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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXVII

Clara llega a Panaholma

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

A las seis de la tarde del sá­ba­do 5 de fe­bre­ro, Clara llegó a la lo­ca­li­dad de Cura Bro­che­ro, una apa­ci­ble villa se­rra­na, a casi cinco ki­ló­me­tros de la re­si­den­cia, tam­bién sobre el río Pa­nahol­ma. El Za­ra­go­zano se en­con­tró con ella fren­te a un pe­que­ño café, a pocos me­tros de la Igle­sia de Nues­tra Se­ño­ra del Trán­si­to, con vista a la plaza Cen­te­na­rio, que data del siglo XVIII. Se die­ron un ca­ri­ño­so abra­zo con al­gu­nas lá­gri­mas en los ojos; la ad­ver­si­dad había vi­go­ri­za­do los víncu­los afec­ti­vos de nues­tros ami­gos. Al­gu­nos tran­seún­tes los mi­ra­ron con una media son­ri­sa que ex­pre­sa­ba sor­pre­sa; otros con cier­ta des­apro­ba­ción ya que ha­bi­da cuen­ta de la di­fe­ren­cia de edad entre ellos, el com­por­ta­mien­to del Za­ra­go­zano y de Clara re­sul­ta­ba equí­vo­co. De todas ma­ne­ras, poco les im­por­ta­ba a nues­tros com­pa­ñe­ros cuál era el efec­to que su de­mos­tra­ción de re­cí­pro­ca es­ti­ma podía cau­sar en el medio so­cial de Cura Bro­che­ro. To­da­vía emo­cio­na­da, Clara ex­pre­só:

—Gra­cias por venir, Za­ra­go­zano. Es mejor así por­que si to­ma­ba un taxi nos arries­gá­ba­mos todos. Vos viste que este es un lugar muy chico y cual­quier cosa ex­tra­ña en­se­gui­da se chus­mea entre los po­bla­do­res.

—De­be­ríais ha­ber­lo dicho antes, mi niña, ahora es de­ma­sia­do tarde. Los cu­ra­bro­chen­ses pen­sa­rán que somos dos aman­tes en­fren­ta­dos a la cro­no­lo­gía o bien que eres una inocen­te mu­cha­cha per­ver­ti­da por un an­ciano li­bi­di­no­so, ¿no creéis que de­be­ría­mos haber sido menos efu­si­vos?

—No seas hin­cha, Za­ra­go­zano. Ni el pe­li­gro te so­sie­ga; sos in­co­rre­gi­ble, ¿cómo está Pedro?

—Bas­tan­te bien, te­nien­do en cuen­ta que lo han cas­ti­ga­do y he­ri­do mucho. ¡Tiene ci­ca­tri­ces hasta en las po­sa­de­ras! El chico está lú­ci­do. Le sa­ca­ron el ven­da­je de la ca­be­za y de la pier­na, ya no sufre tanto los jo­di­dos ma­reos, cojea menos, la pier­na he­ri­da se le ha for­ta­le­ci­do. El pro­ble­ma es que al majo le han que­bra­do el es­pí­ri­tu. De noche lo asal­tan pe­sa­di­llas ate­rra­do­ras; siem­pre está como te­mien­do que le den otra zurra mo­nu­men­tal. Le va a cos­tar mucho re­cu­pe­rar­se.

Clara lo miró como quien con­tem­pla una ca­tás­tro­fe. Se le re­pre­sen­tó la ima­gen de Pedro en el medio de una cri­sis de­pre­si­va. Con la vista hu­me­de­ci­da, tomó el brazo del Za­ra­go­zano y dijo:

—Po­bre­ci­to... va­ya­mos Hum­ber­to. ¡Me duele tanto que sufra...! Vamos a la casa. Tengo mu­chas ganas de verlo.

Lle­ga­ron en pocos mi­nu­tos. Pedro los es­ta­ba es­pe­ran­do en la en­tra­da de la vi­vien­da. Con­mo­vi­do, abrió los bra­zos in­vi­tan­do a Clara a dar unos pasos hacia él. Ella se le acer­có rá­pi­da­men­te y se fun­die­ron en un abra­zo. No hubo nin­gu­na for­ma­li­dad entre ellos, ni ar­gu­men­tos cir­cuns­tan­cia­les, ni pre­tex­tos otro­ra uti­li­za­dos; sólo se li­mi­ta­ron a dis­fru­tar el con­tac­to de sus cuer­pos, as­pi­ran­do mu­tua­men­te sus aro­mas, sin­tien­do la tex­tu­ra de sus pie­les, es­cu­chan­do el so­ni­do de su res­pi­ra­ción agi­ta­da. Los se­gun­dos iban trans­cu­rrien­do; no se po­dían se­pa­rar. Aun­que nin­guno de los dos se atre­vió a en­sa­yar un beso, era como si un pe­ga­men­to in­vi­si­ble los hu­bie­ra unido de ma­ne­ra de­fi­ni­ti­va. Poco a poco fue­ron to­man­do con­cien­cia de la si­tua­ción que es­ta­ban vi­vien­do y re­cor­da­ron la pre­sen­cia del Za­ra­go­zano como único es­pec­ta­dor. Re­cién en ese ins­tan­te Clara se dio cuen­ta de que es­ta­ba pre­sio­nan­do fir­me­men­te su pubis sobre Pedro; sin­tió su mas­cu­li­ni­dad como algo fa­mi­liar; no ex­pe­ri­men­tó nin­gún tipo de re­cha­zo, ni se aver­gon­zó, hasta que pensó en Hum­ber­to Mar­cel, par­tí­ci­pe in­vo­lun­ta­rio de una es­ce­na pú­bli­ca subida de tono. Se apar­tó de Pedro con una son­ri­sa, con la mi­ra­da hu­me­de­ci­da de fe­li­ci­dad, asién­do­se a sus manos igual que un náu­fra­go se afe­rra a un ma­de­ro. Vol­vió a abra­zar­lo le­ve­men­te, se re­ti­ró de in­me­dia­to apar­tán­do­se ape­nas y ha­cién­do­se la de­sen­ten­di­da, dijo:

—Che, esto es her­mo­so, es el pa­raí­so, no se puede creer. Miren lo que son esos ár­bo­les, la casa; es una pre­cio­su­ra, ¿no tie­nen ganas de que nos me­ta­mos en el río? El lugar está di­vino, el aire ca­len­ti­to, este vien­ti­to te aca­ri­cia, nunca había es­ta­do en un sitio tan sen­sa­cio­nal. Estoy con­ten­tí­si­ma..., ex­tra­ñé mucho... a los dos...

El Za­ra­go­zano la miró con cier­ta iro­nía, y ex­pre­só:

—Pues mira cha­va­la, que no me sor­pren­de nada que es­téis de­seo­sa de ba­ña­ros, ni tam­po­co que juz­guéis que está cal­dea­do el vien­te­ci­llo. No os ofen­dáis si os digo que pien­so que no es tan cul­pa­ble la di­vi­ni­dad del arro­yo, ni esta ama­ble brisa. Sé que ha­blas­teis sin­ce­ra­men­te, os ruego que no os en­fa­déis con­mi­go, sólo que me pa­re­ce que os ha­béis dado con Pedro un achu­chón tan des­me­su­ra­do que hasta este za­ra­go­zano que carga con peso seis dé­ca­das sobre sus hom­bros, ha ex­pe­ri­men­ta­do un tre­men­do im­pac­to emo­cio­nal y hasta trans­pi­ra­do la poca tes­tos­te­ro­na que aún le queda en sus en­tra­ñas. Os puedo jurar que me cos­ta­rá per­ma­ne­cer en el ano­ni­ma­to, que como bien lo sa­béis, de­be­mos pre­ser­var. No os sor­pren­dáis si salgo a rap­tar damas por la noche o si aúllo entre las mon­ta­ñas como un lo­bi­són. Vues­tra ju­ven­tud me ha con­ta­gia­do, joder, aun­que la reali­dad lla­ma­rá rá­pi­da a mi puer­ta y me aman­sa­rá, no os preo­cu­péis.

Clara se ru­bo­ri­zó sin re­me­dio, no es­pe­ra­ba una chan­za se­me­jan­te. Su com­por­ta­mien­to había sido es­pon­tá­neo, sus im­pul­sos na­tu­ra­les la ha­bían de­ja­do en evi­den­cia. Miró con vergüenza a Pedro, quien le son­reía cá­li­da­men­te. De­ma­sia­do cá­li­da­men­te, pensó la joven con real sa­tis­fac­ción; ha­cién­do­se la enoja­da, dijo:

—Siem­pre el mismo jodón, Za­ra­go­zano..., no tenés cura. ¿Hasta cuán­do te vas a bur­lar de mí? Hace mu­chí­si­mo que no lo veo a Pedro; sólo por­que fui ca­ri­ño­sa con él, me tomás el pelo como si fuera nin­fó­ma­na..., su­ge­rís que estoy ca­lien­te como una pipa...

—Nada más lejos de mi ánimo, mi que­ri­da Clara, que no es mi cos­tum­bre mo­far­me de nadie y menos de las per­so­nas que apre­cio, creéd­me­lo. Sólo quise pi­to­rrear un poco con vo­so­tros. Bas­tan­tes pro­ble­mas se­rios ha­béis pa­de­ci­do. No os man­ten­gáis adus­tos y des­a­bri­dos con este za­ra­go­zano, coño, agra­de­ced que es­táis con vida. Pedro se está re­cu­pe­ran­do muy bien; pron­to lo ve­re­mos co­rrien­do como un gamo por la se­rra­nía. Ya lo ve­réis.

Clara son­rió, ma­ni­fes­tan­do:

—Tenés razón, Za­ra­go­zano. Viene bien un poco de humor. Hace de­ma­sia­do tiem­po que es­ta­mos se­pa­ra­dos. Estoy feliz por estar con us­te­des de nuevo. Sea­mos op­ti­mis­tas, pen­se­mos que si za­fa­mos de esta pa­sa­re­mos al fren­te. Al­gu­na vez a los hijos de puta que nos quie­ren matar los me­te­rán en cana y no jo­de­rán más.

Pedro asin­tió le­van­tan­do el pul­gar, di­cien­do:

—Estoy de acuer­do con vos, Clara. Bien­ve­ni­do sea que el Za­ra­go­zano sea bro­mis­ta. Tra­te­mos de pa­sar­la lo mejor que po­da­mos. Ya bas­tan­te hemos su­fri­do; to­da­vía me due­len los gol­pes y las he­ri­das y no me puedo ol­vi­dar del mal trato re­ci­bi­do. Pro­pon­go que nos re­ga­le­mos una me­rien­da en el par­que; hay una mesa y si­llas al lado del arro­yo, dis­fru­té­mos­lo. Si te que­rés bañar, estoy dis­pues­to a acom­pa­ñar­te Clara, a pesar de que toda mi vida he sido frio­len­to.

Como acep­tan­do que había pa­sa­do una si­tua­ción ex­tre­ma­da­men­te tó­rri­da, la mu­cha­cha dijo son­rien­te:

—La ver­dad es que en este mo­men­to ya no tengo tanto calor. Me en­can­tó tu pro­pues­ta de me­ren­dar. Yo me en­car­go de pre­pa­rar­les algo. ¿Dónde está la co­ci­na?

Dis­fru­ta­ron el im­pro­vi­sa­do re­fri­ge­rio como com­pa­ñe­ros de co­le­gio. Se pu­sie­ron al día con las no­ti­cias fa­mi­lia­res y la­bo­ra­les. Pedro y el Za­ra­go­zano na­rra­ron sus do­lo­ro­sas ex­pe­rien­cias. De lo único que no se habló fue del novio de Clara. Hubo sobre ese tema como un manto de si­len­cio; el nom­bre «Julio» es­tu­vo tá­ci­ta­men­te prohi­bi­do.

Esa noche co­mie­ron en el quin­cho. El Za­ra­go­zano pre­pa­ró un ca­bri­to al asa­dor que les re­sul­tó de­li­cio­so; co­rrió ge­ne­ro­sa­men­te el vino. Los tres es­ta­ban eu­fó­ri­cos, por unos mo­men­tos casi se ol­vi­da­ron del grave pe­li­gro que es­ta­ban co­rrien­do, es­pe­ran­zán­do­se en que se­rían preavi­sa­dos de cual­quier even­tual in­cur­sión de los nar­co­tra­fi­can­tes.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012
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Fecha de publicaciónJunio 2013
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