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Un día, una bomba

Dos, tres, cuatro

Mariano Valcárcel González
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Ra­fae­la es­ta­ba des­ve­la­da.

La tar­dan­za de su her­mano, algo mayor que otras veces, la tenía preo­cu­pa­da. Aun­que el padre se había acos­ta­do, la madre se man­te­nía en pie, im­pa­cien­te, apro­ve­chan­do el tiem­po para zur­cir los de­te­rio­ra­dos ca1­ce­ti­nes de gran­des y chi­cos; así, su­pe­ra­da por tanto de­sen­can­to, se de­ja­ba con­su­mir al igual que se con­su­mía la vela que uti­li­za­ba para no pagar tanto re­ci­bo de luz.

Los dos pe­que­ños hun­dían sus ro­di­llas y codos in­ten­tan­do apro­ve­char el calor del cuer­po de la mu­cha­cha, bien dor­mi­dos.

Cual­quier ruido ten­sa­ba su vi­gi­lia. Fal­sas alar­mas. Los pe­rros la­dra­ban en los des­cam­pa­dos pró­xi­mos y hasta allá lle­ga­ban ru­mo­res de la urbe fa­vo­re­ci­dos por el vien­to. No sabía qué hora era cuan­do el in­con­fun­di­ble so­ni­do de un au­to­mó­vil se oyó muy pró­xi­mo, pa­ran­do a la en­tra­da del ca­lle­jón; luego cier­to rumor de pasos y de za­pa­tos arras­tran­do por el barro, cha­po­tean­do. Se em­pe­zó a le­van­tar apre­su­ra­da­men­te pro­cu­ran­do que los chi­cos no lo no­ta­ran. Ya sen­tía a al­guien en la en­tra­da.

La voz de su madre, ás­pe­ra, en­tre­cor­ta­da y cla­ra­men­te alar­ma­da se mez­cla­ba con la de al­guien que la tra­ta­ba de tran­qui­li­zar y con al­gu­nos ab­sur­dos e in­cohe­ren­tes mo­no­sí­la­bos que pa­re­cían de su her­mano. Se en­cen­dió la luz.

Al salir, sus ojos des­lum­bra­dos acer­ta­ron a des­cu­brir a un hom­bre alto y del­ga­do, ves­ti­do de do­min­go con cier­ta ca­li­dad, que ayu­da­ba a su madre a acos­tar en el catre al apa­ren­te­men­te des­ma­ya­do Juan.

No se dio cuen­ta de cómo iba hasta que ad­vir­tió la mi­ra­da del in­di­vi­duo po­sa­da en su busto por­que la li­ge­ra bata se abría de­jan­do ver algo más de lo que de­be­ría per­mi­tir­se. Se cerró el es­co­te con brus­que­dad.

El hom­bre mu­si­ta­ba ex­cu­sas tal vez más para sí que para el bo­rra­cho y luego que se con­si­de­ró jus­ti­fi­ca­do dio las bue­nas no­ches, ase­gu­ra­ba que ya se en­car­ga­ría de hacer que no le con­ta­ran la falta en el tra­ba­jo y salía dis­pa­ra­do hacia el coche que es­pe­ra­ba. Era la pri­me­ra vez que en aque­lla casa su­ce­día algo así.

Ni en sus peo­res tiem­pos Ra­fael había lle­ga­do en un es­ta­do tan de­plo­ra­ble como ahora lle­ga­ba Juan. Las dos mu­je­res no sa­bían lo que hacer, en lo único que es­ta­ban de acuer­do era en no lla­mar al padre. Juan emi­tía fra­ses de­li­ran­tes, a veces las re­co­no­cía y cuan­do esto su­ce­día llo­ra­ba, luego se em­pe­za­ba a que­jar y ma­no­tea­ba al aire. No acla­ra­ba ni lo que le pa­sa­ba, ni donde había es­ta­do, ni lo que había be­bi­do.

Re­cor­da­ron que había una ve­ci­na que tenía la ha­bi­li­dad de so­lu­cio­nar los pro­ble­mas de salud que se pre­sen­ta­ban de vez en cuan­do y hasta su vi­vien­da mar­chó la madre bus­can­do so­lu­ción.

En el in­ter­va­lo oyó la chica el nom­bre de un tal Juan de Dios; su­pu­so que sería quien había es­ta­do allí poco antes.

Trajo la buena mujer un pa­que­ti­llo de papel con bi­car­bo­na­to y di­sol­vién­do­lo le ad­mi­nis­tró al pa­cien­te el sa­li­tre, ha­bien­do pre­vis­to el ba­rre­ño de cinc ante la pre­vi­si­ble con­se­cuen­cia. En efec­to, al mo­men­to arro­jó por su boca un to­rren­te fé­ti­do y as­que­ro­so, avi­na­gra­do. Re­pi­tió el vó­mi­to va­rias veces mien­tras su her­ma­na le lim­pia­ba la cara. Ju­ra­ba no vol­ver a ha­cer­lo. Luego, ven­ci­do, se dur­mió pro­fun­da­men­te.

La madre no dejó de mal­de­cir.

La noche se haría lenta y te­rri­ble­men­te larga.

Tras salir del bar subí de nuevo a la uni­dad de vi­gi­lan­cia in­ten­si­va. La si­tua­ción se ha­lla­ba es­ta­cio­na­ria. Allí se­guía la misma es­ce­na que ya vi, in­va­ria­ble y mo­nó­to­na. Me man­tu­ve tras el cris­tal, ob­ser­van­do.

Aquel hom­bre me lo había dado todo. Se había vol­ca­do en mí tal como con un hijo pro­pio que nunca tuvo, sin es­pe­rar el re­co­no­ci­mien­to y el agra­de­ci­mien­to de la que más quiso. ¿Cómo pu­die­ron con­ver­ger dos seres tan di­fe­ren­tes, tan dis­tan­tes?, ¿qué mis­te­rios y si­nuo­si­da­des de­fi­ne la vida, tan iló­gi­cos y es­tú­pi­dos, para hacer que se mez­clen dos per­so­nas tan dis­pa­res como el agua y el acei­te?, ¿quién abre los co­ra­zo­nes de forma tan des­con­cer­tan­te?

Cuan­do se hizo cargo de mí lo hizo con todas las con­se­cuen­cias, desde la le­ga­li­dad de una adop­ción en regla. Luego me rodeó de aten­cio­nes en prin­ci­pio co­me­di­das pero luego ex­plí­ci­tas y ma­ni­fies­ta­men­te sin­ce­ras.

Vivía en su re­si­den­cia, una gran vi­vien­da del cen­tro de la ca­pi­tal, llena de mue­bles de ca­li­dad, re­lo­jes, cua­dros y unos sue­los de ma­de­ra ma­ra­vi­llo­sa­men­te bri­llan­tes y res­ba­la­di­zos. Los te­chos altos, sien­do pe­que­ño los con­si­de­ré al­tí­si­mos, inal­can­za­bles. Tenía una ser­vi­dum­bre de mo­da­les a la in­gle­sa, siem­pre im­pe­ca­bles, que se des­vi­vía por él sin so­bre­pa­sar­se en sus re­la­cio­nes. A mí me ado­ra­ban.

Yo no supe, hasta más tarde, del ori­gen no sólo mío sino de las cir­cuns­tan­cias que lo ro­dea­ron. Hasta más tarde no en­ten­dí todo el es­fuer­zo de ge­ne­ro­si­dad que aque­lla per­so­na había rea­li­za­do. Y todo el amor que ello había su­pues­to.

Me en­can­ta­ba salir a la calle de la mano de Be­ni­ta, la mu­cha­cha, y pa­sear por las am­plias ace­ras, sí, en­ton­ces eran am­plias y úni­ca­men­te es­ta­ban obs­ta­cu­li­za­das por los gran­des ár­bo­les que las sem­bra­ban, co­rre­tear por el Re­ti­ro entre los setos y ár­bo­les, mo­jar­me los dedos en el gran es­tan­que que a mí me pa­re­cía un au­tén­ti­co mar y jugar a que me mor­dían las gran­des car­pas que en su fondo pu­lu­la­ban. El gran es­tan­que, un lago mis­te­rio­so que al­gu­na vez sur­qué, en sus bar­qui­tas, acom­pa­ña­do de mi padre; mares y bar­cos pi­ra­tas al abor­da­je o es­cua­dras pre­pa­ra­das para el com­ba­te. Luego me com­pra­ba chu­fas o pipas y me vol­vía a la casa lle­nán­do­me el traje o el abri­go de cás­ca­ras.

Él siem­pre ce­na­ba con­mi­go.

Den­tro de la so­lem­ni­dad de esas cenas, ser­vi­das con todo pro­to­co­lo por el per­so­nal, la ri­gi­dez se di­sol­vía en cuan­to nos en­con­trá­ba­mos los dos a solas. En­ton­ces mi padre me pre­gun­ta­ba lo que había hecho du­ran­te el día, me pedía le mos­tra­se al­gu­nos de mis tra­ba­jos o ha­llaz­gos, me acon­se­ja­ba si lo que yo le ex­po­nía era algún in­sal­va­ble pro­ble­ma y lo hacía de tal forma que al ter­mi­nar yo en­con­tra­ba que, en efec­to y tal como él me decía, el asun­to no tenía im­por­tan­cia al­gu­na. Sus re­glas siem­pre eran cla­ras y en eso no con­sen­tía al­te­ra­cio­nes. Con el tiem­po he lle­ga­do a en­ten­der que lo que tra­ta­ba y per­se­guía era cons­truir­me una per­so­na­li­dad só­li­da, equi­li­bra­da y justa.

Cuan­do tuve edad me ma­tri­cu­ló en un cen­tro de en­se­ñan­za de clase aco­mo­da­da, in­terno. Había que lle­var uni­for­me y la dis­ci­pli­na era ri­gu­ro­sa, aun­que con­for­me fui avan­zan­do en los es­tu­dios ob­ser­vé que se in­tro­du­cían cam­bios en los plan­tea­mien­tos y en el tra­ta­mien­to de los pro­fe­so­res, la ma­yo­ría curas, con los alum­nos.

El es­que­ma edu­ca­ti­vo y pe­da­gó­gi­co obe­de­cía a una es­truc­tu­ra muy sen­ci­lla; una vez que se lo­gra­ba un buen adies­tra­mien­to tanto dis­ci­pli­na­rio como ins­tru­men­tal se iban dando gra­dual­men­te los re­cur­sos ne­ce­sa­rios para es­truc­tu­rar un pen­sa­mien­to cohe­ren­te, in­ves­ti­ga­dor, abier­to a la con­fron­ta­ción y a la po­lé­mi­ca. Eran fa­mo­sas las pro­mo­cio­nes sa­li­das de este co­le­gio. Es cier­to que no todo eran cla­ros en este cua­dro, que en efec­to tenía sus os­cu­ri­da­des y a veces muy te­ne­bro­sas. Las re­la­cio­nes entre com­pa­ñe­ros dis­ta­ban de ser idí­li­cas y aun­que el estar den­tro o fuera ya mar­ca­ba una fron­te­ra muy se­ña­la­da, tam­bién den­tro se es­ta­ble­cían cas­tas entre los chi­cos de alta al­cur­nia, no­ble­za obli­ga, los que per­te­ne­cían a la clase ven­ce­do­ra, es­pe­cial­men­te mi­li­ta­res de alto rango, y los que en­tra­ban por­que sus pa­dres eran nue­vos ricos. A estos úl­ti­mos sim­ple­men­te se les des­pre­cia­ba.

Las re­la­cio­nes más di­fí­ci­les, que para mí al prin­ci­pio y dada mi inocen­cia eran in­com­pren­si­bles, se es­ta­ble­cían entre cier­tos tu­to­res y pro­fe­so­res, como he dicho curas en su ma­yo­ría, y al­gu­nos alum­nos del in­ter­na­do. Luego, con el tiem­po y con las in­for­ma­cio­nes que iba re­ci­bien­do y yo iba cons­ta­tan­do, la reali­dad se me fue ha­cien­do pal­pa­ble, re­ve­lan­do todo su im­pú­di­co e hi­pó­cri­ta sen­ti­do. Y te­rri­ble sen­ti­do. Había que ser muy fuer­te para man­te­ner una per­so­na­li­dad in­dem­ne si se su­frían los aco­sos que estos de­ge­ne­ra­dos lan­za­ban con­tra sus ob­je­ti­vos, tra­tán­do­los de ven­cer por la men­ti­ra, la hi­po­cre­sía, in­clu­so el chan­ta­je emo­cio­nal y ma­te­rial. Los de es­pí­ri­tu pu­si­lá­ni­me, débil o pro­pen­sos se de­ja­ban en­re­dar en estas re­la­cio­nes ho­mó­fi­las de asi­me­tría total.

Yo no me sentí agre­di­do. De ca­rác­ter adap­ta­ble, supe como debía com­por­tar­me desde el prin­ci­pio. Qué duda cabe que sufrí de­cep­cio­nes, mie­dos, a veces los sin­sa­bo­res de esos años es­co­la­res, pero tam­bién sus ale­grías, sus triun­fos, sus pe­que­ñas aven­tu­ras tan gran­des a nues­tros ojos. Mi me­mo­ria era muy dúc­til y re­cep­ti­va y lo­gra­ba re­pe­tir poe­mas, dis­cur­sos o can­cio­nes que el cura de turno me en­car­ga­ba, para fe­chas se­ña­la­das, de­cla­mar ante el pleno del per­so­nal. Or­gu­llo­sa­men­te se lo co­men­ta­ba a mi padre y él ma­ni­fes­ta­ba su con­te­ni­da sa­tis­fac­ción. A di­fe­ren­cia de las es­cue­las pú­bli­cas donde ser es­pe­cial­men­te re­sul­tón era el peor ca­mino para so­bre­vi­vir entre los com­pa­ñe­ros, aquí se ba­ra­ja­ban estas ha­bi­li­da­des para fa­bri­car­se un his­to­rial de fu­tu­ro. Éra­mos élite.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónAgosto 2011
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