El mundo entero se ha apagado. Ya sea por un cambio en la posición del sol o por otra causa desconocida. Una oscuridad impenetrable, que en vano intentan taladrar, hacer retroceder, desde las humildes bombillas hasta los reflectores y fanales más potentes, nos envuelve aniquilando la barrera entre el día y la noche. Con suerte uno puede atisbar, casi adivinar, la palma de su mano acercándosela tanto a los ojos que siente el hálito de su propia piel. Y con todo, aún recordamos nuestros cuerpos, cómo eran cuando aún podíamos verlos; recordamos los objetos y los lugares que nos rodeaban con sus colores, sus volúmenes, sus siluetas tragadas definitivamente por la noche. Nuestros hijos nunca los conocerán y acabarán creyéndolos producto de nuestra fantasía.
Se diría que una ceguera universal se ha abatido sobre la especie humana, pero no es así. Tampoco es sostenible la hipótesis de una muerte de la humanidad. Aunque tiempo y espacio hayan sucumbido, hay quien puede atisbar aún algún guijarro o el recodo de un edificio; quien asegura haber visto, fugaces y borrosas como fantasmas, las sombras, los bultos de gatos y perros que pululan a nuestro alrededor como seres de otro mundo.
Recuerdo una calle, una fila de casas, un coche —de mi padre—, una escuela... La voz soñolienta del maestro, el sol en el patio, la forma cambiante de las nubes; un cajón con un libro, un lapicero, un insecto; y una canción me viene a los labios.
Copyright © | Carlos Almira Picazo, 2010 |
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Por el mismo autor |
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Fecha de publicación | Agosto 2012 |
Colección | Ficciones instantáneas |
Permalink | https://badosa.com/n378 |
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