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Un día, una bomba

Cantar de gesta

Mariano Valcárcel González
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—¿Cómo andas de ánimo, An­to­nio María?

—Bien Luisa, tengo asu­mi­do lo que debe pasar y solo lo sien­to por él mismo, por su su­fri­mien­to. Ya lo has visto, ni som­bra pa­re­ce de lo que fue...

—Es cier­to. Tu padre fue un hom­bre ex­cep­cio­nal. Re­cuer­do cuan­do es­tu­vi­mos en Na­va­rra, cómo nos en­can­ta­ba con sus his­to­rias, era un ver­da­de­ro baúl de los re­cuer­dos pro­pios y ex­tra­ños. Cómo era el pri­me­ro en subir por las sen­das cuan­do íba­mos al monte, la agi­li­dad y la fuer­za que tenía pese a no ser tan joven... Le su­pli­cá­ba­mos ya por­que no po­día­mos ni con la ropa y él nos ani­ma­ba y nos con­ven­cía —un po­qui­to más, que ya es­ta­mos ahí— para al­can­zar la muga o lle­gar a la borda que pro­po­nía.

—Yo fui va­rias veces con él y se­guía con sus mis­mas cos­tum­bres. Se sabía con los ojos ce­rra­dos los sen­de­ros, ba­rran­cas, bos­ques, ca­se­ríos y per­so­nas por los que atra­ve­sa­ba o con las que se en­con­tra­ba. Me­mo­ria es cier­to que la tenía por­ten­to­sa pues fui tes­ti­go que re­co­no­cía y nom­bra­ba a las gen­tes del lugar, aun­que pa­sa­sen los años. Era una fa­cul­tad que le hacía muy que­ri­do por allá pues la gente agra­de­cía el que la tu­vie­sen tan pre­sen­te, hasta en los de­ta­lles más ni­mios. Pero me con­ta­ban los del pue­blo que nunca más lo vie­ron con la ener­gía y la vi­ta­li­dad de aquel ve­rano.

—Y me lo creo. Tenía la ilu­sión de un mu­cha­cho y se com­por­ta­ba como tal. Había ma­ña­nas en que se pre­sen­ta­ba con un buen ramo de flo­res sil­ves­tres y con gesto ale­gre se las en­tre­ga­ba a tu madre, y a mí. A mí tam­po­co se me ol­vi­da­rán los desa­yu­nos en el ca­se­rón pues nunca había pro­ba­do una leche tan buena, aque­llas ho­ga­zas de pan, el queso... ¡Si tu madre cogió unos co­lo­res!..., bueno, todos, in­clu­so mi Ramón, co­gi­mos co­lo­res y peso. ¡Y eso que an­dá­ba­mos más que las ca­bras!

—¿Fue allí donde se pu­sie­ron no­vios for­ma­les?

—Di­ga­mos que sí. Ra­fae­la pa­re­cía feliz y sin­ce­ra en sus emo­cio­nes. Yo ni le men­cio­na­ba el nom­bre mal­di­to, ¡que mal­di­to sea mil veces!, y fue un acuer­do tá­ci­to que todos res­pe­tá­ba­mos con miedo su­pers­ti­cio­so, no se rom­pie­ra el he­chi­zo. Como no­so­tras dor­mía­mos en la misma ha­bi­ta­ción, tu padre fue ca­ba­lle­ro siem­pre, char­lá­ba­mos bas­tan­te y creo que se enamo­ró en cier­ta ma­ne­ra de él. Lo ad­mi­ra­ba por su cul­tu­ra y co­rrec­ción, le gus­ta­ban sus ma­ne­ras y no era des­de­ña­ble la po­si­ción so­cial y eco­nó­mi­ca que po­dría con­se­guir unién­do­se a aquel hom­bre. ¿Qué había de malo en ello?, pero el mal es­ta­ba muy ocul­to, pero fir­me­men­te en­rai­za­do en su co­ra­zón.

Un día subimos hasta Ron­ces­va­lles.

Allí co­no­ci­mos la gesta del ro­man­ce en sus mis­mos es­ce­na­rios. Car­lo­magno, Rol­dán, la ba­ta­lla allá más arri­ba... Ima­gi­nar cómo mar­cha­rían aque­llos gue­rre­ros por los in­trin­ca­dos pa­ra­jes, an­gos­tos y siem­pre sin em­bar­go mag­ní­fi­cos; el calor de la mar­cha ya rá­pi­da ante las ame­na­zas y em­bos­ca­das. Jaime iba ex­pli­cán­do­nos los acon­te­ci­mien­tos le­gen­da­rios y los que fue­ron en reali­dad.

La reali­dad his­tó­ri­ca re­sul­tó una sim­ple es­ca­ra­mu­za en re­pre­sa­lia de los vas­co­nes por­que Car­lo­magno había arra­sa­do Pam­plo­na. Pe­que­ña ven­gan­za al abri­go de los des­fi­la­de­ros y con­tra la cola del ejér­ci­to fran­co en re­ti­ra­da a sus tie­rras. Como quie­nes lo acom­pa­ñá­ba­mos no éra­mos pre­ci­sa­men­te muy ver­sa­dos en his­to­ria y menos en li­te­ra­tu­ra me­die­val Jaime trató de hacer muy amena la des­crip­ción y aná­li­sis que nos iba ex­po­nien­do, más que nada por mo­ti­var nues­tra cu­rio­si­dad y ale­grar las mar­chas.

Así fue glo­san­do tro­zos del poema fran­cés, la pe­que­ña his­to­ria trans­for­ma­da en épica gesta, in­ve­ro­sí­mil­men­te poé­ti­ca.

—Dice «la chan­son» que fue­ron cua­tro­cien­tos mil sa­rra­ce­nos con­tra los que se des­cri­ben en el si­guien­te canto:

El Conde Ro­lan­do ha mon­ta­do su cor­cel. Hacia él se di­ri­ge su com­pa­ñe­ro, Oli­ve­ros. Lle­gan luego Garin y el es­for­za­do conde Gerer, y Otón y Be­ren­guer, e igual­men­te Astor y el ga­llar­do An­seís. Y tam­bién se le acer­can Ge­rar­do de Ro­se­llón, el viejo, y el opu­len­to duque Gai­fe­ros.

—¡Por mi testa —ex­cla­ma el ar­zo­bis­po— que he de acom­pa­ña­ros!

—¡Y yo iré con vos! —dice el conde Gual­te­rio—; soy leal a Ro­lan­do, y no he de fal­tar­le.

Y todos ellos eli­gen los vein­te mil ca­ba­lle­ros que ha­brán de acom­pa­ñar­los.

Ob­ser­vad la des­pro­por­ción nu­mé­ri­ca de los con­ten­dien­tes. Si mi­ráis bien estos ba­rran­cos no­ta­réis la im­po­si­bi­li­dad de meter tanta gente en ellos.

—¿Y por qué men­tían de esa forma? —pre­gun­tó Luisa.

—No era con­si­de­ra­da tal ter­gi­ver­sa­ción una men­ti­ra; tenía una fi­na­li­dad pro­pa­gan­dís­ti­ca y de afian­za­mien­to de los prin­ci­pios que se ge­ne­ra­ban en las tie­rras de allá de los Pi­ri­neos. Ade­más así, poé­ti­ca­men­te y na­rra­ti­va­men­te ha­blan­do, se ma­ni­fes­ta­ba la proeza del héroe y com­pa­ñe­ros y la vi­le­za de sus ata­can­tes.

—¿Pero se creían todo ese bulo? —in­sis­tía.

—Siem­pre las gen­tes se han creí­do lo que han que­ri­do o há­bil­men­te les han me­ti­do. Más en aque­llos tiem­pos, cuan­do cual­quier cosa, má­xi­me acer­ca de san­tos, re­li­quias y mi­la­gros, era acep­ta­da como cier­ta. Ade­más de que los he­chos ha­bían acae­ci­do si­glos antes de la con­fec­ción del ro­man­ce. Y siem­pre se ha ne­ce­si­ta­do algo con lo que es­ca­par de las mi­se­rias dia­rias. Re­cor­dad lo del Qui­jo­te...

—¿Pues no eran una no­ve­la de risa? —in­ter­vino Ra­fae­la.

—No pre­ci­sa­men­te...

—Dejad a Jaime que nos cuen­te lo de acá y no en­re­ve­séis las his­to­rias, que te­néis el don de liar­lo todo.

—¡Claro, tú como eres tan ilus­tra­do!... —le es­pe­tó Luisa.

—Si­ga­mos y oíd cómo des­cri­be el canto estos lu­ga­res por los que as­cen­de­mos:

Altos son los mon­tes y te­ne­bro­sas las que­bra­das, som­brías las rocas, si­nies­tras las gar­gan­tas. Los fran­ce­ses las cru­zan ese mismo día, con gran­des fa­ti­gas. Desde quin­ce le­guas de dis­tan­cia, se oye el ruido de la mar­cha de las tro­pas. Cuan­do lle­gan a la Tie­rra de los Pa­dres y avis­tan Gas­cu­ña, do­mi­nio de su señor, hacen me­mo­ria de sus feu­dos, de las jó­ve­nes de su pa­tria y de sus no­bles es­po­sas. Ni uno de ellos deja de ver­ter lá­gri­mas de en­ter­ne­ci­mien­to. Más aún que los otros, se sien­te pleno de an­gus­tia Car­los: ha de­ja­do en los puer­tos de Es­pa­ña a su so­brino. Lo in­va­de el pesar y no puede con­te­ner el llan­to.

—Bien se nota que lle­va­ban mucho miedo.

—No es esa la in­ten­ción del poeta; lo que trata de mos­trar es el mal au­gu­rio que todos tie­nen y el ali­vio de los que se saben ya a salvo. De hecho ya saben lo que ha de acon­te­cer.

—Pues un poco egoís­ta era de su parte —se­guía Luisa en su par­ti­cu­lar aná­li­sis.

—Lo na­tu­ral a todos y en todos los casos. ¿No nos pa­sa­ría a no­so­tros lo mismo si nos en­con­trá­se­mos en tales si­tua­cio­nes com­pro­me­ti­das?... —le re­pli­có Ramón.

—Pero Rol­dán se em­pe­ña en com­pro­me­ter la ba­ta­lla. Prima más su or­gu­llo­so honor que la pru­den­cia. Son como fuer­zas ya inevi­ta­ble­men­te mo­vi­das por el des­tino. Así lo ex­pre­sa­ba:

Dice Oli­ve­ros:

—Muy cre­ci­do es el nú­me­ro de los sa­rra­ce­nos y es­ca­so me pa­re­ce el de nues­tros fran­ce­ses. Ro­lan­do, mi com­pa­ñe­ro, tocad vues­tro oli­fan­te: Car­los lo es­cu­cha­rá y vol­ve­rá el ejér­ci­to.

—Lo­cu­ra fuera —res­pon­de Ro­lan­do—. Per­de­ría por ello mi re­nom­bre en Fran­cia, la dulce. Muy pron­to habré de ases­tar re­cios gol­pes con Du­ran­dar­te. San­gra­rá su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sa­rra­ce­nos vi­nie­ron a los puer­tos para la­brar su in­for­tu­nio. Os lo juro: a todos les es­pe­ra la muer­te.

—La ba­ta­lla es de ca­ba­lle­ría, por lo cual ne­ce­si­ta­ría una gran ex­pla­na­da para des­ple­gar los es­cua­dro­nes que se en­fren­ta­rían fron­tal­men­te a la carga y con las lan­zas en­fi­la­das en ho­ri­zon­tal hacia el enemi­go. Pero nues­tros mon­tes nunca po­drían haber sido tea­tro de tales des­plie­gues; es igual para el na­rra­dor me­die­val, que trata de ma­te­ria­li­zar en las men­tes del au­di­to­rio la dis­po­si­ción co­no­ci­da en­ton­ces de los ejér­ci­tos de ca­ba­lle­ría en liza. Daba igual, había que sem­brar de imá­ge­nes el re­la­to, fan­tás­ti­cas, mí­ti­cas imá­ge­nes.

Mien­tras ca­mi­ná­ba­mos, se­guía él en sus des­crip­cio­nes...; pero se nos echa­ba el tiem­po en­ci­ma y el fres­co del monte se hacía notar entre no­so­tras. De­bía­mos re­gre­sar. Nos pro­me­tió más jor­na­das his­tó­ri­co/li­te­ra­rias, sobre todo para aca­bar de con­tar­nos lo que aquel ro­man­ce an­ti­guo na­rra­ba.

Luego, ya en el pue­blo, pe­ne­tra­mos en la Co­le­gia­ta. La emo­ción nos em­bar­ga­ba a todos. Edi­fi­cios así en lu­ga­res tan le­ja­nos no los con­ce­bía­mos, ca­pi­ta­li­nos no­so­tros que siem­pre creí­mos que el mundo em­pe­za­ba y se ponía en nues­tra ciu­dad. Cuan­do ter­mi­na­ron de mos­trar­nos sus te­so­ros en la nave nos pu­si­mos a rezar... Yo vi a tu madre llo­rar muy que­da­men­te y nunca me atre­ví a pre­gun­tar­le el por qué.

¿Qué lucha se en­ta­bla­ba en su co­ra­zón?, ¿se des­ga­rra­ba in­ter­na­men­te para sur­gir nueva y dis­tin­ta?, ¿había com­pren­di­do al fin dónde se en­con­tra­ba su fu­tu­ro?... No te lo podré decir pues no se lo pre­gun­té pero el mismo llan­to a mí me pa­re­ció un dato po­si­ti­vo. Creí que la ba­ta­lla es­ta­ba ga­na­da y los he­chos in­me­dia­tos pa­re­cie­ron con­fir­már­me­lo.

Nos se­pa­rá­ba­mos a veces, pa­sean­do, y yo ob­ser­va­ba que el ca­ri­ño iba te­jien­do su en­re­da­de­ra entre los dos. Desde luego vol­vi­mos a Ma­drid como dos pa­re­jas de no­vios ya for­ma­les.

—Per­do­na, hijo —una li­ge­ra lá­gri­ma se aso­ma­ba a sus ojos—, pero estos re­cuer­dos me lle­nan de tris­te­za...

Luisa sacó un pa­ñue­li­to de su bolso y con pre­cau­ción se lim­pió.

Ca­lla­mos largo rato sin saber que ha­blar, sin atre­ver­nos a rom­per aque­lla at­mós­fe­ra tenaz, ín­ti­ma, fe­liz­men­te tris­te.

¿Por qué due­len los re­cuer­dos?, ¿por qué a veces nos da la sen­sa­ción de que con ellos y en ellos per­di­mos opor­tu­ni­da­des que ya no vol­ve­rán, que nunca más se pro­du­ci­rán si­tua­cio­nes o he­chos tan in­ten­sos, tan de­ci­si­vos, tan fuer­tes? ¿Por qué vol­ve­mos a ellos para dro­gar nues­tro es­pí­ri­tu con esa agri­dul­ce y des­truc­ti­va sen­sa­ción de lo per­di­do?... Si el por­ve­nir o nos ob­se­sio­na o nos deja in­di­fe­ren­tes ¿por qué no ocu­rre los mismo con los re­cuer­dos, que siem­pre nos per­si­guen?

¿Y la duda? La duda de ha­ber­te equi­vo­ca­do, la duda de la po­si­bi­li­dad ya ma­lo­gra­da, aquel «¿Y si yo hu­bie­se?...», que nos lleva a un ca­mino sin sa­li­da ni res­pues­ta.

¿Quién o quié­nes co­no­cen de estas cosas?, ¿dónde en­con­tra­re­mos al­gu­na vez la llave que nos des­cu­bra estos se­cre­tos?

La bús­que­da eter­na no es la de la Eter­na Ju­ven­tud, mito abu­rri­do y des­gra­cia­do de rea­li­zar­se, la eter­na bús­que­da es la del co­no­ci­mien­to del Bien y del Mal, la in­fa­li­bi­li­dad que nos per­mi­ta la om­nis­cien­cia y la po­si­bi­li­dad del cam­bio de la His­to­ria, poder con­tes­tar a la Pre­gun­ta... La pre­ten­sión de po­seer la in­fa­li­bi­li­dad, que se atri­bu­yen los Papas ca­tó­li­cos, debe ser en reali­dad un peso es­pan­to­so pues es­pan­to­sa es la men­ti­ra. No se cómo son ca­pa­ces de aguan­tar­lo, salvo por dos fuer­zas que lo sos­ten­gan, el fa­na­tis­mo, que no la fe (no creo a los Papas de ahora de tal es­tir­pe de fa­ná­ti­cos, ni lo fue­ron los an­te­rio­res) o el prag­ma­tis­mo de la pro­tec­ción y afian­za­mien­to del Poder.

Si yo hu­bie­se que­da­do con mi madre, si Juan de Dios no hu­bie­se que­ri­do de­sen­ten­der­se de mí, ¿qué por­ve­nir se me hu­bie­se de­pa­ra­do?... Tiem­blo nada más pen­sar­lo.

La ciu­dad tenía por aque­llos años le­gio­nes de niños po­bres en las ca­lles, se­mi­aban­do­na­dos, sin es­co­la­ri­zar, ape­nas nu­tri­dos y ves­ti­dos. Unos hijos de la mi­se­ria cha­bo­lis­ta, otros de la mi­se­ria moral, al­gu­nos arras­tran­do to­da­vía el es­tig­ma de la di­si­den­cia po­lí­ti­ca de sus pa­dres... El Au­xi­lio So­cial con sus co­me­do­res, al­gu­nas ins­ti­tu­cio­nes re­li­gio­sas y la Dipu­tación Pro­vin­cial en sus cen­tros tipo cár­cel-re­for­ma­to­rio, aten­dían a al­gu­nos de estos tris­tes vás­ta­gos del in­fierno. Los demás arra­sa­ban ba­rrios, pe­lea­ban en los des­cam­pa­dos, tra­ba­ja­ban en los mer­ca­dos, mar­ca­dos por sus ca­be­zas ra­pa­das, raí­das, y las manos ne­gras, ne­gras, ne­gras.

Tenía mo­ti­vos para pen­sar así.

Supe que los hijos le­ga­les de Juan de Dios, mis her­ma­nas­tros, ha­bían te­ni­do una in­fan­cia muy di­fí­cil, con más per­jui­cio por el en­car­ce­la­mien­to del padre. Uno llegó a sacar la ca­be­za, tal vez po­see­dor de la in­te­li­gen­cia in­na­ta del pro­ge­ni­tor pero orien­ta­da co­rrec­ta­men­te; y por sus pro­pios me­dios fue abrién­do­se un ca­mino que lo lle­va­ría a al­can­zar un alto cargo en la fá­bri­ca de au­to­mo­ción de Vi­lla­ver­de. Los otros no sa­lie­ron del hoyo. Seres inocen­tes que pa­ga­ban el pe­ca­do ajeno siete veces siete y se­ten­ta veces siete.

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