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La derrota del persa

IV. Estimación objetiva singular

Dimas Mas
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—¿Dónde me había quedado? Ya. Estaban sentados en el sofá, frente a frente, y Marga se había quedado de una pieza al oír el exabrupto de Faustino: ¡Familia! ¡Qué terrible desengaño había en su voz, en su despecho! Mi hermana, que no agotaba su capacidad de sorpresa respecto a Faustino, pasó de la estupefacción a un sentimiento indescriptible, incatalogable, así que él le explicó el sentido de su esputo. Al parecer, había aceptado con cierta resignación su papel de sirviente, o poco menos, y le contó a Marga el celo diligente con el que atendía a sus responsabilidades. Le describió, y eso se le quedó grabado a mi hermana, el cariño con que planchaba sus camisas, los puños, el cuello, la pechera, y el cuidado con que las colgaba en las perchas del armario para que no se arrugasen; le habló del orden exquisito que mantenía en la habitación y el armario de ambos, y la preocupación permanente que tuvo por que sus zapatos, sobre todo los de Eladio, estuvieran siempre brillantes. Vivía, en resumen, volcado en su hermano, habiendo hecho suya, quizás por contagio, la pasión que por él sentían sus padres, quienes estaban orgullosos de la armonía que reinaba entre ambos hermanos, aunque ignoraban lo pronto que se quebraría aquella paz injusta. Cuando Eladio entró en la adolescencia y fue consciente del inmenso poder que le otorgaba su belleza, se operó en él un drástico cambio de personalidad. Resulta muy pueril, pero a la pobre Marga no se le ocurrió otra cosa que comparar a Faustino con Cenicienta. «¡Mi suerte fue que no se me ocurrió decírselo a él!», me dijo. Eladio se convirtió en un déspota, un fatuo y un vanidoso que casi siempre elegía a Faustino como chivo expiatorio de sus frecuentes malhumores, pues, a pesar de cierto éxito social que iba teniendo, se le agrió el carácter y se volvió una persona insufrible. Todo lo que se hiciera por él era poco, nada bastaba. Y nunca agradecía nada de lo que los demás le ofrecían. «Y, sin embargo, ¡cómo lo quería!», se desahogó Faustino, haciéndosele un nudo en la garganta al confesarse tan abiertamente con mi hermana. «Creo que no he querido nunca a nadie tanto como lo he querido a él, incluso a pesar de sus desaires, sus burlas y su indiferencia, ¡tan crueles! Me desvivía por él, y digo bien: me desvivía. Porque yo no tenía más vida que la suya. Me tenía a mí mismo olvidado. Seguía su vida paso a paso, decepción a decepción y alegría a alegría. Sus euforias eran las mías; sus desengaños los sufría hasta las lágrimas. Cuando llegó el tiempo de los primeros amores también yo me enamoraba con él, y a través de él aprendí a amar a las mujeres, a sentir, por lo menos, lo hermoso que sería amarlas de verdad. Y nunca me importó ser esa sombra discreta que siempre pasaba desapercibida, como con el sol en su cénit. Su desdén era tan grande, tan devastador su egoísmo, que jamás reparó en mi fidelidad. Tampoco apreció nunca mis desvelos, mis constantes servicios, ni mi tolerancia hacia lo que acabó convirtiéndose en altanería, necedad y hasta crueldad por su parte. Encarnación de la ingratitud, llegó un momento en que, no pudiendo soportar por más tiempo sus vejaciones, cada vez más gratuitas, hube de alejarme, herido como un cervatillo que jamás llegará a asociar, en su dramática huida, el estampido de la escopeta con su insoportable calor humedecido por la sangre. Lo más doloroso fue que no le importó en absoluto nuestra separación. No es que hiciera como que yo no existía, sino que realmente no existía para él, jamás había existido. Tampoco hubo despedida, y menos aún un beso que sellara la traición definitiva, porque tampoco había habido ninguna traición que mi resentimiento pudiera masticar una y otra vez, como si lo triturase en una venganza tan primitiva como mi dolor...» Ahí, suspendido del dolor, se ve, doctor, que Faustino ya no aguantó más y se echó a llorar con un sentimiento que por fuerza hubo de contagiar a mi hermana. Marga siempre fue muy sensible, muy de lágrima fácil; y le encantaban, por ejemplo, las películas en las que podía sacar los pañuelos del bolso, previsión imprescindible para esas ocasiones, y enjugarse el llanto. Lo que no siempre sabía, sin embargo, era por qué lloraba, y esto ella misma me lo confesó: si por sí misma o por lo que ocurría en la pantalla. Tenía, como decimos en religión, el don de las lágrimas. Su facilidad, no obstante, la convertía en una experta para detectar la calidad de las lágrimas y la pureza de su venero, si se trataban de las familiares lágrimas de cocodrilo o del llanto desgarrador de un corazón herido. Abstraída en su llorar contagiado, no supo explicarme, después, cómo se había suprimido la distancia que los separaba, en el sofá, para verse con la frente de él apoyada en su cuello mientras con su brazo maternal ella lo abrazaba, tímidamente al principio, y atrayéndolo hacia ella, después, para acunar su dolor, para mecerlo y adormecerlo, como si el sueño tuviese la virtud de borrarle el resentimiento, de sepultar sus recuerdos. Cuando Faustino contuvo las quebradas convulsiones iniciales de su llanto, Marga, sin darse cuenta consciente de lo que hacía, movida por la piedad, llevaba ya un rato acariciándole dulcemente el rostro, con la misma ternura con que él elevó la cabeza y, sin mirarla a los ojos, la besó en el cuello. ¡Entonces supo mi hermana que estaba perdida! Pero no era el perdimiento que tanto nos atemorizaba en nuestra juventud, sino algo así como que le había llegado la hora de la verdad, el momento decisivo para el que jamás había querido forjarse ninguna imaginación, aunque yo tengo mis dudas de que hubiera sido así, con lo fantasiosa que ella era. Mejor, con todo, si fue así, porque cualquier comparación entre su película romántica y la realidad prosaica hubiera bastado para arruinarle el momento, aunque no fue tan rápido como eso. Sentir los labios de Faustino, humedecidos por las lágrimas, en su cuello le provocó un escalofrío de sorpresa, un placer e inquietud que la paralizó. Cuando inclinó levemente el rostro hacia él y le ofreció su boca temblorosa, Marga desapareció de sí misma y su cuerpo se convirtió en un pararrayos del placer. Mientras dejaba que Faustino ya succionara su lengua, ya le ofreciera la suya para recibir idéntico homenaje, siguió con los ojos cerrados de su deseo despierto el viaje accidentado de la mano de su confidente por el relieve palpitante de sus pechos, los salientes de sus caderas y el tobogán estremecido de sus muslos hasta que, salvando el elástico de su braga, unos dedos suaves y flexibles, se enredaron en el vello de su sexo...

—¡Virginia...!

—No, doctor, déjeme que expíe mi culpa, que se ensucien mis labios para limpiar mi corazón; que sufran mis oídos para liberar mi alma. Cuando Marga me lo contó, con un brillo de posesión diabólica en su mirada, yo en vano me tapaba los oídos y me escapaba hacia la otra habitación del apartamento. ¡Cómo me martirizaron sus confidencias!, aunque más parecían pregones a los cuatro vientos, pues hubiera sido capaz de contárselo a cualquiera con quien se cruzara por la calle. Se demoraron, le decía, rizándole el vello púbico y retirándolo suavemente a ambos lados del sexo humedecido para descubrirle la fuente del placer y estimularla con una delicadeza que le arrancó mordidos gemidos mientras un vértigo como nunca antes había experimentado parecía llevarla y traerla en un vaivén de placer y culpabilidad que resolvió entregándose sin las iniciales reservas a las expertas manipulaciones de Faustino. También ella había llevado su mano, para detener la de él, a su sexo; pero al apoyarla sobre el dorso velludo acabó presionándola para acrecentar su placer.

—Virginia, no tiene por qué...

—Tengo, doctor, tengo. Porque, de algún modo, acceder a contarle esto es reconocer, a la memoria de Marga, que mi celibato no era, en efecto, ningún talismán mágico con el que rechazar las urgencias del deseo y los naturales apetitos del cuerpo. Yo también, doctor, he sido, y soy, una pecadora. Por eso tengo por qué. Porque ponerle voz a las turbias imágenes de la lascivia perturbada de mi hermana es el único modo de decir en voz alta lo mucho que la he amado siempre. Sí, sí, sé que va a decirme que Faustino y yo somos, sin duda, auténticas almas gemelas. Lo sé. Y estoy incluso dispuesta a reconocer que más turbia que la degradación de mi hermana es la suerte de extraña complacencia que encuentro en recontar unos hechos tan crudos como terribles, tan perversos y pecaminosos como atractivos y, hasta cierto punto, deseables. Entiéndame. Jamás me hubiera cambiado por ella. ¡Dios me librara!, pero, a pesar del voluntario afán escandalizador con que Marga me contaba con pelos y señales su perdición, no dejaba de atraerme la profunda inocencia de sus experiencias, la infinita pureza con que Marga descubrió el torbellino devastador del placer de la carne, del tercer gran enemigo, después del mundo y del demonio. Porque no tardó mucho Faustino en arrodillarse ante ella y, después de quitarle las bragas con una insólita habilidad, atarearse en lamerle el sexo con unos lengüetazos que la hicieron gritar al tiempo que sus manos, aposentadas en las sienes de su amante, le apretaban la cabeza para inundarse de aquella carnosidad traviesa que parecía haber encontrado un impetuoso manantial... O así me lo contó ella, al menos. No descarto, como usted puede suponer, que a mi hermana le hubiera nacido, a deshora, una vocación fabuladora que explicara aquella morosidad y delectación con que me hacía partícipe de su gran aventura, de su dicha no inenarrable, porque no escamoteó el más mínimo detalle. Con todo, a pesar de tratarse de la más antigua representación que se haya realizado sobre la faz de la Tierra, había algunos extremos que ya rozaban la inverosimilitud, ya caían deslenguadamente del lado de la más calenturienta de las fantasías. Pongamos por caso lo que ocurrió después de que él se deleitase en el acre abrevadero... No, no, ella no lo dijo así. Lo digo yo, por suavizar la escena. El caso fue que él, a pesar del punto y seguido al que habían llegado las cosas, no la penetró ni exigió una reciprocidad que no sé si Marga habría accedido, de grado, a concederle, aunque estaba bien claro que la exacerbación del placer le había hecho perder la cabeza y bien pudiera haberse rebajado en aquel momento tan intenso a cometer una práctica tan abominable. Quizás esperara al desenlace más lógico, que Faustino le arrancara allí mismo, tras sus lenguaraces miramientos, una virginidad, ¡ay, Dios mío, qué sacrílega me siento!, que ya no era ni tesoro ni promesa ni ofrenda. Pero no, en vez de recibir en su entraña el miembro viril supuestamente enardecido de quien la había dejado sin defensas, entregada como la uva en el lagar, con lo que se encontró fue con un brusco apartamiento, una renuncia repentina que, además, la exigía salir cuanto antes de aquella casa. ¡Imagínese su chasco, su sorpresa, su incredulidad, su desconcierto, su confusión! Mudada de color y avergonzada, a fuer de satisfecha, Marga se puso las bragas, se ajustó la falda, se retocó el peinado, recogió su bolso y sin haber pronunciado palabra ni haber pedido la más mínima explicación se vio en la calle, sofocada como tras una jornada de siega, e incrédula como un apóstol antes de pentecostés. «¡No es posible! ¡No es posible!», me dijo que repitió una y cien veces sin moverse aún de delante del portal. «¡No es posible!», siguió diciendo un largo rato, sin saber qué significaban para ella aquellas tres palabras, pues tan pronto las decía henchida de indignación, como las repetía con un tono ensoñador, o embargada por una incredulidad neutra. «No es posible» cifraba para ella la posibilidad de que todo hubiera sido un sueño, ya que no una pesadilla; de que todo lo hubiera pensado y se lo hubiera representado antes de decidirse a subir a aquella casa en la que se la esperaba y de la que, sin embargo, acababa de ser expulsada como los primeros padres lo fueron del Paraíso, y por el mismo pecado, al menos nominal: el conocimiento. «Me descubrí», me dijo Marga con un laconismo que, para ella, era el colmo de la claridad, pero que a mí me dejó tan a oscuras como me pasó con otras síntesis suyas, anteriores y posteriores. La veía como transportada, lejos de ella misma; como si me hablase desde una cima lejana en un susurro que descendía por laderas arboladas, perdiendo significado y sonoridad en el roce con las cortezas de los árboles o con las ramas y flores de los arbustos del sotobosque. Eso sí, perdían lo que he dicho, pero ganaban en olor, en fragancia. Y a través de esos aromas profundos entendía yo, o pretendía entender, tan hecho mi olfato a los mil y un olores de un convento, desde el incienso místico de la capilla hasta la sensualidad de los jazmines del claustro o las especias de los fogones, cuál era su estado. ¡Qué gran actor, el tal Faustino! ¡Cómo sabía que aquella afectada expulsión la encadenaría indefectiblemente a él! Se supone que nosotras somos, doctor, las grandes sentimentales, un manojito de nervios estimulado a su antojo por la pasión caprichosa; pero lo cierto es que las mujeres nos pasamos la vida buscando razones para todo. Razones para explicar por qué nos aman o nos desaman; razones para justificar nuestros arrebatos o nuestras indiferencias... Y eso es lo que le pasó a Marga: comenzó a consumirla la fiebre de la intelección. No le bastaba con los hechos, ¡tan mudos a veces!, ahí no le faltaba razón, sino que quería, ¡ansiaba!, comprenderlos, y con claridad. Buscaba la tranquilidad que, en realidad, solo la religión puede ofrecer y garantizar, pues solo el Señor es el único amante que no te abandona nunca, ni aun caída en la abyección más vil y en el más horripilante de los pecados, como es mi caso. Yo siento aquí dentro, doctor, que es Él quien me anima a no callar, quien me empuja a apurar mi cáliz, quien desea que me purifique y me libere de la culpa que, solo en parte, me cabe por no haber sabido disuadir a mi hermana de seguir por el camino de su perdición, en realidad un atajo. No la vi marchar por él desde el principio, pues la confusión inicial, el desconcierto que siguió a aquella experiencia capital, lo vivió sola. ¡Cómo se quejó ante mí de aquella soledad! «¡Si hubieras estado tú aquí!», me decía una y otra vez, con los ojos anegados de llanto, con sus manos crispadas atenazando las mías. No pretendía culpabilizarme por lo que le había pasado o porque la hubiera dejado vivir, permanentemente, en el engaño de tantas cosas, y de sí misma en especial. «Ahora sí que soy lo más parecido a una buscona, ¿verdad?», me decía con un histerismo en la voz y en los gestos que, la primera vez, me asustó: temí que se hubiera vuelto loca sin remisión. Después me tranquilizó el ver cuánto había de reto y de impúdica exhibición en su actitud. ¿Para qué me llamó a su lado? «No tenía a nadie más en el mundo». Tentada estuve de decirle que lo importante era tener a alguien en el cielo, pero la soledad infinita de aquella confesión me impedía andarme con aleccionamientos extemporáneos. ¿Había ido o no había ido allí para arrimar el hombro, y abierta como un pañuelo perfumado de lavanda? Pues eso. Si Marga lo ponía todo un poco o un mucho difícil era debido a que, entretejidos con la historia de su pasión, me sacaba a colación, ¡tan acibarada, ay!, unos rencores y unos resentimientos cuya genealogía me parecía absurda. «¿Te acuerdas cuando tú...?» fue un exordio que me cansé de oír para una retahíla de recuerdos de mil y un agravios supuestamente cometidos contra ella por acción o por omisión, de obra o de pensamiento, y siempre con la voluntad consciente de hacerle daño. Mi mansedumbre, además, la irritaba hasta ponerla violenta. Se ve que no podía soportar el que yo llevara aquella cruz con la resignación y la fortaleza de mi fe. Quizás por ello fue acentuando la escabrosidad de sus revelaciones. Pero todo esto, doctor, es muy posterior al momento en que ella, expulsada del paraíso del placer de la carne, se vio en la acera como una criada ladrona sorprendida in fraganti. Aún notaba el cimbreo vigoroso de la lengua de Faustino en su sexo y los churretes de flujo y saliva en sus muslos cuando echó a andar hacia el metro para volver a casa y, después de una ducha reconfortante, sentarse en el sofá y recapacitar sobre lo ocurrido. Pero le costó mucho salir del triángulo isósceles, «No es posible», en el que parecía haber buscado refugio precisamente para no buscar unas explicaciones que se le resistían. «Todo iba tan bien...», se decía, sin un asomo de reproche. «¿Qué he hecho mal» o ¿qué he dejado de hacer?» eran los dos interrogantes a los que ciñó su desordenada reflexión, porque de continuo le asaltaban las sensaciones placenteras que había vivido en casa de su admirador, ¿o ya podía llamarlo «amante»? Nadie, sin duda, había tenido nunca tal grado de intimidad con ella; pero se sentía extraña, como si en vez de haber compartido un lecho improvisado, hubiera estado expuesta en una camilla de quirófano. De nuevo le asaltó la imagen del vampiro de su adolescencia, pero los sedientos colmillos no habían saciado su sed en la tersa fontana del cuello, sino... Un estremecimiento le hizo juntar los muslos, como para rechazar la turbadora visión, levantarse del sofá y sentarse en una de las sillas de la mesa del comedor, adonde trasladó también el café bien cargado con el que quería evitar adormecerse en el indudable placer de los recuerdos inmediatos. Me confesó que intentó enfurecerse contra Faustino una y otra vez, hora tras hora, y que no pudo. Una suerte de profundo agradecimiento, de insospechada y dulce simpatía le impidió vestirlo con los ropajes amañados y andrajosos de la enemistad, del odio, del aborrecimiento. De sus inconsistentes ataques, y a pesar del inexplicable colofón de su aventura, salía Faustino indemne, e incluso nimbado por una aureola de delicadeza y ternura que maravillaban a mi hermana. «Quizás todo se debió a que no lo vi, a que cerré los ojos en la visión ciega del placer que me devoraba», me dijo, torpemente, como toda razón para explicarme cómo fue posible que su fealdad repulsiva no la hubiera hecho retroceder, o tratar de impedir el asalto a su pureza...

—¿Sí...?

—No ha sido nada, doctor. Aún me recorre el cuerpo un escalofrío de horror al recordar su carcajada aguardentosa y despectiva cuando oyó, en mis labios, la palabra «pureza». «La verdadera pureza, hermanita, es la que Faustino me ha hecho conocer, créeme... Aunque estoy convencida de que tú ya la conoces...» Me fue imposible contenerme, doctor, y le di un bofetón vengativo, un bofetón que llevaba una rúbrica de mordaza. Ella rió aún más fuerte: la debilidad de la carne la había fortalecido y, por primera vez, se veía por encima de mí, dominadora como una hermana mayor marimandona. Yo supliqué e imploré su perdón, y ella me lo concedió con la indiferencia de una reina para con la más torpe de sus doncellas. Claro que no tardó en arrepentirse, y la escena se repitió al revés. Al final, abrazadas, lloramos juntas, pero con lágrimas muy distintas, como se desprendió del relato de cuanto pasó después. Poco fue lo que su inquietud le permitió dormir aquella noche: ¡tanto la corroía la ansiedad del inminente encuentro! Pero Faustino no fue a trabajar al día siguiente. Y ella, como una boba, se pasó la mañana contemplando su mesa vacía y haciendo mil cábalas torturantes. Su ausencia le pareció otro hueco más que se añadía a los que, desde el sofá, al entreabrir los ojos fugazmente en el torbellino de su pasión, había visto en las paredes de su comedor. Sin embargo, esa yuxtaposición del placer y de la ausencia la tranquilizó en parte. ¿Sería posible que se sintiera tan avergonzado como para temer enfrentarse a ella, mirarla cara a cara? ¿Temería, por el contrario, que Marga volviera a pedirle explicaciones?

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2011
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