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Un día, una bomba

Rupturas

Mariano Valcárcel González
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Siempre había sido así.

Pocas veces hubo mal ambiente entre los dos. Ni siquiera cuando le confesé que me había afiliado a las juventudes socialistas, allá por mis años de universidad.

Era verdad lo que declaraba, siendo un señor de estirpe antigua que mantenía su vida y porte de acuerdo a lo que le exigía su hidalguía, nunca se comportó como un mediocre señorito intransigente, más atento a sus privilegios que a sus obligaciones y más pendiente de su diversión gratuita y viciosa que a su trabajo y a su deber. Y en lo tocante a la connivencia con fantoches y fantasmones del régimen, ya se sabe...

Me enorgullecía de él y en él me abandonaba, seguro de que sus actos y decisiones siempre se fundamentaban en el criterio correcto. Cuando supo lo de mi afiliación política, todavía en el periodo dictatorial, se limitó a encerrarme en su despacho y a darme una serie de advertencias, sin acritud, como dice el hoy Presidente, pero con firmeza.

Yo había determinado seguir esa opción política y él no era quien para negármela. Creía que podía haber decidido con más cálculo, pero en fin... Sabía que los tiempos cambiaban y que el régimen no duraría eternamente, pese a quienes así lo pregonaban, y habría que estar preparado, no por oportunismo, ni porque se diese por enterado, sino por mera lógica de los tiempos. Me pedía cierta discreción y mucho cuidado, todavía estaba quien estaba y los zarpazos de sus secuaces serían terribles. Él procuraría cubrirme las espaldas, así de claro me lo dijo, hasta donde hiciese falta; pero si yo me metía en algo demasiado gordo le sería muy difícil ayudarme.

No se cortó y habló claro. Y yo no tuve más remedio que admitir que sus razones lo eran por su peso específico, razonables. No se me hubiese ocurrido hacer eso de «rebelde sin causa», ni nada de ello, un numerito de ofuscada independencia frente al progenitor caduco, no, pues me sabía que en el fondo y forma él tenía razón.

Sólo le pedí confianza y libertad de movimientos. Con un leve gesto de la mano me los donó. No hubo más.

Los del interior nos impusimos, gracias a la habilidad de «Isidoro». Y la vieja guardia del exilio se quedó a remolque del impulso de esos jóvenes, que no habían vivido las penalidades de la guerra.

Podría hacer valer mi condición de «protosocialista» para afianzarme en el partido, sí, porque ahora abundaban los socialistas de aluvión, como comenté con el Vicepresidente, de los de nadar y guardar la ropa y esperar a verlas venir. Y ahora veían que era la hora del cambio (¡ah, propaganda electoral!) y hacia el cambio marchaban en tromba. Y los del partido los admitíamos con las manos abiertas cual fuesen hijos pródigos y eso, en verdad, es que no lo habían sido nunca.

Pero los de la vieja guardia, los supervivientes de tanto desastre y de tantos decenios, también debían tener su voz y su voto, altos y crecidos y muy valorados. Sin embargo tras lo de Suresnes y el cambio de liderazgo desde el exterior al interior éramos nosotros, en especial los universitarios, los que creíamos detentar el poder..., que iba cayendo en manos de estos advenedizos y aventureros, para despecho de los viejos y pasmo de los nuevos.

Un hecho me demostró ese abismo existente entre las dos mentalidades, las dos actitudes e incluso los dos mundos que existían en el partido. En las elecciones municipales en general se trató de controlar todo por el nuevo aparato, por los burócratas que ya habían tomado poder. Estos se componían de una amalgama de idealistas del sesenta y ocho y de tecnócratas acudidos a la llamada, que despreciaban tanto a los residuos históricos como sociales, a los de origen rural que sin embargo les alimentaban las mayorías con sus votos.

Montaron y manejaron candidaturas y listas, imponiendo sus criterios. Chocaron con escándalo contra los herederos de los ideales republicanos, de la revolución pendiente; los «descamisados», como despreciativamente se les dijo.

Me tocó marchar a un pueblecito para hacer campaña ¡en especial entre los propios militantes, que rechazaban enérgicamente a los candidatos impuestos por el aparato provincial! Acompañaba a los de la diputación y de la ejecutiva y había que ver de la forma en que se presentaban tales caballeretes en aquel terruño; trajes de azul marino, camisas a juego y lindas y vistosas corbatas, pero más descarnado era todavía el observar a sus compañeras de viaje, muestrario de modelitos, maquillajes horteras y aspecto de busconas... En verdad que era vergonzoso.

La llegada de tal comitiva, en los autos oficiales, chófer incluido, bastaba ya para ser piedra de escándalo entre aquellas gentes esperanzadas en la llegada de la buena nueva revolucionaria. Campesinos todavía con trajes de pana y gorrilla o boina, mujerucas arrugadas y oscuras como pasas, pocas, jóvenes de pelo encrespado, mirada fiera y ademanes bruscos, quienes empezaron a vociferar en cuanto la tropa de señoritos de la capital empezaron a advertirles que debían acatar la decisión tomada y votar la lista por ellos preparada para ese municipio. Me empecé a plantear si no llevaban razón aquellas gentes, si no se les estaba escamoteando la idea que desde siempre habían tenido, la idea de lo que debía ser un partido de izquierda, de los trabajadores, de los más apaleados, de los que no habían tenido nada. Cierto era que los tiempos habían cambiado, también para ellos, pero en aquellas tierras y otras similares de España esos cambios todavía se habían notado poco. Hacía falta mucha información, mucha pedagogía política para que ellos se convenciesen de tales modificaciones y la necesidad de afrontarlas desde otras perspectivas. No era de la manera en que se pretendía hacer como se les convencería, desde la preeminencia y prepotencia de quienes, para ellos, sólo eran otros parásitos. Y bien que aquella caterva de señoritos de izquierda era un muestrario palpable de parásitas y parásitos.

A las gentes no se les debe ni se les puede engañar tan fácilmente. La escisión se produjo. Muchos del partido de la localidad votaron una supuesta lista independiente. Sólo sirvió para que la derecha, agarrada a otra lista también supuestamente independiente, continuase unos años más en el poder municipal.

Pensaba en estas reacciones de mi padre ante las circunstancias que la vida le había hecho contemplar y me admiraba del equilibrio ideológico y personal que había sido capaz de mantener, de tal forma que para mí servía de modelo a seguir.

Cuando yo le relataba algunas de las anécdotas que me concernían o de las que había tenido noticia, como lo anteriormente expresado, me atendía con atención no fingida y en silencio, silencio inicial que era el preludio de su posterior valoración del tema. Procuraba, como en los juicios a los que había asistido, poner cara de póquer, no traslucir lo que estaba pensando; pero a veces no podía evitar una sonrisa socarrona que era amenaza clara de su rechifla subsiguiente.

A mí no me molestaban sus ironías, que siempre trataba de argumentar, y sí le temía sus poco frecuentes disensiones o imposiciones; porque ahí, si se llegaba a ese extremo, no había marcha atrás posible. Su autoridad por delante.

Subí a casa.

Otra vez un terreno amigo, la cueva donde cada uno se siente seguro, su casa. Desde que se mete la llave en la cerradura se siente la seguridad, seguridad conocida en ese crujir de la tarima, en esa luz de los apliques tan cálida, en el saludo de la asistenta. Luego el dominio del territorio, el despacho aparentemente revuelto, el salón con sus detalles que anuncian una vida resuelta, regalada, algo caprichosa; hasta el dormitorio...

El dormitorio mío era el de siempre, el que ocupaba desde pequeño, cambiante como yo cambiaba y sin embargo se quedó con aquellos toques juveniles universitarios; y ahí en verdad que se quedó, anclado. Pero yo me sentía muy cómodo allí y no traté nunca de cambiarlo ni cambiarme.

Entré en la cocina. La asistenta me preguntaba si quería cenar...,

—No, nada, un café con leche —siempre he sido adicto al café con leche y, a lo sumo, algunas pastas. Es todo.

El neón de la habitación me hiere los ojos, estoy pesado, cansado. Tal vez el estrés me esté pasando factura. Largo a la buena mujer a su cuarto, no la necesito. Me prefiero duchar y relajar con cierta intimidad y libertad. El teléfono ruge.

No me he dado cuenta de consultar el contestador ni el fax del despacho.

En realidad no quiero contactar con nadie. Hay costumbres sociales, normas no escritas de urbanidad que a veces se convierten en ritos esclavizantes y encorsetados, pesados y que al final aburren, pero no se pueden evitar a riesgo de ser considerado un asocial o un impresentable y eso, dadas mis circunstancias, no puedo permitírmelo. No quiero de todas formas dar explicaciones o recibirlas hasta mañana. No contesto.

Preparo el pijama y la ropa que mañana me pondré.

Me voy a la ducha, porque si me doy un baño seguro soy capaz de dormirme allí mismo. El agua me relaja. Yo tengo costumbre de oír la radio también en el cuarto de baño pero esta noche no me apetece. Me gusta el sonido del agua al caer, rumor artificial de torrente urbano. Rutinas clásicas del aseo. Tras dejar la ropa en el canasto me retiro al salón para escanciarme una copa de brandy y luego encerrarme en el dormitorio. Una forma eficaz de conciliar el sueño, aunque esta noche lo hago más por liberar la tensión acumulada.

No fue calmo este sueño.

Chillidos, imágenes informes, inconcretas, colores y rumores. Calles llenas y de repente vacías. Apretones de manos, apretones de manos, manos, no hay rostros, carreras... ¿Una bomba?, carreras, destrozos, chillidos.

Abro los ojos, es mi cuarto, hay cierta claridad, pero alguien viene, no me puedo mover, no puedo gritar aunque lo intento y el grito se me ahoga arrasando mi garganta bajo una losa de terror... Alguien viene, algo viene. Me trata de agarrar una mano, la veo claramente, sus dedos largos y finos, fuertes, se notan fuertes y no me puedo mover ni puedo gritar aunque grito desesperadamente. Tras la mano un brazo en manga enfundado, tal vez de chaqueta... Encojo, ¡por fin!, las piernas de un golpe. Cambio de postura...

—¡Antonio María! —¿me llaman?— ¡Antonio María!

¿Quién me llama? Conozco esa voz pero no sé de quien es; se ríen alrededor; estoy en un patio claro y avanzo por un camino, y ando y ando; me pesan las piernas y me hundo en algo... ¡Me hundo!

—¡Mamá!

—¡Antonio María!

—¡Mamá!...

Rafaela callaba frente a Jaime. Jaime frente a Rafaela.

Como era natural de tan insoportable uno de los dos estalló.

—¿Sabes que ese amigo tuyo, Juan de Dios, está en la calle?

—Sí.

—¿Quién te lo ha dicho? —se sorprendió y conmocionó Jaime pues lo peor se empezaba a confirmar.

—Mi hermano.

—¿Es que ha estado aquí?

—Las otras tardes —las respuestas de ella eran cortas y secas, átonas.

—¿Qué opinas de eso? Yo no lo he podido evitar...

—¿Por qué lo ibas tú a evitar?

—Tal vez tú lo quisieras así...

—¿Yo, por qué?, ¿tengo que ver ahora algo con él?

—...

—¿Eso crees, que todavía lo quiero? —espetó ella encendida.

—Tú dirás.

—¿Es que quieres que lo diga, Jaime? ¿Es eso de verdad lo que quieres, lo que piensas?

Y el silencio confirmaba.

Maquinalmente él se escanció una copa de vino que bebió de un trago. Ella se levantó rápidamente y se marchó del salón comedor.

Allí quedó él ante Esteban, que había acudido equivocadamente. Hizo un gesto para que se marchase con las manos y siguió poniendo vino y bebiéndolo, sin una palabra, sin un gesto.

Aquella noche durmieron muy separados el uno del otro, de espaldas. Un ligero sollozo se escuchaba. Había un demonio anidado en la cama, había un diablo tomado ya aquel hogar.

Las cosas pasan porque el futuro no se domina, aunque a veces creamos conocerlo. Ilusos. Sólo podríamos realizar movimientos o fintas para evitar lo peor, según nuestras inciertas previsiones. El futuro en este caso se podía vislumbrar tras la aparición del otro. ¿No se podría también evitar?...

Juan de Dios calculaba.

Él sí que se sentía seguro. Sólo calculaba la forma de dar con seguridad el golpe. Y cuanto más daño hiciese mejor. Esa era su maldad.

Averiguó los horarios del uno y de la otra, cuando se trabajaba, cuando estaban juntos, las salidas... La llamó por teléfono.

—¿Diga?...

—¡Hola Rafaela! —con tono insinuante.

—¿Diga? —sorpresa y angustia.

—Rafaela, soy Juan de Dios, ¿es que ya no me reconoces? —sarcasmo.

Ella cortó la comunicación y él no insistió.

Ella no lo dijo, no lo contó. Pero siguió siendo así una mañana y otra, una tarde y otra, sin continuidad prefijada, sorpresivamente. Al final de este juego del ratón y el gato logró él el resultado previsto.

—¡Juan, por Dios, por el amor de Dios, no me llames más!

—¿Por qué?

—¡Porque no!

—¿Pero te hago yo algo malo con esto?

—¡Sabes que sí, sabes de sobra que estoy casada!

—¿Y qué..., tú no me querías antes?

—¡Juan de Dios, por favor, no me compliques la vida!

Él supo desde ese momento que la partida la tenía ganada. Sólo era cuestión de manejarla con habilidad para no asustar a la presa. Insistía en las llamadas, siempre ocultadas por ella, y empezó a hacerse visible, frente al domicilio, junto a la peluquería habitual... Simplemente allí estaba con una cara a veces de compungido pecador, otras de rendido enamorado, las pocas ofreciendo un destello de achulada canallesca. Ante esos estímulos iba reaccionando su presa, primero advirtiéndolos, luego contestándole con la mirada y definitivamente cayendo en la trampa.

Se le acercó una mañana de encuentros ya decididos, inevitables.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó airada.

—Ya lo sabes.

—Pues tú sabes que eso no puede ser.

—No me lo creo.

—¿Es que crees que soy una de esas putas que acostumbras a tratar?

—Es que creo que tú no puedes pasar sin mí.

—¡Vete con tu mujer y tus críos y no le compliques la vida a la gente de bien!

La calle giraba en torno a Rafaela.

Se sentía mareada, a punto de caer, no veía nada ni a nadie, se alejó de él tropezando y cruzó sin advertir ni cuidarse de los vehículos. No fue atropellada de milagro.

Se puso enferma y hubo de guardar cama varios días. Jaime imaginó lo que sucedía, pero no fue capaz de hacer pregunta alguna. Se sintió cobarde por primera vez, el hombre que había dirigido a sus requetés en acciones peligrosas sin vacilación alguna. Cobarde y culpable.

Pensó el organizar una salida larga, incluso trasladarse de ciudad, irse a algún lugar de la costa, a esa Marbella que empezaba a atraer a gentes con ganas de invertir y de imitar a la sociedad europea del lujo y los pocos escrúpulos. Iniciar una nueva vida. Pero los negocios y obligaciones adquiridas le impedían hacerlo en esos momentos. Debía aguardar y aguantar muy a su pesar.

Luisa llegó a visitar a la enferma y comprendió todo en cuanto ella le dijo dos palabras. Se enfureció. No se lo podía creer ni lo podía tolerar. Le dijo todo lo que se puede decir en estas ocasiones: lo que tal vez se deba decir. Incluso se ofreció a abortar estas apariciones de forma tajante; ella mandaría a alguien que le parase a Juan de Dios los pies. Y es que ese no iba a salirse con la suya.

Rafaela lloraba desconsolada e iba ofreciéndole a Luisa toda la verdad, cruda verdad de su corazón, aterradora verdad. Si Juan de Dios insistía ella se iría con él. Luisa la amenazó con decírselo todo a su marido, trató de sacarle al menos la promesa de que en cuanto se encontrase mejor de salud se iría a algún lugar que ella se encargaría de buscarle... Accedió en apariencia, pero no salió la otra muy convencida.

Un día llegó una carta a la casa de los Echávarri. A nombre de Rafaela. No llevaba remite. El mayordomo se la pasó de inmediato, sin dejarla en el despacho del señor. Contenía la siguiente nota:

Rafaela,

Esto no se puede prolongar más porque no puedo vivir sin ti. Yo se que te pasa lo mismo porque tu mirada nunca me ha engañado. Mañana, a las diez de la mañana, estaré en lo bajo de la calle con un taxi, Sólo tienes que venir. Ni te lo pienses.

No dejes ninguna nota en tu casa para tu marido.

Tu Juande

Se sentó en el borde de la cama, sin aliento. Le temblaba todo. Miraba la nota y miraba a su alrededor... Se levantaba, se sentaba, se volvía a levantar y daba unos pasos por la habitación, con la inseguridad del beodo. Se sentaba y en suma no hacía nada concreto.

Gemía de forma animal en convulsiones casi epilépticas. Se metió de nuevo en la cama.

Llegó el abogado y allí la encontró toda empapada de sudor. Pensó en una recaída y no se atrevió a despertarla.

Cuando al otro día él se marchó, tras darle un beso en la frente, ella saltó del lecho. Se duchó. Preparó una maleta en la que metió muy pocas prendas de ropa, sólo las más íntimas y corrientes, se desprendió de las joyas y los anillos, incluyendo en primer lugar la alianza matrimonial y todo lo dejó bien visible encima de la mesita de noche. Era el único mensaje que sabía Jaime comprendería de inmediato.

Justo a las diez menos cinco de la mañana, sin apenas hacer ruido, cerró tras sí la puerta de la casa.

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Fecha de publicaciónJunio 2013
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