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Carta a una amiga

Livia Felce
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaNiza, Francia

Querida Victoria:

Sé que estás tomando sol en la Riviera francesa y que te gusta pasear por la rambla de Niza sin sospechar que la costa era más ancha, el mar estaba más alejado hace unos miles de años y que los habitantes tomaban sol, tal vez desnudos como vos, pero por otras razones. La pequeña pieza que me enviaste por correo estuvo enterrada debajo de la vereda por la que caminás. Un antepasado tuyo y mío la hizo para adorar a la tierra que le daba alimento. La diosa de la fecundidad era en verdad una joya, bella en su síntesis. Enigmática.

Tuviste una intuición acertada cuando en el remate apareció esta muñequita vieja, de ojos opacos y ausentes, que guardaba serena infinitas miradas y el vaho de ofrendas olorosas, aceites y espigas de lejanas cosechas. Otros brazos juntaron el fruto, otras cabezas se inclinaron, otro hermano de nuestro linaje ancestral la hizo. El mago del clan, de manos fecundas y sabias, tenía autoridad para dar forma a los dioses, frágiles apariencias de poderes sublimes. Estas imágenes llenaban la distancia entre el hombre y las fuerzas superiores. Tan desconocidas antes como ahora.

El azar de una pala mecánica que revuelve la tierra sin respeto trajo a la luz un sitio arqueológico que hoy reconstruimos como una vivienda temporal en que no faltaban los dioses. Entre las pocas pertenencias (qué livianos iban en sus mudanzas), casi todo era de piedra, incluso ella.

Sé que la compra la hiciste para darme el mejor regalo, el más original, ya que me gustan «esas cosas viejas». Sé, también, que tuviste que soportar una explicación arqueológica (no te interesaba demasiado) que te robó una tarde de cine, rompiendo así tu rutina. Cómo no voy a valorar todo eso en tu regalo y decirte: ¡gracias!

Alegre abrí la encomienda, que hiciste preparar como las cajas chinas, hasta que en la cuarta estaba acostada durmiendo un sueño inmemorial la pequeña diosa de esteatita. La tomé con sumo cuidado, casi con reverencia, tal vez por tocar algo imantado de plegarias, paganas, pero, quién sabe, plegarias al fin. Como cuando vos tomás una esmeralda en Van Cleef y la mirás desde varios lados en sus reflejos y transparencias. Pero la esmeralda es más dura que la esteatita.

¿Te acordás de Mushi, el gato que me dejaste el año pasado? Desde que vive en mi casa no pude acostumbrarlo a que no suba a las repisas. Tiene una fijación. Si bien se amolda a espacios reducidos (es tan blando y mullido), a veces su cola parece no responderle y en el momento menos pensado hace un giro, como un latigazo, y algo se vuelca o cae. Y se rompe.

Esto pasó con la diosa. No te asustes. Ahora estoy en la tarea de armar el rompecabezas de trozos y astillas. Como tengo una reproducción en el Correo de la Unesco, me guío por ella. Luego un anticuario le dará la pátina que necesite. Casi no se va a notar.

No te mandé la carta todavía porque noté que, después de haberse roto la diosa en varios trozos, fue como si hubieran escapado de su interior, sólido y amasado, las imprecaciones acumuladas y el destino para el que fue hecha. Y una serie de acontecimientos comenzó a desorientarme. Las plantas crecieron en un mes el doble de su tamaño. Mushi aumentó tanto que parece un cachorro de gato montés. Tuve que llevarlo al zoológico en donde lo están estudiando, análisis genéticos incluidos. De día y de noche tengo que dejar las ventanas abiertas porque si no los vidrios se rajan. Empieza un crujido primero y como pequeñas campanitas luego, un sucesivo brindis en copas de baccarat, y cuando busco el origen del sonido veo los vidrios astillados como si hubieran recibido una pedrada. También hay música entre los caireles de las arañas que voy a cambiar por lámparas más sencillas.

Te escribo después de una semana en que estuve ocupada haciendo arreglos en la casa. Saqué todas las arañas y las mandé a un depósito (me daba pena desprenderme de ellas definitivamente). Puse en su lugar apliques de yeso y spots. Saqué también algunos muebles porque las plantas de interior trepan las paredes, algunas ya llegaron al cielo raso y sus hojas carnosas son más verdes que cuando las plantas eran «normales». Por el patio casi no puedo caminar, cada día corto algunas ramas, y me apena por las flores gigantes, que me impiden llegar hasta la canilla para regarlas.

Ya terminé de armar la estatuilla. Ahora está en casa de un anticuario que acaba de llamarme para decirme que el helecho que tiene en la entrada del negocio, le cubrió toda la vidriera. Por supuesto que asocia esta desmesura con la presencia de la diosa fecundante. Él cree que cuando le pase la pátina que cubra todos los poros y resquicios de la rotura, estos fenómenos van a detenerse.

Cariños,

Angélica

P.D.: No quiero abandonar mi casa. Prefiero sacar algunos muebles y dejar que las plantas crezcan. En algún momento se detendrán, envejecerán o secarán antes de que lo haga yo. ¿O no?

Querida Victoria:

Te escribo desde el sanatorio adonde llegué exhausta traída por un amigo que me frecuentaba últimamente y que está internado por el mismo motivo. El exceso también me alcanzó. Sentía pudor de contarte en qué forma se trastocó mi vida. No engordé hasta no pasar por las puertas, lo hubiera preferido, sino que una voracidad me convirtió en una jungla abrazadora. Al principio era el olor de la piel, esa mezcla de colonia y hombre que me seducía, contrariando mi timidez y recato, pero luego nada me limitaba y era yo quien provocaba la situación que todos aceptaban, excepto un joven que huyó despavorido cuando empecé a quitarme la blusa. ¡Hasta dónde perdí el límite de lo decoroso!

Mi última víctima escapó gateando entre las plantas para no volver, lo había citado para hacer el arreglo de un caño que reventó por la presión del agua. Chapoteamos en el patio inundado y creo que quedó atónito: parecíamos dos peces jugando en su encuentro amoroso.

El sodero, que fue uno de los primeros amantes fortuitos, ya ausente, creo que adelgazó unos kilos, por el temor que le producían las explosiones de las botellas de soda que dejaba en la puerta cancel. Imagino que gastó bastante dinero en reponer los envases rotos.

Cuando ya nadie venía, esperaba en la noche y desde la puerta atrapaba al que pudiera pasar. ¡Qué dóciles son los hombres! No tienen mucho reparo, en síntesis, no son egoístas. Por apurados que estuvieran yo los enredaba en mis brazos y cedían un momento de sus vidas. A veces descubría que era el marido de una vecina, pero ya era tarde y además no me importaba; por supuesto a él tampoco. Como verás me fui llenando de secretos.

Hace una semana que estoy en observación y mis análisis volvieron a la normalidad. Casi me siento como antes de tu regalo, pero aún estoy algo cansada. Pasé dos meses transpirando más que otras personas en una vida entera. Casi rozo el fin de mi historia consumida por este arrebato que la diosa avivaba desde lejanas fuentes, de pretéritos deseos que penetraban todo lo vivo. Ya han bajado los tonos agudos de esa vibración. Volver a la mesura es como bañarse en un río fresco mientras el sol quema los pastos.

Una vecina que viene a visitarme (hay todavía gente piadosa) me dijo que las plantas habían dejado de crecer y muchas ya tenían ramas secas. Lo he pensado bien y voy a enviar la diosa, en una caja de cristal, al Museo de Antropología de la Plata como una donación tuya. Es el lugar adecuado, entre momias y esqueletos ningún hilo de vida podrá revivir esas cáscaras y andamiajes en desuso.

Espero volver a casa en unos días, buen trabajo será podar y recuperar mi espacio.

¿Cómo enterrar esta fama que me he ganado? Me acompañará hasta mi muerte y poco hará el tiempo en diluirla, siempre será una historia que muchos agrandarán. ¿Podrá alguien creer que no era yo la que era, sino que me había penetrado una fuerza desconocida que me rebasaba?

¡Volver a mi hechura, qué placidez! Pero tengo una duda: el médico que me atiende está tan interesado en mi caso que me mira largamente sin hablar y a veces apoya su mano en cualquier parte de mi cuerpo. Yo me quedo quieta, muda también. Tal vez él espere recibir algo de mi energía, o tan sólo esté probando mi resistencia. Todavía no lo sé. Es bastante buen mozo para su edad.

Un beso,

Angélica
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Copyright ©Livia Felce, 1998
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Fecha de publicaciónAbril 2005
Colección RSSFabulaciones
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