Ha caído una tromba de granizo y el alféizar se ha cubierto de piedrecillas de hielo que enseguida va convirtiendo en agua el calor del balcón. Unos minutos después la sequedad comienza a absorber el charco. Las nubes insisten todavía en demostrar su poderío estallando sobre el cielo inmensas, fugaces, serpientes de electricidad mientras un vendaval intenta alejarlas, y las contraventanas portean. Las calles de Antón Martín retumban amedrentadas.
Agosto está terminando. La ciudad hervirá de ruidos y recuerdos playeros en pocos días. Lena piensa que el verano le ha abierto una úlcera que escuece en algún lugar del cerebro. O del alma. Julio está a punto de regresar. Ahora, que está próximo el reencuentro, se atreve a reconocer que el animal perdido ha demostrado que tiene dientes. De nuevo la certeza de que el afecto acaba siempre en una trampa. Ya casi no le importa que su relación con Julio termine. Pero esos momentos de cariño, los abrazos sinceros, deberían quedar a salvo del olvido. La ausencia del Gitano pesa con más fuerza que nunca. El presentimiento no deja de rondar. Cuando Lena se atreve a dejarse llevar un poco más siente el peso de una ausencia infinita aplastándola.
En los últimos tiempos el pasado ha terminado por recuperar su fuerza. Quizá tampoco ha sido bueno desdoblarse tanto, quizá ha llegado el momento de encajar todas las piezas de su vida. De eliminar ese tajo profundo con que ella misma dividió su historia a los veintitrés años, porque es precisamente esa parte desechada la que está reclamando justicia. ¿Justicia? Más bien realidad. No es fácil volver, aunque sea solamente para quemar jirones apolillados, al lugar en el que nos condenaron.
Al fondo del pensamiento se levantan ahora las tapias mortecinas del patio del colegio. El babi de cuadros. La temida hora del recreo. Las niñas saltan, gritan y comen bocadillos. Lena está mirando el corro. No se atreve a acercarse porque se ha enterado de que la llaman «el pato». Está paralizada por la vergüenza. Los talones de sus zapatos se han ido descosiendo a lo largo del curso y tiene que caminar arrastrando los pies para no perderlos. Quizá a hacer amigos se aprende en la infancia, igual que se aprenden tantas otras cosas que, de mayores, puesto que ya las sabemos, no les damos importancia. Ella no hacía amigos porque su madre no la dejaba hablar con las chicas y los chicos de la calle y en el colegio no recuerda bien qué pasaba: sólo que era vergonzosa, se reían de ella y la llamaban «el pato».
La profesora ha citado a su madre, están las tres en el despacho. La madre rompe a sollozar como una actriz italiana y dice que su hija es rara, soberbia, odiosa, insoportable. Las palabras de la madre son cuchillas. La profesora desconcertada dice que la chiquilla no tiene mal carácter, eso sí, es triste y reservada.
—Usted no sabe lo que es capaz de hacer —interrumpe la madre—. La ve aquí tan comedida que se deja engañar. A veces me dan ganas de huir de mi propia casa para perderla de vista. No lo hago porque... No sé por qué no lo hago.
La profesora ignora los comentarios de la madre e insiste: En realidad, lo único preocupante de la niña es su apatía, no demuestra interés por ninguna asignatura. La madre lloriquea como una niña mimada. La profesora ha acariciado la cabeza de Lena y le ha dado un beso. Lena sospecha que otros niños disfrutan de algo bueno que ella no conoce. De regreso a casa la madre va gimoteando reproches por la calle. El viento ha desecho la redondez de su peinado y los mechones, cardados y apergaminados por la laca, se le disparan desde la cabeza en todas las direcciones. Lena siente asco y vergüenza en la boca del estómago.
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Enero 2011 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n327-17 |
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