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Un día, una bomba

Ensoñaciones

Mariano Valcárcel González
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¿Quiere un cigarro, don Antonio María? —Leonardo Cifuentes le ofrecía de una cajetilla de negro.

—No, gracias, no fumo. Ya sabe que en los últimos tiempos se empiezan a decir cosas bastante malas del tabaco.

—No, si ya... Yo tampoco fumaba, ¿sabe usted cómo y cuándo empecé?, pues en la guerra.

—Es que en la guerra algunos entraron niños y salieron hechos unos hombres.

—Yo ya sabía, si en el Seminario se podía llegar a saber, dónde me apretaba el zapato, pero las necesidades de supervivencia nos hicieron abrir los ojos, como gatos en la noche. ¿No ha oído los cambalaches que hacíamos entre las líneas para que unos y los otros pudiésemos tener lo más necesario...?

—Sí, he leído sobre ello y no me asombra nada; españoles erais con las mismas aficiones, necesidades, creencias —sí, creencias fundamentales—. Lo único que os separaba era una línea.

—A veces algo más, pero mire usted estoy de acuerdo en lo de las creencias. ¡Cuánta sangre derramada por nada! Y nos uníamos para cantar, comer lo que hubiese, fumar con el enemigo-amigo... Así me eché a fumar, por confraternización con el enemigo. A algunos les salvó la vida o se la prolongó un cigarrillo.

—Virtudes de lo que mata, que diría un médico de cabecera. No puede encender aquí el cigarrillo, ¿no ha visto el cartel? —le señaló la prohibición adherida a le puerta.

—Bien, la verdad es que no me hace falta. Es por aburrimiento más bien. Es tedioso estar así mano sobre mano sin hacer nada ni esperar nada que no sea una mala noticia. Se agradece una conversación con alguien inteligente... Cuando falta esto el recurso suele ser un libro o el periódico.

Recuerdo que en aquellos días nefastos en el frente, cuando se materializaba una ofensiva, lo peor era la espera. Oías el machacar constante de la artillería, paso a paso acercándose desde el eco lejano hasta la caída en la trinchera vecina de los obuses, destrozándolo todo... Todavía en las fiestas de los pueblos huyo como alma que lleva el diablo de tracas y artificios pues nuca puedo aguantar una invencible sensación de miedo. Creerá usted que estoy loco.

—Locos estamos muchos de ahora. Creemos que hemos avanzado, exorcitado los viejos y peligrosos demonios nacionales, que ya no existen las dos familias cainitas... Estamos, amigo Cifuentes, locos de ceguera. Y créame que el miedo lo siento yo.

—¿Cómo es eso?, ¿ustedes los nuevos políticos, los cachorros de un nuevo orden que debería ser mejor?, ¿ahora están así, con esas dudas?

—Yo no tengo dudas pues hablo por mí mismo y no quisiera que se me malinterpretase; yo veo cosas que ya no me gustan y cometo cierto error al generalizarlas. Desde luego que no encontrará a nadie que en voz alta y ante periodistas sea capaz de decirlo; por lo tanto se supone que lo que yo opino es cosa mía y como tal se lo estoy diciendo, en confianza.

—Entiendo y perdóneme la ironía —Cifuentes se levantó pesadamente, un tanto vacilante. Hizo un gesto de relajación postural—. Me llegaré hasta la unidad para echar un vistazo.

El hombre salió. En la sala quedaron los otros dos, ambos sentados.

La mujer se movía manifiestamente incómoda no sabiendo qué actitud adoptar. ¿Influiría en ella esa pacatería congénita que afecta aún a muchas de las españolas educadas o más bien maleducadas en unas fórmulas castrantes? Le daban ganas de realizar algo que confirmase las trasnochadas ideas de la pobre; al pensar en lo absurdo de la situación, en lo esperpéntico de su pensamiento tan inadecuado, le entraban ganas de reír. A Valle-Inclán o a Arrabal los imaginaba dando fuerza de verdad a tales desvaríos.

—Perdóneme, señora mía, que yo me atreviera a distraerla sabiéndola ensimismada y puede que tal carencia de sentido tenga que ver con la motivación que la ha llevado a permanecer en este sitio de más penalidades que alegrías las haya...

—¿Quéeee...?

—Pues que le vengo a decir que encontrándonos los dos entrambos en idéntica y paritaria situación no nos sería de maldad el que conviniésemos en hacer más llevadero nuestro penar compartiéndolo, que las penas compartidas dice el clásico son más entretenidas, o algo que así me se yo que anda escrito en esos libros inmortales que son la gloria de nuestras letras y por ende de nuestra Patria.

—¿Eeeeeh...?

—Que ya veo que es usted discreta como bien nacida dueña de esta ciudad y que además de discreta es algo precavida, dando así muestras de la acendrada castidad y buen comportamiento que la hembra española tiene, y que a ello contribuye sin dudarlo esa aparente timidez que la hace parca en el hablar; pero yo le digo que soy un caballero español, a qué dudarlo ni decirlo pues se habrá percatado de tal gracia, y que en mí ha de encontrar un valedor y un sostenimiento de esas cuitas tan dolorosas sin duda que se le traslucen en la expresión facial, o sea de la cara, y que la tornan más bien poco agraciada a los ojos de las gentes inexpertas y sin sensibilidad.

—¡Uuuuh...!

—No me diga; no me diga más que ya la comprendo. Si se aviene, sufrida matrona, a escuchar mis ponderadas razones discursivas entenderá de inmediato cuán de bien ha tenido al compartir recinto y circunstancias con el vástago de buen linaje que le ha caído en suerte. Sepa que desde el origen de los tiempos Dios llamó a sus elegidos por medio del sufrimiento, tal que no hizo así como quien dice nada para evitar que el agraciado Luzbel, bello entre los bellos del mundo creado, se anduviese todo el día observando en los celestiales espejos y tal empacho se dio de conocerse y amarse a sí mismo que ya no tuvo recurso sino el de demandar que hasta su Criador, el Dios todopoderoso, le adorase. Así permitió que el maligno ser le afrentase, ¡lección de infinito sufrimiento y paciencia que el mismísimo Geová demostraba para nuestro posterior ejemplo!, y creado el monstruo, dirá usted señora mía ¿para qué y por qué?, creó la posibilidad del pecado y con el pecado la realidad del sufrimiento. ¿Tendría yo, humilde erudito, que pormenorizarle a usted, que se ve comprende y asimila mis inteligentes palabras, las ocasiones que de inmediato se abrieron las fosas de la iniquidad para ir llenándose?, ¿no sucedió pues que los dos seres más dichosos que hubo jamás en el mundo, que fueron Adán y Eva, desperdiciaron las oportunidades que magnánimamente el Creador les donó?...

—¿Qué me habla usted?

—Pues que los dos nuestros primeros padres, alegres como corderillos, trotaban y hacían a su placer lo que les venía en gana dentro de aquel recinto maravilloso que se le decía Edén, que debiera de venir a ser, es un suponer, como el gran Parque del Retiro con sus animales y todo; pues que encima no tenían que trabajar para agenciarse el manjar diario y se andaban en pelotas, tan sueltos, refocilándose cariñosamente sin vergüenza alguna de ser vistos ni oídos salvo por su Señor, que los dejaba hacer.

—¡Señor mío!...

—Piense usted, recatada dama, lo que debiera ser aquel tiempo de inocencias, sin dolores ni escrúpulos de conciencia, sin coto a su disfrute, ¿no siente, amiga mía, pues amiga quisiera yo que usted se sintiese respecto a mi rendida persona, un despertar animoso nada más que imaginarse pueda lo que allí debió pasar?, ¿no se pondría en el lugar de aquellos inocentes amantes que sin frenos ni trabas eran libres para hacer lo que natura les pedía?, ¿qué no daría usted por retornar a esa época sagrada donde todo estaba permitido?...

—¡No!

Me había concentrado tanto en mi construcción jocosa que apenas si me daba cuenta de la verdadera situación en la que me encontraba; el ruido que hizo la inadvertida mujer, al cambiar de posición, me trajo a mi sentir.

Mucho antes se había realizado el despegue, la paulatina liberación de la mujer, el influjo de lo exterior, las presiones internacionales, los cambios económicos, contribuyeron poderosamente. Es cierto que todo se centraba en las grandes urbes (la europea Barcelona y el Madrid centralista); pero irradiaban su atracción al oscuro y provinciano territorio ibérico.

Así Rafaela, mi madre, pasó casi de la noche a la mañana de retrógrada paleta a liberada empleada en grandes almacenes, sin transición. Y el choque sería brutal sin dar tiempo a asimilar todos les estímulos que recibía y menos todavía a discriminarlos y juzgarlos con la equidad necesaria para su bien.

Una idea, una sensación, una certeza se impuso; todo lo que le gustaba, todo lo que le satisficiera era bueno y por lo tanto necesario. Y dentro de las limitaciones que la realidad imponía procuraba ir paulatinamente superando tal realidad. Rafaela se convirtió en una mujer caprichosa, envidiosa, coqueta en demasía, exigente para los que iba considerando inferiores... No admitía ni una negativa ni un reproche, menos aún un cambio en lo que determinaba. Su hogar, por llamarle de esta forma, era un nuevo y viejo corsé que la oprimía cada día más.

Aunque el hermano había tenido suerte pues quedó en los acuartelamientos de Madrid, tal que, cuando sus habilidades albañileras fueron descubiertas, estaba un día sí y otro también ejerciendo sus chapuzas en casas de oficiales y suboficiales, rifado por todos y exigido por los que más rango ostentaban. Continuaba pues en la casa, casi en la misma situación, pero eso no fue motivo para que variase la de Rafaela. Un trabajo era un trabajo y el dinero siempre era bienvenido.

Los padres se enfrascaron en pensamientos de progreso.

A los dos críos los cambiaron de escuela para que pudiesen ir a una más adecuada a su futura educación. Soñaron con el traslado a un piso en uno de los nuevos barrios como cosa ya próxima. Con estos horizontes se cegaban la visión de lo más próximo.

Lo más próximo era que Rafaela ya no andaba sólo en compañía de su amiga Luisa.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónDiciembre 2011
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