Seguido por el perro, Edmundo de Chartres recorrió la silenciosa distancia que lo separaba de la calle del Templo, a unos cuantos metros del octogonal «Templo del Señor», la antigua mezquita de la Roca. Una media luna que se diría sarracena mostraba, a la par de los gruñidos impertinentes, detrás de restos de muro y frente a la pared, un montón de ropajes, un bulto, quizá un mendigo o un leproso escapado del Hospital de Leprosos de San Lázaro. El templario dio un paso hacia delante y el animal ladró con insospechada furia hasta que el fardo levemente se movió; sin más, el perro corrió hasta los mercados, ubicados al final de la calle, dando la impresión de haber sido lanzado por un brazo hercúleo. Nubes extendidas como mortajas cercaron la luna. Todo era noche que en la noche se extraviaba. Inmóvil en el desconocimiento del inicio de su propia tragedia, Edmundo de Chartres aguardó la luz en la que se sucederían las piedras, el bulto, la pared, las manos que recorrerían el espacio para apartar la gastada tela que vedaba la identificación de aquel que ostentaba la pasividad de un muerto.
—¿Quién eres? —preguntó el templario, en su idioma primero, en árabe después.
Mientras volteaba la hoja para continuar leyendo, una sonrisa o, mejor, su remedo, como si no existiera en aquel cuerpo agostado y macilento una expresión corporal más apropiada, se dibujaba en los labios de Walter Greene. Ningún espectador podía obviar tal hecho, que me sentenciaba a ser presa de un universo comprimido en un viejo edificio londinense. Allí, en ese perímetro, siendo menos vidente que calculador, apoyándose en la fuerza de años de costumbre traducidos, a través de la misma implacable ley que rige el desplazamiento de un objeto al caer, en el imperio minucioso de cada una de las unidades que conformaban aquel domicilio, Greene sonreía al conocer de antemano la causa de mi silencio. Aguardó que lo mirara para explicarme. Dijo que la foto entre las hojas obedecía a una costumbre de Luciano Michelleti.
—No es la única —afirmó.
Y era cierto. Custodiadas por frases alusivas, fotografías y cartas se encontraban alojadas en otras hojas del mismo manuscrito. Años después yo habría de hacer lo mismo. Hacia 1964 adquiriría una reciente Obra poética; en la página que contendría los alejandrinos «Volverá toda noche de insomnio: minuciosa. / La mano que esto escribe renacerá del mismo / vientre...», habría de colocar la foto que ahora apretaba con el pulgar y el índice.
A intervalos, la mujer elevaba su vista por sobre la cabeza del templario. No miraba la luna, en particular, ni el cielo, en general. Buscaba con la misma atención de quien lo hace en un mapa. Y en tal acto revelaba por completo su ignorancia sobre la complejidad del mundo en el que se conocía como un ser del Paraíso: eviterna carne creada para distinción de los elegidos por Él. Ella y la vida eterna conformaban la recompensa por el cumplimiento de los actos que desde el Cielo se prescribían. Vida después de la vida, provenía de un paraíso erigido con muros dorados que ciertamente no eran de oro, con almenas forjadas con algo que se parecía mucho a la plata, con pisos que recordaban al rubí y que gozaban de la serena pulcritud de la luz y del aroma del ámbar y del sándalo. Un paraíso con largas mesas en las que nunca faltaban multitud de carnes —excepto la carne de cerdo— y diversidad de aromas, tales como el cardamomo, el betel, el azafrán y la canela. Un paraíso con árboles frutales, flores y complicadas fuentes de agua propensas siempre a formas cercanas al círculo, nunca al círculo mismo. Un paraíso con sirvientes y músicos dedicados a alegrar el espíritu con la belleza y variedad de sus melodías. Provenía de Alamut, una de las principales fortalezas Asesinas.
Copyright © | Musa Ammar Majad, 2005 |
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Fecha de publicación | Febrero 2008 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n292-04 |
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