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La derrota del persa

II. Estimación objetiva singular

Dimas Mas
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Coincidieron, la primera vez que se vieron fuera del trabajo, en el cine Coliseum, en la Gran Vía. Los cines, para las personas solas, se convierten a veces en espacios de relación social. De ahí que Marga tuviera la incómoda sensación, como el constante sudor de la frente en verano, de que alguien no le quitaba el ojo de encima, ni siquiera durante la proyección de la película. Hasta que se encendieron las luces y se levantó para salir, no se atrevió a volverse: ¡hubiera sido un error imperdonable: alentar las esperanzas de fuérase a saber quién! Mantuvo la atención en la pantalla y trató de no hacer mucho caso de sí misma, porque las personas solitarias acaban contrayendo ese vicio: considerarse el centro de la atención de los otros; creer que están siendo permanentemente observadas y juzgadas. En la época en que se produjo aquel primer encuentro, Marga ya estaba aquejada de ese mal. La sensación pegajosa se le impuso de tal manera que apenas pudo seguir, sino muy superficialmente, la historia convencional que se le contaba desde la pantalla. El FIN de la película la liberó de su desasosiego, pues le permitió salir al pasillo y buscar con la mirada el camino de vuelta hacia los ojos que la habían asediado. Lo emprendió con el espíritu animoso de quien se lanza a la aventura y está convencido de que el camino ha de depararle la grata sorpresa de la felicidad, la ventura o la prosperidad. Le fue imposible cerrarlos antes de llegar al final y chocar, ¡casi estrepitosamente!, con los ojos devotos de su compañero de sección, quien, dirigiéndose hacia el pasillo desde la mitad de una fila más atrás de donde ella estaba sentada, pero al otro lado del patio de butacas, se dirigía en realidad hacia ella sin dar la impresión de que ese encuentro fortuito lo sorprendiera, como si hubiera sabido cuáles eran los planes de ella para esa tarde dominical. «¿Me habrá seguido?», me dijo Marga que pensó. Después de intercambiar un brevísimo saludo, frío y protocolario, recorrieron juntos el pasillo hasta la puerta de salida y cruzaron dos impresiones escuetas y banales sobre la película. Después se despidieron. Faustino no intentó alargar la situación, proponiéndole un paseo, ir a tomar un café o acompañarla a su casa. Ella, por el contrario, fingió, con absoluta torpeza, unas prisas insultantes e inverosímiles en una tarde dominical. Lo que a mí me confesó fue que la responsable de aquellas prisas había sido una visión tan horrible que se sintió empujada a alejarse cuanto antes de la compañía de aquel hombre: se había visto vestida de novia y casada con él, saliendo ambos por el estrecho pasillo del templo, camino de recibir la lluvia de arroz como símbolo de fecundidad. Y al llegar a esa parte de la visión se le volvió insoportable su presencia, y resulta fácil comprender por qué. Con todo, de aquella experiencia casual lo que le quedó a Marga más marcado fue la idea de que ese hombre pudiera dedicarse a seguirla. Al principio la idea le pareció atroz y repulsiva, y le inspiró un profundo temor. Más tarde, acabó acostumbrándose a ella. Durante un cierto tiempo vivió con esa aprensión, y desde que salía del trabajo no hacía sino comprobar, de forma obsesiva y casi enfermiza, que Faustino no la seguía. Se le volvió un tic, lo de girar la cabeza para vigilar si la vigilaban. Al poco tiempo, sin embargo, tan hecha ya al temor de sentirse seguida, empezó a, si no desear, sí al menos hacerle cierta gracia que su ocurrencia pudiera convertirse en realidad. Más tarde no tuvo otro remedio que reconocer que era ella quien lo buscaba a él mientras supuestamente la acechaba: se había convertido en una fantasía recurrente que ponía en sus días monótonos y solitarios el ingrediente novedoso de lo insólito. De todos modos, el Faustino al que ella esperaba descubrir tras la marquesina de un autobús, al fondo de un vagón de metro, en las escaleras mecánicas de El Corte Inglés, absorto en la contemplación de las aves de un quiosco de las Ramblas, o en la platea de cualquier cine, no era la misma persona que trabajaba junto a ella en la misma sección de la Delegación de Hacienda. Poco a poco, eso sí, las dos imágenes fueron superponiéndose y dulcificando la agresiva fealdad de aquel hombre enigmático por el que, a espaldas de todos sus conocidos, comenzó a interesarse de verdad. A partir de entonces se despertó en ella una curiosidad casi malsana por qué fuera lo que Faustino escribía en aquellos cuadernos que tenían toda la pinta de ser parte de un Diario íntimo inacabable. No dejó de secundar las burlas y chacotas, ni de reír los chascarrillos hirientes que seguían cebándose en él con la rutinaria crueldad de los hábitos incuestionables, pues, a pesar de que el personal se renovara en gran parte cada tres o cuatro años, la relación con él seguía siendo una foto fija de cuando Marga tomó posesión de su destino en el lúgubre edificio de la Vía Layetana. Fue esa renovación periódica la que provocó, al cabo de pocos años, que Marga y Faustino, por mera antigüedad, se sintieran cada vez más distantes de las nuevas promociones y más cercanos el uno al otro. Yo creo que la idea de ir envejeciendo juntos en aquel edificio sombrío debió enternecerla, o algo parecido, y facilitar, en consecuencia, su buena predisposición hacia un posible acercamiento por parte de él, una iniciativa que, sin embargo, tardó lo suyo en producirse. Desde que lo conoció lo había visto escribir en aquellos cuadernos durante los ratos muertos de la jornada laboral, que eran la mayoría; y gran parte del interés de Marga por aquel ser extraño se centraba en si ella aparecería en las misteriosas páginas. La de tener un admirador secreto es la más inocente de las fantasías femeninas, pero para muchas mujeres constituye, a veces, el único asidero al que pueden agarrarse para escapar de la triste y anodina ciénaga de la vida cotidiana. Las hay incluso que, en el colmo de la fidelidad, sueñan con que ese amante secreto, tierno y apasionado, sea su propio marido, a quien se imaginan en la mesa de una cafetería escribiendo las delicadas cartas de amor que reciben, o en una floristería escogiendo las gardenias o las rosas que él fingirá no ver en el búcaro que adorna, de modo ostentoso, la mesa del salón. Supongo que algo así debió ocurrirle a mi hermana. Tres meses después de aquel primer encuentro fortuito, Marga volvió a tropezarse con él, pero de un modo más rocambolesco, pues, acostumbrada a ojear el terreno en su busca, lo vio, tras una cámara fotográfica que parecía enfocarla a ella sirviéndole al tiempo de parapeto, parado justo en medio del Paseo de San Juan, mientras ella caminaba hacia él. Su indignación por el atrevimiento le había proporcionado ya el gesto, la expresión, la mirada y hasta las ácidas palabras que hubo de tragarse, al igual que descomponer, cambiar y rectificar el gesto, la expresión y la mirada porque, a medida que se iba acercando a él, la cámara seguía fija en un objeto que a todas luces no era su persona. No tardó en saber que la afición del fotógrafo se decantaba hacia las naturalezas muertas y monumentales. La estatua de Clavé, el creador de los coros populares que llevan su nombre, quedó, para secreta mortificación de Marga, impresa en el negativo. No pudo evitar que al rostro agresivo de la indignación le sucediera el estúpido del chasco. Se saludaron con mayor cordialidad que en el último encuentro, aunque aún era una cordialidad bañada de tibieza, y Marga supo que su compañero de trabajo tenía la afición de recorrer la ciudad, siguiendo itinerarios prefijados y llevando la cámara en ristre para quedarse con las instantáneas que nunca jamás podrían volver a repetirse. A Marga le extrañó aquella explicación. «Yo me volví, miré la estatua y me eché a reír: me imaginé que, al día siguiente, aquella mole inmensa y oscura, saltaría de su pedestal y se alejaría calle abajo haciendo molinetes con la batuta», me contó. ¿Fue en aquel momento cuando Faustino descubrió el pingo bajo la seda? ¿Y de qué se quiso vengar el mal nacido, si él persiguió antes de ser perseguido? «Pero a mí no me la daba con queso —continuó Marga—. Seguro que en cuanto lo descubrí se inventó aquella tontería para salir del paso.» ¡Le hacía tanta ilusión la idea de que alguien la siguiera a escondidas y la fotografiara! Como si fuera una de esas mujeres casquivanas, necias y superficiales que aparecen en las estúpidas revistas para mujeres que hay en todas las consultas de los doctores. Estaba convencida, la pobre ilusa, de que el piso de Faustino tendría todas las paredes decoradas con fotos de ella, cientos de fotos robadas aquí y allá: ella en verano, en invierno, con el pelo largo, con el corte a lo garçon, con falda tubo, con pantalones vaqueros, con leotardos, con traje sastre, con pendientes, sin ellos, pintada, sin maquillar, con el pelo recogido en moño o en cola, con blusa sin mangas, riendo, seria, con un ojo guiñado, en biquini, entrando en la iglesia, saliendo del cine, con gafas de sol, cansada, atravesando la plaza de la catedral, abriendo el portal de su casa, dentro de un autobús... ¡Un museo fotográfico dedicado a su persona! «Seguro que yo soy para él como una diosa, y que esa casa es como mi Vaticano...», me dijo. Y se calló enseguida, tras percatarse de que esas alusiones irreverentes podrían molestarme, o incomodarme. Claro que tenía mucho de niña, quizás demasiado. Nadie, además, la estaba ayudando a crecer. Seguía siendo una muñeca preciosa con la que nadie se atrevía a jugar, un hermoso objeto de decoración que se cuida con el mimo propio de los coleccionistas. Y, sin haberlo sido antes, de niña, acabó convirtiéndose en una mujer caprichosa, voluble y arbitraria. Se apoderó de ella un rencor difuso que le varió el carácter y la hizo de trato difícil, si no imposible, a veces. No fue un cambio repentino, como no lo es el deterioro que produce la edad, y ella jamás reconoció que era una mujer muy diferente de la niña y la joven que había sido. Se puso una venda delante de los ojos, ¡ella, que siempre los tenía abiertos de par en par para no perderse detalle de sí misma!, y de ahí arrancó una confusión que acabaría llevándola a la enajenación y al descanso final de la muerte, la liberación que yo me vi obligada a facilitarle con la caridad que tenemos para con los animales y que, por una hipocresía que sólo he llegado a comprender después de lo que hice, les negamos a las personas. De aquel segundo encuentro tampoco salió una cita, a pesar de que la ocasión era pintiparada: en nada les comprometía recorrer juntos la ciudad y, al tiempo que descubrían los rincones de ese pañuelo que es cualquier lugar para las personas solitarias, conocerse el uno al otro, saber de sus vidas respectivas, de sus historias, de los rincones que también hay en la vida de cada cual: desde aquellos en penumbra que jamás se frecuentan, hasta los otros, a los que acompañamos a las visitas para compartirlos con ellas. En el fondo somos, también, entre otras cosas, un reflejo de nuestras casas: dime cómo vives y te diré cómo eres. Disculpe estos comentarios, doctor, pero aquí las horas se estiran como los remordimientos y la mente divaga como los ratones que buscan su mendrugo en el silencio afligido de un convento. Reconozco que el trato íntimo con Marga, mientras intenté cuidarla, corregirla y encauzarla me ha cambiado hasta tal punto que, a veces, me desconozco. Pero volvamos a esa triste pareja de amantes a cuya sórdida historia he puesto yo el punto final, arrogándome, lo sé, una capacidad justiciera cuyas leyes, además, he improvisado para la ocasión, ¡y bien que lo lamento!, aunque lo dé todo por bien empleado. Por eso estoy aquí de buen grado y quiero que escuche mi confesión: forma parte de lo que ha de ser la larga expiación de mi culpa. Le decía que a aquel encuentro callejero no le siguió ninguna cita, para sorpresa de mi hermana, que tardó mucho en descubrir la táctica de la indiferencia que Faustino estaba empleando con ella. Tan tonta no era, como para no darse cuenta de que sus encuentros fortuitos tenían cada vez menos de tales y sí todo, por el contrario, de un plan diseñado concienzudamente y que, a la larga, tan eficacísimo se acabó revelando. Pero Faustino supo representar a la perfección su papel de encontradizo perpetuo. Una veces era él quien aparecía donde ella estaba; pero no pocas veces era ella quien entraba donde Faustino evidentemente no la esperaba. Esto último fue lo que ocurrió en su tercer encuentro. Marga salió del cine el domingo y, siguiendo su rutina dominical, decidió entrar a merendar aquel día en una cafetería que no solía frecuentar. Se sentó en una mesa, echó un vistazo al local y allí lo descubrió: atareado, como en el trabajo, en la redacción de no sabía qué e intuía que un Diario en el que a ella le estaba reservado el papel de protagonista. Dos detalles no le pasaron desapercibidos: fumaba en pipa y bebía un güisqui, a juzgar por el vaso. Era un poeta, se imaginó de repente. Faustino era un ser horrible y capaz, sin embargo, de alumbrar las más bellas palabras. Y ella era, ¡al fin!, su musa, la musa que iba a inspirarle los versos más apasionados y hermosos. Ella no lo dijo, claro, pero yo sé que se le debió de quedar cara de tonta, de bobalicona, como la que se les queda a las niñas cuando el mozalbete que les gusta se atreve a tontear con ellas, es decir, a medio camino entre el pánico, el deseo y la vergüenza. Y eso por otras lo sé, que no por mí propia, pues nadie jamás se me acercó con esa pretensión. Ni tampoco se lo hubiera permitido, en aquel lejano entonces, por supuesto. Yo fui siempre la escasez de la sal y el exceso de vinagre que arruina las ensaladas... Pero no es mi vida, anodina, monótona y regular como las horas canónicas, lo que importa, sino la de aquellos dos desdichados condenados a ir de encuentro en encuentro hasta el dramático desencuentro final. Estuvo un buen rato deleitándose en esa fabulación antes de que Faustino, al girarse hacia su derecha para llamar al camarero, la descubriera. A Marga le pareció que él se turbaba, como si le hubiera descubierto un secreto ocultado celosamente. Observó que cerró el cuaderno en el acto, encapuchó la pluma y guardó el primero en una carpeta y la segunda en el bolsillo interior de la americana mientras esbozaba una mueca que, en su rostro de pecado, debía de querer pasar por sonrisa. Lo siguiente que hizo fue vaciar la pipa, con un par de golpes enérgicos en el pesado cenicero de cristal de roca y, finalmente, levantarse, recoger sus cosas y acercarse hacia ella componiéndose el nudo de la corbata y abotonándose el primer botón de la americana, como si fuera un empleado que acude al despacho del jefe: ésa fue, al menos, la impresión que a ella le produjo aquel atildamiento. La sorpresa por la coincidencia fue mutua y facilitó que, desprevenidos, fuera de lo más sincera la cordialidad con que se saludaron. Esa vez él no hizo ademán, como en otras ocasiones, de besarle la mano, la leve reverencia que tan ridícula le pareció la primera vez y que ahora le hubiera gustado verla repetida, pues la tenía por la más acabada expresión de homenaje a su belleza. En su lugar se encontró con un cálido apretón de manos que ella interpretó más como señal de compañerismo que de vasallaje. Y estaba claro que a ella lo que le gustaba, ¡lo que necesitaba!, era ser admirada. A esas alturas de su vida —¡sus treinta y pocos años se le antojaban el umbral de la vejez!— ya no estaba en condiciones, me decía, de rechazar el homenaje ni la admiración de nadie, por más que se tratase del hombre más feo del mundo, o un excelente candidato al título de tal, por supuesto, como bromeaba al referirse a él con una ternura maternal que acabó transformándose, por imposible que le parezca, en una pasión lasciva tan incomprensible como enajenadora, porque Marga había dejado de ser quien fue y quien era para convertirse en esa jifa sangrante a la que la había reducido el desdén altivo y estudiado de Faustino. Pero ahora le estaba contando los tiempos felices, o casi. Bien fuera por la coincidencia azarosa, por la impersonalidad del escenario, por el efecto desinhibidor del güisqui o por las tres cosas juntas, el caso es que aquella tarde de domingo se entreabrió la puerta por la que se accedía al mundo secreto de Faustino. Y lo primero que conoció Marga en él fue la sorprendente existencia de un hermano al que, justo en esa tarde, le estaba escribiendo una larga carta que quizás nunca le enviaría, o sí tal vez algún incierto día de un futuro no menos incierto. Un hermano, Eladio, completamente opuesto a él, como si fueran la noche y el día, le dijo, y con quien siempre había mantenido unas relaciones difíciles, hasta que se rompieron definitivamente. Marga no entendía nada de nada. Así, de buenas a primeras, Faustino se había instalado junto a ella, había pedido también lo mismo al camarero, un café con leche y un pastisset y, al conjuro de la más simple e indiscreta de las preguntas: «¿Qué escribías?», él parecía estar abriéndole el corazón de par en par. ¿Cómo era posible pasar de un conocimiento casi meramente visual, como el que había entre ellos, a ese derroche de franqueza? ¿Era su manera de decir que le gustaría que fuesen amigos? ¿Y no se inician siempre las amistades a partir de un trato más superficial? Si era lo que pretendía, confundirla, lo había logrado plenamente. «¿Qué quieres decir con eso de que sois como la noche y el día?», le preguntó. «Que él pertenece al mundo de la belleza, como tú; y yo..., pues a la vista está», le contestó. Lo dijo, según Marga, sin pretender inspirar compasión, y sin resignación; sin orgullo, claro está, pero con una delicada ironía que suprimía, con notable elegancia, la posibilidad de padecer dramáticamente el peso de aquella cruz. Yo estaba convencida, y así se lo dije a ella cuando ya todo era irremediable, de que se lo había inventado, de que era una mentira infame y estudiada. La prueba de la fotografía no me servía. Siendo tan distintos, la foto de cualquiera podría servir para hacerla creer en la verdadera existencia de ese curioso hermano. Marga no parecía darse cuenta de que Faustino era, por decirlo así, el hombre del saco de las coincidencias. Si el amor ciega, la desesperación arranca los ojos de cuajo. No voy a comparar el amor humano y el amor divino, pero jamás oí de ninguna hermana mía de religión que llevara su amor a Cristo al extremo que llevó Marga el suyo a ese Faustino que con tantos ardides y estratagemas supo capturarla en la deletérea red de sus oscuras y funestas intenciones. ¡Pobre Marga! ¿Y qué le dijo ella a él aquella tarde de las confesiones? Eso sí que nunca me lo reveló. ¿Le habló de mí y de la asombrosa coincidencia? El tal Eladio era, de los dos, quien había triunfado en la vida, es decir, quien estaba más cerca de la auténtica felicidad. ¿Le diría eso Marga de mí? Ella siempre ha dicho que fui yo quien mejor había escogido, que era más feliz entre las cuatro paredes de un convento que ella perdida en el laberinto despiadado de la gran ciudad. ¿O calló y no habló de mí? Nunca lo sabré, pero es una necia vanidad que no tiene la menor importancia. Lo definitivo fue que aquella revelación sobre su hermano y su relación con él, o su ausencia de relación, en realidad, se convirtió en el paso decisivo para la suya propia, la que ellos irían estrechando hasta la asfixia definitiva. El primer gusto compartido fue el cabello de ángel, que bien lo enredó y desordenó el maligno para endulzarles la pócima amarga en que se acabó convirtiendo. Estuvieron juntos, merendando, casi dos horas, disfrutando, por así decir, de lo que podría ser considerada como su primera cita. Faustino reconoció, al parecer, que toda la culpa de esa ruptura fraternal había sido suya: jamás pudo aceptar la arbitrariedad del azar, y menos aún que hubiera de soportarla, a diario, junto a sí, encarnada en la persona de su hermano. Fue envidioso, rencoroso, un insatisfecho e incluso albergó durante mucho tiempo los más negros pensamientos. ¡Nada en el mundo era capaz de consolarlo! Desde la más temprana infancia había sido capaz de identificar en las miradas ajenas los cien mil matices de la conmiseración, y en el cariño de sus padres el golpe sordo del platillo de la balanza cargado con la compensación. Marga seguía sus palabras con una atención que debió de servir de acicate a su compañero, aunque éste ignorara la razón —es decir, yo— de aquella deferencia. Lo dejó hablar. Y de ese torrente de confidencias que tanto contrastaban con el dulcísimo sabor del pastisset emergió una imagen de Faustino aún más tenebrosa que su presencia nocturna en una calle solitaria y poco alumbrada. La confusión de mi hermana llegó a ser insoportable. ¿Qué pretendía con esa confesión? ¿Ahuyentarla? ¿Atemorizarla? Marga ya sabía que a él ni le gustaba ni buscaba la compasión; y que tampoco parecía enorgullecerse de su resentimiento. Lo que la confundía era no saber cuál era el sentido último de aquella explosión de sinceridad. ¿Tal vez aprovechar la única oportunidad que habría tenido en su vida de poder expresarse así? ¿O acaso sabía —¡y cómo!— que ella tampoco había tenido nunca una oportunidad semejante? ¿O en la vigilancia a que la tenía sometida había descubierto que tenía una hermana —o sea, yo— y después se había inventado esa patraña por la que Marga no podía, obviamente, dejar de interesarse? Marga me reconoció que esa ocurrencia fue muy posterior a las revelaciones de aquel encuentro dominical, porque mientras lo oyó en confesión ni paró mientes en que una historia contada con esa convicción pudiera ser inventada, una mentira interesada. Seguía el hilo de la narración sin percatarse de que le estaban contando, camuflada, su propia vida, aunque al revés. ¿Por qué Marga lo vio como a un alma gemela, en vez de como lo único que podía deducirse de sus revelación: una amenaza? La soledad es mala consejera, desde luego; y peor cuando una huye de ella, que era el caso de Marga. Lo hacía, eso sí, sin precipitación ; porque eran ya muchos años en su compañía como para lanzarse a la aventura por cualquier senda promisoria que se abriera ante ella. ¿Fue, acaso, la voz? Marga no sabía explicarlo bien, pero por el modo como gesticulaba y suspendía las frases a medio decir es muy posible que Faustino —a quien la fortuna no podía haber desheredado totalmente— tuviera una voz —yo sólo le oí un grito ahogado— capaz de crear un ambiente lleno de calidez, serenidad y ternura, a pesar de las duras acusaciones que vertía contra sí mismo, desnudándose moralmente ante mi hermana. A ella tuvo que deslumbrarla no sólo la intimidad que levantó aquella voz, como una burbuja que los aislara de lo que les rodeaba, sino también la repentina y prolija sinceridad de un hombre, ¡nada menos que de un hombre! Usted sabe, doctor, que las mujeres somos más dadas a las confidencias. Juzgue, pues, cuál no habría de ser el pasmo que se debió de apoderar de mi hermana. Faustino se arriesgó, porque no sabía cómo podría reaccionar Marga, pero le salió bien la jugada. No es que a partir de aquel encuentro se volvieran inseparables, porque, a pesar de todo lo que le he contado, pasó su tiempo antes de que volvieran a encontrarse. Marga se asustó. Se acobardó.

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Fecha de publicaciónJulio 2010
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