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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XVI

Se presenta Magaliños

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El viernes 8 de octubre de 2010, a las 17, Pedro recibió una visita inesperada.

—Muy buenas tardes, doctor Mazzini. Su secretaria me dijo que podía pasar a su despacho. No quiero molestarlo, seré muy breve, se lo prometo, quédese tranquilo que no robaré mucho de su valioso tiempo.

—No se haga problema, señor... ¿Cómo dijo que era su nombre?

—Soy el contador Juan Antonio Magaliños, síndico designado en la quiebra de La Campana Mágica S.A. Me imagino que ya estará en conocimiento de que he sido nombrado, ¿no?

—La verdad es que no tenía la menor idea, ¿por qué tendría que saberlo?

—Mire, Dr. Mazzini, ¿puedo llamarlo Pedro?

—Por supuesto. Hable sin reservas, soy todo oídos.

—Bien, Pedro. Créame, soy sumamente respetuoso, siempre trato de obrar sinceramente, no me gusta molestarlo en su oficina, no quiero incomodarlo para nada, con toda humildad, lo último que querría sería eso. Para mí la sindicatura es una función casi sagrada, como un sacerdocio. Dios sabe que soy esclavo de mis principios y a veces debo hacer cosas que me desagradan... usted puede confiar en mí, no tenga ninguna duda de ello. Considéreme un amigo, diríjase a mí por mi nombre, se lo ruego.

—No entiendo, señor... Juan Antonio, ¿a qué cosas se refiere? Le aclaro que no tengo la menor idea de qué es lo que sucede con la quiebra. Mi única relación con esa sociedad fallida es que un grupo de inversores que atiendo profesionalmente le compró dos inmuebles importantes y me ofreció participar en el negocio, ¿de eso se trata?

—¡Ay, mi estimado Doctor Pedro! Justamente... ¡Cómo se nota que usted es un hombre de gran inteligencia! Eso me complace mucho, se lo juro por la Santísima Virgen, me hace pensar que nos entenderemos muy bien. Le suplico que comprenda, soy un hombre piadoso incapaz de lastimar a nadie, sólo estoy cumpliendo una función judicial. Como síndico debo velar por los intereses de los acreedores, es mi preocupación primaria, una carga que no puedo desatender. Espero que se dé cuenta de cuál es mi situación, se lo reitero, no se trata de mis intereses, lo mío va más allá, quiero ser leal en el desempeño de mis funciones.

—No pongo en dudas sus buenos propósitos, me parece bien que cumpla sus deberes, pero ¿qué tienen que ver mis clientes con eso?, ¿piensa que hemos hecho algo mal?

—De ninguna manera, con toda humildad se lo digo. Sé que usted es un abogado honesto; me lo han dicho muchas personas que lo conocen. Ignoro quiénes son los inversores pero respecto de su honradez, no tengo ninguna duda, créame, menos después de conocerlo personalmente. Lo que sucede es que a veces se presentan circunstancias equívocas..., no porque usted haya sido culpable de nada, ni sueñe que yo pueda pensar algo semejante, desde luego, pero... ¿vio cómo es la gente? Siempre está lista para criticar, para hacer denuncias aunque sean falsas... Lo mío es no prestar atención a los comentarios infundados, pero como usted sabe, los jueces viven asustados, los amenazan con un jury para echarlos del cargo, en fin... Casi todos los magistrados tienen alguna psicosis que no los deja vivir en paz. El juez de la quiebra, el Dr. Gregorio Stefan, no es la excepción. También tiene miedo. Le haré una confidencia, algunos acreedores le han comentado que hubo ciertos negocios ilícitos poco antes de que la quiebra se declarara. Me pidió que investigue la situación y es lo que estoy haciendo ahora. Primero quise hablar con usted. Con todo respeto, no es que desconfíe, tengo entendido que usted es el único director de las dos sociedades que adquirieron los inmuebles que vendiera La Campana Mágica S.A.

Magaliños se aproximó a Pedro y bajando la voz, como si temiera ser escuchado, susurró:

—Le voy a contar un secreto, como buen cristiano, le ruego que quede entre nosotros: la verdad es que, al juez, esta coincidencia le pareció una casualidad poco creíble. No estoy de acuerdo con él. Tenga la plena seguridad de que lo mío es ser absolutamente sincero, en especial con las personas que como usted, merecen mi entera confianza. Lo digo con la mayor deferencia, lo mío no es agredir; quiero actuar con usted en forma irreprochable, justamente porque no tengo dudas de su honorabilidad y porque el juicio que más me interesa es el que Dios me hará algún día. Doctor Mazzini —digo Pedro, perdón—, le pido que haga un esfuerzo especial para comprenderme, apele a su sentido común para ver cómo logramos encontrar una salida honorable que no cause perjuicios a nadie. Estoy a su disposición para ayudarlo en todo lo que esté a mi alcance, soy una persona de fe, muy razonable y respetuosa. Después de averiguar que usted tiene un óptimo concepto en el foro local y antecedentes intachables, se lo juro, me puse muy contento. Me di cuenta de que nos entenderíamos. Deberíamos ser prudentes... ver cómo equilibramos las cosas... ¿le parecería bien intentarlo?

Pedro contestó fríamente:

—Lo primero que deseo es lograr comprender qué es lo que supone que podemos «haber hecho mal». Por lo que sé, hemos actuado dentro de la ley y respetando los derechos tanto de la sociedad fallida como de sus acreedores. No les hemos causado ningún perjuicio.

—No me malentienda por favor, de ninguna manera estoy sugiriendo que usted haya obrado mal; lo mío no es acusar, sólo quiero prestar mi desinteresada colaboración. Doy por cierto que usted obró con profesionalidad, siguiendo las instrucciones de sus clientes. Tal vez ignore cómo se desarrollaron realmente los hechos, ¿usted considera que realmente se pagó el precio que figura en las escrituras de venta?

—Imagino que está bromeando, Juan Antonio. Si no lo creyera, significaría que mis clientes habrían actuado en forma fraudulenta y yo estaría admitiéndolo. Toda la operación fue seria, personalmente vi cuando el dinero de la venta se depositaba en la cuenta corriente de La Campana Mágica S.A. ¿Acaso se omitió hacer algo que hubiera sido necesario?

—No me malinterprete, Pedro. Veo que lo estoy incomodando, no lo tome a mal, me inclino ante usted, sé que es insospechable, por eso he venido para mantener un diálogo directo. De todas maneras, debo suponer que como profesional cuidará los intereses del grupo inversor que asesora, que hará todo lo posible para evitar que sea acusado de haber realizado maniobras defraudatorias, ¿no es cierto? No olvide Pedro, que muy a mi pesar debo cumplir las instrucciones del Dr. Gregorio Stefan; es un magistrado muy severo que no admite incumplimientos. Claro, usted bien lo sabe, hay muchas maneras de ser flexible. Quisiera no causarle ningún perjuicio. Es muy joven aún, tiene un gran futuro por delante, nada me gustaría menos que afectar su carrera profesional, se lo digo con el corazón. No lo haría, créame, salvo que no tuviera remedio. Estoy insistiendo en este punto, doctor Pedro, porque me parece que muchos problemas se presentan porque nadie quiere ceder un poco. Si se actuara con mayor prudencia, seguramente se evitarían grandes escándalos..., no se pondrían en riesgo importantes inversiones como serían las del caso que nos ocupa, ¿no? Estoy persuadido de que con alguna flexibilidad, todo se puede arreglar sin romper cosas que sean irreemplazables. Póngase la mano en el corazón, estimado Pedro, quisiera que me pudiera comprender, que se diera cuenta de que busco su amistad. Nada me disgustaría más que confrontar con usted o con sus clientes. Lo mío es la negociación.

—Está bien, Juan Antonio. Le agradezco la sinceridad y sus buenas intenciones, pero como nosotros hemos cumplido celosamente la ley, ¿usted sugiere que tendría que ser flexible sólo para evitar que acusen a los inversores, por más que la acusación fuera injusta?

—Es cruel la realidad, ¿no es cierto? No dudo que usted es incapaz de maniobra alguna, estoy seguro de que tampoco asesoraría a estafadores, por eso estoy dialogando tan amigablemente. Ni se me ocurre pensar que ha perjudicado a los acreedores de la fallida. A ellos les debo toda mi lealtad. Usted sabe cómo funciona la cosa, querido Pedro: en este país nadie respeta nada, todos tienen la lengua fácil, no vacilan en ensuciar el nombre de la gente de bien, como es su caso, por ejemplo.

—Perdóneme, Juan Antonio, no crea que no agradezco su colaboración, pero si concordamos en que mis clientes no han hecho nada malo, ¿por qué habría de preocuparme? Como usted lo plantea, parecería que en todo negocio habría que estar dispuesto a hacer concesiones a terceros, simplemente para evitar ser agredido, amenazado o acusado, ¿no le parece excesivo?

—¡Ay! Mi querido Pedro, créame que le encuentro razón, esto no debería suceder, pero no soy yo quien resuelve en el juicio de quiebra. El juez está lleno de dudas y de sospechas. Al parecer, está dispuesto a investigar hasta el mínimo detalle. Varios acreedores le han «calentado el oído», según él mismo me lo ha confesado. Creo que en breve la situación se pondrá muy tensa, salvo que la sindicatura tuviera la suerte de convencer al magistrado actuante de que usted y sus clientes son personas de bien e incapaces de maniobra alguna. Realizar tal desgaste no sería fácil, como usted se lo imaginará, Pedro. Con la mayor franqueza, le digo que estoy dispuesto a hacerlo si las condiciones son justas..., supongo que usted me entiende, ¿no? Me remito al dicho: «A buen entendedor, pocas palabras.»

—Le soy sincero, Juan Antonio, no sé qué decirle. Me siento sumamente tranquilo. En lo personal, no me preocupan las acusaciones infundadas, pero como el dinero no es mío, tengo la obligación de trasladar su inquietud a mis clientes que son los que han invertido fuerte en las compras.

Comprendo, mi buen amigo. Tengo la esperanza de que sabrá ser convincente con los inversores. Sería una lástima que se perjudicaran, no sería justo que perdieran los negocios que tanto les costó realizar... Quiero ayudarlos para que no se produzca tan penoso resultado. La gente es tan mala... Son muchos los que han olvidado los preceptos de Cristo, usted sabe, sacan conclusiones de cualquier circunstancia. Le debo confesar que algunos acreedores que conocían al dueño de la sociedad fallida desde hace años, aseguran que usted es un antiguo amigo de la familia. Como se imaginará, sospechan que las ventas fueron simuladas, que las hicieron simplemente para sacar importantes bienes de la quiebra en perjuicio de los acreedores. No crea que comparto estas sospechas; para nada; todo lo contrario; simplemente se lo comunico para colaborar. Quiero darle una mano porque sé que en la realidad, ustedes no perjudicaron a ningún acreedor. ¿Por qué no ayudarlos entonces?

—Mire, Juan Antonio. No veo nada raro en esa relación. Es cierto que conozco a los antiguos dueños de La Campana Mágica S.A. Fue por ese conocimiento, que me vinculé al grupo inversor que asesoro. Es lo que frecuentemente pasa, siempre los negocios se hacen en base a relaciones. Eso no significa nada espurio ni se debe presuponer que implica que hayan existido irregularidades, ¿no le parece?

—¡Por supuesto, Pedro! Estoy de acuerdo con usted, pero reconozca que algunos no piensan tan positivamente. Muchos acreedores están con la sangre en el ojo porque se sienten defraudados. Sabrá usted que en la sociedad fallida no ha quedado ni una moneda, no dejaron nada. El Fisco les está apuntando a ustedes, espero que puedan probar que no tienen culpa alguna en el vaciamiento de la fallida. Como usted sabe, los recaudadores son desconfiados; no puedo arriesgar mi prestigio profesional omitiendo hacer lo que es mi deber. Le pido que haga un esfuerzo especial para comprenderlo. Estoy muy bien dispuesto pero le ruego, Pedro, que transmita a sus clientes que deben ser cuidadosos y equitativos. Las consecuencias de un conflicto en este caso, pueden ser inmanejables.

—Vuelvo a agradecerle su sinceridad, su buen ánimo para colaborar con nosotros y fundamentalmente la confianza que nos dispensa. Ya que considera que no hemos actuado mal, es necesario que comprenda que mis mandantes no tienen nada que ver ni con la sociedad, ni con los directivos de la misma; pagaron el precio pactado, lo depositaron en una cuenta bancaria de la sociedad y luego... ¿qué más podían hacer? Me han dicho que hubo problemas en la administración de La Campana Mágica S.A. porque Paolo Galleri retiró todo el dinero percibido por la venta de los inmuebles. Parte de la plata, tengo entendido fue destinada a pagar varias deudas de dudoso origen; el resto, lisa y llanamente se la llevó. Nunca hubiera imaginado que Paolo hubiera sido capaz de actuar de esa manera. Supongo que estaría desesperado. Como lo sabrá, falleció hace algunas semanas. Era una buena persona, es increíble cómo la vida puede hacer actuar desviadamente a hombres que siempre fueron un ejemplo de honestidad. Eso me consta en el caso de Galleri.

—No piense que no entiendo su explicación, estimado Pedro. Comparto sus argumentos pero lamentablemente no creo que el juez ni los acreedores piensen igual que yo, que estoy tan predispuesto a creer su versión, mi amigo. Me consta que están con ganas de que corra sangre y no la de ellos, precisamente.

—La verdad es que no sé de qué manera podría contribuir para que no existieran malentendidos. Mis clientes pagaron el precio, tomaron posesión de los inmuebles, nunca más se reunieron con los directivos de la Campana Mágica... Por un comentario de la viuda del señor Paolo, me enteré hace poco de que habían vendido el paquete accionario luego de la venta de los inmuebles. No sé quiénes son los accionistas ahora. Me imagino que con la sociedad en quiebra no la deben estar pasando nada bien.

—Estuve hablando con ellos, mi estimado Pedro, efectivamente no están nada felices. Aseguran que Paolo los estafó, que compraron la sociedad pensando que tenía algo de dinero proveniente de la venta de los inmuebles... Debo ser franco con usted. Ellos no me dieron una impresión tan buena como la que usted me ha dado, no tienen sus antecedentes intachables. Además, le confieso que no me parecen solventes, ¿cómo piensa usted que pudieron comprar las acciones de la sociedad fallida? La verdad, a mí me resulta muy sospechoso y al juez mucho más. No sería nada raro que deba formular una denuncia penal. Tal vez, bajo presión podrían confesar cosas delicadas que involucrarían a mucha gente... ¿no lo cree posible, Pedro?

—Tal vez, Juan Antonio, si hubieran actuado mal, se merecerían ser sancionados. Debo reconocer que si fueran insolventes, la situación sería aún más extraña: significaría que su actuación habría sido la de meros testaferros, pero... ¿de quién? Otra cosa que me extraña es que hayan comprado las acciones de la Campana Mágica en un momento tan crítico, cuando estaba hundiéndose, ¿qué valor podía tener esta sociedad? Si sus deudas superaban al activo, supongo que el precio de la venta de las acciones habrá sido bajo, ¿es así?

—Fue de treinta mil dólares, que no cualquiera los tiene. ¿No es cierto, Pedro?

—No tengo conocimiento de los hechos que describe, Juan Antonio. Le agradezco que se haya tomado la molestia de explicarme la situación para evitar cualquier complicación futura. Quédese tranquilo, me ocuparé de pasar su mensaje. Le pido que me deje su teléfono; lo llamaré apenas tenga alguna novedad para ver cuándo nos reunimos.

—Estoy sumamente tranquilo, Pedro. Los que no deberían estarlo son sus clientes, créame. No los podré esperar más de tres días aunque tenga la mejor voluntad del mundo. Usted comprenderá que el juez me presiona. Si bien estoy seguro de que ustedes son inocentes, no puedo controlar el mundo. Le pido que tenga en cuenta que si la bomba estalla, ya no habrá marcha atrás. Ha sido un gusto conocerlo, ojalá pudiéramos coincidir en muchos asuntos más... Después de todo, vivimos de esto ¿no le parece? Aquí le dejo mi tarjeta. Espero su llamado. Buenas tardes, mi estimado Pedro. Piénselo. Tengo la esperanza de que lleguemos a ser mucho más que buenos amigos. ¡Que Dios lo acompañe!

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