados en una muerte lenta y segura.

Habían pasado diez minutos de la medianoche, cuando se incendió una de las casas de La Roche-Guyon. Los vecinos, formando una cadena humana, se pasaban baldes contra el fuego, cuando sintieron volar a baja altura los primeros aviones y vieron saltar a los paracaidistas, que eran repelidos por sorprendidos soldados alemanes. ¿Sería éste el esperado ataque? Todo se había convertido en un infierno: las bengalas, los reflectores de los aviones y el fuego antiaéreo. Era la primera etapa: los exploradores debían marcar la zona de descenso para los planeadores, que llegarían una hora más tarde. Le había costado decidirse a Eisenhower, en su casa rodante en un bosque de Londres. El alto mando aliado opinaba que había que aprovechar el pronóstico: en las próximas veinticuatro horas, la marea baja del amanecer facilitaría el desembarco; además la luna saldría tarde, y así alumbraría a los primeros paracaidistas. Eisenhower, con la mirada fija en la mesa, estaba ensombrecido, silencioso. La suerte de Europa, el delirio de un Reich de mil años, pendía de sus labios. Pocas veces las palabras de un hombre ponían tanto en juego. Lo imaginé en esa situación límite, y me parecía estar oyéndolo cuando por fin dijo: «Estoy convencido de que debemos dar la orden... No me satisface, pero ahí va. No hay manera de hacer algo distinto.»

A la misma hora en que Rommel dejaba su puesto de comando, Eisenhower decidía que el día «D» sería el 6 de junio. Imposible diferirlo más. Las tropas ya estaban hacinadas en los barcos. La operación «Overlord» dependía del clima, y éste ofrecía una oportunidad de veinticuatro horas, un resquicio entre nubes y luz de luna.

Los vigías costeros no podían vislumbrar en la bruma nocturna el avance de una formación de más de cinco mil buques. Hitler seguía insistiendo en que no atacarían por Normandía, sino por el paso de Calais, más cercano. Los informes eran diversos. Un parte decía: «Tráfico normal en el canal», mientras que otro afirmaba: «Los paracaidistas son muñecos de paja» —algunos, en realidad, eran de goma: llevaban petardos que estallaban al tocar tierra, simulando una escaramuza con armas—. Los generales, desorientados, le restaron importancia. Menos el cuerpo del Africa Korps de Rommel, que después de la alarma se quedó esperando la orden de avanzar. Mientras, la noche crecía y los planeadores norteamericanos aterrizaban a pocos kilómetros.

La resistencia francesa, dividida en células, sabía sus misiones: una, destruir las locomotoras; otra, hacer saltar las vías, otra cortar los cables de teléfono.

Después de la confusión inicial, los aliados desembarcaron en Normandía en cinco cabezas de playa que se abrían como rayos sobre aldeas pequeñas y milenarias. Allí la población ocupada simulaba vivir con normalidad, mientras el odio acechaba el momento oportuno de la venganza y de la victoria. El 6 de junio de 1944, una madrugada de viento y llovizna dejó avanzar sobre las playas infinidad de lanchas y vehículos anfibios: un arsenal jamás imaginado por el Führer. Comenzó el día «D» entre brumas y pocos auspicios, pero todo el poderoso esfuerzo aliado, madurado en dos años de preparativos, había iniciado su camino de liberación de uno de los peores azotes de la humanidad.

Con la marea, en lugar de caracolas y líquenes, llegaron embarcaciones y armamentos, hombres y pertrechos para aniquilar el nazismo. Fueron más de dos millones de combatientes y cuatrocientos sesenta mil vehículos. Las comunicaciones entre los jefes del ejército alemán se vieron dificultadas por la incredulidad; además, los paracaidistas habían hecho un eficaz trabajo táctico al descoyuntar el sistema en todo el frente. Cuando llegó el llamado a Berchtesgaden, el retiro pacífico de Hitler, después de siete horas de haber comenzado la invasión, no quisieron despertarlo por temor a sus arranques de furia y a la falta de datos precisos. Todos confiaban en que tirarían al mar a los invasores. Mientras, en Londres, eran las nueve y treinta de la mañana, y Eisenhower, sin dormir, estaba al tanto de la operación «Overlord». Habían logrado llegar, de acuerdo a la planificación, hasta tierra firme, y habían quedado sin vida en la playa, entre las trampas y las defensas de los alemanes, innumerables muchachos que un rato antes leían la carta de su madre o un libro de poesía. La familia recibiría, después, una medalla de honor en lugar del hijo que otros habían destinado al frente.

Los ejércitos avanzaron limpiando de alemanes las ciudades de Bélgica y de Francia, al precio de ruinas y bosques incendiados por los obuses. Y el pueblo, enloquecido de alegría, salía con las ofrendas más preciosas y escasas: vino, cigarrillos, tomate, frutas. Ahora se podía pensar que el fin estaba cerca. Que la bestia apocalíptica moriría en su propio fuego. La bella Normandía, poblada de castillos y de bosques, quedaba sumergida en un infecto velo de humo y escombros que atestaba y borraba los caminos. Surgía de la tierra el hedor de los caballos en descomposición, embarrados por la lluvia. Llovía la derrota, también, sobre los prisioneros alemanes.

La radio nos tenía atornillados a los sillones. Mamá me acariciaba la cabeza como cuando era niño; a veces Bob y yo nos confortábamos abrazándonos y siguiendo las noticias fragmentadas. Y en nuestra alegría nos sentíamos protagonistas del comienzo del día «D». Rezábamos por el éxito de la operación, pensando que también a nosotros nos tocaría una parte de la victoria: la libertad.

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Fecha de publicaciónNoviembre 2006
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