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El faquir y la equilibrista

Orlando Mazeyra Guillén
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A mi amigo Alexander Campos Soto

Todos los días, camino al trabajo, siempre me detengo en la ferretería del viejo Nicomedes para comprarle un clavo más.

Apenas me ve asomar por el pórtico de su negocio, se agacha maquinalmente y, de entre los estantes más bajos y empolvados, saca uno de esos escuálidos clavos plomizos, especiales para construcciones de cemento; luego le pasa suavemente una franela amarilla y me lo alcanza con un saludo que exuda buena memoria:

—Buen día, Aníbal —me dijo esta mañana—. Con éste ya van 1.512.

—Exactamente —le indiqué bostezando mientras sacaba de mis bolsillos la consabida moneda de diez céntimos que yo siempre preparo con antelación matinal—. Pero ya falta poco.

—¿Poco para qué?

—Para lo mismo de siempre.

—O sea..., nada —comentó aburrido de, en efecto, no saber nada de nada.

Llego a la oficina, reviso al vuelo algunos de los periódicos y magacines que compran para los turistas, y empiezo a poner en orden las finanzas del hotel María Jesús. En realidad, no soy contador, pero con los años me empapé en el asunto casi a la fuerza. Había empezado como botones, luego aprendí un poco de inglés y me volví recepcionista. Lentamente, me gané la confianza del dueño y, así, comencé a contar el dinero, cuadrar caja, y a amanecerme para llenar, bajo su atenta tutela, los libros contables.

En ese mismo lugar fue donde la conocí. Aquella tarde de verano que, cada noche, mientras miro a los racimos de clavos que inundan mi recámara, evoco tenazmente antes de conciliar el sueño: traía consigo un sombrero enorme que le cubría gran parte de la cabellera; con ambas manos sostenía un lienzo cubierto con una manta extraña que más parecía una amplia pañoleta gitana. Vestía, también, una blusa floreada, una falda escocesa gris y unas botas vaqueras de cuero de cocodrilo con puntera metálica que me resultaron un tanto estrafalarias.

—¿Tiene alguna habitación disponible? —preguntó, inspeccionando la recepción con escrupulosa severidad.

—Por supuesto —asentí, tratando de alcanzar sus ojos a través de sus oscuros lentes.

—La quiero con vista al amor —dijo por equivocación, y se sonrojó tenuemente antes de corregir—. Perdón, quise decir mar. Ando muy distraída: con vista al mar.

—De acuerdo —le dije impasible, y no sé por qué sentí que necesitaba contemplarla cabalmente—, pero primero quítese los lentes y, por favor, descúbrase la cabeza.

—¿Qué le pasa, atrevido? —preguntó dibujando una mueca de espanto.

—Me pasa que quiero verla —afirmé sin perder una pizca de calma—. Tenga usted la gentileza de acceder al pedido de este pobre diablo.

Frunció el entrecejo y acomodó el lienzo al lado de la pared para tener las manos libres. Por un instante, creí que me lanzaría una cachetada antes de llenarme de improperios, pero no; accedió con una docilidad bienhechora: tomó el sombrero con una mano y con la otra los anteojos y, así, con minuciosa parsimonia, me mostró ese semblante adusto, de cejas pobladas, ojos avellana y pómulos relucientes.

—Déjeme confesarle que, desde que nací, la estuve esperando —disparé mientras alistaba el registro del hotel.

Sonrió abochornada, pero intuí que, en el fondo, mi comentario la había erotizado:

—¡Ya estuvo buena la broma, hombre! —exclamó, volviendo a la seriedad con la que iniciamos el diálogo—. Por favor, con vista al mar y si es posible en el último piso.

—¿No trae algún equipaje? —le pregunté extrañado.

—Aparte de usted y de este lienzo, nada más me hace falta —dijo señalándome con el índice la puerta del ascensor.

Por un momento quise detener el ascensor y hacerle el amor como en las películas esas de los amores contrariados, pero ella me leyó la mente y supo anticiparse:

—Ni se le ocurra —me dijo—. No sé ni su nombre y usted ya quiere follar conmigo.

—¿De qué parte de España eres, Malena? —le pregunté, pues yo sí sabía el suyo gracias al registro del hotel.

—De un lugar de cuyo nombre no quiero ni acordarme, como diría Cervantes.

—¿Por qué estamos haciendo esto? —le espeté como si ella tuviera la respuesta.

—Porque tú nunca has tenido vida, majo, y crees que yo te puedo hacer recuperar los años perdidos.

—¿Podrás?

Al llegar a la habitación dejó el lienzo sobre la cama y yo, de improviso, la apresé por la espalda, capturando su cintura y aferrando sus nalgas a mi sexo.

—No hagas eso —se molestó golpeándome las manos y alejándose de mí—. Tienes que estar con el pene flácido, bien dormidito, ¿entiendes?

—¿De qué me estás hablando, Malena?

—Quítate la ropa y no hagas preguntas inútiles.

Estuve tentado de decirle que con ese lienzo sobre la cama no podríamos hacer el amor, pero rápidamente me percaté de que era una aclaración desafortunada, así que solo atiné a decirle: ¿en dónde haremos el amor?

—¿Quién te ha dicho que lo haremos? —me preguntó burlona—. Quiero pintarte: te sentirás griego por una tarde.

Sí, accedí. Estuve por horas parado frente a ella aterrado con la idea de que nadie estaba controlando la recepción. Mi vida parecía haber dado un viraje inesperado: ya no importaba nada, estaba decidido a renunciar y a irme con Malena adonde ella quisiera.

Cuando terminó se puso más seria que nunca:

—Ya puedes irte.

—Pero... ahora yo quiero tu cuerpo.

—No lo tendrás jamás.

—Aunque sea déjame ver el lienzo.

—Lo verás, sí, lo verás —suspiró de pronto—. Eso te lo prometo.

Me vestí apresurado sintiéndome estafado: había estado desnudo, anhelante ante la idea de terminar la faena en la cama, mordisqueando sus carnes y sorbiendo sus fluidos. Pero esa mujer me había tomado el pelo de la peor manera.

—Me voy entonces —le dije ofuscado—. Que disfrute de su estadía.

—No me has dicho tu nombre —lamentó desajustándose las botas.

—No necesita saberlo: para usted soy el recepcionista, con eso debería bastarle.

Cuando alcancé la manija de la puerta, sentí una voz dulce: parecía de otra persona:

—¿En verdad quieres hacerlo?

—Sí —le juré mirándola a los ojos con la más inexpugnable ansia.

—Estoy muriendo —me confesó marchitando su semblante—. Tengo sida.

La miré sin llegar a atisbar el tamaño de su confidencia; se la veía tan sana e imponente que me era imposible imaginarla con esa peste corriendo por sus venas.

—Me llamo Aníbal —le informé—. Y, de alguna manera, te amo.

Nadie se enteró de lo nuestro. Y digo «lo nuestro» porque, si bien fue efímero e inasible, tuvimos un flirteo sin llegar a conjuntar nuestras carnes. Cuando Malena se retiró del hotel, yo no estaba en la recepción. Fue en mi día de descanso. Me dejó una carta sobria y cariñosa. En ella me dijo que me llamaría por las noches (alguien del hotel, hasta ahora no sé quién fue, le había dado mi número). «Te voy a telefonear hasta el día de mi último lienzo —me puso en el párrafo final de la epístola—. Hay una vieja creencia en Andalucía que dice que las parejas de los enfermos deben clavar un clavo en su recámara, y hacerlo por las noches para espantar a la muerte: tienes que comprarlo a diario y del mismo lugar: esa es una de las consignas.»

Y eso es lo que hago desde hace más de cuatro años: sé que ya falta poco y tengo la pared de mi dormitorio atiborrada de clavos. Uno más, ¡qué importa! Apenas me despido y cuelgo el teléfono, me dirijo allí y con ayuda del martillo incrusto con paciencia la pieza, recordando turbado el perfil de esa mujer que una vez arribó a mi vida.

—Ya falta poco —me dijo anoche con una vaga escaramuza de miedo. Y sé que tiene toda la razón del mundo. Lo que ignoro es si por fin me hará llegar el lienzo para colgarlo en alguno de los clavos y, de alguna manera, deshacerme para siempre de esta superstición andaluza que, ahora que lo pienso, nos transformó en dos bichos raros: la equilibrista y su faquir. Unidos (y separados para siempre) por una alcoba erizada de clavos.

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Copyright ©Orlando Mazeyra Guillén, 2010
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Fecha de publicaciónFebrero 2011
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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