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Inge, mi amor, mi casa bien defendida

Juan Carlos Montilla
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Couple with a female spirit

Inge tiene la piel muy blanca, de leche tibia, y un pequeño lunar en un rincón escondido que a mí me vuelve loco. Cuando la veo desnuda de espaldas a mí mientras mira el pequeño icono ruso, por ejemplo, o mientras colorea sus vidrios minúsculos o, simplemente, mientras se asoma a la ventana que da al oeste, pienso que nunca podré ser más feliz. Pero me equivoco, porque después me acerco a ella y paso el dorso de mi mano por su espalda, de arriba hacia abajo, y entonces creo que voy a desmayarme de felicidad. Retiro la mano como pura medida de supervivencia, y ella se vuelve entonces y me mira con sus ojos grandes y todos mis planes para sobrevivir quedan hechos añicos. Entonces ya no soy más que una mancha difuminada y dichosa.

Inge no se llama Inge en realidad, pero ya ni me acuerdo de cuál es su verdadero nombre. A veces incluso la llamo Frau Inge, aunque eso sólo lo hago en ocasiones muy especiales.

Vivimos en la casa grande con la vieja, que es un fastidio la mayor parte del tiempo pero que también cumple a veces su papel en nuestra felicidad. Porque a Inge y a mí nos gusta abrazarnos, desnudos, cuando ella nos mira pensando que no sabemos que nos está mirando. Está allí, detrás de la celosía o entre los arrayanes, sin hacer nada y creyéndose invisible, rumiando sus pensamientos oscuros, que es lo único que tiene. Yo acaricio a Inge, y le doy un pequeño mordisco en un pezón sabiendo que la vieja sentirá que una bestia le arranca uno de los suyos de cuajo. Eso hace que Inge aprecie más mis caricias y respire más lentamente, más profundamente. Yo recorro entonces con mis manos su cintura, cierro los ojos y tengo que respirar también hasta el fondo porque he de evitar que el universo estalle en mil pedazos.

Quizá la vieja no sea en realidad tan vieja, es difícil calcularle la edad, pero no es cuestión de años, sino de podredumbre que se deja acumular en el corazón. Mira las cosas sólo para agostarlas con su odio, no para disfrutar de ellas. No rompe nunca nada —no se atrevería— pero tampoco hace nada para conservar la multitud de pequeños tesoros que pueblan la casa.

Cuando llegamos Inge y yo todo estaba cubierto de polvo, diluyéndose poco a poco en la muerte del olvido, que es la peor y más vergonzosa de las muertes. Empezamos por abrir las ventanas, dejamos entrar el aire y durante un tiempo fuimos recorriendo estancias y memorizando detalles para hacernos una idea de conjunto. Después elaboramos un plan y entonces ya pudimos dedicarnos a las pequeñas tareas con la tranquilidad de saber, cada vez que terminábamos una, cuál tenía que ser la siguiente. No sé si en aquellos primeros días estaba ya la vieja o llegó después, porque los signos que la delatan son difíciles de descifrar y tuvimos que aprenderlos poco a poco con ayuda de Ada, que es nuestra perra y que la olfatea antes que nosotros.

Fuimos limpiando rincones, aventando polvos antiguos, remendando telas, bruñendo dorados y dejamos para más adelante las labores minuciosas y delicadas de restauración de miniaturas o recomposición de cerámicas. También desbrozamos el jardín y fuimos preparando la tierra para plantas nuevas. Ahora bullen los geranios, las begonias, el jazmín y las rosas. Y en un rincón van creciendo la albahaca y el romero.

Una vez que tuvimos la seguridad de que la vieja estaba aquí y supimos de sus debilidades empezamos también a ponerle pequeños y poderosos obstáculos —no soporta el olor a lavanda ni los papelitos de colores— para que nos molestase lo menos posible.

Cuando la gente del pueblo vio cómo cambiaba la casa, poco a poco, algunos vecinos vinieron a saludarnos. Traían pequeños regalos y querían desearnos lo mejor. Ellos conocen a la vieja y saben que anda merodeando por aquí. Es una desgracia que sea del pueblo, nos decían, los demás no somos así. Nosotros les agradecíamos su buena voluntad.

En la terraza, que da hacia el este, vemos muchas mañanas salir el sol. A esa hora no tenemos que preocuparnos de nada porque es la peor para la vieja, cuando el color rosado del horizonte se va transformando sin remedio en la claridad del día. Entonces no hace falta que se preocupe en disimular su rastro porque está obligada a la inmovilidad y sus signos se disuelven, impotentes, en el aire del amanecer. Pero tampoco el resto del día, aunque esté nublado o haya tormenta, nos preocupamos mucho; ni siquiera en la hora del crepúsculo, cuando encendemos velas, abrimos una botella de vino y escuchamos música, porque sabemos que mientras riamos la vieja no tendrá nada que hacer.

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Copyright ©Juan Carlos Montilla, 2007
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Fecha de publicaciónEnero 2008
Colección RSSFabulaciones
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