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Un día, una bomba

Desamor

Mariano Valcárcel González
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¿Adónde marchará mi padre? La gran pregunta sin contestación.

Sus constantes se debilitaban. Las mantenían los apoyos con que contaba, aparatos que podían pertenecer a cualquier laboratorio, a cualquier centro electrónico, incluso a un sofisticado taller de diagnósticos del motor; únicamente que todos convergían en aquel cuerpo moribundo, inerte, del que parecían mas bien sacar vida.

Se iniciaba el trasiego del personal entrante y saliente. Caras distintas, gestos distintos, personas diversas de diversas opiniones e ideologías, unos con sus propios problemas que se los guardaban, otros más expansivos en los que sus problemas, si los tenían, parecían resbalar. El hospital era una ciudad en si mismo, bien dirigido y ordenado, con todos sus servicios y necesidades cubiertas; parecía un ente vivo que generaba sus propios medios para perpetuarse.

Necesitaba asearme y adecentarme.

Junto a Cifuentes, marché a unos servicios donde despejarme un poco. Recompuse corbata, camisa, chaqueta y pantalón, pero no pude afeitarme. Me disgustaba pero no lo podía evitar. Me daba un aspecto realmente patibulario con lo mirado que siempre fui para mi presencia. Volví a bajar a la cafetería acompañado por el otro.

Allí me localizó Esteban.

Venía todo sofocado, con una funda de trajes en la mano izquierda —levantada lo más posible— y un paquete en la derecha. Me contó que había tenido problemas en la entrada, que no lo querían dejar pasar y menos aún con la impedimenta. Había explicado lo más claramente posible la situación en la que se encontraba pero de todos modos el obtuso celador se empeñaba en que dejase la ropa. A Esteban le hubiese gustado que consecuentemente yo interviniese para que aquel sujeto se enterara de quien era yo y quien mi empleado.

Con amables palabras y tranquilizadoras razones traté de quitar hierro al asunto puesto que al fin y al cabo ya estaba dentro y con todo, ¿no era así?, pues ya no había más que hablar. Nos dejó discretamente Cifuentes. El aseo, teniendo los útiles, lo podría terminar a satisfacción.

El doctor Villar también apareció.

Mientras me terminaba un café con leche y una tostada le enseñó al asistente donde podría realizar mis operaciones con total discreción y tranquilidad. Le pedí datos de la situación exigiéndole total sinceridad; dentro de un cuadro de deterioro generalizado con constantes cada vez más débiles confiaba todavía en una hipotética recuperación, más producto de su rutina profesional que de una evaluación objetiva. Creí entrever que el día no lo terminaría. Y también Fermina, mi secretaria, logró acceder hasta mí. Pude ducharme, cambiarme y afeitarme. Fermina me ponía al tanto de lo que sucedía en el exterior. Se disculpó al entregarme unos documentos pero, explicó, era muy urgente que los firmase, cosa que hice. Bajo su insistencia abandoné el hospital, quedando el mayordomo por si hubiese novedad.

Salí el exterior y el sol me estalló en la cara cegándome. La secretaria conducía sin dejar de informarme y yo apenas atendía. Las calles, avenidas, los coches de la gran ciudad siempre colapsada, se sucedían ante mí como en una película solarizada y fuera de ajuste. Los sonidos me eran irreconocibles. Pasamos por una zona que mágicamente se definió, eran los grandes almacenes de Goya.

Juan de Dios, por «unos asuntillos», hubo de ausentarse durante una temporada. Posiblemente aquel negocio con el noble, pensó Rafaela. Él aseguró que ello le reportaría mucho dinero y ella se preparó para estar sola. No sabía que Echávarri, el abogado, ya no dormía ni vivía. No sabía que el abogado la espiaba. Había averiguado todo sobre su familia, sus relaciones, su trabajo… Tenía todas las cartas y las podía jugar si quisiera. La policía ya lo había alertado sobre Juan de Dios Lozano Robles, incluso, cosa que Rafaela no sabía, sobre los pasos que su hermano Juan iba dando en la compañía del hombre.

Un día Jaime entró en el comercio y se hizo el encontradizo. Le interesaba una batidora de esas americanas tan de moda, un regalo de compromiso, y acabó quedando con la chica en la cafetería. El uniforme le sentaba estupendamente y realzaba su figura. Las maneras corteses pero sin afectación del hombre le gustaban, se le notaba «clase». Recordó las palabras de su antigua amiga al respecto de los hombres que debían interesarle y reconoció que allí delante tenía uno más que interesante. Pero no había germinado en ella el espíritu ramplón del interesado apego. Era mera simpatía.

Jaime llevó la conversación otra vez sobre el trabajo de ella, por demás una conversación socorrida, puesto que ya había hecho gestiones para que la transfiriesen de sección; pero no se lo quería decir sino que ella pensase que «podría» lograrlo y así con esto fijaba él su interés. Bromeaba la muchacha al respecto y él, siguiéndole la broma, aseguraba que haría todo lo posible para que el cambio se produjese… Quedó en pasarse por allí unos días después para comprobar «si le habían hecho caso».

A los dos días, Rafaela pasaba a la sección de perfumes.

¿Quién era aquel que tenía tantas influencias?, cierto que no parecía un cualquiera, pero ¿quién era y porqué se tomaba tanto interés por ella?, ¿no sabía que estaba novia?... Pensarlo le daba escalofríos pues iba comprendiendo el carácter peligroso de Juan de Dios. ¿Y él, no estaría casado?... Pensaba Rafaela todo esto y más cosas. Pensaba que lo volvería a ver, como se lo había prometido, pero por otra parte no quería que la cosa pasase a más, no se podía permitir que el otro lo supiese, ni siquiera se lo imaginase; además de que ella no era una «de ésas».

Pero Jaime no apareció.

Al menos tan pronto como dijo. Porque él ya había pensado y evaluado las circunstancias y temía, razonablemente, que el miedo retrajese a la muchacha cerrándose a otros contactos. Y lo que no quería era perderla por un error táctico. A su pesar no fue a la cita. Lo hizo días antes de que volviese Juan de Dios.

Ella mostró fría cortesía, un agradecimiento necesario pero falto de calor. Habló mucho del hombre ausente como dándole a entender en el terreno que se movía, imposible a la esperanza.

El corazón se le iba encogiendo por cachitos cuando recibía las indirectas, le venía gana de soltarle las verdades que sabía, pero levantaba un muro entre su deseo y su deber. Y trataba de mantenerse jovial, insensible a las cuchilladas, constante en su línea. Le dio el teléfono del despacho por si tenía alguna dificultad y ella, entendiéndolo, lo aceptó amablemente.

Juan de Dios volvió, pero no contento.

Los negocios no habían salido como él supusiera y no hubo más que conformarse siendo como era un mero peón, al que amenazaron con descubrirle ciertos tejemanejes en los que él y sólo él saldría responsable. Se sintió vulnerable y aceptó lo que le dieron. Eso y tener que retornar a la obra no lo convirtieron en un hombre más amable. Rafaela empezó a sufrir sus malas formas. Durante la semana él no aparecía y luego, los sábados o domingos, la recogía cuando le venía en gana. Volvía a sus partidos y sus juntas de albañiles. Daba la impresión de querer evitar ciertos círculos. Cargó sobre Juan toda su maldad, enfangándolo en sus vicios. Usaba a Rafaela como pantalla entre él y la familia y la iba introduciendo en su canallesca vida. La hizo visitar el antro preferido, del que a veces tenía que recoger al hermano, borracho. Una noche, Juan de Dios estaba excitado, estaba bebido y había hecho beber a la muchacha. La manoseaba como un primerizo y forzaba a corresponderle. Ella, incómoda, no se atrevía a negarse. Pensaba que los hombres a veces son así, que es de su natural ser tan rudos. Intentaba justificarle.

La visión fatalista de la vida es en muchos moneda corriente. Las cosas suceden de tal forma porque así han de suceder, «están escritas». Esta forma de pensar, nefasta, causa muchos males, el inmovilismo como principal consecuencia. Les conviene a los machos para mantenerse dominantes y muchas mujeres se han dejado dominar por comodidad.

Juan de Dios sabía que el local poseía unos cuartuchos donde las chicas «ejercían» y que también eran cedidos para las citas. Ella se lo temía. No era de aquella forma como se lo había imaginado. Las películas... ¡Ah, las películas!; pero también en las cintas mejicanas se presentaban amores desgraciados, dramazos. Y se vio, con clarividente obviedad, heroína de uno de tales filmes. Se internaron por un oscuro corredor. El hombre iba amarrado a ella exhalando un fuerte aliento, jadeante. Sudaba. Abrió una puerta y encendió una tenue luz. A los ojos de Rafaela se presentó en toda su realidad un miserable cuarto para ejercer la prostitución. Cama desvencijada, mesita y palangana con jarro blancos, de porcelana desconchada. Era todo. Dudó un instante, golpeada por tanta sordidez, y el otro la empujó murmurando entre dientes. ¡Qué distinto del amor con Luisa!

Fue un recuerdo desechable para Rafaela, tremendo desacuerdo del hombre y la mujer. Patraña de algo llamado amor. Mentira al espíritu engañado. Ni la pasión, que a veces sirve de sucedáneo, tenía presencia en aquella triste habitación.

En cuanto eyaculó, fuera de la vagina, se vistió torpemente sin hablar. Dejándola, salió de la habitación. A ella le quedó un vacío en la mente indefinido e indefinible. No le cabían sensaciones, el absurdo era tan grande que lo invadía todo, anulándolo.

Cuando llegó a la barra del local Juan de Dios bromeaba con las chicas, procazmente, y ellas aprovecharon para premiar a la «novata» con sus más distinguidas expresiones… Rafaela pidió por favor, con tenue voz, marcharse; tuvo que insistir. Al fin él accedió a acompañarla hasta el barrio, despidiéndola con grosero beso.

Ya en la casa ella ni cenó ni habló con nadie. Directamente fue a la cama. Allí, ocultamente, resbalaron profusamente las lágrimas por su cara.

No fue en aquella ocasión en la que fui concebido.

Pero ya había traspasado la línea tabú de la inocencia. A veces, a su manera, Juan de Dios mostraba verdadero cariño y sabía ser delicado, entonces mi madre se sentía feliz. ¡Qué poco exigía!

A mí me exigía la vida responder a ciertas llamadas que se acumulaban en el contestador del despacho, por perentorias.

La política, en la que andaba por vocación no por necesidad, me distraía de mis asuntos particulares más de lo necesario. Cierto es que nadie me obligó a aceptar el escaño, que fui voluntariamente en las listas del Partido, pero en mí iba pesando ya la molestia y el desengaño.

Una de las llamadas era del presidente del grupo parlamentario, que requería con urgencia ciertos datos que me comprometí a obtener. Manejarlos en el debate podía suponer no solo ganar la votación, que numéricamente dominábamos, sino poner en tela de juicio al miembro del partido que presentaba las enmiendas. Nos habíamos acostumbrado a las cómodas mayorías y el utilizar otras artes más «políticas» podía ser hasta novedoso; novedoso sabía ser algún parlamentario andaluz que hasta votaba con los pies cuando algunos compañeros se ausentaban, para que no se perdiesen las votaciones.

Yo tenía mi bufete en el mismo local de mi padre, del cual lo había heredado cuando se retiró. Su cartera era una de las más prestigiosas de la capital y procuré que mi actuación al frente no diera en peligrar; modestamente he de decir que lo había logrado.

Luego de dar ciertas instrucciones marché a la Carrera de San Jerónimo. En el edificio del Congreso me encontré con mi mentor político, profesor en la Universidad y gran amigo posteriormente; hombre soltero como yo al que la maledicencia asaeteaba diariamente. De una honradez y virtud espartana, con la claridad de ideas que hace converger lo pensado y lo hecho, aquel hombre dirigía la Cámara Baja como consecuentemente le exigían el cargo y su conciencia. Y lo sufría.

Charlamos brevemente y le expuse mi particular situación. Me pidió le diese pronto conocimiento del devenir en cuanto lo hubiese y se comprometió a comunicarle a los demás personalmente los hechos. Ni siquiera me permitió entregase los documentos, mandó a un ujier.

Nuestra posición en el Partido empezaba a ser molesta. No comulgábamos con las ruedas de molino que desde la dirección nos proponían, a pesar de nuestra lealtad a personas e ideas; ya nos íbamos desmarcando de una tendencia cada vez más fuerte por parte de muchos dirigentes y cuadros que consideraban alegremente «que todo el monte era orégano» y que gozaban de bula para hacer y deshacer y mal hacer operaciones que considerábamos como mafiosas. El núcleo duro tomaba a chufla nuestros reparos y se escudaba en el silencio del máximo dirigente.

Advertíamos que se estaban fraguando futuros de desprestigio.

Fermina conducía el coche como una experta. Me trasladó hasta el domicilio donde hube de calmar al servicio. También aquí tenía que dejar los cabos bien atados.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónAbril 2012
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