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Fuera de compás

Capítulo 30

Densas sombras

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Dentro de dos años habré cumplido cuarenta y no soy adulta. No sé por qué no soy adulta. Lena se compara con la gente que conoce y se ve a sí misma inerme e insegura. Temerosa de que alguien descubra al bicho raro y odioso. De nuevo el recuerdo de su madre. Lena trata de mirarlo dejando a un lado la repugnancia que le causa la imagen de aquella loca de fuerza masculina. Empieza a comprender que fuera del baile su paso por el mundo es una broma, que está encerrada en una urna sin ventilación, transparente, desde la que ve, sin poder tocarlo, el paisaje primaveral en el que se templan los otros. Para ella la madre ha sido un torturador despiadado ante quien se veía obligada a ocultar la angustia para no despertar su sarcasmo. Una enferma, sí, eso no debe olvidarlo; hay que compadecer a los locos. Sin embargo, en el exterior, fuera de su urna, todo el mundo opina que el amor de la madre es el único verdadero. Quizá Lena conoció el amor de su madre de recién nacida. A veces cree que algo siniestro estropeó su historia a una edad muy temprana. Cuando intenta penetrar en la oscuridad de sus primeros años un vértigo aterrador la impulsa hacia un precipicio sin fondo.

El corazón le palpita con fuerza, es angustia. Lena respira hondo, se acaricia la cara y se figura que su propia mano es la de alguien ajeno que intenta consolarla. Se tranquiliza.

Vuelven los recuerdos. Su padre alguna vez le dio un tortazo, sí, pero controlaba la fuerza. La madre, sin embargo, le reventaba en la cabeza bofetadas de hierro. Lena recuerda las miradas de su padre que se clavaban como puñales en los ojos de la loca deteniendo su brazo. En presencia de su padre se sabía de alguna forma protegida. Intenta razonar, no sabe en qué momento fueron calcinados para el afecto hasta los huesos más pequeños de su esqueleto. Pero no, eso no es verdad, de haberlo sido el Gitano no hubiera conseguido sacarla del cementerio. Un hombre que rescató a cambio de nada los restos de un linchamiento, que los cuidó y les dio aliento hasta que los vio respirar por sí mismos.

Dentro de algunos hombres puede existir una blandura capaz de generar vida, igual que hay mujeres capaces de desplegar sin motivo la crueldad de una bestia cazando. A Lena le hacen temblar a veces sus pensamientos porque es imposible atrapar la naturaleza de las cosas y si se quiere averiguar más de la cuenta se deshace el suelo de la razón. Y el vértigo es insoportable.

Ahora recuerda el día del chaparrón; el vecino no se dio cuenta del golpe que le dio en el hombro al abrir el portal. Sólo le importaba llegar a tiempo con el paraguas a buscar a su mujer, que no se mojara al salir del metro. Lena se sintió bajo una catarata de desprecio, ofendida y contrariada, a pesar de que sabía que el hombre en su carrera ni la había visto. Eso es envidia, reconoce. Envidia de la mala, de la que abrasa.

Está de lado, acurrucada en la cama, como queriendo protegerse con su propio cuerpo. Estoy haciéndome la víctima, se dice. El comportamiento de Julio del último día la ha asustado. Cree que es ella la causante. Lena piensa que ha hecho bien al impedir el nacimiento de sus hijos. Pero los hijos que no se han tenido también duelen. No ha sido culpa mía, se justifica como si hablara con ellos. Lena se va quedando dormida. Siente que las sombras se han vuelto consistentes y que una fuerza que respira, abriéndose paso con esfuerzo, las penetra. No me importan los hijos. No sabe si lo ha pensado la fuerza que respira o lo ha pensado ella. El sueño le arrebata la conciencia. Espesas nubes negras envuelven a Lena. Se queda esperando, dormida y oculta, protegida entre las densas sombras.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónFebrero 2012
Colección RSSNarrativas globales
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