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La falsa María

El encuentro

Andrés Urrutia
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Ma­til­de ca­mi­na­ba len­ta­men­te por la calle que unía su an­ti­guo de­par­ta­men­to con la ram­bla. Desde ella so­pla­ba un vien­to sa­lo­bre y a lo lejos se pro­yec­ta­ba un atar­de­cer ro­ji­zo, con el sol ya casi hun­di­do en el mar. Era su se­gun­do día en Mon­te­vi­deo y sólo había deam­bu­la­do. Le do­lían las pier­nas de tanto ca­mi­nar, pero ca­mi­nar es la mejor ma­ne­ra de re­fle­xio­nar, de re­cor­dar, y eso pre­ci­sa­men­te era lo que que­ría. Por algún mo­men­to se le cruzó la idea de vi­si­tar a Car­men, pero le había per­di­do el ras­tro. Sólo sabía que hacía ya un año salió del hos­pi­tal y a par­tir de ahí, nada. Había te­le­fo­nea­do un par de veces al de­par­ta­men­to de Car­men y siem­pre la aten­dió una voz mas­cu­li­na. Colgó in­me­dia­ta­men­te. Qui­zás ha­bría vuel­to con sus pa­dres, pero eso le pa­re­ció im­pro­ba­ble.

Ahora Car­men ya no exis­tía, ya no es­ta­ba en la pe­ce­ra del hos­pi­tal. El en­fer­me­ro que por unos pocos dó­la­res al mes le con­ta­ba los de­ta­lles de la es­ta­día de Car­men en el hos­pi­tal tam­po­co sabía nada de ella des­pués de que le die­ran el alta. Los mails que ese en­fer­me­ro co­rrup­to le en­via­ba fue­ron el ma­te­rial en bruto para buena parte de su libro. Eran ex­ten­sos y mor­bo­sos, Ma­til­de los pulía y los in­cor­po­ra­ba a la no­ve­la. Cuan­do Car­men dejó el hos­pi­tal se aca­ba­ron los mails y el so­bre­suel­do de in­for­man­te que gus­to­so re­ci­bía el en­fer­me­ro. La úl­ti­ma frase del úl­ti­mo mail po­dría ha­ber­se omi­ti­do y Ma­til­de igual­men­te la hu­bie­ra es­tam­pa­do en La falsa María: «In­gre­só en cri­sis; aban­do­nó el hos­pi­tal com­ple­ta­men­te loca.»

Mien­tras se acer­ca­ba al mar fue con­ci­bien­do otra idea. Se tra­ta­ba de esas ideas que pa­re­cen nacer de golpe, apa­re­cer de la nada, pero que sin em­bar­go uno per­ci­be que siem­pre es­tu­vie­ron pre­sen­tes, la­ten­tes en cada ac­ción, y a esa con­clu­sión se llega por­que todos los actos de Ma­til­de desde que de­ci­dió re­gre­sar a Mon­te­vi­deo apun­ta­ban a que en algún mo­men­to esa idea aflo­ra­ría en ella. De Tomás sí nada sabía, y pensó en lla­mar­lo.

Ésa era la idea. La que es­ta­ba la­ten­te desde que com­pró el pa­sa­je de avión y puso el pri­mer pie en él. A par­tir de ese mo­men­to ya no había re­torno.

Ima­gi­na­ba ahora que Tomás ha­bría se­gui­do con su vida, que ha­bría con­se­gui­do al­gu­na otra puta que le si­guie­ra en sus jue­gos. Qui­zás ha­bría re­pe­ti­do la his­to­ria de Car­men, qui­zás Wanda Soch con­ti­nua­ba exis­tien­do en el ci­be­res­pa­cio. Y eso en parte le in­dig­nó, por­que Wanda Soch siem­pre sería Ma­til­de, Wanda Soch era una mez­cla de Tomás y Ma­til­de, un ser nuevo, al­guien con per­so­na­li­dad, al­guien con una es­pe­cie de vida, con una pe­cu­liar exis­ten­cia pro­pia.

Casi ins­tin­ti­va­men­te ex­tra­jo su ce­lu­lar y sin darse tiem­po a re­fle­xio­nar discó el nú­me­ro del ce­lu­lar de Tomás. Aún sien­do vís­pe­ra de na­vi­dad un gus­to­so Tomás que supo di­si­mu­lar muy bien la sor­pre­sa, quedó en pasar por el hotel donde Ma­til­de se es­ta­ba alo­jan­do. Ella tomó un taxi y a la media hora de lle­gar a su ha­bi­ta­ción él se anun­ció en el hall. Ella lo hizo subir. Cuan­do abrió la puer­ta ambos que­da­ron in­mó­vi­les, mi­rán­do­se fi­ja­men­te. Luego de esos ins­tan­tes Ma­til­de le in­vi­tó a sen­tar­se y, como antes, como siem­pre, le sir­vió un whisky.

—Por el re­en­cuen­tro —le dijo él al­zan­do el vaso— y por tu éxito como es­cri­to­ra.

Ma­til­de nada con­tes­tó.

—He leído va­rias veces tu libro —con­ti­nuó él, mien­tras sa­bo­rea­ba la be­bi­da—. Veo que sabes sacar pro­ve­cho de las ex­pe­rien­cias.

—¿Cómo estás, Tomás? —le pre­gun­tó Ma­til­de sin si­quie­ra preo­cu­par­se del co­men­ta­rio.

—Muy bien. Aun­que te ex­tra­ñé todo este tiem­po. Eres una mujer es­pe­cial, des­a­pa­re­cis­te de la noche a la ma­ña­na.

—¿No tie­nes puta? —le es­pe­tó ella in­ten­tan­do he­rir­lo, pero in­me­dia­ta­men­te que dijo la úl­ti­ma pa­la­bra se dio cuen­ta de que en reali­dad se es­ta­ba hi­rien­do a sí misma. Lo que en ver­dad per­se­guía era saber si al­guien había ocu­pa­do el lugar que ella había de­ja­do va­can­te.

—Claro que la tengo —rio él—. A pro­pó­si­to, veo que con­ser­vas el ca­be­llo corto, como Wanda.

Ma­til­de lo miró fi­ja­men­te y es­bo­zo una son­ri­sa que Tomás no supo in­ter­pre­tar.

—¿Y qué tal tu puta nueva? —pre­gun­tó ella.

Tomás me­di­tó unos ins­tan­tes y en­ton­ces le dijo:

—¿Quie­res co­no­cer­la? Estoy se­gu­ro de que te gus­ta­rá. Es más, se trata de la mujer ideal para ambos.

—Ha pa­sa­do mucho tiem­po, Tomás —dijo ella cam­bian­do el tono de voz, qui­tán­do­le du­re­za—. ¿Qué has sen­ti­do por Car­men?

—Pla­cer.

—Quie­ro decir qué sen­tis­te cuan­do la des­truis­te.

—Allí pre­ci­sa­men­te ra­di­có el pla­cer. Y más dis­fru­té le­yen­do su es­ta­día en el hos­pi­tal. A pro­pó­si­to, ¿todo eso pasó en ver­dad o lo in­ven­tas­te?

—¿Ni si­quie­ra te preo­cu­pas­te luego de co­no­cer su suer­te?

—¿Y tú te preo­cu­pas­te de co­no­cer su suer­te para ayu­dar­la o para es­cri­bir tu libro? —con­tes­tó fría­men­te.

Ma­til­de acusó el golpe y bajó la mi­ra­da. Otra vez vol­vie­ron a su mente los re­cuer­dos. El pa­té­ti­co trato con el en­fer­me­ro, ese hom­bre pe­que­ño, calvo y rapaz, que cada mes le en­via­ba un mail con­tán­do­le los pa­de­ci­mien­tos de Car­men con­tra la en­tre­ga de un che­que.

—¿Tan de pron­to acabó el amor que de­cías sen­tir por ella? —pro­si­guió Tomás con tono mor­daz.

—Tú me creas­te, ¿re­cuer­das? Soy tu mons­truo. Te lo dije una vez, y sigo sién­do­lo. Nada bueno puede es­pe­rar­se de tu crea­ción.¿Re­cuer­das Me­tró­po­lis, la vieja pe­lí­cu­la de Lang?

—Va­ga­men­te —res­pon­dió Tomás sin saber adón­de que­ría Ma­til­de con­du­cir la con­ver­sa­ción.

—Allí se cons­tru­ye una mujer ar­ti­fi­cial, la falsa María —con­ti­nuó ella, con tono suave, como cuan­do se dis­po­nía antes a con­tar­le al­gu­na his­to­ria a Car­men—. Tenía un as­pec­to me­tá­li­co pero cier­ta­men­te fe­me­nino. Nues­tra mujer ar­ti­fi­cial había sido crea­da en dos fases, una pri­me­ra, en la que tiene as­pec­to de robot, y la se­gun­da, en la que se con­vier­te en doble de una mujer real. La fi­na­li­dad de la falsa María es me­ra­men­te ser un ins­tru­men­to de poder y su más po­de­ro­sa he­rra­mien­ta es sin duda la se­duc­ción. Hay en la pe­lí­cu­la, una es­ce­na de una danza que lleva esa se­duc­ción a sus úl­ti­mos lí­mi­tes. La falsa María es ma­lig­na, y esa ma­lig­ni­dad se re­ve­la ya al fi­na­li­zar su cons­truc­ción y con la pri­me­ra en­se­ñan­za o ins­truc­ción que re­ci­be, que es des­ha­cer todas las bue­nas en­se­ñan­zas de la ver­da­de­ra María. Pero he aquí que la falsa María, pese a su na­tu­ra­le­za de robot, se re­ve­la, toma de­ci­sio­nes pro­pias y ter­mi­na con­du­cien­do a los tra­ba­ja­do­res a una re­vo­lu­ción or­giás­ti­ca en la que des­tru­yen todas las má­qui­nas y lle­gan a ol­vi­dar a sus hijos. Ter­mi­na­da esa orgía fe­bril, re­cu­pe­ra­da la cor­du­ra por parte de los tra­ba­ja­do­res, atra­pan a la falsa María y la lle­van a la ho­gue­ra cual si fuera una bruja. Entre las lla­mas, ella ríe a la vez que re­cu­pe­ra su as­pec­to me­tá­li­co.

—Estás tra­tan­do de ex­pli­car­me el por qué de nues­tro re­en­cuen­tro.

Ma­til­de asin­tió con un leve mo­vi­mien­to de ca­be­za, sin dejar de fijar sus ojos en los de Tomás. Se hizo un breve si­len­cio entre ambos, como si a pesar del tiem­po trans­cu­rri­do ya se en­ten­die­ran con la sola mi­ra­da.

—Sabes, Wanda... —em­pe­zó a decir Tomás de­te­nién­do­se de­li­be­ra­da­men­te en el nom­bre.

—Dime.

Esa sola pa­la­bra era la res­pues­ta que Tomás es­pe­ra­ba. Sig­ni­fi­ca­ba para él que Wanda se­guía exis­tien­do, que Ma­til­de se­guía sien­do esa mujer ar­ti­fi­cial, esa falsa María.

El mundo se­guía sien­do un mundo nuevo para ambos.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónOctubre 2008
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