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Un día, una bomba

Hospital

Mariano Valcárcel González
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Como todas las salas de los grandes hospitales, de los pequeños y de los medianos, aquélla tenía el mismo olor, el mismo triste y escaso mobiliario, idéntico desconsuelo.

Igual que las casas adquieren para sí el carácter casi físico de quienes las habitan, incluso el anímico, los hospitales (sus edificios) se impregnan caso a caso, dolor a dolor, vida a vida, de todos y cada uno de los sufrimientos que transcurren dentro de sus paredes dándoles un inconfundible tono existencial, que no vital. Y a la vez que reciben transmiten su pesada carga agobiando, aún más, a las personas que deben permanecer en sus interiores.

Si esto no es así del todo, al menos yo lo pensaba mientras esperaba alguna noticia sobre el estado de salud de mi padre. Un tremendo ataque al corazón, en pleno Ateneo, lo había llevado allí.

No conseguí verlo.

Me llamaron al despacho y en cuanto comprendí lo que sucedía, enterado del centro hospitalario donde fue conducido, me personé en el mismo. Di las oportunas órdenes de que no me molestasen bajo ningún concepto antes de marchar. Mientras durase la situación extrema nada ni nadie tenían opción a retirarme de aquí. No me explicaban la situación. Por los empleados de recepción sabía que lo habían llevado de inmediato al quirófano, pero no alcanzaba a más. Lo que estuviesen haciendo, las posibilidades de éxito, el tipo concreto de afección aún los desconocía.

A pesar de mi cargo ahora estaba a la altura de un ser común. Era lo que él siempre había querido.

Como buen burgués liberal, heredero de una carga ideológica transmitida como un tesoro, enriquecida con los tiempos, mi padre había defendido la utilidad del Bien Común (y dentro de esta categoría incluía todos los servicios públicos, prioritariamente la Sanidad y la Educación). Predicaba con el ejemplo. Siempre (bueno, casi) utilizó la sanidad pública a pesar de su desahogada posición. Cierto es que acudió alguna vez a los servicios privados pero, como él decía, sólo en aquellos casos en los que se demostraba que el sistema pese a ser bueno había que mejorarlo (o sea, cuando dudaba más que razonablemente en la eficacia de determinado profesional).

La luz mortecina, de un blanco irreal, casi esotérico, el persistente olor pesado y penetrante, me estaban adormeciendo pese a mi interés por estar lo más atento a cualquier movimiento delator de lo que sucedía más allá de la sala.

Me levanté y dejé el abrigo en el brazo del sillón donde había estado, cuidando no cayese nada de sus bolsillos. Hacía un calor opresivo.

Pienso que quizás debe de ser así, tan fuerte el calor, pero no me explico bajo qué criterio se decide el tener una temperatura tan alta en los hospitales, ¿no será contraproducente para los mismos enfermos? Además en un medio así debe de ser fácil la proliferación y transmisión de gérmenes. Tal vez no vendría mal iniciar algún estudio al respecto; sería caso de hacer llegar la idea a la comisión correspondiente...

Pasa una enfermera, pretendidamente grave en su indiferencia, rápida como si temiese una pregunta para la que no tiene respuesta. Pregunta que yo no pienso hacer... Prima la prudencia en mi carácter.

Lo que haya de ser será y los resultados, positivos o adversos estoy seguro que los sabré en su momento; así que no quiero añadir dramatismo a la situación (que ya es grave) con la carga de una irrefrenable ansiedad. Me trago mi impaciencia y de camino le ahorro la oportunidad de portarse groseramente.

Aún no habrán averiguado quién soy. Luego, cuando lo sepan, vendrán en lluvia copiosa de disculpas, ofrecimientos y forzosas pleitesías. Conozco estas situaciones y las odio, aunque tenga que simular agrado o comprensión.

La vida del hombre político es esquizofrénica. Mantenerse en ella, compensando las dualidades, es un arte muy difícil; si se logra es fácil salir y resituarse en la cotidianeidad sin traumas notables; lo corriente sin embargo es lo contrario. Por esto la mayoría de nuestros notables se resisten a dejar sus poltronas, sus cargos, pues no saben vivir de otra forma.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónJunio 2010
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