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Un día, una bomba

Fútbol

Mariano Valcárcel González
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Rafael no era ni su sombra.

Amoldado y dominado por el ambiente no osó luchar. Se replegó frente a las exigencias en el trabajo, frente a los imponderables de su existencia, el barrio, la necesidad, la falta de medios, el adocenamiento y el anonimato cruel. Uno entre miles. El hombre rebelde que afrontó la injusticia, que esperó y materializó su venganza, el luchador constante contra todo y contra todos que sabía levantar la cara, ese hombre se esfumó en la niebla gris y sucia de las diarias mañanas. Su hijo Juan aunque en apariencia seguía estando bajo la autoridad paterna había iniciado un proceso de independencia que no tardaría en entrar en crisis.

Acudía al trabajo todos los días, sin rechistar, pero buscaba el tajo lejos de su progenitor para no tener que soportarlo también allí, como en los otros tiempos. Se defendía bien y como era espabilado asimilaba pronto los cambios y las novedades. Mientras el padre seguía anclado en el pasado y apenas alcanzaba a dominar los conocimientos obligatorios y rutinarios para ir tirando el hijo se esforzaba en superarse a sí mismo y en superar el encasillamiento al que fatalmente se veía abocado. Le confiaron nuevas tareas y se despegó de la etiqueta denigrante de peón o ayudante «de paleta». Procuraba también ser agradable y popular entre los compañeros con la secreta intención de hacerse perdonar y olvidar su origen. Cuanto antes se integrase en el nuevo ambiente antes se perdería la pinta de su procedencia campesina. El cambio de categoría laboral le suponía un aumento en los ingresos y más oportunidades de relacionarse personal y profesionalmente. No pensaba quedarse cono albañil, por muy buen albañil que llegase a ser. Se iba sintiendo seguro de sí mismo. De lo que ganaba, aportaba al principio casi todo a la unidad familiar como medida impuesta y a la vez como algo que venía a ser lo más natural, mas cuando alcanzó un nivel superior siguió ingresando lo ya estipulado. No hubo comentario alguno ni en pro ni en contra. Había un reconocimiento tácito en que siendo ya un hombre tendría sus necesidades y previsiones. Era la admisión de los cambios que ocurrían, no bien comprendidos pero sí aceptados como inevitables. Esta actitud familiar le facilitaba sus designios.

Fue inevitable el que Juan encontrase a otros en el trabajo con los que pronto hizo buenas migas. Empezó a salir con ellos en los días festivos, compañeros de peña futbolera.

El fútbol era, y lo es aún, el deporte nacional.

Más deporte para seguirlo como aficionados que como practicantes. Las masas acompañaban a sus conjuntos, fuesen de las divisiones bajas o de la principal categoría, con verdadero fanatismo. Allí en los campos de juego estaba permitido casi todo, era una forma de desahogo casi animal que destapaba incoherente y convulsamente todas las frustraciones y represiones sufridas o soportadas, silenciadas durante la semana de oscuro y penoso vivir.

Gritaban, insultaban, maldecían, se movían alteradamente y con brusquedad subiendo o bajando, estirándose, manoteando. Sudaban en los días de tremendo frío. A veces se llegaba a las manos. El asalto al terreno, con todo, se lo pensaban dos veces, una sola mirada, un solo ademán del gris o del civil correspondiente bastaban para apagar milagrosamente a los más desenfrenados. Cuando no podían asistir a los partidos se conformaban con oírlos por la radio.

El carrusel radiofónico llenaba la tarde completa del domingo con los gritos y comentarios estentóreos de los corresponsales. Transmitían por las ondas el calor y el vértigo que se suponía existía en los graderíos del estadio y los sujetos, en sus casas, en sus peñas, bares o tabernas, lanzaban con igual fervor los aullidos de rigor. Retemblaban paredes, cristales, gatos, perros y abuelas soñolientas. Y se pensaba en el coñac que podrían comprar para las Navidades. Milagro de la época, soñar con jugadas imposibles, con quinielas imposibles, con lujos imposibles. Ser más hombre o caballero que nadie con una copa de licor en la mano e incluso intentar quitarse del tabaco al fumar con una boquilla mentolada... Tardes de radio grande, pegada a la pared, encima de una repisa que podía estar hasta adornada santamente con un tapetito bordado, o radios portátiles curiosas, inexplicablemente manejables que no tenían lámparas sino transistores, cosas de los americanos y sus inventos, que marchaban a pilas.

Los domingos por la mañana solían acudir a ver los partidos de un club de la liga regional que patrocinaba la Empresa Nacional de Automóviles. Si había partido de primera en Madrid solían dejar de acudir a ver el modesto para concentrar todas sus energías en lo principal. No había color, el blanco era el blanco y el blanquirrojo la releche.

Juntarse para ir al estadio de Chamartín era una fiesta. Igual que era una fiesta el ir a las Ventas a alguna corrida. El pueblo afluía en masa, endomingado, individualmente o en grupos, luciendo emblemas (así designaban a las insignias) de sus equipos, de cartón, en las solapas de sus chaquetas, o bufandas artesanales tejidas por mujeres resignadas a perder una tarde de domingo enjauladas, como siempre, entre las paredes de sus incómodos hogares; para ellas no existía en aquellas veladas ni el consuelo de las radionovelas que durante toda la semana las mantenía pegadas al aparato de radio. Porque el primer dinero que se podía distraer, y aún el que no se podía, servía para adquirir una radio. Luego la desbancaría la televisión.

Una vez acabado el partido muchos se resistían a volver tan pronto a la situación inicial y común. Las pandillas o peñas acostumbraban a tomar algunos vinos o cervezas en locales siempre preestablecidos, de los que eran clientes asiduos. Si el resultado había sido favorable la euforia los animaba al consumo y si no, se acababa pronto.

Juan se reunía con algunos oficiales de su misma obra y un tal Juan de Dios, vecino de uno de ellos y ocasional compañero en el tajo.

A veces solos, otras con grupos conocidos, repetían rutinariamente el programa y lo llevaban a término, sin variaciones significativas; todo lo más, prolongando entre cervezas o vinos el momento temido de integrarse en la a la vez deseada y familiar cotidianeidad.

Aquel domingo, victorioso para los colores de la capital, se dirigieron eufóricos hacia la bodega «La Vicaría» donde solían recalar. El local, bastante lleno cono era de suponer, podría definirse como un santuario del vino. Los tiempos los habían obligado a introducir el grifo de cerveza, consumo espurio según el dueño, pero seguían ofreciéndole al buen juicio y gusto del público los diferentes toneles de vinos y destilados que los rincones del país producían en cantidades notables. Olía, aún por encima del tabaco o del humo, a vino, a roble enriquecido por los alcoholes, a resabios avinagrados de los restos de licor que se oxidaban al aire, bosados de los tarros y botellas que se llenaban continuamente o de los vasos que se derramaban sobre las maderas mil veces lustradas de la enorme barra. Un maravilloso mural de cerámica alternaba textos alusivos al vino y a la propia casa con ingenuos dibujos multicolores y retorcidas guirnaldas orlando todo lo anterior; llenaba ampliamente un frontal del establecimiento.

Servían el vino manchego de frascas pulcramente transparentes, en vasitos pequeños, y directamente de las cubas cuando se pedía una especialidad.

La panda se situó lo mejor que pudo poniendo a uno en posición de cuña frente al mostrador; éste pasaba el género a los demás. Ante la inclemencia del tiempo, frío en extremo, optaron por el vino directamente. Comentaban las jugadas más polémicas o las más acertadas, siempre haciendo recaer las culpas en los fallos del dichoso árbitro que, desde luego, estuvo desde el principio en contra del equipo. Pero como a pesar de todo se ganó poco había que polemizar sobre el tema. El efecto del alcohol y las propicias circunstancias pasadas les permitían prolongar la velada y desviar la atención hacia otros temas. El alboroto del local obligaba a levantar la voz, aumentándolo más todavía.

—¡Venga, bebe, que siempre te tenemos que esperar!

—¡Joder!, ¿qué prisa tienes?, ya sabes que me fastidia hacerlo así, como si fuese un borracho...

—¡No, qué va!, ¿borracho tú?, ¡no! —la sorna de Juan de Dios surgía con cualquier pretexto—, no eres un borracho, eres dos.

—¡Ea, ya empezamos!, ¿es que me has visto muchas veces? —entraba en el juego el otro inconscientemente.

—Alguna, alguna...Tú eres un borracho a lo sordo.

—¿Qué clase de...?

—Sordo, borracho sordo; que no se te nota pero la vas cociendo.

Los otros contertulios asistían encantados a estas discusiones, ya tradicionales, que cuando no se generaban por unos las ponían en marcha los otros, siendo Juan de Dios quien hacia el papel de levantador de vergüenzas, acusador de pecados y muñidor de chismes. Le encantaba.

Juan de Dios Lozano Robles vivía convencido de que el mundo estaba hecho para pasar por encima del mismo. No es que lo hubiese logrado pero pretendía conseguirlo. Desde nacimiento.

Los modales, la deferencia, el respeto, no los había conocido; más aún o peor aún se los habían inculcado sólo como medios de defensa frente al poderoso, de artimañas y artilugios para vadear los peligros de los que estaban por encima o de los que podían facilitarle el paso por estos y otros universos. Se burlaba de los principios y de la moralidad, de la ética, pues denotaban debilidad y claras renuncias al dominio.

Que el hombre es un lobo para el hombre era su biblia, principio y fin inmutable de toda su conducta y conocimiento.

Los últimos coletazos de una guerra que no acababa lo marcaron con la indeleble huella del odio y de la revancha. Sufrió la condición de hijo de rojo, maldición divina que dividía también a muchos niños de la época y que los destinaba a ser o no ser. Los comedores del Auxilio Social le ayudaron a sobrevivir físicamente y su infelicidad a prometerse a sí mismo el lograr lo que por origen se le negaba. No fue alumno modelo en las escuelas públicas, tan miserablemente mantenidas, aunque tampoco se dedicó a hacerse el blanco de las bofetadas, aprendiendo a ser camaleónico y a aprovecharse de los más débiles. Era un hipócrita redomado. Hundía sus manos en la miseria y el temor fundado de los demás, removiendo con sadismo los terrores más inmediatos, terror a su venganza traicionera, terror a su gratuita violencia, terror a sus caprichos perentorios. Carecía de amigos, en el sentido más noble y desinteresado del término; sus comparsas se unían a él por instinto de defensa, de oportunidad o de beneficio. Las migajas ínfimas y míseras eran acogidas por rabioso coro de rastreros y cobardes con indisimuladas muestras de paranoica alegría. En cuanto pudo hacer efectivo el imperio sobre su destino, por un lado nunca disputado por los miembros de su precaria familia, se lanzó a tumba abierta sobre el entorno conocido y sobre los lugares de su influencia. Andaba por los trabajos zancadilleando, dando mil regates, humillando en cuanto podía a los pobres compañeros que caían bajo su poder. Pocos lo enfrentaban y entre éstos algunos conocieron sus peores formas, así que por lo común acababan rehuyéndolo o, cobardemente, haciéndose los ciegos y los sordos ante sus modales de matón barato.

Desgraciadamente para él los patrones, por mucha vista gorda que hiciesen, no estaban dispuestos aguantar a un tipo pendenciero, origen de más de una disputa. Y acababa despedido con frecuencia. Les interesaba cuando así asustaba a los que podían ser más problemáticos, y lo instaban a ello, pero cuando advertían que se pasaba de la raya entonces les era más prudente largarlo.

Juan de Dios habitaba en uno de los nuevos barrios hechos para internar en ellos al numeroso proletariado que iban alimentando el creciente despegue industrial de la capital, barrios de uniformidad y monotonía, iguales diseños vistos en los bloques de ladrillo visto, iguales minúsculas viviendas, con todo palacios en comparación a las omnipresentes chabolas. A pesar del cántico triunfal del pan y la justicia, a despecho del malogrado programa revolucionario falangista, tal vez por ello, la política de viviendas baratas obtuvo un puntual impulso que se materializó en el desarrollo de estas aglomeraciones que rodeaban las áreas señoriales de tradición novecentista.

En un reducido espacio convivían el matrimonio y tres niños de corta edad, seguidos en su gestación. Fiel a su egoísmo consideraba que de tal modo tendría bastante trabajo la mujer como para no pensar en otra cosa. Y la mujer aguantaba resignada, convencida más bien de que su Juan era el dueño de la casa, estrella polar de su firmamento y única ley que cumplir. Pobre simple, si alguna vez osó levantar el vuelo ella misma se cercenó las alas. Más que malos modos él había implantado tal terror que un solo gesto, una leve insinuación bastaban. Así entronizado vivía a su regalo y hacía gala de tal frente a terceros.

Era un modelo de esposo y padre.

En sus últimos tiempos andaba tras la estela de los negocios del postrer estraperlo. Un mundo que se acababa pero que aún rentaba, tal su arraigo en la sociedad de aquellos lustros y tal el hambre que todavía se arrastraba. Hacía los trabajos sucios. Ocasionalmente se escondía bajo la apariencia más decente, y más segura, de obrero de la construcción y de aquí es de donde le venía la compañía de los otros. Podía haberse centrado en esta actividad, pues era innegable su valía y arte en las labores finas de perfecto acabado y para las que existía gran demanda; mas prefería abandonarse al espíritu más cómodo y gratificante y excitante del peligroso juego. Juego de tramposos y tahúres.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónJunio 2011
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