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Te pasarás al otro lado

El hospital

Mariano Valcárcel González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaLa ciudad, tumbada en una colina, con sus torres, múltiples torres, enhiestas y desafiantes

Leo­nar­do Ci­fuen­tes fue tras­la­da­do con sus com­pa­ñe­ros al hos­pi­tal local.

Los in­ter­na­ron en una nave, sólo para ellos. Las mon­jas se ocu­pa­ban de su aten­ción, con al­gu­nos en­fer­me­ros. Es­ta­ban dis­cre­ta­men­te vi­gi­la­dos/pro­te­gi­dos por un guar­dia, que se sen­ta­ba a la puer­ta del pa­be­llón. No había nin­gún cura.

El guar­dia les dijo que en el se­mi­na­rio se había en­con­tra­do pro­pa­gan­da fas­cis­ta y una radio. Por lo tanto, los pro­fe­so­res es­ta­ban acu­sa­dos de es­pio­na­je a favor del enemi­go, de trai­ción al pro­le­ta­ria­do y de al­gu­nos car­gos más. Los ha­bían en­car­ce­la­do, en es­pe­ra de jui­cio por el Tri­bu­nal Po­pu­lar (a los que so­bre­vi­vie­ron, claro está).

En total com­ple­ta­ban la plan­ta 17 se­mi­na­ris­tas. He­ri­dos de di­ver­sa con­si­de­ra­ción, pre­do­mi­na­ban las ro­tu­ras de hue­sos y las he­ri­das y con­tu­sio­nes. Nin­guno de bala. Cada uno se ale­gra­ba de ver a los demás, desean­do en su in­te­rior buena suer­te a los que pre­su­mi­ble­men­te ha­bían es­ca­pa­do. Se con­ta­ron las for­mas en que fue­ron cap­tu­ra­dos. El caso más cu­rio­so era el de aquel que se quitó rá­pi­da­men­te la so­ta­na e in­ten­tó pasar dis­cre­ta­men­te entre los pai­sa­nos, que ob­ser­va­ban su «co­ro­ni­lla». La ton­su­ra lo de­la­tó in­me­dia­ta­men­te. Le rom­pie­ron la nariz de un cu­la­ta­zo. El más tris­te lo pro­ta­go­ni­za­ba uno de los ma­yo­res, ya a punto de or­de­nar­se, que había sido arro­ja­do desde una ven­ta­na, ca­yen­do entre los que es­ta­ban in­ten­tan­do en­trar y, a con­se­cuen­cia, se rom­pió la co­lum­na ver­te­bral. No se podía mover. El que es­ta­ba en me­jo­res con­di­cio­nes ayu­da­ba a los demás. De todas for­mas no po­dían salir del re­cin­to.

El hos­pi­tal ocu­pa­ba, ¡cómo no!, un edi­fi­cio del siglo XVII, cons­trui­do a tal efec­to por un obis­po. Siem­pre había ser­vi­do como hos­pi­tal, lo que ya era ex­tra­or­di­na­rio. Cons­ta­ba de dos naves lar­gas y am­plias uni­das por otra trans­ver­sal, for­man­do una «H». Sólo la fa­cha­da ba­rro­ca daba una nota de lujo a tan so­brio edi­fi­cio. Es­ta­ba bien orien­ta­do y el sol en­tra­ba en casi todas las horas por los dis­tin­tos ven­ta­na­les. A ellos los ha­bían ins­ta­la­do al ex­tre­mo de una de las naves, se­pa­ra­dos. Con los he­ri­dos que lle­ga­ban del fren­te se em­pe­za­ban a lle­nar todos los hue­cos dis­po­ni­bles, pero no qui­sie­ron mez­clar­los ante el pe­li­gro de po­si­bles re­pre­sa­lias. Así se man­tu­vie­ron más se­gu­ros y a la vez más ani­ma­dos.

Lo único que im­pe­día a Leo­nar­do una total au­to­no­mía era la frac­tu­ra del brazo. Menos mal que al ser el iz­quier­do podía comer, asear­se y afei­tar­se, e in­clu­so es­cri­bir.

Pero no es­cri­bía... ¿A quién?

Toda su fa­mi­lia había que­da­do en la zona re­bel­de. Ayu­da­ba, eso sí, a los que no lo po­dían hacer. El com­pa­ñe­ro pa­ra­li­za­do le pidió que di­ri­gie­ra una carta a sus pa­dres, de un pue­ble­ci­to de Al­me­ría. Su fa­mi­lia era muy re­li­gio­sa: todos los pa­rien­tes te­nían al­gu­na hem­bra o varón, si no va­rios, en es­ta­do ecle­siás­ti­co. Leo­nar­do es­cri­bió lo que le dic­ta­ba:

Que­ri­da fa­mi­lia, que Dios os ben­di­ga:

Os es­cri­bo para que co­noz­cáis por mí mismo la si­tua­ción en que me en­cuen­tro. Ve­réis que no es mi letra la que va es­cri­bien­do estas lí­neas. Os lo ex­pli­ca­ré muy bre­ve­men­te.

La prue­ba que Dios está man­dan­do a estas tie­rras, para que se for­ta­lez­ca la fe y se pu­ri­fi­quen las almas, no podía pa­sar­nos de largo. El Señor no podía ol­vi­dar a estos hu­mil­des hijos suyos sin com­pro­bar nues­tra vo­ca­ción y en­tre­ga.

Los enemi­gos de la fe, azu­za­dos por el Ma­ligno, tra­tan­do de aca­bar con la pre­sen­cia de Cris­to en la tie­rra, se lan­zan con­tra sus ser­vi­do­res en inú­til in­ten­to de aca­bar con ellos. Así ha ocu­rri­do aquí, donde creía­mos estar a salvo. Dis­gre­ga­ron a la grey, ma­ta­ron a los pas­to­res, pero no con­si­guie­ron matar el amor a Jesús y a su San­tí­si­ma Madre.

Cris­to ha que­ri­do que com­par­ta sus do­lo­res, su su­fri­mien­to por los hom­bres. No os asus­téis: lo que me pasa lo re­ci­bo como una ben­di­ción, como un es­ca­lón en el ca­mino que as­cien­de al Cielo. Estoy con la es­pal­da par­ti­da y no me puedo mover. El mé­di­co y las mon­jas me cui­dan muy bien, así como mis com­pa­ñe­ros. Es una ayuda va­lio­sa.

Rezad por mí el Santo Ro­sa­rio. Yo no me ol­vi­do de ha­cer­lo dia­ria­men­te y os tengo siem­pre en mis ora­cio­nes. Dios ven­ce­rá por fin al Enemi­go y su Luz y su Glo­ria lle­na­rán de nuevo nues­tras que­ri­das tie­rras.

Un abra­zo muy fuer­te de vues­tro hijo aman­tí­si­mo.

Leo­nar­do ad­mi­ra­ba esa per­sis­ten­cia en las creen­cias, esa ca­pa­ci­dad de en­tre­ga a la vo­lun­tad ajena, ra­ya­na en el fa­na­tis­mo. Una cer­te­za que no ad­mi­tía fi­su­ras.

El doc­tor Len­dí­nez era el ci­ru­jano.

Pa­sa­ba cada día vi­si­ta con su cor­pa­chón bam­bo­lean­te y sus mo­da­les cam­pe­cha­nos. Se no­ta­ba la prác­ti­ca y la ha­bi­li­dad en su pro­fe­sión. Las co­rrec­cio­nes de las frac­tu­ras eran cer­te­ras. Con el pa­ra­lí­ti­co no podía hacer nada, salvo ali­viar­le los do­lo­res. Las mon­jas, en­fer­me­ras y prac­ti­can­tes eje­cu­ta­ban sus ór­de­nes sin chis­tar. El doc­tor Len­dí­nez era el alma del hos­pi­tal. El cuer­po lo po­nían las en­fer­me­ras. Salvo la jefa, civil, hom­bru­na y agria como un cardo, las demás eran jó­ve­nes, ama­bles, com­pla­cien­tes.

Los se­mi­na­ris­tas es­ta­ban poco du­chos en el trato fe­me­nino. Por eso, las en­fer­me­ras se mos­tra­ban au­da­ces. Sa­bían que te­nían do­mi­na­da la si­tua­ción. El cen­tro de sus ata­ques los di­ri­gían con­tra los más jó­ve­nes, más inofen­si­vos. Tam­bién, pre­via elec­ción, cada una de ellas tenía «su» pa­cien­te fa­vo­ri­to, sin que se en­te­ra­sen las mon­jas.

Aque­llos que sólo te­nían he­ri­das leves fue­ron des­fi­lan­do los pri­me­ros. La in­quie­tud se apo­de­ra­ba de los que se iban. Pro­cu­ra­ron tran­qui­li­zar­los, no de­bían temer nada ahora. Los in­cor­po­ra­ban a filas, sim­ple­men­te. Era poco con­sue­lo. Si los sa­ca­ron de un pe­li­gro los lle­va­ban a otro tal vez peor.

El guar­dián era un hom­bre de tem­ple, so­ca­rrón. Venía de vuel­ta de mu­chas cosas. Había sido com­ba­tien­te en Fi­li­pi­nas, guar­dia civil, y ahora era guar­dia mu­ni­ci­pal. Los tra­ta­ba con de­fe­ren­cia. Sobre todo los ins­truía. La vida para él obe­de­cía a la ló­gi­ca y todo su­ce­día por­que tenía sus mo­ti­vos, sus fines, su razón de ser. ¿Por qué te­mían? No lle­va­ban razón. Los ha­bían sa­ca­do de un sitio os­cu­ran­tis­ta, con cier­tos pro­ble­mas eso sí, y ahora, como a tan­tos mu­cha­chos, los lle­va­rían a la gue­rra. ¿De qué se ex­tra­ña­ban? Eran tiem­pos de hom­bres, no de fal­das y rezos. Y so­na­ba con­se­cuen­te su dis­cur­so.

El trato de las mon­jas, la ali­men­ta­ción, la tran­qui­li­dad y sobre todo el sol, el sol que en­tra­ba a bor­bo­to­nes por los ven­ta­na­les, hi­cie­ron con sus cuer­pos lo que su ju­ven­tud re­que­ría. Las asus­ta­das caras, las ma­ce­ra­das caras, se tor­na­ron vi­va­ces, ale­gres. Per­dían pro­gre­si­va­men­te la pinta que los de­la­ta­ba. Al calor del sol y de las en­fer­me­ras sus cuer­pos re­ve­la­ban su vi­ta­li­dad, sus an­sias de vivir aún en aquel mundo des­qui­cia­do.

¿Quién se acor­da­ba o que­ría acor­dar­se del se­mi­na­rio? Las mon­jas in­ten­ta­ban re­crear­lo, pero ya li­be­ra­dos de su ru­ti­na no es­ta­ban muy dis­pues­tos a vol­ver, si­quie­ra con el deseo, a él. Los rezos se ha­cían es­pa­cia­dos, for­za­dos por la pie­dad y la exi­gen­cia de las re­li­gio­sas, rezos ya hue­cos.

Al­gu­nos op­ta­ban des­ca­ra­da­men­te por lo ma­te­rial.

Para ello nada mejor que cul­ti­var el trato con las en­fer­me­ras. Hubo algún su­je­to que se las in­ge­nió para lle­gar al acto se­xual. Una noche, una vez ce­rra­do el pa­be­llón donde no que­da­ba nadie salvo los en­fer­mos, la puer­ta se abrió que­da­men­te. Una fi­gu­ra li­ge­ra y me­nu­da pasó por la pe­que­ña aber­tu­ra, sin ruido. Se des­li­zó sua­ve­men­te entre las camas hasta lo­ca­li­zar la que venía bus­can­do. Rá­pi­da­men­te se ocul­tó entre las sá­ba­nas. Leo­nar­do Ci­fuen­tes, des­ve­la­do, había ob­ser­va­do todas las ma­nio­bras. Aun­que se sen­tía mo­les­to, no pudo evi­tar estar pen­dien­te de todo lo que su­ce­día en aque­lla cama. En la pe­num­bra adi­vi­nó los mo­vi­mien­tos de la mu­cha­cha al qui­tar­se la ropa. Luego, in­con­cre­tos mur­mu­llos y sus­pi­ros, ape­nas des­ci­fra­bles. Un jadeo acom­pa­sa­do, re­pri­mi­do y el chas­qui­do rít­mi­co de la cama. Tras un cier­to tiem­po, ad­vir­tió que la chica se des­li­za­ba de la cama. Pudo ob­ser­var su torso medio des­nu­do, como una pin­tu­ra clá­si­ca, mien­tras se vol­vía a ves­tir. Salió del pa­be­llón como había lle­ga­do.

Nadie dijo nada.

A la ma­ña­na si­guien­te pudo ver el ros­tro del afor­tu­na­do. No podía ser otro sino su amigo Blas So­brino, el más ca­ra­du­ra de los que allí es­ta­ban. Es­ce­nas como la an­te­rior se re­pi­tie­ron mien­tras es­tu­vo en el lugar, siem­pre fur­ti­vas y fu­ga­ces. Las mon­jas no se en­te­ra­ron nunca.

Blas So­brino es­ta­ba allí por ca­sua­li­dad.

Ca­sua­li­dad que lo hu­bie­sen atra­pa­do y ca­sua­li­dad que al­gu­na vez es­tu­vie­ra en el se­mi­na­rio. Blas So­brino era de genio vivo, ale­gre, des­preo­cu­pa­do. Poco dado a las me­ta­fí­si­cas, a com­pli­car­se la exis­ten­cia en dis­qui­si­cio­nes teó­ri­cas que no lle­va­ban a nada con­cre­to. Ni se amar­ga­ba la vida ni se per­mi­tía amar­gár­se­la a los demás.

Su in­gre­so en la ca­rre­ra ecle­siás­ti­ca se debió a uno de esos he­chos no pre­vis­tos que se rea­li­zan sólo para pro­bar su efi­ca­cia. El ca­rác­ter re­vol­to­so e in­quie­to llevó de ca­be­za al maes­tro del pue­blo. Es­pa­bi­la­do y re­suel­to en el apren­di­za­je, no obs­tan­te sus mu­chas fal­tas de asis­ten­cia y de con­duc­ta que le va­lían múl­ti­ples cas­ti­gos, re­pri­men­das y malas ca­li­fi­ca­cio­nes. Su padre, apar­te de las pa­li­zas con que solía «pre­miar­lo», no sabía ya qué ca­mino tomar, qué re­cur­sos uti­li­zar para do­mi­nar­lo. Los baños en el río, entre los jun­cos, eran su di­ver­sión pre­fe­ri­da. En las tar­des de pri­ma­ve­ra, en los me­dios días del ve­rano, Blas se es­ca­pa­ba solo o acom­pa­ña­do de otros como él y se zam­bu­llía entre el lé­ga­mo le­van­ta­do por sus pies. Le gus­ta­ba nadar. Le gus­ta­ba ex­plo­rar las ori­llas en busca de ranas, de ma­dri­gue­ras de ratas de agua, de nidos de pá­ja­ros, de tru­chas y otros peces. La cu­le­bra le im­po­nía cier­to res­pe­to, aun­que llegó a con­fiar­se y atra­par­la.

Vol­vía a su casa, con los pies des­cal­zos o lle­nos de barro, mo­ja­do. En los bol­si­llos, los ob­je­tos más in­ve­ro­sí­mi­les o los ani­ma­les más re­pul­si­vos. La madre temía estas ex­cur­sio­nes que eran fuen­te de sus­tos para ella o para los her­ma­nos; que eran causa y ori­gen de re­ga­ñi­nas y de oca­sio­na­les pa­li­zas pa­ter­nas.

Al lle­gar a la pu­ber­tad, ha­bien­do cam­bia­do de do­mi­ci­lio por ra­zo­nes la­bo­ra­les del padre, Blas per­dió su río, pero en­con­tró otro tema más im­por­tan­te con el que en­tre­te­ner­se: el sexo.

El otro sexo se le re­ve­ló como fuen­te inago­ta­ble de ex­pe­rien­cias. Su sim­pa­tía y buen porte atraían a las chi­cas, las lo­gra­ba poner a su al­can­ce en los si­tios más in­ve­ro­sí­mi­les, a las de for­mas aún la­cias y a las desa­rro­lla­das, del pue­blo o de los al­re­de­do­res. Era maes­tro en el acoso, caza y cap­tu­ra de la des­ar­ma­da presa, inocen­te o per­ver­sa, que se cru­za­ba en su ca­mino. No era un mirón de tres al cuar­to o un abu­són des­tem­pla­do. Tenía el don de al­can­zar lo que que­ría, con la com­pli­ci­dad y acep­ta­ción de sus víc­ti­mas.

Si al padre lo trajo por la calle de la amar­gu­ra con sus an­te­rio­ri­da­des tras­ta­das, ahora, con lo que le iban con­tan­do, el padre no sabía dónde echar mano. ¿Qué hacer con el chico...?

Por­que una cosa era estar or­gu­llo­so de la vi­ri­li­dad de su hijo y otra alen­tar­lo en sus aven­tu­ri­llas, que po­dían cos­tar­le un buen dis­gus­to. Lo que no pa­sa­ba de actos hasta cier­to punto to­da­vía inocen­tes se podía con­ver­tir en algo de gra­ve­dad ex­tre­ma. Vamos, el hom­bre no que­ría ser abue­lo a la fuer­za.

Se plan­tea­ba el fu­tu­ro del chico. Sabía que era in­te­li­gen­te y que con poco es­fuer­zo lo­gra­ba asi­mi­lar los co­no­ci­mien­tos ne­ce­sa­rios, pero su en­dia­bla­do ca­rác­ter le li­mi­ta­ba los lo­gros. ¿Cómo man­dar­lo a es­tu­diar a al­gu­na ca­pi­tal? Sin el con­trol pa­terno mucho se temía que to­da­vía fuese peor en el es­tu­dio y mejor en las juer­gas. El cura del lugar vino a sa­car­lo de dudas.

Co­no­cien­do las an­dan­zas de Blas —y no habrá que ex­pli­car­se de donde sa­ca­ba el sa­cer­do­te la in­for­ma­ción—, se pro­me­tió apar­tar del re­ba­ño a aquel su­je­to que tenía des­qui­cia­das a las niñas y mozas del lugar. ¿Qué mejor forma de en­ca­rri­lar a esa alma en pe­li­gro que lle­ván­do­la al ser­vi­cio de Dios? Al padre de Blas le sonó a glo­ria la pro­pues­ta. Re­sol­vía dos pro­ble­mas de un solo golpe y ade­más no le cos­ta­ba nada. Se lo qui­ta­ba de en medio y le daba es­tu­dios. Sólo la madre opuso cier­tos re­pa­ros, no por­que su hijo en­tra­se en el se­mi­na­rio, no, sino por la le­ja­nía del que se le pro­po­nía.

Pero el clé­ri­go y el ma­ri­do se en­car­ga­ron de ven­cer sus dudas o de im­po­ner sus ar­gu­men­tos. Visto desde todos los pun­tos, era lo que más con­ve­nía al chico. Y Blas So­brino hizo un viaje muy largo y se alejó, sin sa­ber­lo, para siem­pre de su fa­mi­lia.

Acep­tó la de­ci­sión pa­ter­na con el ín­ti­mo con­ven­ci­mien­to de que la le­ja­nía su­po­nía huir de los malos tra­tos y de la con­ti­nua pre­sión que el padre ejer­cía sobre él. Era una li­be­ra­ción y pensó que con un poco de suer­te po­dría za­far­se tam­bién del fu­tu­ro que le te­nían pre­vis­to. En esto no se equi­vo­ca­ba.

El ata­que al se­mi­na­rio le fa­ci­li­tó los pla­nes. Hubo de pagar un pe­que­ño pre­cio, la pa­li­za que le die­ron cuan­do lo des­cu­brie­ron, casi ter­mi­na­da la in­va­sión, me­ti­do en un con­fe­sio­na­rio. Había en­ta­bla­do amis­tad con Ci­fuen­tes, pro­ve­nien­te como él de le­ja­nas tie­rras, por en­con­trar cier­ta em­pa­tía, cier­ta atrac­ción común entre dos ca­rac­te­res que se com­ple­men­ta­ban. A la re­fle­xión y tras­cen­den­cia de uno se unía la su­per­fi­cia­li­dad e im­pul­si­vi­dad del otro, pero con un común de­no­mi­na­dor en sus sen­ti­mien­tos no­bles y sin­ce­ros.

Ahora, en el hos­pi­tal, So­brino se en­con­tra­ba en su ele­men­to. Con la pro­xi­mi­dad fe­me­ni­na se reavi­vó su re­pri­mi­do deseo. Vol­vió por sus fue­ros. Uti­li­zó todos los re­cur­sos, in­si­nua­cio­nes y es­tra­ta­ge­mas para le­van­tar sus fu­tu­ras pre­sas. Su en­can­to lo hacía irre­sis­ti­ble. Lo sabía aun­que no abu­sa­ba, cer­te­ra­men­te, de sus po­si­bi­li­da­des. Se do­si­fi­ca­ba sa­bia­men­te.

Una de las en­fer­me­ras le atraía es­pe­cial­men­te. Era me­nu­da, mo­re­na, con un cuer­po pro­por­cio­na­do a su talla, y se adi­vi­na­ban duras sus car­nes bajo la bata. Viva y ale­gre, cau­ti­va­ba con sol­tu­ra a cual­quier hom­bre, y el ca­za­dor ten­dió su tram­pa. El pi­ro­po, la mi­ra­da tier­na, el chis­te opor­tuno, pero co­rrec­to... La con­ver­sa­ción ama­ble o pí­ca­ra y de doble in­ten­ción. La apro­xi­ma­ción fí­si­ca, el roce li­ge­ro, el paseo jun­tos... Todo fue uti­li­za­do y ad­mi­nis­tra­do jus­ta­men­te, opor­tu­na­men­te. La chica acep­ta­ba el juego.

El deseo se avi­va­ba entre los dos como la in­ten­si­dad del sol que ca­len­ta­ba el pa­be­llón, des­per­tan­do an­he­los de pla­ce­res re­pri­mi­dos pero im­po­si­bles de con­tro­lar por más tiem­po. La di­fi­cul­tad au­men­ta­ba la atrac­ción, hasta ha­cer­la in­so­por­ta­ble. Pocas pa­la­bras ne­ce­si­ta­ron para en­ten­der­se.

Ella buscó la oca­sión opor­tu­na, libre de vi­gi­lan­cias, en la os­cu­ri­dad de la noche, para ma­te­ria­li­zar sus afa­nes. Fue­ron no­ches ma­ra­vi­llo­sas. Des­a­pa­re­cía la as­pe­re­za de las sá­ba­nas, tro­ca­das en sua­ves sedas; des­a­pa­re­cía la sor­di­dez del pa­be­llón, cam­bián­do­se por ele­gan­te suite de hotel. No exis­tían los demás, po­si­bles mudos tes­ti­gos de tanta fe­li­ci­dad. Los cuer­pos ca­lien­tes y jó­ve­nes se daban todo lo que te­nían sin ci­ca­te­ría ni con­di­cio­nes. Úni­ca­men­te con­ta­ba el pla­cer, la vida en­tre­ga­da en cada acto, en cada beso, en cada ca­ri­cia.

A Blas So­brino le im­por­ta­ba un co­mino el se­mi­na­rio, la ca­rre­ra per­se­gui­da, el fu­tu­ro in­cier­to, y lo que pen­sa­ran o di­je­ran sus com­pa­ñe­ros. Blas So­brino era un poeta del amor.

Leo­nar­do Ci­fuen­tes pen­sa­ba que le había to­ca­do vivir en un mundo loco.

Si­guie­ron des­pa­chan­do a los que se re­cu­pe­ra­ban. Unos al fren­te, otros según sus he­ri­das a casas par­ti­cu­la­res para que se res­ta­ble­cie­sen com­ple­ta­men­te. Le llegó su turno.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2006
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Fecha de publicaciónNoviembre 2007
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